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Capítulo 18. La marca Queen

La advertencia del limpiador lo escoltó de vuelta al hotel. ¿Significaba eso que se responsabilizaba de la muerte de Thomas? ¿O era solo un aviso del mal que había confiscado y que podía jugar en su contra? En la escueta confidencia entre el polvo y las termitas, aquel hombre había evitado darse por aludido, una estrategia para rehuir su implicación directa con el diario. O, tal vez, hacía referencia a que custodiaba el secreto de otra persona.

Algo desilusionado, sacudió la cabeza. De nada le servía aquel cúmulo de letras si no conocía la identidad de su propietario. Y con la muerte de Thomas se encontraba en la misma encrucijada; ninguna prueba desterraba todavía la hipótesis del suicidio.

Simples teorías, eso era lo que tenía. El manual incompleto de un apasionado devoto, un limpiador sospechoso y un asesinato disfrazado de suicidio. Todo estaba en manos del inspector Frederick. Su participación, por ahora, tendría que esperar hasta nuevo aviso.

Cabizbajo, con la mente en las nubes y el corazón todavía relinchando por el altercado, franqueó el Hamilton Hall. 

—¡Ellery! —La socarronería de Peter le originó una exhalación—. ¿Es que hace escapismo o qué? ¡Se las ve uno para encontrarle!

—Es mi mayor afán.

—Pues ahora que lo he pillado, no se atreva a darme plantón. 

Sin tiempo a una negativa, redirigió el cuerpo de Ellery hacia el vestíbulo del Hamilton.

—Hay una celebración, y los escritores del congreso estamos invitados. Ya sabe, el alcalde y toda su cuadrilla querrán atiborrarnos con florituras para que no escribamos nada malo sobre ellos.

Una multitud de hombres y mujeres disfrutaba de la espaciosa sala común a cargo de una fila de serviciales camareros. Ellery distinguió a los representantes del comité conversando animadamente con un hombre de apariencia recia. La sonrisa emperifollada de su semblante le resultaba tan ficticia como la fiesta.

—Es el alcalde —comentó Peter al percibir la dirección de sus ojos.

Unas palabras del señor Donovan despertaron las risas del selecto grupo. Rodeados de personalidades de fama nacional, el comité actuaba como si el discurso de aquella mañana no hubiera tenido lugar y el fallecido por el que habían guardado un minuto de silencio fuera un total espejismo.

—Pienso lo mismo que usted. —Peter había leído la expresión de desprecio de Ellery—. Son aborrecibles.

La fiesta conmemoraba la semana de Halloween con el sello especial de las identidades más acaudaladas de Salem. Alcaldía, respetados procuradores, altos comerciantes y estrellas en ciernes instituían un batiburrillo al que los escritores del congreso se pegaban como moscas. Era la ocasión perfecta para formalizar nuevas amistades y remontar en el círculo literario. Siempre, no obstante, a cambio de algo. El dinero abría las puertas del éxito en pago a una deuda estipulada en un contrato no verbal. Un voto en las elecciones, un acuerdo económico, un personaje basado en tal sujeto o una alianza de carácter carnal... No importaba el qué con tal de aspirar a más.

Mientras que hacía como que escuchaba al actor, Ellery fue observando a los figurantes de ese teatrillo barato. Como era de esperar, el gran y soberbio Dexter hacía ascos de los compañeros que le habían lamido la suela del zapato y se perdía en las faldas de una de las invitadas. En otro extremo, Angus intentaba seguir el ritmo de Dominic con la tercera copa de la noche. Lo vio llevarse la mano al estómago y encoger el rostro. El cóctel molotov de combinar alcohol y alimento en un estómago tan débil como el suyo era un peligro que parecía estar dispuesto a sufrir.

—Un placer, señor Queen.

La mano recta frente a Ellery provenía de un hombre de rostro sonrojado y estrepitosa expresión. De barba abundante y cabello tostado, recibía la atención del personal más próximo.

—Lo mismo digo, señor...

—Scott, Duncan Scott, para servirle.

—¿Servirme en...?

—En todo lo que necesite su marca.

—¿Mi marca? 

—Sí, su marca. Su apellido: Queen. Es una marca muy valorada en el mercado literario.

—Mi apellido...

—Parece sorprendido. —Subió el lateral de la boca en un mohín, estudiándolo—. Si todavía no se ha dado cuenta de que su nombre es oro, es posible que cualquier desgraciado que codicia hacerse un hueco en el difícil mundo de la publicidad pueda estar abusando de él. Avíseme si necesita la gestión de la propiedad intelectual de su nombre. Eso si cuenta con mil dólares la hora —mencionó con una risita intencionada.

—El dinero no me cae de los árboles —adujo Ellery.

—No, le cae de sus libros, aunque esa es solo una de sus fuentes de ingresos. No me crea un ignorante, señor Queen. Sé su procedencia. Sé la procedencia de todos los que están aquí ahora mismo. —Trasladó la cabeza a lo ancho de la sala incidiendo en cada uno de los individuos de la fiesta—. Mi trabajo es saberlo, así son los negocios. Cuanta más información posees, menos te roba la competencia. Y a mí, señor Queen, no me roba nadie. A ninguna persona le gusta ver cómo le mochan las manos por trúhanes, ¿verdad? —Por un momento, Ellery sintió un pellizco en el estómago. El diario robado seguía resguardado en su pantalón—. Cuido mucho mi negocio, estudio el mercado y me adelanto al futuro —manifestó—. Vigilo lo que está por venir, me anticipo. El congreso de escritores me abre una agenda enorme de nuevas adquisiciones, y su nombre es una mina de diamantes.

