Capítulo 26. Confesiones en la tormenta
El suave matiz aloque de las lámparas expiró con el apagón global en Salem. Las velas ataviaban las mesitas de los pasillos. La borrasca agitaba los cristales. El viento que lograba colarse por las grietas hacía vibrar las diminutas flamas, creando sombras monstruosas en las paredes. Nadie deseaba ser el primero en subir las escaleras y toparse, en ese preciso instante, con un golpe de puerta, el humo de las velas apagadas y la fiereza de su corazón llevándolo de vuelta al vestíbulo en una carrera por la supervivencia.
Tumbado de costado en la cama, con las sábanas a los pies y sin camisa, Ellery reposaba semiinconsciente. El plancton de la espalda no había terminado de secarse, por lo que Roxxane le había prohibido taparlo hasta que eso sucediera.
Distinguía la franja izquierda del rostro de la profesora a la luz de los relámpagos. Las sombras la sorteaban con una finura inquietante. Levantó la cabeza de la almohada. Una espiral borrosa le provocó unas potentes náuseas. Roxxane, sin tener conciencia de cuándo se había movido, lo obligó a retomar la posición inicial. Le puso la mano en la frente y le apartó el cabello de una caricia.
—Puede que esté experimentado los efectos secundarios de la mezcla. Como cualquier otro agente farmacológico, tiene sus inconvenientes. Es posible que se maree y sienta fatiga. O que vea cosas que no están ahí. Tranquilo —le apretó el brazo—, me quedaré con usted hasta que se duerma.
Ellery cerró los ojos. No tenía muy claro si esa mujer era una salvación o una pesadilla. La herida le escocía con el ungüento y sentía la odiosa necesidad de rascarse y arrancarlo. Pero su estómago, aun vacío, apremiaba el impulso de devolver lo que no había ingerido. Le dolía la cabeza. Al parecer, leprechauns invisibles a los que escuchaba reír brincaban al ritmo de una danza irlandesa con su cabeza como pista de baile.
—¿Por qué se tatuó la sirena?
La pregunta en cuestión accionó una reminiscencia desoladora del acontecimiento vivido siete meses atrás.
—No fue una decisión voluntaria.
—¿Cómo es eso posible?
Roxxane arrugó el ceño, adosando la silla junto a la cama.
—Es... complejo.
¿Cómo explicar lo sucedido en Nápoles? ¿La guerra entre bandas en la que se vio envuelto junto a Aurora por culpa de un matrimonio fracasado?
—Lo complejo es siempre lo más interesante —replicó la profesora.
—Es un recuerdo. —Ellery fijó la mirada en la ventana. Los nubarrones crearon la ilusión de la lucha entre la Sirena y el Uroboros—. Un recuerdo de algo que viví y que jamás podré olvidar.
—Se ha puesto misterioso. —Roxxane rio—. ¿Alguien más conoce ese secreto suyo?
—La mujer a la que amo.
—Entiendo. —Alargó el silencio—: Ella es su confidente.
—Más bien, ella comparte el mismo hecho.
—Los dos están marcados —aclaró entonces Roxxane, moviendo la cabeza—. Qué curioso.
—Ya sabe algo más de mí, algo más que añadir al expediente que ha elaborado. —Entornó los ojos hacia ella con dificultad—. Pero yo no sé nada de la mujer que me ha curado, salvo que es una escritora frustrada por el machismo que la coarta. —Apretó los ojos al escuchar la brutal sinceridad que había salido por su boca sin la mordaza moral de la lucidez—. Perdone, no quería...
—No, tranquilo. —Roxxane se cruzó de brazos e irguió el torso en la silla—. Tiene razón. Soy profesora, y escritora, pero esta última vocación es como una camisa de fuerza. Aquí no respetan esa faceta mía.
—¿Y por qué no se marcha? Sus obras podrían tener una oportunidad en otro lugar.
—Aquí estoy a gusto.
—Pero desea crecer —contrapuso, discerniendo su afán de las escuetas conversaciones que habían mantenido—. Quizá se está aferrando a lo que tiene ahora por miedo.
—¿Miedo? —Carcajeó en un deje furibundo—. Me niego a sentir esa emoción.
Ellery suspiró. Su respiración cada vez era más lenta y aplastante. No sabía cuánto tiempo podría permanecer despierto.
