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Capítulo 2. Asuntos ajenos

El atardecer en Salem dotaba al encuentro de un aire espectral y, pese a todo, cautivador. Los árboles, con ese toque deslustrado que le confería la pérdida de las hojas, batían sus ramas al son de un cántico convulsivo patrocinado por el viento de tormenta. Grupos de niños corrían por las aceras ataviados ya con disfraces a medio completar. Gritos, sustos y risas, elementos esenciales de una festividad como aquella que no iban a esperar a la fecha exacta. Las tiendas abrían sus puertas hasta bien entrada la tarde para que vecinos y padres pudieran proveerse de buenos cargamentos de dulces y chocolatinas. Tenderetes en el exterior predecían las consecuencias de negarse a participar en el intercambio:

<<Si a truco o trato no quieres jugar, ¡ten por seguro que tu hogar lo pagará!

¡Adelántense a la tropa de monstruos y carguen sus cestas para alimentar a las bestias!>>

De los establecimientos de disfraces salían niños mostrando a sus amigos las máscaras que esconderían su verdadera identidad durante la toma de las casas. Y otros no tan infantiles; los que cruzaban la veintena buscaban el traje más idóneo para una fiesta que prometía mucho más que sustos. Alcohol, baile y el mordisco de algún vampiro con ansias de encontrar a su nueva Mina.

El conjunto de escritores tuvo que sortear en más de una ocasión a los jóvenes que corrían y asustaban a los despistados, faltos de conciencia sobre lo que realmente encerraba una celebración como tal.

El guía turístico -un joven locuaz con un rimbombante acento inglés- hizo la primera parada frente a la casa que vio nacer a Nathaniel Hawthorne. La mansión colonial adyacente había sido usada como escenario para una de las historias más elogiadas del escritor: La casa de los siete tejados. Sus impresionantes diecisiete habitaciones y el goticismo exterior entreabrían las bocas y hacían brillar los ojos del círculo de treinta escritores que rodeaban al guía.

—Este hogar guarda muy malos recuerdos para el gran escritor Nathaniel Hawthorne. Supongo que ya sabrán, no como los individuos a los que suelo instruir, que Nathaniel modificó su apellido debido a la repugna que le despertaba esta mansión. Fue su prima, quien le contó lo aquí sucedido, la que influyó en él para añadir la "w" a su apellido, elucubrando que así nadie recabaría en el pasado oscuro del linaje Hathorne.

—Ni con esas. —Uno de los escritores se hizo oír—. Toda la culpabilidad de sus antepasados la llevaba atada con correa al corazón. Sus obras son, en sí, una disculpa a los pecados cometidos.

—Tiene usted toda la razón —afirmó el guía—. Nathaniel, en un principio absorbido por la historia de esta mansión, se mostró interesado. Desde John Turner, comerciante de sombreros y zapatos cuyo abismal portento económico lo llevó a poseer una de las herencias más espectaculares que puedan imaginarse, a Samuel Ingersoll, tío de Nathaniel Hawthorne, la casa permanecía en pie más de cien años.

>>Fue entonces cuando descubrió el linaje perverso de su familia. Su bisabuelo, John Hathorne, estuvo involucrado en los juicios de Salem como figurante principal. Juez y ferviente religioso, creía que la maldad y los cuentos de brujas eran reales. Y, ¡oh, señores!, ya sabemos cómo acabó aquello. Que no sintiera ni padeciera por las ejecuciones que llevaban su nombre fue lo que deshizo al pobre Nathaniel Hawthorne. La familia perdió su estatus y su riqueza, pero el sangriento legado permaneció imborrable en las mentes y corazones de los lugareños.

—A cualquier Hathorne lo señalarían como a un apestado.

—Y Nathaniel quiso purgar los pecados de sus antepasados —añadió el guía—. Es por ello la disculpa en uno de sus libros más célebres, La letra escarlata, donde muestra su indignación y repugna por tales atrocidades. Al igual que en el libro que se basa en esta mansión, Nathaniel representa a su ascendencia y pide perdón. Fue, por así decirlo, y aunque nos pese en el alma, un hombre atormentado por un pasado que no le correspondía.

—¿Y los fantasmas?

El círculo de escritores se partió en dos filas, desenmascarando a quien había pronunciado la pregunta tabú. Solo con su mirada desprendía una energía revolucionaria y una labia prodigiosa. De pelo medio largo recogido en una pequeña coleta -salvo por unos mechones a ras de la oreja-, clavaba unos ojos sedientos de riesgo en el joven guía.

—¿Fantasmas?

