Capítulo 19. ¡𝑪𝒖𝒊𝒅𝒂𝒅𝒐 𝒄𝒐𝒏 𝒆𝒍 𝒂𝒒𝒖𝒆𝒍𝒂𝒓𝒓𝒆!
Al filo de la cama, los temblores conquistaban la cresta de sus hombros. La potencia de las vibraciones lo bañaba de reflejos involuntarios de los pies a la cabeza. Hacía horas que padecía aquel mal motor. No entendía qué le había ocasionado tal estado; todo comenzó con un leve ardor en la boca del estómago a mitad de la celebración. Pero poco a poco, el malestar se propagó por órganos adyacentes obligándolo a adoptar una postura desgarbada con la que paliar el dolor. Esa nauseabunda sensación había propiciado su abrupta huida del Hamilton Hall. No iba a consentir que nadie tuviera constancia de su precaria condición, no aceptaría ningún cuchicheo que arrojara de una boca desagradecida a otra su nombre con el calificativo ebrio de colofón.
El viaje en coche hacia Salem Willows lo vivió en una larga y aterradora agonía histérica. La oscuridad se aunaba a la imprecisa agudeza de sus ojos, y el temblor se intensificó desmedidamente al posar un pie en el jardín frontal de su propiedad. Apoyado en el capó, las convulsiones circularon cuerpo abajo apropiándose de sus piernas. La respiración entrecortada culminó en una frecuencia cardíaca desorbitada y descargó una oleada de ansiedad en su pecho.
Dormir le vendría bien, fue la solución más sensata a la que quiso aferrarse. Pero en la habitación, el caudal sensitivo logró que su mente amplificara las percepciones somáticas de un cuerpo en pleno descontrol.
La estancia le daba vueltas. Chocó con la cómoda situada junto a la ventana y se llevó las manos a la cabeza.
—¿Qué...? ¿Qué me pasa?
La lámpara parpadeó. El apagón intermitente se repitió varias veces. Después, la más absoluta oscuridad se adueñó del dormitorio. Atacado por una avalancha de terror, anduvo arrastrando los pies hacia la lámpara y accionó el enchufe.
—Maldita sea... —masculló—. Tengo que... coger una linterna.
Al enfrentar la puerta, tuvo la sensación de que la distancia entre el mueble y la salida había aumentado monstruosamente. Respiró acobardado mientras vagaba desprovisto de coordinación. El chirriar de las bisagras le produjo un nuevo golpetazo en el pecho.
Agarrado con las dos manos a la baranda de la escalera, descendió a trompicones al primer piso. Se percató entonces de que el apagón había sido general. Toda la casa estaba sumergida en la oscuridad. Las sombras del blanco mobiliario bailaban demenciales en el escenario de la pared.
—¿Habrá... habrá afectado a todo el vecindario?
Asomó la cabeza por el hueco de la puerta. La negrura del entorno traspasó las fronteras de su visión. Se difundía por su mente, y la confundía, la atoraba con suposiciones temerosas que disparaban sus latidos. La cobardía lo frenó en el rellano. Boquiabierto y ligeramente resguardado, escudriñó la calle en ambas direcciones. Ni un ruido, ni una luz, ni un signo de vida en los alrededores.
—Has bebido más de la cuenta... —se reprendió—. Vete a la cama y descansa.
A punto de agarrar el manillar, el crujido de los árboles y el ulular de las aves nocturnas le hicieron soltar un grito de espanto.
Cr, cr, cr...
Unas pisadas aplastaron la gravilla que formaba un camino en el bosque aledaño a su casa.
—¿Hay alguien ahí?
El sonido profundizaba en la tétrica arboleda.
—¿Hay alguien ahí? —repitió.
Con el miedo al límite en sus carnes, dirigió un andar titubeante hacia el jardín delantero. Desde allí, observó el gigantesco piélago verde. Le sobrecogió la idea de que fueran ladrones. En un vecindario tan vistoso como el suyo era posible, si no necesario, para conservar un determinado estatus. Aunque también, a escasos días de rozar la noche más horripilante del año, jóvenes desobedeciendo el toque nocturno podían estar correteando en busca de un poco de diversión.
Unos cuchicheos seguidos de unas risas delataron el paradero y atributo de las voces. Eran mujeres, las había oído bien. Agudas y dulces, canturreaban entre las sendas oscuras del boscaje.
<<¿Qué demonios hacen ahí?>>, inquirió extrañado.
Era un peligro adentrarse en el bosque a esas horas. Un incidente desafortunado en las profundidades de la espesura demoraría la ayuda hasta el amanecer, cuando el cuerpo del accidentado sorprendiera a un corredor o senderista madrugadores. Y siendo mujeres... los problemas pintaban peor, o mejor, según el rol que se asumiera.
El alborozo de las voces pudo contra su pudor. Se encaminó hacia la linde del bosque olvidando los temblores que todavía se regocijaban de su miedo.
—¿Quiénes está ahí?
—Duncan... —escuchó su nombre en un susurro melódico—. Duncan...
—¿Se encuentran bien?