—Entramos de nuevo en el dilema de las emociones humanas —le recordó la charla de esa misma tarde—. Nos guste o no, el miedo existe. Y por su respuesta, intuyo que no ha aprendido a manejarlo.
—No sabe nada de mí.
Volvía la Roxxane despiadada.
—Tengo toda la noche —dijo en voz queda—, o... Bueno, todo lo que pueda aguantar con los ojos abiertos.
La profesora contrajo los labios.
—Como usted quiera, no voy a presionarla para que me cuente lo que no desea. —En el desagradable silencio de la habitación, Ellery movió las piernas para acomodar la postura. Un calambre de la herida abierta se disparó por su musculatura—. ¡Argh!
Roxxane se levantó de un salto. Agarró a Ellery del hombro y lo ayudó a recolocarse de costado. Le apartó el brazo suavemente, lo colocó sobre la almohada y examinó el ungüento.
—Le queda todavía por secar —le avisó, presionando los extremos del esparadrapo natural con los dedos—. Tenga cuidado.
—Le estaba haciendo un hueco —se justificó—. Esa silla puede ser muy molesta.
Roxxane tanteó la situación.
—Si me ayuda... —Ellery se deslizó como pudo al lado contrario de la cama. Roxxane, dubitativa, se arrodilló en el hueco libre del colchón y lo ayudó a tumbarse. Luego se recostó contra el cabecero, estirando las piernas y entrelazando las manos encima de su regazo—. ¿No es más cómodo así?
—No está mal...
—¿Dónde aprendió a elaborar esos mejunjes medicinales? —le preguntó.
—Sabiduría de mi familia materna.
—¿Su madre?
—Mis tías.
La explosiva acústica de un trueno destruyó aquel instante de revelaciones. La atención de ambos se redirigió hacia la tormenta y a las probables desgracias que perpetuaba a lo ancho de Salem.
—Cuéntem...
—No, Ellery. —Roxxane frenó su petición. Inclinó la cabeza hacia él—. Esto debe ser algo recíproco, un quid pro quo. Si yo le hablo de mí, usted deberá hacer lo mismo sobre su vida. Ese es el trato.
—No tengo inconveniente.
—Entonces es que ni se imagina lo que puede ser fuente de mi curiosidad.
—Es posible. Pero —buscó esos oscuros ojos en la penumbra del dormitorio— lo que quiera preguntarme le llegará de vuelta.
—Buena jugada. —Los labios de Roxxane sonrieron, iluminados por el fulgor arrebatador de un rayo—. ¿Qué quiere saber de mí?
—Hábleme de su infancia.
—¡Esa pregunta es demasiado ambigua! ¿No desea ser más específico?
—Sea todo lo específica que prefiera.
La vio centrar la vista en la pared frontal. De sus rasgos serios y parcos se había apoderado un velo de tristeza.
—Como ya le conté, me crie en Illinois. Michael y Dorothea, así se llaman mis padres. —Los labios de Roxxane se transformaron en una fina curva—. Mi padre era una persona muy recta. Para él, la educación y el civismo eran los principios regidores de todo ser humano. No permitía fallo alguno, siempre que pudiera afectar a otros. «Sé prudente, ten mesura» solía repetirme mi padre cuando me metía en algún problema y debía castigarme. Y no le culpo, yo era una niña muy traviesa. Me gustaba explorar, conocer... En eso era idéntica a mi madre. Ella era un alma libre. Nunca entendí lo que vio en mi padre. —Roxxane encogió los hombros al tiempo que negaba—. Pero el amor es así, ¿no dicen eso? Ciego.
>>Ella fue quien me enseñó el amor por la naturaleza. Me impulsó a preguntarme quién era yo, qué tenía de especial... A construirme. —Bajó la cabeza. Su voz, al reanudar su historia, emanaba gravedad—: Esa faceta de mi madre los llevaba a continuas discusiones. Cada uno quería criarme a su imagen y semejanza. Y yo los amaba a ambos por igual, pero mi esencia casaba con el espíritu inquieto de mi madre.
Los ojos de Roxxane irradiaron un brillo acuoso.