—¡Pues claro! —Abrió los labios en una sonrisa provocadora antes de continuar—: Dicen que suele verse a un hombre subiendo y bajando las escaleras, incluso se escucha a un niño jugar.

—¡Habladurías! —El guía se echó a reír—. Eso son cuentos para no dormir. Les aseguro que aquí no hay apariciones.

—¡Le quita toda la gracia! —Dio un manotazo al aire que levantó cejas en los más cercanos y azoró al guía—. Sigamos entonces con la visita o nos dormiremos cuando menos se lo espere.

Sin importarle romper la dinámica del grupo, comenzó a andar en dirección contraria.

—¡Espere! —El guía se acomodó la corbata y marchó a paso rápido tras el escritor. Se giró de medio lado hacia aquellos que dejaba atrás y extendió los brazos al frente—: Síganme, por favor.

Ellery, algo apartado de sus compañeros, observaba más animado la escena. De movimientos desgarbados que destilaban extroversión y confianza, ese hombre le era del todo desconocido, pero de los pocos que no se habían parado a saludarle o analizarle. Ni siquiera conocía nada escrito por él, lo que más le intrigaba. ¿Quién era aquel hombre que ensombrecía al resto?

El Museo de las Brujas de Salem no resultó tan espectacular como lo pintaba el joven guía. Su voz, acomodada a las terribles historias acerca de los supuestos rituales con el Diablo y los juicios contra toda mujer que tuviera el valor de mostrar su valía, no consiguió despertar ni una simple mueca de asombro. Mayor impresión ocasionó la Casa de la Bruja, vivienda edificada con una madera tan tostada que parecía sacada del mismísimo infierno. Arquitectónicamente era aterradora, pero su historia ganaba con creces a su fantasmagórico exterior.

Jonathan Corwin, magistrado de Salem, fue su dueño desde 1675 hasta que su legado puso fin cuarenta y cinco años después. Mala suerte para los Corwin; la fiebre fue devorándolos uno por uno hasta que solo quedaron en pie los más jóvenes, Samuel y George Corwin, que, asustados por la maldición de la familia, derribaron la finca, no así la Casa de la Bruja.

—Esta casa —el joven giró sobre sí en el salón central— ha conllevado muchas desgracias para los Corwin. Pero ¡qué esperaban! El dueño y señor de esta casa supervisó la ejecución de diecinueve acusados ​​de brujería, incluido su propio albañil, al que luego absolvió. Este hombre, y los que apoyaban sus decisiones, se llevó muchas vidas con él, ya no solo las de aquellos tachados de hacer tratos con el Diablo, sino las de su propia familia. La maldición cernida sobre Jonathan acabó con la muerte prematura de ocho Corwins. ¿Un castigo divino? —lanzó la pregunta al grupo.

Un carraspeo hosco en el extremo opuesto de la sala robó la atención de los presentes. En la esquina de la puerta de entrada al salón, un hombre con traje de limpieza y una gorra estropeada, cuyo rostro permanecía semioculto por una mata despeinada de cabello greñoso, proyectaba una mirada fulminante sobre el guía desde la oscuridad de la visera.

—¿Desea algo? —dispuso el joven, sirviéndose de una actitud altanera contra el simple limpiador que le quitaba protagonismo.

—Desalojen la sala —blandió con una dureza que sobresaltó al guía—. Estoy trabajando.

Aspecto y voz cuadraban a la perfección con el entorno. Ellery, apostado a un lado de la estancia, lo examinó con detenimiento; su expresión mostraba molestia, pero parecía más afectado por las palabras que el guía había utilizado para describir los sucesos de aquella casa que por la interrupción de visitantes inoportunos.

—Claro, claro —respondió, ligeramente avergonzado, y esbozó la mejor de sus sonrisas—. Solo decirles, caballeros, que no fue hasta hace bien poco, en el cincuenta y siete, que Massachusetts emitió una disculpa formal por los juicios de brujas de Salem. —Desvió una ojeada al limpiador, que agarraba con fuerza el palo de la fregona, y no se demoró en explicaciones—. Si son tan amables, pasemos a la siguiente de las habitaciones.

Aquella interferencia agrió el clima de la visita. A diferencia del resto, Ellery obviaba la pomposa charlatanería con la que el guía trataba de restaurar su papel y centraba la atención en dos personas: el limpiador, al que oía murmurar con cierto aire de desprecio al iniciar su labor en el salón; y uno de los compañeros de congreso, un hombre bajito y rechoncho cuyos ojos tanteaban nerviosamente una de las habitaciones del lado opuesto del trayecto. No había recaído en él durante el pasaje turístico, pues no se encontraba con el mejor de los humores y había preferido ignorar a la caterva de escritores, pero el comportamiento dubitativo y extraño que percibía en él le intrigaba.

