Capítulo 25. Estragos en la tormenta
A minutos de cruzar la frontera entre Peabody y Salem, una atmósfera brumosa engullía la bóveda rosada y pintaba el cielo de un matiz aciago. La espiral de nubes se desarrollaba en una vertical descendente titánica que viajaba rauda hacia la ciudad de las brujas.
Frías gotas precipitaron en el coche descubierto empapando a sus dos ocupantes. Ellery apretó el acelerador; a la velocidad a la que se desplazaba la tormenta, parar y desplegar la capota solo los ralentizaría. El torrencial apoteósico que se avecinaba acabaría atrapándolos.
Aparcó frente al hotel cuando la lluvia prosperaba en intensidad. Con las manos sobre la cabeza a modo de paraguas, corrieron a guarecerse bajo el toldo de la entrada. El ruido de las gotas contra el asfalto ensordecía la atmósfera. Las ramas de los árboles componían una tenebrosa sinfonía acorde a los dedos impulsivos y desenfrenados de un enloquecido compositor. Los pocos que todavía no habían encontrado resguardo se apresuraban desesperadamente por las aceras encharcadas. Los terroríficos adornos de un próximo Halloween brincaban en los enganches con la imperativa de liberarse y unirse al diabólico desfile.
En una ironía del destino, el adorno de una bruja sobre su escoba pasó volando frente a ellos.
—Me marcho antes de que la tormenta empeore —dijo Roxxane.
—Ya ha empeorado. —Ellery señaló el firmamento encapotado—. Lo que venga a continuación será un infierno.
—Tengo que cerciorarme de que mi casa está bien protegida.
Roxxane taconeó escaleras abajo. Una mano la frenó en el último escalón.
—Tome. —Ellery le tendió su chaqueta—. Protéjase por el camino. ¿Estará bien?
No recibió respuesta. La vio cubrirse la cabeza con la chaqueta y perderse bajo la nebulosa.
Una ráfaga helada trastocó al escritor con una tanda de espasmos. Masajeándose los brazos para entrar en calor, se introdujo en el recibidor del hotel. El sonido de la tormenta había disimulado los ruidos del interior del edificio, donde una multitud se aglomeraba en el primer piso para no perder detalle del temporal. El director del hotel, escoltado por una fila de recepcionistas y empleados, intentaba calmar los ánimos implorando silencio y cordura.
La estrepitosa vibración de las cristaleras y el apagón momentáneo inducido por un rayo fulminante crispó los nervios de los huéspedes. Los rostros ateridos de miedo fueron alumbrados por el resplandor enérgico e instantáneo de la descarga del relámpago. Algunos gritos inundaron el vestíbulo. Las mujeres se abrazaron a sus maridos, igual de asustados, con el pavor desfigurando sus facciones. El director, azotado por el mismo nerviosismo que sus clientes, se aclaró la garganta.
—Señoras y señores, por favor —formuló con voz alta y segura—, es solo una tormenta más. Una de tantas de las que Salem ya ha vivido. Vuelvan a sus habitaciones; nuestro personal se pasará en breves para dispensarles de todo cuanto necesitan. Si desean comer, la cocina estará abierta para ustedes. Pero, por favor —compuso un tono rogativo que implicaba reproche—, no salgan del hotel. Lo menciono —quiso aclarar a raíz de los susurros— porque no es la primera vez que un intrépido tiene la brillante idea de pasear bajo la lluvia. Esto no es una novela —acribilló contra los escritores del congreso—, y tampoco una película. Quien decida salir, queda bajo su responsabilidad su vuelta sana y salva. Si hemos de taponar las puertas porque la tormenta nos obligue, que sepa que solo Dios lo ampara.
El director paseó la vista por el cúmulo al que había conseguido silenciar. Levantó la barbilla unos centímetros, dirigiéndose a una multitud a la que dominaba, y se retiró hacia su despacho.
—¿Un whisky?
El actor de melena dorada agarró del hombro a Ellery blanqueando una sonrisa.
—No en este momento.
—Bien, todo para mí. —Comenzó a caminar hacia el comedor tironeando de la inmovilidad estatuaria del escritor. Eligieron una mesa algo alejada de las ventanas, pero con una vista certera del destrozo exterior—. Vaya vendaval se ha levantado. Al menos me ha puesto una fila de mujeres en bandeja.
