Frente a mí se extendía un camino arbolado, hojas amarillas, rojas y naranjas, se estremecían con el roce de la brisa otoñal, ni muy cálida ni muy fría. El sol brillaba en lo alto, lo sabía porque algunos haces de luz penetraban entre las copas de los árboles, conformando una danza de luces y sombras sobre la hojarasca que cubría la mayor parte del camino.

Por alguna razón, el crujir de las hojas me tranquilizaba. Aun así, mire al final del camino y deje de caminar para esperar al silencio. Pero el silencio no pudo alcanzarme, oí el susurro del viento, aunque no había viento, le oí decir que siguiese adelante, que no siempre estaría a mi lado para protegerme, pero siempre estaría conmigo. También me dijo que la soledad es pasajera. Que todo pasa, menos el tiempo. Me dijo una última cosa, que le encanta mi sonrisa y verme sonreír la hace sonreír también. Pero entonces me di cuenta, el viento no habla. Y poco a poco note como el día se iba transformando en noche, la noche más oscura. Pero en la oscuridad note a alguien impulsándome, impulsándome hacía la única luz que se negaba a desaparecer, el final del camino.