Capítulo 34. Noche de Halloween
La Noche de las Brujas eclipsaba Salem. Como por arte de magia, las brujas pasadas por agua, los Frankenstein anudados en las ramas y los cientos de calabazas hechas puré se habían desvanecido. Las calles volvían a vestir la rocambolesca decoración que a principios de semana. Los asesinatos acontecidos no ponían coto al jolgorio por una larga noche de truco o trato. Los niños ondeaban las capas de sus disfraces. Las cestas se iban sucediendo de casa en casa abarrotadas de caramelos y chocolatinas.
En contraposición al animado intercambio entre adultos y niños, la juventud con trajes de tela tan escasa como su prudencia se encaminaba a alguna fiesta sin vigilancia paterna. Sus cestas contaban con un interior escaso, pero más sugerente.
Ellery y el inspector Frederick se encontraban a la entrada del Hamilton Hall, donde el alcalde había concertado una opulenta fiesta de Halloween. Las personalidades de Salem y una consecución de caras famosas de ciudades vecinas transitaban una alfombra de terciopelo rojo hacia el interior del recinto. Una enorme pancarta de colores negro y naranja colgaba de la fachada. Protegiendo ambas secciones laterales, dos hileras de calabazas, de cuyas fauces relucía una llamarada azul, amparaban los esqueletos que bailaban incitados por los susurros de viento.
Los dos cruzaron miradas.
—Empieza la función —dijo Ellery mientras recorrían la estera de monstruos.
—Hay que estar al tanto, Queen. —Con evidente alteración, el inspector examinaba las decenas de rostros grotescamente maquillados—. Hoy no puede haber ningún muerto más.
—¿Y sus hombres?
—Dos escuadrones rodean el Hamilton y un par más de ellos en puntos limítrofes de la ciudad. Las entradas y salidas están controladas.
—¿Ha visto a Eiden?
El inspector sacudió la cabeza, enojado.
—Le perdí la pista cuando salió del hospital sin mi consentimiento. El muy desgraciado...
La aparatosa decoración exterior no era más que un anuncio de lo que les deparaba una vez dentro. El oscuro pasillo concluía en una sala sumida en una tonalidad azul eléctrica. A lo ancho y largo se repetían mesas con abundantes aperitivos y prominentes cuencos de ponche. En un extremo, una barra de bar proveía a los invitados con bebidas de mayor graduación. Numerosos monstruos de película adornaban los altos ventanales del Hamilton. Su aura espectral resonaba cuando el aro de luz incidía sobre ellos.
Ellery desvió una mueca al reparar en las brujas que ataviaban el techo. Colgadas de un hielo casi invisible, daba la impresión de volar con ayuda de sus escobas. Aquel aderezo era una incitación al ánimo vengativo del aquelarre de asesinas. El alcalde, aun puesto en antecedentes, había obviado el punto central del caso.
Se le pasó por la cabeza la idea fugaz de que el alcalde poseyera un pase vip al club de cazadores. Teoría similar barruntaba Frederick, que lo tenía en su foco de mira nada más traspasar la puerta. Sin embargo, la fuente de preocupación principal se hallaba alternando constantemente alrededor. Una abrumadora cantidad de mujeres ocultaba su identidad con trabajados disfraces. El maquillaje y las máscaras dificultaban la tarea de reconocer una cara familiar. Y la estridente música hacía difícil identificarlas por la voz.
Junto al inspector, Ellery se acomodó en una esquina del salón y contempló la manada festejante.
—¿Le suena alguna?
—Negativo, inspector.
—Mierda...
La luz inundó la estancia. En el escenario levantado al fondo de la sala, la figura del alcalde sobresalía con un micrófono en una mano y un vaso en la otra. El eco de los vítores restalló en las paredes.
—¡Bienvenidos un año más, amigos! —los acogió—. Este año, la fiesta de Halloween es una de las más especiales. Nos hemos visto afectados por una serie de pérdidas que nos han desbaratado el corazón, desanimado el alma y revestido nuestro rostro de desconsuelo. La policía continúa investigando el motivo de los crímenes y nos alertó sobre lo peligroso de una celebración como esta. —En un inciso, anduvo por el entarimado—. ¿Y saben qué les dije? ¡Que nadie, ningún monstruo, podría acabar con nuestra alegría! ¡Esta celebración es parte de nuestra ciudad, de nuestra tierra! —exclamó con euforia—. Y hoy, esta misma fiesta es en conmemoración a los grandes hombres que ese asesino nos ha arrebato. Festejemos sus vidas e invitemos a sus espíritus a que descansen en paz. ¡Brindemos por ellos!