—Y pasó lo que tenía que pasar. —La emoción reprimida en una risa fingida conmovió a Ellery—: Mi madre nos abandonó, nos dejó solos a mi padre y a mí. En ese momento no la entendí, y mi padre se encerró en sí mismo. Básicamente, me cuidaba yo sola, o mis tías cuando venían a visitarnos. Siempre les preguntaba por la desaparición de mi madre, si ellas sabían, tan unidas que habían estado como familia, por qué se había marchado. Quería encontrarla. Irme con ella. Pero jamás me respondieron.
—Lo siento de veras.
—Me costó, pero acabé entendiendo a mi madre. ¿Quién soportaría a un hombre que confina tus ganas de vivir? —inquirió al aire—. Yo no, por supuesto. En eso era como ella, y terminé aceptando que mi madre necesitaba encontrar su lugar en el mundo, y que un hombre como mi padre no iba a impedírselo. Él la dominaba a su manera. La vida de mi madre se restringía al hogar. Estaba encerrada entre cuatro paredes, obligada a cumplir con las labores de toda buena esposa. Todo lo que quisiera hacer debía pasar por la aprobación de mi padre. —Meneó la cabeza, enfadada—. Una sumisión en la que mi madre se vio inmersa sin darse cuenta.
—¿Y cómo fue la convivencia con su padre?
—Pues... —Dubitativa, Roxxane estrujó la tela del pantalón—. Le di muchos quebraderos de cabeza. He sufrido muchos castigos por no ser como él quería que fuera. Mis tías se apiadaban de mí y me sacaban a hurtadillas. Me llevaban de paseo por el bosque. —Sonrió al recordarlo—. Así es como aprendí a hacer ungüentos y, bueno, alguna que otra mezcla con la que no consumir aspirinas. Medicina herbal, lo llamaban ellas. Me contaban la función que desempeña cada uno de los elementos de la flora que nos rodea. Son seres inteligentes, capaces de aprender y adaptarse, me decían, y eso les otorga una habilidad inigualable. Las ayudaba a recoger cada flor, hoja y raíz que veíamos para que pudieran elaborar sus recetas caseras. Siempre enfatizaban la importancia de las raíces como una réplica oculta de los árboles, y de determinados hongos que nacían a sus pies.
—Pero su padre se inmiscuyó.
—Digamos que no se lo tomó bien —aseveró—. Le escuchaba discutir con mis tías a través de la puerta, recriminándolas por lo salvaje que me estaba volviendo por culpa de ellas. ¿Ha visto? —Resopló—. ¿Cómo podía llamar salvaje a su propia hija? Pero claro, él quería que me encargara de lo que mi madre ya no podía. No aceptaba mi negativa a vivir bajo la servidumbre de un hombre para luego pasar a manos de otro.
—¿Y qué hizo?
—Lo que toda mujer joven, harta de ser dominada, podía hacer.
—Abandonó a su padre —dedujo.
—Escapé de su cárcel. ¿Se siente menospreciado como hombre porque no quisiera ser su palo de escoba? —expresó entrelazando las piernas a la par que contemplaba a Ellery.
—Yo no soy su padre —rehuyó el comentario—. Siga contándome, por favor. ¿Volvió a contactar con él?
—Quise hacerlo —afirmó—. Cuando me marché, me fui a vivir con mis tías a la ciudad vecina. Mi padre golpeaba la puerta casi cada semana ordenándome que volviera a casa. Ninguna le abrió. Yo me escondía en mi habitación y me tapaba lo oídos hasta que dejaba de oírlo. Lloraba como una mocosa, y en esos momentos me venía a la mente mi madre. Lo infeliz que tuvo que ser durante tantos años... Y lo que aguantó por mí. Hasta que no pudo más.
—Y, aun así, quiere a su padre.
—Entiendo su comportamiento. Provenía de una familia conservadora. La crianza sexista que recibió no se desvanece de la noche a la mañana, sobre todo si asumes que es la correcta. Vivió creyendo que la mujer debía servir al hombre que le ha ofrecido un lugar en el mundo, una función por la que sentir respeto y honra. En realidad, mi padre me daba lástima.
—¿Daba? —repitió.
—Sí. Mi padre se suicidó.
Las manos enrojecidas del vigor con que comprimía la tela del pantalón eran fiel reflejo de la aflicción de la profesora.
—Lo siento, Roxxane —entonó por segunda vez.
