Capítulo 29. Tres muertos y uno de regalo
—¡Queen, esto se le ha ido de las manos!
En el despacho del Hotel Hamilton, Ellery se enfrentaba a las acusaciones del inspector. Observaba su correteo encendido y la autoridad que calcinaba cada palabra.
—Lo sé...
—¿Lo sabe? ¿¡Lo sabe!? —increpó golpeando la mesa, luego dejó los puños firmemente engarrotados—. ¡Ha muerto un hombre por su falta de criterio! ¿Cómo ha podido ocultarme la existencia de ese diario?
—Quería estar seguro de que tenía relación con las muertes.
—¿¡Y no se le pasó por la cabeza el informarme?!
—Si recuerdo bien, usted no tomaba en serio mis impresiones del caso.
—A lo mejor si me hubiera enseñado el diario mi opinión habría sido bien distinta.
—¿Eso cree? —Su socarronería se hizo eco en una carcajada seca—. Me lo habría escupido a la cara, al igual que hizo con mi teoría del asesino. Me remitiría la frasecita de manual que tanto le gustaba repetirme en el caso donde le serví como asesor: «No hay causa probable para que realicemos un registro de la propiedad. No existe evidencia alguna admisible en un mejunje de idiomas escrito por un pirado» —expuso alterando su voz para simular el tono grave del inspector—. Mi intención era tener una base fuerte para saltarme ese obstáculo.
—Sí, ahora la tengo de sobra. Tres muertos y uno de regalo. ¿Algo más que quiera contarme que haya pasado por alto? ¿Algún regalito inusual que pueda encontrarme cuando desmantele esa biblioteca secreta?
—La biblioteca debe permanecer intocable.
—¡Es el lugar donde escondían esa maldita parafernalia religiosa! —exclamó Frederick—. Usted ya ha estado allí, ¿y ahora me dice que yo no ponga un pie dentro?
—Que la policía requise la Casa de la Bruja servirá a un solo provecho: que los asesinos tomen precauciones y borren todo rastro de su presencia. ¿Es lo que quiere? De todas formas, la clave no es la biblioteca.
—¡Claro! —Rio con malicia—. La habitación cerrada al público donde unos maníacos han escrito un manifiesto lapidario no es relevante.
Ellery entrelazó las manos y las masajeó, tenso por los dardos de ironía del inspector que lo tenían como diana.
—Exacto, no lo es —aseguró, tratando de mantener la compostura—, puesto que la raíz de todo el caso está cogiendo polvo en la guantera de mi coche. —Frederick lo miró sin entender—: Tengo una copia del diario. Que no nos es útil porque buena parte de él sigue encriptado y, visto lo visto, nadie más puede meterse en este asunto sin acabar mal parado.
—Es una manera un poco fría de decir que terminarán muertos por su incompetencia.
Tocado por el comentario, Ellery giró la cara con hosquedad. La tirantez se hacía patente en la vigorosa contracción de su mandíbula. El inspector, en un gesto compasivo hacia el joven contra el que descargaba su rabia, suspiró resignado. Había aceptado la ayuda de ese escritor en uno de los casos donde el humo le salía por las orejas. Los errores estaban ahí, a la vuelta de la esquina. Hasta un policía con años de experiencia podía meter la pata. Lo estaba avasallando sin escrúpulos porque, muy en el fondo, parte de la responsabilidad era suya. Había obviado premeditadamente la visión de halcón de la que aquel joven escritor hacía alarde. Le recordaba a él, a sus inicios en el cuerpo de policía del condado, repleto de ganas y con poca conciencia de la realidad. Hasta que el primer fallo tocó a la puerta.
—Ellery —habló con una suavidad poco creíble—, ¿de qué va todo este asunto?
Algo angustiado, el escritor lo miró a los ojos.
—Deje que se lo muestre.
†
Un reguero de fotocopias en blanco y negro sepultaba la mesa. Las que el inspector ya había examinado yacían en un montoncito. Las arrugas de sus ojos se fundían con la rectitud de su semblante. Lo que tenía en las manos desarticulaba su caso de suicidio.
—Esto lo ha escrito un loco —murmuró, desechando una de las hojas y cogiendo otra.