La tenebrosa senda transformaba su hojarasca a medida que los vestigios de luz menguaban. Las ramas de los árboles se enroscaban sobre sí mismas. Unían las puntas afiladas con aquellas que las imitaban, creando un techo de hojas que ahondaba en las entrañas del bosque. Aturdido, traspasó el portal entre troncos. ¿Estaba alucinando? Pero las seductoras voces borraron de su memoria la cerrazón del entorno. La salida quedaba ya muy atrás.
—Duncan... —reía una de ellas—. Ven con nosotras...
El ruido de las cortezas exprimiendo sus pieles le resultaba ensordecedor. Chillidos humanos le erizaron el vello de la nuca. Con el temor retumbando en todo su organismo, no quiso mirar atrás. Las voces se repetían en su cabeza como una atracción de feria de la que no podía bajarse. Lo instaban a buscarlas, a encontrarlas.
A lo lejos, entre los árboles que levantaban un muro al término del camino, entrevió unas figuras angulosas. Al acercarse un poco más, sus ojos, dichosos, vislumbraron las siluetas de tres mujeres. Reían y cantaban, gozosas de su libertad.
Escondido tras un fornido tronco, las observó embelesado. Las tres preciosas mujeres danzaban alrededor de una gran fogata. Cogidas de las manos, se miraban y articulaban un canto armonioso. Su pecho palpitó excitado. Nada cubría la desnudez de aquellas mujeres. Ausente el rubor en ellas, giraban y bailoteaban exponiendo su piel a ojos subrepticios.
—Duncan...
Cantaron una vez más.
—Duncan, ven a bailar con nosotras...
El hechizo de sus voces le hizo emerger de detrás del árbol. Vagó como un loco, un hombre sin razón, hacia el círculo de mujeres que arrojaba sobre él una mirada disuasiva.
—Baila con nosotras, Duncan. —Una de ellas, de cabello largo azabache e intimidantes ojos negros, le dio la mano—. Únete a nosotras.
No tuvo miedo, el placer destituía esa emoción sin capacidad de retorno. Tomó su mano y la de la mujer a su derecha, una hermosa de cabellos dorados y ojos azules, y comenzó a bailar a su mismo son. Tal era la fogosidad de sus cuerpos desnudos y el calor que a él lo abrumaba, que no pensó en ningún momento en escapar de aquel encanto.
El baile tornaba célere y violento con cada vuelta a la hoguera. Extasiado, cerró los ojos y se acopló a la algarabía de voces. No entendía lo que entonaban, pero apreciaba lo hipnótico y contagioso de la dicción. Echó la cabeza atrás y disfrutó del tacto a mujer, del perfume mezclado con el petricor de la hierba. Deseaba tocarlas, unirse a ellas en la intimidad de la noche, en la frondosidad del bosque.
—Duncan... Ven con nosotras...
Lo estaba deseando.
—Duncan... Tienes que tomarlo a él.
¿Él?, se dijo. ¿Había alguien más con ellos? Lo inundó la vergüenza; otro hombre podía estar presenciando la excitación marcada en su pantalón. Detuvo sus pies en la hierba. Asaltado por el escándalo, se soltó de las dos bellas mujeres y escrutó la oscuridad.
—Duncan...
Cuando quiso darse cuenta, la música, las voces, el ruido, como en una brutal ilusión, desaparecieron. El fuego junto al que bailaban ya no templaba la atmósfera. Ni rastro de las brasas ni del olor a humo. Las mujeres se habían desvanecido en el manto umbrío del campo.
Estaba solo.
—Duncan...
Una sinuosa tonalidad acaparó su hombro izquierdo. Asustado, se giró bruscamente.
—Duncan...
Se reprodujo a su derecha.
—Duncan...
El susurro procedía de la caliginosa negrura frente a sus ojos.
—Duncan...
Divisó un remolino materializándose en el páramo. La oscuridad que lo englobaba se disociaba en tres cuerpos físicos. La descabellada visión le originó un escalofrío en lo más hondo de su ser. Las palpitaciones contra su pecho saturaron el ambiente.
—Duncan...
Lo que antes representaba el éxtasis de la belleza había tomado la apariencia de un cadáver mortecino. Un mohín grotesco entornaba la carne putrefacta de unos labios destrozados. El oscuro agujero de una cuenca vacía parecía mirarlo fijamente. Un fluido verdoso resbalaba por aquella piel seca y cercenada. La lengua larga y deformada en la punta, como la de una serpiente, desencajó la huesuda mandíbula de su dueña. La lanzó contra él, tratando de alcanzarlo.
—Duncan... —Los ojos se le abrieron, tan espantado como asombrado, con los gusanos que jugueteaban en las pústulas de la cara—. Corre o él te pillará.
La vio señalar un costado del bosque. Muerto de miedo, giró la cabeza sin tener muy claro si debía perderla de vista.
El sonido de unas pisadas calcinando la hierba, el indescriptible aroma a quemado, brotaba de la oscura impenetrabilidad de los árboles. Aquel perturbador ruido no provenía de un ser humano. Era áspero, potente, pesado.
Una fría ventolera descubrió el contorno de un torso antinatural.