Ellery apresó un mohín para reprimir una contestación al estilo Richard Queen. Sabía a quién se refería con aquello de su procedencia. Sin esperarlo, una conversación nombraba de forma indirecta a su difunta madre.

Evelyn Rockefeller fue hija de un aristócrata de Nueva York. Poseedora de un portentoso caudal económico, los había salvado en varias ocasiones cuando el sueldo de su padre no daba para fin de mes. La unión de la joven Evelyn con Richard Queen, irlandés de la clase más baja de la ciudad, había deshecho los planes de futuro que el señor Rockefeller había concebido para su hija. Enfurecido, se negó al matrimonio desde el instante en que Evelyn apareció con un anillo de compromiso. Pero enamorados como estaban -y con la dulce noticia de un bebé en camino-, hicieron oídos sordos a las críticas y se mudaron a un confortable y anodino piso lejos de las voces que calumniaban la relación.

Que le recordaran la muerte de su madre enfatizando el aval familiar que representaba su abuelo materno tiraba por tierra el aguante de Ellery. Le hervía la sangre que hablaran así de ella, principalmente por la relación que sostenía con aquel pariente: nula y cerrada por ambas partes. Acusándolos de asesinos despiadados por la muerte prematura de su hija, el señor Rockefeller les retuvo la cuenta bancaria como castigo hasta escuchar de ellos una disculpa formal y pública. Lo que quedaba de parentesco se esfumó en el aire.

Tanto él como su padre se negaron en redondo a aceptar un cargo tan cruel, y, esforzándose en no sacar la vena animal de hombres heridos y humillados, ampararon el lecho familiar de la calle 87 Oeste repudiados de su familia política, con el perfume y las fotos de Evelyn como único recuerdo.

—No puede quejarse de bajo capital monetario cuando lo tiene a espuertas. Llámeme cuando quiera consejo legal. —Le guardó una tarjeta en el bolsillo delantero de la chaqueta y marchó hacia la siguiente víctima de sus triquiñuelas legales.

Ellery cogió aire lentamente y trató de calmar la furia que desluciría su imagen en un segundo espectáculo dramático ante las notoriedades de Salem. Se mantuvo quieto, dominando el impulso.

—¿Una copa?

El aroma a canela devolvió su vista al frente. Roxanne sostenía una bandeja con dos vasos de licor y le sonreía de aquella manera poco afín a la cortesía. Aquellos asombrosos ojos avellana lo escaneaban. El largo cabello rizado medio recogido en un moño descubría una piel clara y virtuosa.

—¿Le ha comido la lengua el gato?

Desbarató una carcajada que ella acompañó. ¿Por qué sacar de contexto el simple hecho de haber soñado con ella? Era consciente del causante de aquel tórrido escenario nocturno: la lectura sobre el engaño sexual de las brujas y la bella mujer con la que había entablado una amistad en Salem se habían condensado en sus sueños. Nada más. No guardaba ningún otro significado que no fuera rebuscado y desfigurado por él mismo.

—No, porque ya no tengo a esa pequeña como compañera de penurias —contestó más relajado.

—Dudo mucho que Martha se la preste. Tendrá que pasar en soledad estos días.

—Estoy acostumbrado. —Respondió a la taimada sonrisa de Roxanne con otra similar—. No me diga que el señor Donovan la ha obligado a servir en la fiesta —cambió de tema, incidiendo en la bandeja.

—¿Esperaba que pudiera moverme como una más entre los invitados? A diferencia de los que pisan este suelo, yo carezco de fama y renombre.

—¡Oh, se me olvidaba! —Meneó la cabeza como burla en una demostración de confianza—. Es una verdadera lástima.

—¿Eso opina?

—La novedad en este sector siempre es buena.

—Dirá la competencia. —Roxxane elevó ligeramente la bandeja—. ¿Desea una copa?

—Esta noche no.

—En ese caso, seguiré con mi presentación en sociedad. —Le guiñó un ojo—. Pero antes, resuélvame una curiosidad: ¿conocía al fallecido?

—¿Por qué quiere saberlo?

—Es una de las habladurías principales de la fiesta. He creído escuchar algo de ese tal Dexter Allen describiéndole a usted como hombre con mal de ojo.

—Maldito lagarto... —musitó. Se rascó la frente, meditabundo—. Mmmm... Lo conocía. Pero no éramos cercanos.

—El congreso los puso en contacto —interpretó Roxxane.

—Eso fue todo.

—Qué interesante —entonó con musicalidad—. A ver si ese escritor va a estar en lo cierto y está usted maldito.

—Hasta que no aparezca un segundo muerto a mi lado, son solo habladurías.

—Le tomaré la palabra.

La observó dirigirse al círculo donde el elocuente abogado Duncan Scott presidía otra ilustrativa explicación de sus dotes en derecho mercantil. Petulante hasta en el modo de analizar el cuerpo de la camarera que los agasajaba con una sonrisa recta, atrapó una de las copas.

Habría ejecutado su truco de desaparición si la estridente voz de Peter, colgado de una mujer en cada brazo, no hubiera trastocado sus planes.

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