Capítulo 31. Amor vetado
En el rellano de una modesta casa aledaña a Broad Street, una mujer se apartaba el tocado de la capa que la refugiaba del frío exterior. La tierna expresión que esbozó hacia la persona que la recibía entornó sus grandes ojos color avellana.
—No te esperaba esta noche.
Pese a que su corazón se había visto revolucionado, la dueña del hogar plasmó un intencionado desprecio en su visita.
—Tenía ganas de verte. ¿Puedo pasar?
Sopesó la opción de mentir, de engañarle diciendo que estaba cansada y cerrarle la puerta en las narices. Pero, sin quererlo, retrocedió un paso para permitirle entrar. A sus pies, el suave pelaje de la gata le hizo cosquillas. Sentía pura devoción por ese animal, pues jamás le había defraudado. La tomó entre sus brazos y la pegó al pecho, colmando su lomo de caricias.
—¿Cómo estás? —Roxxane había colgado la capa en el perchero y se establecía en una esquina del sofá. Un apetecible olor a panecillos recién hechos aderezaba la estancia—. Estás enfadada conmigo. Y lo entiendo.
—Eso no es cierto.
—¿No? ¿Y por qué eludes mis llamadas?
—No siempre me apetece hablar contigo —replicó en un tono cortante.
—Martha —la profesora buscó un acercamiento levantándose del sofá, lo que conllevó un retroceso firme de la camarera—, ¿qué te he hecho?
—¿Qué ibas a hacerme? —Transitó a lo ancho del salón, evitando de ese modo mirarla a los ojos—. Nada, no has hecho nada.
—Ni tú te crees tus propias mentiras.
—Estoy cansada —se encaminó hacia el pasillo en penumbra—, será mejor que te marches.
Roxxane se quedó sola en el salón. Martha sabía hacerle sufrir, aquella muestra de indiferencia que indirectamente la culpaba a ella era la forma que tenía de defenderse. Pero no iba a consentirlo, no cuando no había motivos. Ignorando su petición, se introdujo en la oscuridad del corredor.
La gata se había hecho un ovillo a los pies de la cama. Acurrucada en un costado, su dueña permanecía con los ojos abiertos, fijos en el vacío. La tensión de su cuerpo menudo era visible en sus manos, cerradas con fuerza, y en el modo en que se abrazaba las piernas. Se le escapó una espiración cargada de cariño.
Martha no se movió, ni siquiera se dignó a mirarla, cuando se tumbó en el lado desierto del colchón.
—Qué he hecho —susurró, notando las lágrimas amontonarse en su garganta—. Dímelo, por favor.
El silencio sitió la habitación.
—Dímelo para que pueda arreglarlo...
—¿Qué sientes por mí, Roxxane? —la escuchó murmurar.
—Lo sabes bien.
—No estoy tan segura.
—Martha, te lo dije y te lo he dicho. Siempre. Te lo he demostrado desde el primer día.
—¿Qué me dijiste? —preguntó—. Ahora... ahora dudo de que tus palabras contuvieran algo de verdad.
La vio esconder la cara entre las piernas y supo que lloraba.
—Te dije que te quería, Martha. Te dije que eras lo único que quería en esta vida. Y a día de hoy sigo siendo fiel a ese sentimiento. No hay otra, solo tú.
Se atrevió a acariciarle el brazo. Al comprobar que Martha no se alejaba, se ajustó a su espalda. El cuerpo de la camarera se cernió al suyo como si fueran una misma pieza. Sintió el calor que desprendía y que tanto le gustaba, y quiso abrazarla.
—¿Qué sientes por él?
—¿Sentir por quién?
—Por ese escritor —manifestó, tirante, con una voz tan baja que le costó entenderla—. Se os ve muy unidos.
—¿Son eso celos?
Molesta por la insinuación, Martha la retiró de su espalda de un empujón.
—Él es como un hermano para mí —se excusó Roxxane.
—Siempre me has dicho que odias a los hombres, que no te suponen nada, ni siquiera te atraen. Y, sin embargo, persigues a ese escritor allá donde lo ves.
—Yo no le persigo. —Roxxane torció las comisuras, un tanto disconforme consigo misma—. Me cae bien, eso es todo.
—¿Y por qué? —Elevó el tono de voz—. ¿Qué le hace diferente?
El destello angustioso que se había apoderado de la mirada de Martha le originó una indomable sensación de ahogo. Estaba nerviosa. De manera inconsciente, empezó a pellizcar las sábanas.
—Sabe escuchar.