—Y a sus respectivos maridos.
—Eso lo hace más divertido. Por cierto, ¿dónde ha estado metido todo el santo día? —le preguntó mientras llenaba el vaso hasta la mitad del líquido ambarino.
—De visita.
Tamborileó con los dedos en el filo de la mesa. Tenía los ojos puestos en la lluvia que acribillaba el cristal. Pensaba en Roxxane, en si había hecho bien dejando que marchara sola en lugar de escoltarla en la tormenta. Pero aquella alternativa se desvanecía por sí sola. La osada profesora lo habría desarmado esgrimiendo como defensa el estereotipo que atribuía a los hombres las riendas de la situación y a ellas, el papel de mujer en apuros.
—La próxima vez que se vaya a hacer turismo —Peter dio un trago al whisky—, avíseme. Como tenga que soportar otra charla como la de esta mañana, me pegaré un tiro. Y no como en las escenas de acción que he interpretado; aquí el agujero será veraz. Anoche me quedé hasta tarde en la fiesta y... Ya sabe, los estragos de una buena juerga no se olvidan en unas horas. ¿Puede creerse que Angus aguantó más que el grandullón ese de Dominic? ¡Pilló una buena y se largó al poco! ¡Pobre Angus! —carcajeaba—, no sabía dónde meterse.
—¿Con qué temática los han asombrado hoy? —curioseó Ellery.
—Temática ninguna. —Sacudió la cabeza para quitarse el mechón que le estorbaba—. Ha sido una dinámica grupal.
—¡Ja! —Encantado, soltó una aguda risotada—. De la que me he librado. ¿Qué han tenido que hacer?
—Una puesta en común de nuestras novelas. Nos han obligado a subir a ese maldito atril y desglosar punto por punto detalles, personajes, momentos épicos y desenlace de nuestras obras. Luego vino la peor parte. —Se apresuró a dar otro sorbo—: Las críticas "constructivas".
—¿Eso existe?
—Claramente no. La de hostias que me he guardado para no liarla ahí dentro. —Removió el vaso y lo dejó en la mesa de un porrazo—. Y, por cierto —los labios de Peter se curvaron en una sonrisa perversa—, no crea que se ha librado.
Ellery frunció el ceño.
—Esta función de hoy ha servido para dar fe de su ausencia. Todos nos hemos quedado esperando el relato de una de sus obras y, sobre todo, su encantador modo de afrontar las críticas. —Rio descabellado y depuró el contenido del vaso—. Y han decidido por unanimidad que los va a agasajar con su presentación el último día de congreso. Qué le parece. Encantadores, ¿verdad?
La sonrisa se le borró de un plumazo. A cambio, una expresión fría y hostil lo arrellanó en la silla. Lo que le faltaba, que un círculo del que se había reído esperara ansioso sacarle punta a todo lo que saliera por su boca.
—Cambiando de tema, ¿qué sabe acerca de la muerte del abogado ese, Duncan Scott? Estuvo en la fiesta de la otra noche, los vi hablar.
El nombre del fallecido provocó en Ellery una cinemática horripilante de la madrugada. La angustia golpeó su estómago.
—¿Un suicidio más? —Ellery no contestó, lo que llevó a Peter a servirse otra copa—: Ni de lejos piensa eso. Esa cara de muerto que lleva puesta me hace suponer que han asesinado a ese tal Duncan.
—La policía es la que debe dar el comunicado.
—Pero usted está metido hasta el culo en ese mundo. Venga, dígame la verdad, ¿cree que habrá más asesinatos?
—¿Más? ¿Tan seguro está de que Thomas no se suicidó?
—No, pero usted sí. Y que ahora haya aparecido un segundo cadáver huele mal, muy mal. —Su boca y sus ojos se abrieron en una mímica de admiración—. Tiene ante usted el escenario perfecto para deslumbrarlos a todos. ¡Enorgullézcanos con su arte deductivo y represente su mejor actuación policial!
—¿Y qué recibo yo a cambio?
—¿Acaso no suele hacerlo sin afán de lucro? ¡Menudo lagarto está hecho!
—Es mi labor cuando yo elijo que lo sea.
—Siempre que lo pongan en un pedestal...
—Siempre que no me aborrezcan.