—Pasó hace mucho tiempo. Las habladurías de un pueblo pequeño llegaron a oídas de mis tías. Mi padre se había ahorcado en la cocina. No dejó nada, ni una nota ni una despedida. Ni para mi madre ni para mí. Supongo que pensaba que le habíamos traicionado, y la soledad lo llevó a cometer uno de los pecados que su religión tanto censura.
—¿De ahí el interés por sus antepasados?
—Todavía era una niña, Ellery. Esa necesidad nació más tarde, cuando ya ejercía como profesora.
—¿Y qué la llevó a querer indagar en su pasado?
—Creía que esto era un intercambio, Ellery. Es su turno —indicó—. Cuénteme sobre usted, sobre su familia.
El escritor depuró unos segundos entre pensamientos. La tormenta le traía imágenes teñidas de un gris perturbador. Imágenes de noches sin dormir, de la tristeza de su padre y el entierro de su madre. Retazos de un oscuro pasado que se unía al ataúd vacío de una Aurora desaparecida hacía un año. Inspiró lentamente y exhaló.
—Me crie en un modesto piso de Nueva York. Solos, mis padres y yo.
—¿Ya? ¿Eso es todo?
—¿Qué más quiere que le cuente?
—¿Tiene hermanos? ¿Cómo era la relación con sus padres? ¿Y su pasión por la escritura? ¿Apareció al mismo tiempo que su pasión por los problemas ajenos? Vamos, Ellery —golpeó suavemente el colchón con la palma—, yo me he esforzado en hablarle de mí.
Resopló, ensimismado en los hechos de su vida.
—No, no tengo hermanos. No porque mis padres no quisieran. Mi madre murió antes de que pudieran siquiera atisbar esa posibilidad. La vida con ellos era... —Dobló las comisuras de los labios con la búsqueda de la palabra acertada—: Mágica. Supongo que así es como puede definirlo un niño de siete años. Mi madre tenía una imaginación prodigiosa. Le gustaba escribir cuentos que luego compartía conmigo. Muchas veces los dejaba incompletos para que yo eligiera el final. Y luego me enseñó a escribir mis propias historias. Era algo que compartíamos y que me hizo ser quien soy.
>>En cuanto a mi padre... —Mudó la vista al techo—. Es un viejo cascarrabias con un corazón enorme. Un hombre con menos de dos centavos cuya entereza y perseverancia le valió la placa de inspector que cuelga de la solapa de su chaqueta. Siempre que algún caso nuevo y extraño llegaba a sus manos, nos lo contaba a mi madre y a mí en el salón. Y compartíamos con él nuestras teorías, por locas que fueran. —La imagen de sus padres en las esquinas del sofá escuchando las disparatadas ideas de un pequeño Ellery, frente a la chimenea que aportaba calidez a un duro invierno en Nueva York, logró abatirle.
—Parecían una familia muy unida. Debe echarlo de menos.
—Todos los días.
Suspiró sin poder evitarlo.
—¿Y su chica?
—Le toca a usted. ¿Qué sucedió para que quisiera reconstruir su árbol genealógico?
—La sociedad que me rodeaba. —El rostro atento del escritor le hizo sonreír—. En mi juventud era una mujer muy ingenua.
—¿Usted ingenua? —rechazó Ellery—. Me cuesta creer eso.
—Pues lo era. Creí haberme librado de la dominancia de mi padre al huir de su casa, pero me equivoqué por completo. —Reclinó la cabeza y la posó en el borde del tablero—. El machismo ha estado arraigado al corazón de todos los hombres que he conocido. No hubo un momento que no sintiera la presión de actuar según el rol que esperaban de mí como mujer. Pero, pese a lo inocente que pudiera ser, yo iba a contracorriente, y los hombres con los que me topé querían que nadara a favor de las aguas, que siguiera el camino de la comunalidad femenina. Yo no soy así, nunca lo he sido y nunca lo seré —afirmó en una inflexión lacrada—. Mi madre me enseñó a valerme por mí misma, a que no hablaran por mí ni decidieran mi destino. Pero encontré muchas trabas por el camino.
—¿Consiguió su cometido?
—Lo conseguí. Pero eso no evitó que fuera señalada, ya fuera por no vestir como una mujer decente o por conversar de temas que alguien como yo no debía.
—Le doy la razón, se ha topado con muchos idiotas en su vida.