—Escuchar... —murmuró, poco convencida—. Yo también sé hacerlo. Siempre lo he hecho contigo. Me lo has contado todo. He sufrido tu historia con... Espera —el pequeño y ovalado rostro de Martha se colmó de enojo—, ¿qué le has contado a ese hombre?
—Fuimos sinceros el uno con el otro.
—¿Sinceros? Le has... ¡le has contado sobre ti! —Martha se arrodilló en la cama. Unas lágrimas recorrieron sus huesudos pómulos—. ¡¿Le has contado lo de tu padre?!
—Una versión.
—¿Qué versión?
—Una versión que no me hace sufrir.
En la tormentosa madrugada en la habitación de hotel de Ellery, Roxxane había alterado los hechos de aquel reencuentro con su padre. Carecía del valor para explicar con palabras la furia que se desató en su interior al regresar al hogar familiar. En el desesperado intento de averiguar el motivo que indujo a su madre a abandonarles, se dio de bruces con una aterradora realidad. Se esforzó por rechazarla, por otorgarle una oportunidad al hombre que había sido su padre, obtener una justificación, por mísera que fuera, con la que seguir adelante.
La fría y autoritaria verdad que brotó de los labios de su padre la conmocionó. Ya no era una joven adulta que necesitaba conocer su pasado; era una niña perdida en el mar verde de la pradera que echaba de menos a su madre, la niña que lloraba por las noches y cuyo interior luchaba por sentir un resquicio de amor por su padre. Perdió la razón.
<<—¿La mataste? —le preguntó, tiritando, sentados los dos alrededor de la mesa de la cocina.
—Esa ya no era tu madre>>.
¿Por qué había vuelto?, se cuestionó Roxxane. Muy en el fondo, a pesar del dolor, sabía que su madre jamás se alejaría de ella. Su marcha ocultaba algo más oscuro, algo más perturbador.
El sueño que casi todas las noches la despertaba en medio de un ataque de pánico no era una simple ilusión. Era su madre incitándola a renunciar al hombre que la esclavizaba en su propia casa. Su madre, hermosa entre el pasto esmeralda donde se tumbaban a contemplar el mar azul del cielo, quería que fuera fuerte y ajustase la balanza.
Martha había entendido ese acontecimiento atroz de su pasado. Pero... ¿Ellery? No estaba segura de que empatizara con la decisión que había tomado veinte años atrás. No podía fiarse de él. Y durante aquel episodio de confesiones, distorsionó los acontecimientos resultantes de la contestación de su padre.
—Quiero que te vayas —escuchó decir a Martha, que tendía la vista hacia la puerta del dormitorio con determinación.
—No he hecho nada que no debiera. No le he hablado de ti, si es lo que tanto temes.
Los ojos de Martha viajaron hacia el rostro compungido de Roxxane.
—Sé que no quieres que lo haga, y nunca lo he hecho, ni siquiera a él. Pero si eso te crea dudas, deberías ser tú quien busque la razón de esas sospechas injustificadas.
—Entre nosotras no hay nada que tengas que contar.
Roxxane se encaramó al colchón con un gesto de perplejidad.
—¿De verdad? —Tiró del brazo de Martha hacia sí—. Entonces, si hago esto —con las yemas de los dedos dibujó un camino de caricias hacia los labios de la camarera—, no sientes nada.
Martha permaneció rígida.
—¿Nada? —Le apartó un mechón de cabello gris y observó cada detalle del rostro de aquella inocente mujer—. ¿Y si hago esto?
Puso las manos en las mejillas de Martha y besó sus labios. Primero dulce. Como advirtió que no se resistía, se dejó llevar. El rubor se superpuso en la blanquecina tez de la camarera.
—Sabes que esto no está bien... Somos... —Los ojos de Martha descendieron hacia el colchón. Una contradicción de sentimientos en su interior batallaba por seguir la moral establecida o abrazarse a la mujer que amaba—. Somos como la gente llama a las de nuestra clase. Unas... somo unas desviadas.
—Oye, escúchame —Roxxane puso el dedo en la barbilla de Martha y la obligó a mirarla—, no existe desviación en ti, ni en tu orientación. Eres perfecta. No me importa lo que piensen ahí fuera. No son más que un rebaño incitado por un lobo inseguro. Yo soy más fuerte. Y tú.
—No, yo no.
—Sí que lo eres, Martha. Me lo has demostrado.