—Lo han escrito —le corrigió. El inspector alzó la vista y Ellery le entregó la traducción del profesor—. Léalo.
La expresión de Frederick fue alterándose con el curso de los párrafos.
—¿Los dueños de este diario del Diablo están matando mujeres?
Ellery asintió.
—Según ellos, actúan bajo palabra de Dios. Las influenciadas por el Diablo son ellas —ironizó.
—La madre que los parió. —Frederick lanzó la hoja sobre la mesa. Instaló dos dedos a ambos lados de su frente. Al tiempo que amasaba su piel avejentada, cerró los ojos—. Otra panda de deficientes religiosos dándome por culo, pero ahora, encima, se esmeran. —Se arrellanó, desganado, liberando su furia con un movimiento reiterativo de la pierna—. Entonces, qué plantea, ¿que ese club de cazadores está siendo perseguido? ¿Roles invertidos?
—¿No parece lo más obvio? No veo otra relación con el diario. Van dos muertos. ¿Cuántos más podrían formar un grupo como ese? ¿Cinco? ¿Seis? Al asesino le quedan unos cuantos por quitarse de en medio.
—Eso sin contar a Thomas y al profesor.
—Lo de Thomas lo entiendo. Se hizo con el diario que el asesino tanto quería encontrar, y la única manera de que nadie se enterara de lo que estaba ocurriendo era haciéndolo callar. Pero lo del profesor... No me cuadra.
—No me diga... ¿Quién se raja el cuello a horas de una cita con un alumno? —despuntó, irritado—. Cree que el asesinato del profesor lo cometió alguien de esa caterva religiosa.
—O el asesino se quedó sin imaginación con la que recrear más escenarios suicidas —tanteó—. Pero me cuesta creer que haya cambiado el patrón de los crímenes.
—Y eso de que sean mujeres, ¿lo ve probable?
—Son a ellas a las que han ido aniquilando. Viéndolo desde su perspectiva, desearán venganza por las vidas arrebatadas de sus compañeras.
—Cuando pienso que en algún lugar hay cuerpos desmembrados de mujeres gracias a la enfermiza mentalidad de esa panda de degenerados... —El inspector se llevó la mano al estómago—. Pensé que la locura que asoló Salem hace trescientos años había llegado a su fin. Ya veo que las mentes de muchos siguen varadas en el pasado.
—Y en el miedo —añadió en voz queda.
—¿El miedo?
—A que una mujer sea superior a ellos.
—Cuestión de enfoque—valoró Frederick.
—Llámelo como quiera. Lo fundamental aquí es que ese grupo ha matado y sigue matando mujeres. Y que alguien desea detenerlos haciendo uso de sus mismas armas.
—Es una lucha entre bandos.
—No lo podría haber expresado mejor —afirmó Ellery.
—No le han informado de cómo han encontrado el último cadáver, ¿me equivoco?
—Un tiro en la boca.
Frederick descargó una honda carcajada.
—Eso no es todo. Cuando lo encontramos, tenía los pantalones medio bajados. Y se había corrido. Sí —dijo al contemplar el semblante enarcado del escritor—, esa misma expresión puse yo al verle. Tenía a la vista su miembro flácido y los pantalones llenos de fluidos, al igual que sus manos. El sofá estaba revuelto, como si antes de morir se hubiera pegado una fiesta, o intentado.
—Dudo que el muerto tuviera gustos homosexuales, su religión lo ve como una ofensa —satirizó—. Y ese hecho no hace más que ratificar mi teoría de la mujer asesina. En mitad de la tormenta, que se le presentara una mujer y le insinuara entrar en calor pudo verlo como un regalo caído del cielo. Deduzco que lo incitó a mantener relaciones sexuales y lo asesinó en el momento propicio. Aunque falta un detalle. Ya sabe —se rascó la barbilla—, ese hombre podía haberse zafado de su atacante, a no ser que no estuviera en plenas facultades.
—Ahí es adonde quería llegar. Quería comentarle un aspecto referente a la autopsia del ahorcado, de este tal abogado, Duncan Scott. —Ellery lo atendió con interés—: Encontraron en su organismo restos de estramonio. Al igual que Thomas, fue envenenado.
—Tendrá claro que David Patross ha corrido la misma suerte —constató con gravedad—. De ahí el tiro frente al espejo y lo de su sexualidad a la vista.