—Me han censurado por no enseñar en mis clases como estaba estipulado —prosiguió, visiblemente disgustada—. Me criticaban por un supuesto trato predilecto en un entorno que olvidaba a las mujeres al final de la clase. ¿Cómo ayudar a esas niñas a salir de la invisibilidad si cuando llegaban a casa comían de la misma mano que las excluía? —Ellery percibió la ira adueñándose del discurso de Roxxane—. He sido amenazada por ignorar las insinuaciones de hombres que solo pretendían acostarse conmigo. Y mi negativa me convertía en protagonista de cuchicheos muy desagradables.
—¿Y qué pretendía encontrar investigando a sus antepasados?
—Respuestas —reconoció secamente—. Yo soy como mi madre; he arrastrado sus mismas experiencias, encerrada en una sociedad que le cortaba las alas por ser mujer. Y eso me dio que pensar. Quería saber si solo ella tuvo que lidiar con un marido miedoso o si era una enfermedad que se había repetido a lo largo de mi estirpe materna. Tal vez para usted suene estúpido, carente de sentido, pero yo tengo la creencia de que tendemos a reproducir los sucesos que nuestros antepasados no consiguieron afrontar. Esas emociones y conductas que no tuvieron una resolución, de alguna manera, nos condicionan. Acabamos perpetuando patrones de los que es difícil escapar. Si nunca nadie ha hecho el esfuerzo de sanarlos, esa huella pervive en el inconsciente de la familia. Alguien debe abrir los ojos y despertar.
Ellery advirtió un deje melancólico en su discurso.
—Me juzga de antemano —le dijo el escritor—. No me parece estúpido en absoluto.
Roxxane emitió una risa superficial, fina como la cadencia de una brisa, cargada de pesar.
—¿Y puedo preguntar qué es lo que ha averiguado?
—Que el odio hacia lo femenino ha gobernado mi linaje desde hace siglos —se sinceró Roxxane—. Y que yo tengo la responsabilidad de seccionarlo desde la raíz, de evitar que siga eternizándose.
—Y nos culpa a los hombres de ello.
—La superioridad de la mujer crea una tropa impotente de hombres que no nos respeta como seres independientes. La misoginia es una de las enfermedades más contagiosas de esta sociedad. Se extiende y se extiende, y nadie es capaz de frenarla con los medios adecuados —manifestó con un destello de furor—. Detrás de un hombre siempre hay una mujer con el mismo valor, el mismo coraje y una inteligencia similar. Pero también hay un velo que la esconde y la relega.
—Espere, espere. —Ellery alzó la mano. La alusión que hacía Roxxane a la deficiencia masculina los englobaba a todos. Y, desde luego, se negaba a darle la razón. No quería que le metiera dentro del mismo saco que a los hombres que la habían lastimado. El complejo de inferioridad de su inconsciente, lejos de cuestiones de género, rondaba sobre la propia valía personal—. Me parece que generaliza en exceso.
—¿Se siente atacado?
—No como piensa. Esa distinción que nos coloca por encima no es algo que defienda ni que apruebe. No me educaron para diferenciar entre hombres y mujeres en base a unas absurdas reglas de género. Me enseñaron a tratar con respeto, a empatizar con el mal ajeno, sin importar el sexo, la raza o el credo religioso de la persona que tenga delante. Me da igual que usted sea una mujer; si se merece estar en la cima, yo no seré quien se oponga.
—¿Cree que eso le hace diferente? —dijo en un tono frío y desapegado—. Todos hemos mamado de esta cultura patriarcal. Está ligada a nosotros. Lo queramos o no, siempre habrá alguien que piense que mujeres y hombres no merecen las mismas oportunidades. Las mujeres somos Evas que nos hemos visto forzadas a depender de un Adán.
—Me da la impresión de que es usted la que no quiere liberarse de esa ideología sexista.
—Me ha perseguido durante muchos años, Ellery, y me ha hecho darme cuenta de que cualquier hombre que dice que es distinto a los demás, a la mínima de cambio saca el animal que lleva dentro. No siento piedad por nadie que crea que porque de entre sus piernas cuelga un pene ya es mejor que una mujer.
—Eso me deja en muy mal lugar. Respeto lo que piensa, pero no lo comparto —contrapuso—. Siempre he apoyado los intereses de las mujeres con las que he tenido el placer de cruzarme. Y he sido consciente de la lucha que, de una forma u otra, afrontan a diario. Pero eso no me hace peor por ser hombre.