El alcalde alzó la copa al aire.
—¡Por ellos! —gritó la muchedumbre excitada.
Los ojos de Frederick y Ellery delinearon una mirada cómplice.
—El alcalde es un puto cretino —se quejó el inspector—. Va a conseguir enfurecer a las asesinas.
—Intuyo que esa es su intención. No quiere dejarse achantar por unas mujeres que andan creando el pánico en su ciudad. Si no es miembro de ese grupo de psicópatas religiosos es porque no los ha conocido todavía.
—¿Cree que pueden estar ya por aquí?
Frederick fue inspeccionado una cara tras otra. De repente, una mortecina penumbra azulada tomó el relevo de la luz. Bufó con desagrado.
—¿Una copa?
Una camarera con una máscara carnavalesca y un rimbombante vestido de época victoriana elevó una bandeja con copas de champagne.
—No —rechazó el inspector, esquivando su mirada y uniendo las manos a la espalda.
Ellery dispuso una sonrisa encantadora como renuncia. La camarera asintió y se perdió entre el barullo de disfraces.
—Sea más natural, Frederick —le recriminó—. No podremos negarnos a beber toda la noche.
—No me apetece acabar envenenado. No entra en mis planes de futuro.
—¿Acaso sí en los míos? Veo que no ha entendido nada de lo que le he explicado.
—Su plan me parece una puta locura —manifestó girándose hacia el escritor—. ¿Y si no funciona?
—Funcionará.
—¿Por qué? ¿Solo porque usted confía en sí mismo debo yo hacer lo mismo?
Ellery se encogió de hombros.
—Solo hágalo.
—¡La madre que lo parió, Ellery! —maldijo—. Como esto se tuerza...
—Usted solo debe actuar conforme a su papel. El resto es cosa mía.
—Puede estar cavando su propia tumba.
—Haga como que se divierte, Frederick, o esta noche nos perderemos un nuevo crimen —concluyó la charla alejándose del inspector—. Yo voy a integrarme un poco.
—Cien ojos, Queen. —Frederick alzó las cejas a modo de aviso.
Regalando una sonrisa a cada uno de los disfrazados con los que se cruzaba, Ellery se sumó al entusiasmo que danzaba al ritmo de un son escalofriante. Distinguió a los compañeros de congreso que, al igual que él, habían optado por lucir su vestimenta tradicional como disfraz. Todos menos Peter. Una máscara de catrina blanca negra y azul celeste cubría su tez. Servido con un botellín de cerveza y un cigarro, tenía la vista echada a las preciosas calamidades que lo persuadían para que bailara.
—¡Ey, Queen, ha venido! —lo saludó, estrechándolo bajo su hombro.
—No me perdería esta noche por nada del mundo. Bonita careta —señaló—, le queda bien.
—He encontrado las manos perfectas para este maquillaje —desvió hacia la derecha la larga dentadura pintada—, y para otras cosas... Pero en lo que a usted respecta, sé que miente. —Peter dio una calada y expulsó el humo al techo—. Si está aquí es porque teme perderse la noticia de otro cuello rebanado.
—También me gusta divertirme.
—Ah, ¿sí? ¡Me encantaría ver eso! —El actor cogió al vuelo el vaso de una de las bandejas que flotaba cerca y se lo tendió—. ¡Apúrelo rápido y a por el segundo!
Ellery tanteó el líquido que bañaba la copa. Ladeó la cabeza hacia la posición del inspector y se percató de que le observaba con un gesto severo de advertencia. Brindó en su honor y, tras un inciso, vació el contenido de un trago.
—¡Bien hecho, Queen! —Peter aplaudió al aire—. ¡Ahora sí que hablamos el mismo idioma! ¡Tome otro! Y esto de regalo.
Sacó un cigarro de la pitillera y un encendedor y los guardó en el bolsillo de la chaqueta de Ellery. Volvió a propinar unas alegres palmadas y agarró el suyo.
—Le comenté que había borrado mi nombre de la lista de suicidas voluntarios.
—¡Bueno! Las fiestas son una ocasión para cometer algún que otro desliz, sea cual sea. Un cigarrillo no va a matarle... ¡No todavía! —dijo sin parar de reír.