Un estruendo guio las cabezas de aquellos que compartían espacio en el salón. Un murmullo creciente enturbiaba el recibidor y dificultaba que discernieran el motivo del alboroto. En oleada, los comensales corrieron en masa hacia la entrada, con Peter y Ellery al final de la cola.
Un puñado de hombres solicitaba ayuda urgente. Sus ropas empapadas hacían patente los estragos que la tormenta estaba dejando a su paso. La lluvia incidía a bocanadas en el hueco de la puerta abierta, mojando la alfombra y el linóleo del suelo.
—¡Por favor! —exclamaba uno de ellos—. ¡Un rayo ha partido la rama de un árbol y ha caído sobre las escaleras de entrada de una de las vecinas!
—¡Necesitamos hombres de sobra para taponar ventanas y puertas con tablones!
La imagen de Roxxane le vino a la cabeza. ¿Sería su casa una de las afectadas? Preocupado, Ellery apretó el paso hacia el corro de hombres.
—¿A cuántos necesitan?
—Cuantos más, mejor.
—Cuenten con nosotros.
Ellery regresó hacia Peter y le hizo una seña con la cabeza.
—¿Está loco? —rechazó unirse agitando la copa que aún sujetaba.
—Será como en una de sus tomas de riesgo—aventuró con ironía, y se dirigió al hombre que lideraba la ayuda—. Díganos dónde debemos ayudar.
†
El desgobierno se había hecho con un Salem anochecido. Ataviados con chubasqueros y usando los brazos como escudo contra la lluvia, el grupo partió en dirección a los daños de la tormenta. Ellery enfilaba la primera línea junto a un Peter con mal genio.
Avanzar a través de la violenta cortina de agua entorpecía un camino ya obstaculizado por la oscuridad. La sucesión de relámpagos proporcionaba un instante de luz. Las farolas a lo largo de las calles titilaban, a minutos de perder su fulgor. Los aderezos fantasmales decoraban el suelo encharcado; otros se habían convertido en plantas rodadoras arrastrados por soplos de viento.
—¡Allí!
Uno de los hombres señaló un caserón de teja negra. En el patio frontal, un tronco seccionado en un corte transversal habría una abertura en los escalones de la entrada de la casa. Siguiendo las órdenes del capataz del grupo, rodearon el tronco con el ruego compartido de que el próximo rayo postergara una segunda embestida.
—¡A la de tres! —se hizo oír sobre el ruido de la lluvia—. ¡UNO! ¡DOS! ¡TRES!
Los diez hombres aunaron esfuerzos entre jadeos, omitiendo el dolor de las astillas que se clavaban en sus palmas. Sintiendo que el peso del árbol podía romperles los huesos, consiguieron alzarlo unos centímetros.
—¡Los de allí! —advirtió a la mitad donde Peter y Ellery soportaban el árbol—. ¡Moveos hacia nosotros! ¡Dejaremos el tronco junto a la acera hasta que el temporal amaine!
Asintieron sin estar muy seguros de haber movido la cabeza. El dolor corría dichoso hacia los hombros y resbalaba en cascada por la columna vertebral. Les tiritaban las piernas. La lluvia incidía con tal potencia que el sabor a madera les inundaba la boca, denso y pegajoso, despertando la sensación de estar lamiendo el mismísimo tronco.
—¡Aquí! ¡Soltadlo!
—¿Y ahora? —balbuceó un hombre, agachado sobre sus piernas con el resuello brotando de sus pulmones.
—Dos casas más abajo. ¡Vamos!
Persiguieron la figura intermitente del capataz hasta una casa con severos daños en la fachada frontal. El agua entraba a raudales en las habitaciones del piso superior. La familia, compuesta por una mujer joven y su madre anciana, abrió la puerta al verlos llegar.
—¡Dividámonos! —Entregaron a Ellery y Peter, junto a un tercero, unas tablas de madera, clavos y un martillo—. ¡Taponad las habitaciones de arriba!
Una vez dicho, se afanó en el siguiente grupo con nuevas órdenes.
—¡Maldito tiempo del carajo! —gritó Peter, metiéndose en el interior de la casa. En el segundo piso, rodearon el cúmulo de cristales de la habitación que el vendaval había destrozado mientras las contraventanas golpeaban las paredes con violencia—. ¡Nadie me dijo que tendría que trabajar durante el congreso!