—Cambiemos de tema... —Roxxane meneó la muñeca en el aire como fin de la conversación—. ¿Qué hay de su chica?
—Una más del gremio.
—¿Escritora?
—Y brillante. —Ellery levantó el brazo y señaló la cómoda—. En mi billetera hay una foto, por si quiere verla.
Roxxane sacó de la cartera una pequeña fotografía en blanco y negro. En ella, una mujer de sonrisa deslumbrante reía hacia la cámara. A su lado, Ellery obviaba a quien los retrataba. La miraba a ella con una expresión que destilaba amor.
—Es una mujer muy bella.
—Lo es. —La vio guardar la fotografía. No le pidió que se la enseñara; la tenía adherida a la mente a modo de imperdible—. Ella también perdió a su madre de muy joven. Hemos estado unidos desde pequeños. Amigos —cerró los ojos fugazmente—, así solíamos llamarnos.
—¿Le hace feliz?
—Aporta una nueva luz a mi vida.
—¿Dónde está ella ahora?
—Promocionando su nueva novela.
—¿Y usted aquí? —quiso que dudara de su fidelidad.
—¿Por qué no? —inquirió—. Es su vida, tiene el derecho de hacer lo que le plazca.
Roxxane se lo quedó mirando con una extraña expresión de agrado.
—Espero que sus palabras no sean solo eso.
—Nunca lo han sido. ¿Y usted? ¿Alguien que tenga su corazón en vilo?
—No desde hace mucho tiempo. Como le he comentado, no he tenido buenas experiencias. Mis parejas querían atarme a algo que yo no estaba dispuesta a consentir. El silencio entre dos personas que conviven bajo el mismo techo se convierte en una situación hostil. —Se mordió el labio, llevada por el recuerdo de sus relaciones—. Me mudé a Salem tras el fracaso de la última. Mis tías ya habían fallecido, estaba sola en una ciudad repleta de habladurías acerca de mi negativa a casarme con un hombre que, a decir verdad, me despreciaba. Me marché al lugar origen de mis antepasados. Y aquí estoy.
El escritor, pese a la crítica que había recibido, comprendía la suspicacia de Roxxane en lo tocante a los hombres. Había proyectado en él las desagradables experiencias que causaban y daban de comer al odio que la atenazaba. Una transferencia que revivía los afectos reprimidos, las expectativas deshechas y la indiferencia sufrida. Pero allí estaba, vigilando que no cometiera una locura llevado por los efectos secundarios del ungüento. La tormenta había vencido sus resistencias.
—Gracias, Roxxane —le dijo.
—¿Por qué?
—Por ser sincera conmigo. Y por hacerme compañía.
—¿Le duele la herida?
Ahora que lo verbalizaba a voz en alto, Ellery ni se había acordado de ella. No sentía nada, ni una leve quemazón. Las plantas estaban actuando. De pronto, se percató de su respiración irregular. Las sombras del dormitorio se movían, sinuosas y difusas, confundiendo las paredes con el espectáculo pluvioso del cristal. Parpadeó varias veces. Los ojos le pesaban, llevados por el confort de la cama.
—No, no siento ni una pizca de dolor.
Roxxane se echó sobre él sin rozarle. Al momento, volvió a su posición.
—El ungüento se ha secado. Estará bien, Ellery. Descanse.
—Tú también, Roxxane —murmuró, a punto de perder la consciencia. Ella lo miró. Le apartó un mechón rebelde de la mejilla y se acurrucó a su lado—. Gracias.
—Duerme.
Tras unos minutos, Ellery respiraba acompasadamente. Roxxane lo contempló dormir. Los sentimientos encontrados envolvían aquella pequeña cama para dos. Se sentía a gusto a su lado, a diferencia de la antipatía que saltaba automáticamente ante cualquier individuo de su género. Pero aquel escritor había cavado una excepción en su regla.
El colgante en el cuello de Ellery descansaba casi oculto por la almohada. Lo cogió con cuidado y contempló el anillo que caía en el centro. Pensó en la mujer de la fotografía y en la suerte que tenía de contar con un hombre que respetaba sus ansias de crecer.
Sonrió mientras lo recolocaba en su lugar. A decir verdad, el hombre que dormía a su lado le despertaba piedad.
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