—Hallamos en la mesita del salón dos tazas de té —mencionó como confirmación a su conjetura—. Están analizándolo por si contienen algún tipo de alucinógeno.
—Ya conoce la respuesta, inspector.
Frederick movió la cabeza, sin desearlo, acorde a la visión que había negado desde el principio.
—Nadie está seguro, Ellery, tenemos que andarnos con mil ojos. Sin conocimiento sobre quiénes pertenecen a cada uno de los grupos, cualquier hombre de Salem puede ser el siguiente. La comida envenenada es uno de los instrumentos que utilizan para debilitar a sus víctimas, pero no me extraña que nos sorprendan con otra táctica.
—¿Qué tiene pensado?
—Colmar esta maldita ciudad de policías de paisano, eso es a lo que me atengo. —Se masajeó el mentón al tiempo que contestaba—. Habrá oficiales en cada esquina de Salem. El problema es la cantidad de individuos a los que vigilar. Si tenemos en el ojo de mira a todo aquel entre la veintena y la sesentena, aproximadamente, la lista se dispara.
—Y mujeres, acuérdese —mencionó Ellery—. La edad será similar.
—Mierda, Queen. —Exhaló con desesperación—. Es un puñetero pueblo entero. No puedo tener agentes para cada ciudadano. No contamos con efectivos ilimitados. Es inviable.
—Haremos lo que podamos, inspector.
—No voy a permitir que se produzca otra muerte, sea cual sea el bando. Tampoco de ajenos al caso.
La nueva crítica hizo retroceder al escritor en la silla. Frederick resopló; le costaba amansar al animal rabioso.
—Repóngase, Ellery. No piense ni un minuto más en el profesor —le reprochó en un aire indulgente. Hizo el esfuerzo de sonreír—. A veces suceden estas cosas. No es del gusto de nadie, pero así es esta profesión. Nadie está a salvo.
—Eso no me consuela —masculló.
—Pues es lo que tengo para usted. O lo toma o lo deja. —Al no obtener respuesta del escritor, continuó—: ¿Hay alguien más que esté al tanto del asunto?
La entrometida profesora retornaba de entre las sombras.
—Hay una mujer. Roxxane —comentó—. Me acompañó al Instituto.
—Manténgala al margen de esto.
No hacía falta que se lo ordenara, él mismo había construido un muro que lo aislaba de Roxxane desde que recibió la noticia de la muerte del profesor. No quería que nadie más muriera por su culpa, y Roxxane encabezaba el primer puesto.
—En cuanto a esas hojas —Frederick señaló el diario desperdigado—, guárdelas a buen recaudo. Se las pediré como prueba en unos días. Entretanto, si puede seguir averiguando algo, son toda suyas.
Ellery asintió, conforme.
—Será mejor que haga unas cuantas llamadas. —El inspector se dirigió a la puerta mientras Ellery recogía las fotocopias—. Tenemos que llevar este asunto con el máximo sigilo. No quiero habladurías, así que el pico bien cerrado, ¿entendido?
—No tengo intención de hablarlo con nadie.
—Tengo que hacer un paseo en coche hasta el MIT. Se van a reír un rato cuando les informe sobre el motivo de la muerte del profesor. Tranquilo —repuso al momentáneo parón del escritor—, les daré los detalles precisos.
Frederick abrió la puerta y lo invitó a salir primero. En la entrada, se miraron antes de dividir sus caminos. A segundos de perderle la pista, el inspector levantó la mano y la frenó en el aire. Había incurrido en algo.
—Ellery, ¿cómo sabían que usted tenía el diario? —formuló su inquietud—. Debían haber hecho alguna averiguación para que le siguieran hasta el MIT.
Ellery torció una mueca. Con los desastrosos hechos que habían cubierto la mañana, había olvidado aludir a un pormenor en particular.
—Mi habitación ha sido allanada —respondió—. Me encontré con un huracán similar al del dormitorio de Thomas. Supongo que, cuando estuvieron vigilando sus pasos, sospecharon de nuestra cercanía.
—¡Joder, Queen! —Frederick se golpeó la frente con teatral indignación. Luego ancló las manos a las caderas—: ¿Ahora también lo tengo que vigilar a usted?
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