Aquel escritor parecía estar esperando el momento adecuado para despegarse del grupo y entablar una investigación por su cuenta, como si contara con información privilegiada sobre la localización de un secreto oculto en la casa más visitada de Salem.

—No se retrase, señor Queen.

Miró con fugacidad al guía y emprendió la marcha hacia la siguiente sala. Cuando quiso verificar la presencia del compañero rezagado, este se había esfumado del salón. Pero algo más captó su interés: tanto sus ojos como los del limpiador buscaban al escritor ausente, y los del limpiador esgrimían una enigmática cólera.

Una hora después, a menos de un minuto de la Casa de la Bruja, el guía los deleitó con un ambiente igual de apabullante. La Mansión de las Cuerdas contaba con una larga lista de tragedias: desde el constructor de la casa, Samuel Bernard, y sus cuatro difuntas esposas, hasta Nathaniel Ropes, fallecido en ella a la mañana siguiente de un atentado de los colonos que aceleró la progresión de la viruela que sufría.

—Aquí falleció la hija de Nathaniel Ropes, Abigail, designada erróneamente por la historia como esposa de Ropes. La joven murió quemada cuando su vestido se incendió al trasladar carbón de una habitación a otra. Trágico, ¿verdad? —negó en una representación de sentido pesar.

La visita concluyó en el jardín posterior, instituido cincuenta años atrás por los Fideicomisarios del Monumento a los Ropes. Hectáreas y hectáreas de senderos entre rosales, árboles de impresionante belleza y estanques escondidos entre flores, un manjar que propiciaba un olvido colectivo sobre los hechos de la temible Salem.

Con la escasa luz que quedaba en el cielo, el círculo de escritores se plantó frente a la mansión. El guía hacía poco que se había marchado con una expresión de alivio; estar rodeado de intelectuales que se sabían al dedillo su guion lo había obligado a improvisar más de lo necesario.

—Señores, la cena se servirá en el hotel a las ocho—informó uno de los hombres del Comité—. Tendremos tiempo para conocernos mientras disfrutamos de algunas de sus trepidantes historias y calmamos el hambre.

La simulada complacencia solo surtió efecto en los escritores más próximos en edad, que aplaudieron agradecidos por regresar al hotel y descansar los pies doloridos por los caros zapatos de piel con los que habían realizado la visita.

Dispuesto a seguir al montón, la mancha efímera que Ellery divisó en su costado izquierdo no consiguió frenarle a tiempo. Chocó contra un cuerpo que a punto estuvo de derribarle. Contrariado, alzó la vista; el hombre desaparecido en la Casa de la Bruja regresaba de entre las sombras. De la colisión, los papeles que camuflaba bajo el brazo volaron en picado hacia la calzada.

Ellery se agachó junto al hombre, que respiraba agitado, y lo ayudó a amontonarlos.

—Perdone mi torpeza —se excusó con una sonrisa nerviosa.

—La culpa ha sido mía —repuso Ellery—. No le vi venir.

Antes de entregarle las hojas, sus ojos, ávidos de curiosidad, echaron un vistazo al contenido. Varios rayones circulares de un intenso color rojo rotulaban la palabra brujas.

—¿Interesado en Salem para un nuevo libro? —inquirió Ellery.

—¡Oh! —El hombre le arrebató con sutileza las hojas y rio—. Podría ser. Pero ¿quién no? En un sitio así la imaginación vuela.

Sonrió al comentario, pero su sexto sentido ya había iniciado una investigación exhaustiva acerca de la misteriosa desaparición del escritor. Entre los textos que resguardaba, vislumbró un libro cuyo tapiz antiguo y demacrado hacía alarde de una antigüedad considerable.

—Sobre todo si contamos con información valiosa —dejó caer la posesión sustraída.

—¿Cómo...? ¿Por qué dice eso?

Sin entusiasmo, señaló con el dedo el libro que el hombre apretaba contra sí. Este agrandó una mirada intranquila y sus mejillas se colorearon de un rosado nada concerniente al agotamiento.

—Esto... esto no es lo que usted piensa.

El rechoncho escritor se rascó la cabeza, huidizo.

—Yo creo que es mucho más.

—Yo...

El nerviosismo expuesto en rostro y titubeo detuvo el fisgoneo de Ellery. No era quién para andar en asuntos ajenos.

—Pero ya me estoy involucrando sin ser invitado —se disculpó, y descaminó una leve carcajada. Lo miró por encima del hombro al retomar el camino de vuelta al hotel—: No es asunto mío dónde decide meterse.

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