—¿Se han enterado de lo ocurrido a ese limpiador, el de la Casa de la Bruja? —prorrumpió Angus para hacerse oír—. ¡Ha estado a punto de ser asesinado!
—Pero se ha salvado —arguyó Peter—. Se ve que alguien estuvo ahí para echarle una mano. ¡Menuda suerte! ¿Sabe algo de eso, Ellery?
El escritor recibió la mirada del dúo. Distraído, negando su intervención, se llevó la copa a los labios.
—Podemos preguntarle a él mismo —Peter se apoyó en los hombros de sus dos compañeros—, está ahí.
Los ojos de Ellery incidieron en el limpiador justo cuando la afinada visión de Peter le arrancaba de cuajo el velo que lo hacía indetectable. En una esquina, Eiden entablaba una acalorada conversación con un hombre disfrazado de parca. ¿Podía ser un miembro más del grupo?, se preguntó, atento a la mímica de la discusión.
De pronto, el limpiador giró la cabeza. Sus oscuros ojos contactaron con los de Ellery. Se quedaron quietos, inmersos en una especie de duelo, cavilando el próximo movimiento del otro.
Contra todo pronóstico, un corrillo de bailarines creó un inoportuno muro corredizo que a Ellery le resultó interminable. Se desplazó a un lado, frustrado, tratando de librarse del bloqueo, pero el limpiador y su compañero habían utilizado ese golpe de suerte para escurrirse entre la gente.
El impetuoso roce de un cuerpo le hizo reparar en su flanco izquierdo. El inspector Frederick también se había percatado de la presencia de Eiden y se apresuraba a buscarlo. Le dedicó un efímero asentimiento a Ellery que este entendió, y lo vio desaparecer en una de las salidas.
—¿Podemos hablar en privado? —solicitó a Peter, que depuraba una cuarta copa entre dos diablesas.
—¿Para qué?
—Tengo un asunto que ultimar, y requiero de su ayuda.
—¿Otra vez? ¿Tiene que ser ahora mismo? —se quejó, incidiendo en la oportunidad que tenía al alcance de su mano—. Por si no se había dado cuenta, estoy bastante ocupado.
—Puedo hablarle bien de usted a Roxxane —abrió Ellery una vía a la que sabía que el actor no se negaría.
Cuatro hileras de dientes formaron una sonrisa truculenta.
—Angus, cuide bien de estas señoritas mientras Dominic regresa de los servicios. ¿Es que se ha extraviado de camino o tiene la vejiga de un elefante? —comentó entre risas. Luego se giró hacia Ellery; no iba a tirar por tierra ningún recurso que pudiera suponerle un triunfo con la profesora—: ¿Qué necesita de mí?
†
Cruzaba la media noche. La fiesta se había transformado en una comparsa terrorífica de alcohol, lujuria y, sin duda alguna, narcóticos. Los disfraces y las máscaras efectuaban a la perfección el encargo de encubrir la identidad de los actos al mando de la desinhibición. Apenas reconocibles, la perversidad que amordazaban con cadenas y bozales se liberaba.
Bailes descoordinados, acercamientos indiscretos y alguna que otra pareja regían los centímetros de salón. Los ojos sobrios de los pocos cuerdos observaban aquel festín gratuito con emociones encontradas; algunos deseaban tener la valentía de deshacerse de la rectitud que los anclaba a una esquina de la fiesta y unirse a la turba lasciva y avara; otros esgrimían fuertes cargas de desprecio y aversión.
Ellery se había alejado de un insistente Peter, que se había salido con la suya animando a bailar a un patoso Angus, y exploraba el entorno en busca de algo extraño, perturbador, un comportamiento estrafalario que se saliera de lo común. Un gesto, una mirada, unos labios pronunciado la palabra sacrílega... El lenguaje corporal de los invitados iba rellenando filas y columnas del esquema mental que había confeccionado para salvarlos o no de la imputación. Todo marchaba según lo planificado, pero no había vuelto a tener conocimiento del inspector Frederick.
En uno de los rastreos distinguió a Roxxane. Hablaba con una mujer cuyo disfraz no logró adivinar. A decir verdad, reflexionó, discutía con ella. No tardó mucho en reconocerla. Martha, la dueña de la gata y que tanto recelo le tenía, parecía reprocharle algo. Curioso de la escena, estudió los rostros tensos y las vocalizaciones de enfado que partían de la mujer de cabello gris. Roxxane, en cambio, la escuchaba con notoria inquietud.