Ellery estampó el tablón contra el hueco resquebrajado del cristal. La fiereza de la lluvia dejó de ducharlos. Las escasas gotas que se introducían por los recovecos de la madera habían disminuido en ímpetu. Tornó hacia el actor sacudiendo la cabeza para apartarse el cabello mojado pegado a la frente.
—¿Y me tacha a mí de egoísta?
†
Las ruinosas casas de madera, en las que durante años nadie había gastado un mísero dólar en reparaciones, mantuvo los nervios del grupo al límite. El agotamiento alteraba unos ánimos ya trastocados. En silencio, subsanaban los destrozos de los hogares afectados y partían hacia el siguiente haciendo frente a la tempestad mientras los aderezos fantasmagóricos se divertían, entre risas de espanto y danzas demenciales, con el estado de irritación colectiva.
El capataz movió la mano en el aire para hacerse ver. Los reunió en un círculo y les agradeció la ayuda.
—Marchen a sus casas, o al hotel —mencionó al recordar la ayuda proveniente de los huéspedes del Hotel Hawthorne—. La tormenta irá a peor. Muchas gracias por todo. Lo que venga ahora... —Suspiró—. Ya no podremos pararlo.
—Larguémonos de aquí. —Peter tironeó del chubasquero de Ellery en dirección al hotel—. No aguanto ni un minuto más con esto puesto.
Ellery lo siguió al trote. Al igual que Peter, sentía el cuerpo entumecido. No había un resquicio de piel que no le pidiera un baño caliente, un café bien cargado en la mano derecha y un cigarro en la izquierda.
—No lo piense y corra.
—¿Y en qué quiere que piense con este puto frío?
Obvió entablar una disputa que Peter estaba empeñado en ganar. Entreveía la boca del actor moverse en un despotrique continuo, y se distrajo con el pensamiento que había estado reiterando durante las reparaciones: ¿la profesora estaría a salvo?
Visualizaron la entrada del Hotel Hawthorne a unos metros. Al unísono, acrecentaron la velocidad de la carrera. Los truenos abrazaban un cielo proceloso provocándoles algún que otro sobresalto. El electrizante brillo de un nuevo relámpago mostró las caras de estupefacción de los huéspedes que los observaban por las cristaleras. Apreciaron cómo se avisaban los unos a los otros. Al poco, un hombre les abría las puertas de la salvación.
—¡Corran! —los animaba, escondido tras uno de los portones—. ¡Están en el ojo del huracán!
Escucharon el chapoteo del corro de individuos que avanzaba tras ellos.
—¡Cuidado!
Una ventisca descomunal los obligó a afianzar los pies al suelo para no retroceder. Al momento, un ruido metálico desplazó la atención de la multitud empapada al flanco izquierdo del hotel. Los postes de un ostentoso cartel publicitario luchaban contra la imperiosa racha que deseaba arrancarlo. Los hierros, endebles por los años en construcción, iban cediendo a la presión impuesta como viejos alambres oxidados.
La visión los congeló. La lluvia dejó de importar. Lo que los paralizaba a poco de resguardarse era la persona que vagaba junto al poste, encorvada a causa del viento, y que no había reparado en los extraños movimientos del armazón. Un futuro cercano y horripilante se multiplicó en las mentes de los espectadores bajo la lluvia.
—¡Apártese de ahí!
Rompiendo la inmovilidad de sus piernas, Peter salió disparado hacia el hombre. El rechinar del cartel ensordeció el ambiente. El armatoste inició una caída en parábola contra los dos hombres.
—¡Cuidado!
Peter había logrado empujar lejos del peligro al hombre de la acera, pero al girar sobre sí, comprobó que el antiguo anuncio estaba a centímetros de colisionar contra él. Su expresión se descompuso. Asustado, no se percató de la figura que impactaba contra su tórax y lo arrastraba hacia adelante, precipitando al suelo. El cartel continuó su ascensión en forma de montaña rusa por encima de su cabeza.
Un corrosivo dolor desgarraba la muñeca de Peter. La sangre se mezclaba con los charcos del pavimento y se perdían por las alcantarillas. Tardó en tomar conciencia del cuerpo tumbado sobre él que golpeaba el suelo con el puño una y otra vez.
—¡Ellery! —Aún medio tendido, trató de erguirlo. El grupo al que habían adelantado en la carrera se apresuró a socorrerlos—. ¡Ellery! ¿¡Está bien!?