—Qué es... —Duncan retrocedió automáticamente—. Quién está ahí...
Una risa bronca y malévola azotó sus oídos. De la frente de aquello que se acercaba nacían unas astas puntiagudas. Duncan tornó inconscientemente hacia las tres aterradoras mujeres.
—Quién es...
—Duncan... —Sus voces guturales lo forzaron a retroceder—. ¡Corre!
El bufido de un animal guio su mirada hacia la fuente del sonido. Gritó. Gritó sintiendo que el corazón se le salía del pecho. Una figura mitad humana mitad macho cabrío exhalaba fuertes bramidos frente a él. Dos cuernos largos y enroscados surgían de la piel de su frente. El torso desnudo de un hombre concluía en dos patas fuertes y peludas. Sus oscuras pezuñas golpeaban la tierra. El humo brotaba de la hierba marchita donde los cascos habían dejado su marca grabada.
A la luz de una luna rezagada, la cara del monstruo destapó la verdad.
—¡No! ¡No! ¡No... impo-imposible!
Duncan cayó de espaldas.
El monstruo deforme que proyectaba una sombra inmensa sobre él robaba su rostro.
El ser que había usurpado sus facciones representaba al mal contra el que había jurado batallar.
Él, Duncan Scott, era el mismísimo Diablo.
—Duncan... —El ambiente se distorsionaba. Las siniestras figuras que desprendían un olor pestilente flotaron a su alrededor. El hedor le produjo arcadas. Los gusanos saltaban de aquellas bocas putrefactas y se precipitaban sobre la ropa de su pijama. Aulló de miedo—. ¡Corre o te pillará!
El abogado reculó afianzando los talones y las palmas a la hierba. Las pezuñas resonaban en las paredes de su cabeza. Un vaho blanco con un infecto olor a sulfuro lo empañaba todo. Imponente y colosal, la figura demoníaca alzó al oscuro cielo nocturno el objeto que empuñaba. Un balido inhumano y ensordecedor bloqueó a Duncan en el suelo mientras veía cómo descargaba aquel extraño instrumento contra él.
—¡Arrgh!
Con la simple proyección de su musculatura atravesada, su mente representó fielmente las tres puntas de un tridente. Cuando el monstruo lo sacó de su cuerpo, un chorro de sangre cubrió el pasto. El abogado tomó conciencia de que aquel era su final. Iba a morir si no corría, si no huía. Tenía que buscar ayuda lejos del bosque. Tenía que sobrevivir a lo que quisiera que fuera aquello. No estaba seguro de si era real, una pesadilla era lo más lógico, una angustiante pesadilla. Pero ¿cuándo había caído dormido? Y el dolor... el dolor se agarraba a sus músculos y lo apisonaba, le dejaba sin aliento.
Con desacierto, se puso en pie y vagó de cara al Diablo. Le espantaba darle la espalda, pero de no hacerlo jamás hallaría una salida, un despertar. El alzamiento del tridente por segunda vez le otorgó la fuerza necesaria para echar a correr.
Los árboles se cerraban unos sobre otros reduciendo las dimensiones del sendero. Conspiradores en su muerte, obstaculizaban su huida. Las ramas le golpeaban la cara y le herían. Las piedras malmetían contra sus pies, desequilibrándolo, como si estuvieran puestas a propósito para frenar su escapatoria. Sin embargo, el sonido de las pezuñas, potentes y enérgicas, atoraba las paredes de madera. Iba tras él, el Diablo no le dejaría marchar hasta arrastrarlo a las entrañas del infierno.
Había caído en la trampa de tres mujeres, ¡tres brujas!, que invocaban con sus cantos y su desnudez al mal en la tierra.
Él era el intercambio.
Justo después de traspasar unos densos matorrales, percibió olor a mar. Apresuró el paso casi con los ojos cerrados. La sangre manchaba su lengua y lo incitaba a dar todo de sí en la carrera.
Al fondo del bosque llegó a entrever una explanada. Escuchaba el oleaje humedeciendo la orilla. Era posible que encontrara ayuda en la playa.
Corrió con la esperanza en el corazón de que aquel lugar era su salvación.
—¡Buh!
Las brujas lo cazaron cuando sus pies tocaban los límites de campo abierto. Del pasmo, sus rodillas tambalearon. Se llevó las manos al pecho con la desesperanza ahogando su respiración. El fruto del mal se reía de él.
—¡Dejadme! ¡Dejadme! —les rogó.
Frenéticas carcajadas anegaron sus oídos.
—¡Dejadme! —chilló enfurecido—. ¡Putas bruj...!
El dolor le arrancó las palabras. Sus ojos viajaron hacia aquello que propiciaba un gusto metalizado en su lengua: tres puntiagudas flechas le sobresalían del pecho. Como pudo, inclinó la cabeza hacia atrás y distinguió el largo mango del tridente ensartando su espalda. Las gruesas púas de hierro separaban músculo y tendones. De la fuerza con que el Diablo lo apresaba, los dedos de sus pies descalzos rozaban el suelo de puntillas.
—Duncan... —susurraron las brujas—. ¡Te pilló!
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