Sabía que eran amigas, pero por la forma en que se dirigían la palabra, la emoción plasmada en sus miradas y la posición de sus cuerpos -necesitados de tocarse, pero separados por un muro social-, intuía una relación de tintes más íntimos.
—Disculpe.
Volvió la vista al frente. Otra camarera de similar traje victoriano y relucientes ojos azul cielo le sonría. Sostenía una bandeja de plata con una única copa.
—Esto es para usted.
Ellery enarcó una ceja, contrariado.
—¿Para mí?
—Lo ha invitado una señorita de la barra.
En la lejanía, atisbó al barman y a una extensa fila de individuos dispuestos a lo largo de la mesa.
—¿No le hará el feo de no aceptarlo?
Compuso una sonrisa retorcida. Tomó la copa y la situó a la altura de sus ojos.
—¿A una señorita? Por supuesto que no.
El ardiente ron le recorrió la garganta hacia el estómago, donde se asentó con pesadez. Dejó el vaso en la bandeja y la camarera, después de una reverencia, se perdió entre la gente.
Solo le quedaba esperar.
†
Una perturbadora sensación de ahogo se enroscaba a su garganta. A sus pulmones solo accedía una brizna de aire tan superflua como agobiante. Se desabrochó los botones que se afincaban a su cuello como brotes a la tierra. La lengua seca se le pegaba al paladar, nada saciaba la imperiosa sed por la que había bebido varios vasos de agua helada.
Inspiró con dificultad. El corazón parecía querer salírsele del pecho. Cada bom repercutía con la fiereza de los mazos de madera de un amateur del taiko. Sus sentidos estaban enturbiados. La marabunta de colores lo obligaba a sujetarse a lo primero que lograba discernir. Tenía la impresión de que andaba sobre una superficie deslizante e inclinada que lo impelía hacia atrás.
Necesitaba salir de aquel lugar agobiante y aparatoso. Necesitaba respirar.
Entabló una marcha errática hacia la salida. Se ayudó de las manos para apartar los obstáculos que le entorpecían el camino. El rostro de Peter, grotesco y desligado, componía unas malévolas risas que manaban de ese gran vacío de dientes.
—Ha pillado una buena, ¿eh?
Ignoró el volumen alternante de voces, ni siquiera se esforzó en prestarles atención. Era como nadar a contracorriente en un río de aguas agitadas.
Como pudo, alcanzó el pasillo. Siniestras flamas brotaban del suelo y alcanzaban el techo. Las gigantescas figuras parpadeaban y se mezclaban hacia el final de la estructura. Quiso echar a correr, pero no creía que sus piernas le concedieran ese deseo.
Los ojos se le cerraron, aliviados, cuando la brisa nocturna se esparció por su cuerpo. Notaba las ropas humedecidas. Se abrió unos botones más del pecho. La piel le ardía.
Revolviéndose el cabello, bajó la vista hacia sus pies y echó a andar sin rumbo fijo. Las calles habían consumado la fiesta de Halloween hacía unas horas. Nubes de adornos, calabazas y caramelos distorsionaban una calzada repleta de monstruos en carne y hueso. Prefirió no mirar, fijar los ojos en la carretera y omitir el murmullo grotesco que gruñía en su oreja.
Y lo escuchó. Entre la hojarasca, los bufidos y los remolinos de viento. Un canto dulce y femenino.
Elevó la cabeza y se percató del entorno. Sumido en una fuga inconsciente, se había introducido en el bosque. Inmensos pinares de ramas afiladas se enroscaban a las orillas de un camino pedregoso. Las hipnóticas voces lo inducían a penetrar en la más recóndita oscuridad.
Se agarró a los troncos desabridos y rugosos para accionar el movimiento de unas extremidades dormidas, rehuyendo las caras terroríficas que cuarteaban la madera. Casi arrastrándose, sucio de la tierra fresca, usando las manos como bastones para remontar el camino, advirtió un final borroso entre los pinos. Una especie de puerta ramificada que ingresaba a un páramo aislado. Sin fuerzas, lanzó su cuerpo a lo desconocido.
Tumbado bocabajo, con el helor de la hierba rozando su mejilla, trató de respirar. El característico olor de las hojas quemadas le embriagó la nariz. Unas pisadas retumbaron en sus oídos. Era tal la delicadeza con la que se desplazaban que creyó que flotaban. Un aura cálida y apacible se cernió sobre él.
—Te estábamos esperando, Ellery Queen.
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