Capítulo 13. La trampa de la carne
Un sudor pegajoso se anudaba a su torso como una camisa de fuerza. Esforzándose por sacar el brazo de entre las sábanas, se destapó de un manotazo. Una sensación de pesadez lo aplastaba al colchón. A medio camino entre la realidad y la semiinconsciencia del sueño, su cuerpo escapaba a su voluntad.
Ancló las manos a la cama y se arrastró trabajosamente hacia el cabecero. Se sentía extrañamente mareado. Una escandalosa presión le aplastaba las sienes y embotaba sus sentidos.
—Qué demonios...
Se restregó la mano por la humedad de la frente y trató de enfocar la vista. Una inmensa oscuridad se había tragado la lucecilla de la lámpara.
Motivado por la turbadora atmósfera a escapar de la cama, constriñendo los rasgos de un rostro en su máximo esfuerzo, arrojó las sábanas a una esquina e intentó mover las piernas. La agitación disminuía la lucidez de su pensamiento; su cuerpo no acataba ninguna orden. Como un bloque pesado de hormigón, permaneció tendido, sin reacción.
Un nudo en la garganta le impidió tragar. Una revoltosa angustia en la boca del estómago ascendió hasta la boca y vibró en sus comisuras. Su mente confusa no se atenía a razones lógicas. Los sentidos se aferraban a un miedo visceral para defenderse de algo desconocido pero peligroso. Una inquietante voz en su cabeza le decía que no estaba solo.
Un chirrido torció su cabeza. El crujido de la puerta se acopló a las grietas de la pared. Sintió que, de la recóndita oscuridad, mimetizado con los pliegues carcomidos de la madera, se escurría un ente malévolo. La única salida se cerró con suavidad. Estaba atrapado con un ser que despertaba en su cerebro una señal de huida inmediata.
Los latidos retumbaban frenéticos en sus oídos. Era una presa indefensa de aquello que codiciaba dañarlo. La amenaza oculta en las sombras, algo vil y corrompido, estaba ahí para matarle.
Pero antes, se divertiría.
De la nada, un torbellino azabache se materializó enfrente de la cama y compuso una forma humana. Intuía las curvas que le habían cedido la pista del sexo que lo hostigaba.
Era su cazadora.
El borde del colchón se hundió con el peso impuesto. Unas manos comprimieron las sábanas y dispusieron de rodillas un cuerpo bañado por la luz rojiza de la habitación. Una máscara carnavalesca velaba su identidad. De los orificios almendrados relucía la ferocidad de unos ojos penetrantes. Su boca entreabría unos labios turgentes y provocadores. El oscuro cabello caía libre sobre sus hombros.
El miedo se desvaneció. El erotismo de su cazadora puso fin a toda reacción defensiva. A horcajadas en la cama, jugueteando con la falda entres sus muslos, la contempló acariciarse el vientre en un baile tentador con el que despertar el placer de su propia piel desnuda. Con los dedos tanteó el fino lazo de la camisa y, como en una actuación privada, tiró del cordel muy lentamente, descubriendo unos pechos voluminosos, visibles en la transparencia de la tela. La vio reír, o lo que parecía una sonrisa, y encaminarse de rodillas hacia él.
La excitación se apoderó de él en una descarga irrefrenable. Se percató de su propia boca entornada, de la lengua que lamía su comisura superior a causa de la atracción a la que no podía resistirse.
Junto a sus pies, la mujer se levantó ligeramente la falda. Unas piernas largas y doradas se adueñaron de su inmovilidad. El acordeón de los pliegues de la tela lo encerró con majestuosidad, encubriendo su acercamiento de rodillas.
Luchó por hablar, pero ni una mísera palabra quiso salir de su garganta. Enganchó las uñas a las sábanas y trató de romper el bloqueo. Movió la cabeza a izquierda y derecha con el corazón desbocado, confuso, exigiendo respuestas a preguntas que ni se había formulado. Pero cayó en la trampa de mirar a la mujer que descansaba encima de su regazo. La energía de esos ojos oscuros e hipnotizantes lo embaucó. Se quedó sin aire. La sensualidad se acomodó en una fina y susurrante risa tan maliciosa como seductora.
La extraña figura femenina le puso un dedo en el mentón y le acarició el rostro. La delicadeza de su tacto le despertó cosquillas a lo largo del cuello. Corrientes finas y diabólicamente extasiantes revolvían al escritor. Sintió cómo se ajustaba al contorno de sus caderas y tensaba aquellos persuasivos muslos desnudos contra él.
Como única defensa, cerró los ojos. Qué mejor forma de frenar lo que, muy al contrario, todo su cuerpo le gritaba que hiciera. Pero el fuerte rasgado de su camisa lo obligó a abrirlos. Perplejo, recayó en la tela rota que la mujer sujetaba entre las manos.
Complacida por haber captado su atención, se recostó contra su torso. Lamió su piel, lenta y mortificante, desde el vientre hasta el pectoral. Un recorrido agónico que provocaba en su víctima imperiosos jadeos. Consciente del éxito de su estratagema, arqueó la espalda e intensificó la fruición contra sus caderas.
—Basta... —La súplica emergió bronca y apagada, contradiciendo sus deseos—. Basta...
La mujer inclinó la cabeza. Varios mechones rizados rodaron por su rostro disimulando unos engañosos labios rojos.
—Detente...