Dos hombres lo incorporaron del cuerpo del actor.
—¡Llevémoslo al hotel! —gritó el que lo sostenía del hombro.
—¡¿Qué le ha pasado?!
Nadie sacó a Peter de la confusión. Aquejado por la herida abierta de la muñeca, se puso en pie y observó a Ellery vagar hacia la puerta. Con el titileo de las bombillas, vio el rasguño en el chubasquero. La conclusión voló tan pronto como un riachuelo pintaba de un rojo oscuro la prenda de color amarillo. El borde de metal del cartel publicitario había cortado a Ellery en honor a un sable terroríficamente afilado.
—¡Mierda! —Corrió hasta alcanzarlos—. ¡Está loco o qué! ¡Conmigo ya tenemos bastantes amantes de la muerte!
Ellery desplazó una mirada cansada hacia Peter. Para su asombro, la culpa arropaba la típica informalidad del actor.
†
—¡Hagan espacio!
Se abrieron paso entre la multitud. Las caras aturdidas de los guarecidos en el hotel al contemplar el desastre conllevaron una retirada inmediata.
—¡Ey, dejadme paso! —La potente voz de Peter llegó a oídos de Ellery. Apretó los ojos unos segundos. Cuando quiso darse cuenta, lo tenía acuclillado delante—. Ey —dijo con mesura, buscando en sí mismo la calma—, una pizca de sangre no va a matarle, ¿a que no?
—Ni siquiera me había percatado.
El amago de broma no duró mucho. Al tratar de erguirse, un alarido agravó sus rasgos.
—¡¿No hay un maldito médico en esta sala?! —Peter volteó con brusquedad hacia la muchedumbre.
—¿Qué ha pasado? ¡Oh, joder! —Dominic, frenando en seco frente a la silla, se llevó las manos a la cabeza—. ¡Peter, tu mano!
—Él se ha llevado la peor parte.
Dominic se asomó por encima de Peter. La sangre resbalaba bajo la camisa destrozada de Ellery precipitando contra la superficie.
—¡Santa madre!
La angustia del escritor desvió los ojos de Ellery hacia él. A diferencia del resto de hospedados, las ropas de Dominic se encontraban igual de empapadas que las de aquellos que habían enfrentado la furia de la tormenta.
—¿Dónde... dónde ha estado? —preguntó.
—Os vi partir y me precipité a seguiros, pero me perdí en mitad de esta condenada tormenta. Volví corriendo hacia aquí —contestó. Un soplo de Ellery aguantando el dolor los devolvió a ambos a la sangre que ensuciaba la pata de la silla—: ¿¡Hay algún maldito médico entre ustedes?!
Las miradas viajaron de unos a otros en un sondeo silencioso. Nadie habló, nadie levantó la mano y cedió a la presión del grupo. Una difusión de la responsabilidad en favor a la amenaza explícita del director del hotel.
Ellery se deshizo del chubasquero y palpó la herida de la espalda. Jadeó con la respiración entrecortada. La herida era más profunda de lo que imaginaba, y el frío se sumaba al cansancio. Su cuerpo se estremeció. ¿Cuándo las cosas se habían torcido tanto? Se acodó en sus piernas y ocultó el rostro entre las manos. Solo deseaba deshacerse de ese maldito dolor. Ni las hojas del diario que había dejado escondidas en el duesenberg le resultaban importantes. El dolor, incesante y poderoso, ennegrecía sus pensamientos.
—¡Quítense!
La familiaridad de la voz elevó su mirada. Allí estaba, la fuente de su preocupación respondiendo a sus plegarias. La mujer de ojos avellana se arrodilló a su lado y le cogió la mano. Con la otra le agarró suavemente el mentón. Lo analizaba, una vez más.
—¿Está bien...?
La pregunta enarcó una ceja de Roxxane.
—Estaba preocupado...
—Eso es absurdo. —Pero su mirada irradiaba, al contrario que su tono, cierta lástima—. ¿Qué le ha pasado? —Desplazó la parte baja de la camisa y examinó detenidamente la profundidad de la contusión—. ¿Puede moverse?
—Eso creo...
—Yo le ayudaré —dijo Peter, y alzó a Ellery rodeándole el torso.
—Usted también está herido. —Roxxane se percató de la sangre que discurría de su muñeca—. Síganme.