Con la cabeza hecha un mar de dudas, Martha dobló el torso hacia adelante. Deseaba escuchar por una vez lo que su corazón le gritaba. Ser como Roxxane; enérgica, implacable. Pero sus ataques de razón no le daban un respiro. Las voces de la sociedad se insertaban en sus pensamientos. No le hacía falta que la señalaran por la calle, ser consciente de lo que predicaban contra las de su clase le bastaba para alzar el látigo de la penitencia contra sí misma.
—Vivo aterrorizada porque descubran esto —dijo a media voz—. De que nos descubran.
Roxxane no pudo resistirse a abrazar a la mujer que le había entregado un amor repleto de miedos. La adoraba, hacía tanto tiempo que vivía unida a ese sentimiento, que contemplar un nuevo episodio de fluctuación en Martha hundía su entereza. Quería hacer de ella una mujer libre, reducir sus ataduras mentales hasta desvanecerlas. Quería que la eligiera a ella por encima de la fe que las condenaba. Pero era consciente de los obstáculos que asolaban el camino. Ella misma los había vivido.
Muy lentamente, apoyó la cabeza de Martha en su pecho y la estrechó con fuerza.
—Sabes que por ti soy capaz de vivir lo nuestro en secreto —le susurró al oído—. Te quiero, Martha. Te quiero.
—Yo también... —sollozó, avergonzada—. Siento ser débil.
—No, Martha, no. Tú no eres débil. —Contempló aquellos labios que tanto había besado, y volvió a hacerlo—. Te quiero.
Sin despegarse de su boca, Roxxane la tumbó en la cama. Sus cuerpos se enlazaron, confidentes, en la maravillosa unión que personificaban. A los segundos, las manos de Martha arroparon su espalda. Cuando creyó que nunca podría amar a nadie, que era una mujer rota, defectuosa, Martha apareció para hacerle entender que estaba equivocada. Desde la primera vez que intercambiaron palabras se sintió completa a su lado. Y supo que esa sensación de plenitud que con ningún hombre había experimentado, era amor.
Amaba a otra mujer, a su mismo sexo, y le daba igual lo que la sociedad tuviera que decir al respecto. Era un pecado por el que estaba dispuesta a morir.
Pero Martha...
La rectitud religiosa del pueblo que la había visto nacer, las miradas recelosas que cuchicheaban sobre la estrecha intimidad entre dos mujeres, las insinuaciones de una manada masculina, para Martha eran como piedras atadas a su cuello que la ahogaban en un río de condena.
Cualquier gesto de afecto producía en ella una retirada automática. Hasta que, en la privacidad de su hogar, después de varias copas de un vino espumoso, Roxxane se atrevió a cruzar el límite. La besó. Y al mirarla a los ojos, lo vio. El mismo sentimiento, el mismo anhelo. No sin temor a un segundo rechazo, unió sus labios a los de ella. Con delicadeza, con una ternura preventiva. Era la primera vez que probaba a una mujer. Y era la primera vez que sentía que era la persona indicada.
A partir de aquel día, los acercamientos a altas horas de la noche se producían en la intimidad de sus casas. De vez en cuando, la incertidumbre tocaba a la puerta, fruto de la rigidez mental en la que Martha se había criado. Pero siempre lograban superarlo, siempre volvían a estar juntas.
Y ahora, un rayo de esperanza parecía querer desintegrar la maldición que obstaculizaba la relación. Martha estaba celosa del escritor con el que había pasado tiempo en Salem, y eso lo significaba todo. Significaba que Martha, pese a que una parte de ella quisiera negarlo, estaba enamorada.
—Ven.
Arrodilladas la una frente a la otra, Roxxane se abrazó a la piel desnuda y acalorada de la mujer que comenzaba a tocarla. Le susurró al oído lo mucho que la amaba, un sentimiento que conectaba sus corazones en aquella pequeña cama.
Rechazando la vocecilla que sentenciaba su amor, Martha tomó el rostro de la profesora y la besó con delicadeza. La sensación era única, el barullo de emociones que relinchaba en su interior se parecía mucho a lo que llamaban felicidad.
El roce de su piel era distinto, le hacía olvidar. Por un momento, el terror de que otro la tocara no existía. Nadie la forzaba, nadie se aprovechaba de ella sin su consentimiento. El olor a alcohol no embriagaba la atmósfera. Sus manos no la arañaban, no despedazaban su privacidad, su dignidad. No eran iguales a las manos que habían quebrantado su infancia. No era el hombre que se apoderaba de ella cuando el sol se escondía.
Roxxane era diferente. Acogió su dolor, la ayudó a surcar el miedo. Ella jamás le haría daño.
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