Una risa cantarina se burlaba de sus esfuerzos. Las manos se deslizaron por el pecho del escritor, mezquinas, provocadoras, hasta el pantalón.
—Basta...
Mantuvieron el duelo de miradas durante un tiempo que se le hizo eterno.
—Bas...
Un movimiento de la mujer selló sus labios. La mano derecha brotaba de su escondite blandiendo un objeto que no alcanzó a distinguir.
—Qué...
Muy lentamente, le mostró la trampa de la carne a la que se había rendido sin oponer resistencia quitándose la camisa. Apoyó la frente contra la de él y se entregó por completo. Aquella mujer se convirtió en una obsesión para los sentidos del escritor. Deseó sucumbir al pecado de probarla.
Y de golpe su organismo, anhelando un goce prohibido, desenterró la sensación que lo había acosado al inicio del espectáculo. Regresaba imparable desde el estado de latencia que lo había encarcelado con una noticia sobrecogedora: lo que amenazaba su vida estaba seduciéndolo.
La mujer sonrió a su rostro aterrorizado. La mentira había salido a la luz. Ella era un lobo con piel de cordero, y se mofaba de su ridículo prisionero. Había jugado con él, despertado su lascivia, con la única pretensión de ejercer una oscura influencia sobre sus sentidos mientras preparaba su verdadero propósito.
Una lengua imperiosa surcó la piel de sus labios. No pudo luchar contra la boca que lo obligaba a besarla. Sus lenguas se unieron, adictivas, advirtiendo lo que aquel manjar suculento le producía. Y su perfume, ese intenso aroma dulzón...
El brazo que la mujer ocultaba tras la espalda se desplazó fuera de su escondite, distrayéndole de los labios que lo devoraban. Se quedó aturdido al averiguar el objeto que sostenía. Un cuchillo de punta afilada cortaba el aire avanzando hacia su torso.
Escuchó una risa divertida en su oído. Luego la mujer se irguió y agarró el cuchillo con ambas manos al tiempo que sus labios comenzaban a moverse al son de una invocación ininteligible.
Abrió la mano derecha y, alargando el aberrante espectáculo, clavó el cuchillo en su palma. Ausente el dolor en sus facciones, trazó una línea, cerró el puño con fuerza y extendió el brazo sobre el pecho de su presa. Un fino hilo de sangre discurrió entre sus dedos. En ningún momento cesó el cántico. A medida que lo repetía, la voz parecía desdoblarse.
La imagen del cuchillo alzándose en el aire quedó suspendida en su cerebro. A cámara lenta, lo observó precipitar contra él con una violencia desmedida. El filo plateado le atravesó el vientre. La sensación de que algo lo destrozaba por dentro lo dejó sin aliento.
Sintió que lo desgarraban cuando el cuchillo brotó de la abertura. Un abanico de sangre salpicó las paredes. El blanco de las sábanas iba siendo consumido por un charco que nacía de su cuerpo. La visión le fallaba. Su garganta era un mar de puntiagudos cristales. La necesidad de respirar lo forzó a toser, manchando sus labios de aquel resbaladizo líquido. No podía gritar, no podía aullar pidiendo auxilio.
Entrevió difusa la figura de la cazadora y el arma de la que goteaba su vida, y un dolor ardiente volvió a explotar cerca de la primera herida. El cuchillo entraba y salía de su torso con una fogosidad abusiva. El desenfreno del metal cortando sus entrañas no desistía. La sonata perversa lo anegaba todo.
Rogó morir, poner fin al objetivo de...
Aquello a lo que culpaba de su muerte, lo que su mente representó antes de la última puñalada, le habría supuesto una carcajada en otras circunstancias.
Poner fin al objetivo... de la bruja.
†
Las manos salieron disparadas hacia su pecho. Ellery se retrepó en el cabecero mientras su cabeza giraba de lado a lado y reconocía el entorno. La lamparita de luz anaranjada seguía encendida. Al otro lado de la ventana, el gris acelajado del cielo descubría un nuevo día. Junto a él, la presencia felina dormía tranquila.
Casi sin aire, se desabotonó la camisa y palpó cada fracción de piel para cerciorarse de que todo había sido una maldita pesadilla. La larga y tenebrosa lectura en el curso de la madrugada había dado de comer a los monstruos de su inconsciente. El sudor se pegaba a su piel recreando los estragos de la noche.
Todavía contrariado, recogió el diario del suelo. En algún momento de su desliz nocturno lo había tirado de la cama. Se detuvo a repasar los residuos oníricos de la pesadilla, en especial, las sensaciones alternantes de terror y placer originadas por la mujer que acababa de asesinarle hacía escasos segundos.
La notable imaginación de escritor, incorporada a los cuentos macabros del diario, había aderezado una noche de sexo sin un final feliz. Las acusaciones contra la sexualidad femenina habían decorado sus mínimas horas de sueño. Las argucias que atribuían a las mujeres, cautivadoras de hombres a merced del Diablo, habían entretejido concienzudamente una fantasía escalofriante. Sostuvo el diario entre las manos con el ceño fruncido. Parecía emanar un poder oscuro y siniestro.
El timbrazo del teléfono le originó un repentino sobresalto. El latido en forma de bala perdida le ardía en el pecho. Arrojó el diario al escritorio y anduvo con un resoplido hacia la mesita.
—¿Sí?
—Vaya voz, Queen. ¿Una mala noche?
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