Con la autoridad que la caracterizaba, les dio la espalda y marchó hacia las cocinas. Señaló una silla de madera blanca al fondo de los hornillos donde sentar a Ellery.
—¿Le permiten andar de allá para acá como si esta fuera su casa? —indagó Peter.
—Aquí todos nos conocemos —dijo Roxxane—. Espere usted también.
Se entretuvo unos minutos abriendo muebles, sacando suministros y colocándolos en una de las encimeras. Vertió agua en un cazo que había puesto al fuego y añadió unas hojas. Mientras hervía, de uno de los estantes bajeros sacó un mortero. Uno a uno, fue agregando ingredientes.
—¿Qué brebaje está cocinando ahí?
—Es un ungüento.
—¿Un qué? —se burló Peter.
—A diferencia de lo que piensa —lo enfrentó de soslayo—, las plantas tienen grandes efectos medicinales. Son los seres más antiguos del planeta. Nuestros antepasados las usaban como remedio contra heridas, enfermedades y simples catarros. La medicina moderna prefiere las drogas artificiales; yo, lo natural.
—¿Y qué de natural está mezclando en esa cacerola?
—Peter, cállese.
La petición de un Ellery enrabietado por el dolor mudó al actor. Roxxane reanudó las sacudidas en el mortero. Añadió líquido de la cacerola a un recipiente cóncavo de cristal, los ingredientes molidos del mortero y removió con diligencia. Revisó la hilera de muebles hasta localizar un botecito transparente que contenía una sustancia amarillenta. Vertió varias cucharadas en el cuenco y manejó la masa resultante con las manos.
—Quítese la camisa —ordenó a Ellery al tiempo que se acercaba.
—¿Y yo? —insinuó Peter.
—Ni falta que hace. —La aspereza de su respuesta provocó un bufido de resignación en el actor. Roxxane lo agarró del brazo y lo giró bruscamente para visualizar la herida. Dejó el cuenco en la mesa y tomó un resquicio del denso emplasto verdoso. Se lo aplicó sobre la lesión realizando pequeñas pasadas circulares—. Su turno.
Ellery había tirado la camisa al suelo y se mantenía encorvado sobre sus muslos. La herida en la dorsal, que supuraba sangre con viveza, concluía en el centro de la espalda.
—Deme un pañuelo —le pidió a Peter, extendiendo la mano sin mirarle—. Esto va a dolerle, Ellery.
Roxxane comenzó a limpiarle la espalda rociada de sangre y agua de lluvia. Imposible de obviar, se percató de una marca inusual. El tatuaje de una sirena entre dos medias lunas brillaba salpicado por diminutas gotas escarlatas.
—Tome. —Le lanzó el paño ensangrentado a Peter y cogió el cuenco. Lo situó en el suelo, cerca de ella—. Puede que note cierto escozor.
Se llenó la mano con el emplasto y fue cubriendo la herida.
—Es beleño, belladona, ruda y agua de laurel —informó a la pareja de escritores—. El emplasto se endurece gracias a la cera de abeja.
—¿Belladona? —advirtió Peter—. ¿Cómo diantres tienen esa cosa en una cocina? ¿Es que quiere matarnos?
—Cortesía de algunas de las cocineras que también utilizan remedios caseros. La belladona, a diferencia de lo que piensa, tiene otros usos, aparte del envenenamiento —dijo mientras extendía la composición—: Es un relajante muscular, sus principios activos son los responsables de aliviar contracturas y mitigar espasmos. Una dosis excesiva produciría parálisis y una muerte muy desagradable. —Miró a Peter por encima del hombro—. Todo en abundancia tiene su inconveniente, sea creado por el hombre u originario de la propia tierra. Lo esencial es el equilibrio, y la afinidad. Si está en desacuerdo con lo que hago, ahí tiene la puerta.
—Vale, vale... Tranquila.
—El beleño —prosiguió— es similar. Una clase de anestésico. La ruda disminuye las sensaciones de dolor y normaliza el flujo sanguíneo. En cuanto al agua de laurel, tiene potentes efectos bactericidas, antisépticos y antiinflamatorios.
Peter chistó desde las alturas.
—Nos ha untado un combo mortal para caer inconscientes.
Roxxane no se dignó a mirarle.
—Pues váyase a la cama.
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