Prólogo
La firme colisión de los tacones contra el parquet colmaba la sala. En la escalerilla de la pequeña tarima prosiguió rumbo hacia el atril, momento en el que se unió al mutismo del entorno. Con las palmas de las manos a ambos lados del libro que reposaba en la superficie, Aurora posó la mirada en las decenas de ojos expectantes. Unos segundos de exploración bastaron para encontrar lo que andaba buscando. Dibujó una efímera sonrisa solo apreciable para aquel al que tenía como foco y que le devolvía un resuelto guiño desde el extremo derecho de la tercera fila.
Dirigió la vista al libro abierto por el primer capítulo. Aún percibía el olor a lignina y tinta de las hojas. Su reciente éxito descansaba en un rincón de cada librería de Nueva York al aguardo de sedientos lectores a los que sumergir en las maravillas de la historia que en cuatro meses había desarrollado. Periódicos y revistas describían la trama como una rocambolesca simbiosis de acción, fantasía y romance que en nada reproducía el estilo de su primera novela y que, sin embargo, era extraordinario y cautivador. Una de las críticas describía la narrativa como «una fantasía vanguardista en potencia». Esos comentarios todavía le provocaban algún que otro ataque de risa.
Qué lejos estaba su libro de ser ficción.
—Buenas tardes —pronunció con voz suave. Una aglomeración de saludos se extendió por la estancia—. Me siento muy agradecida de que la librería Strand, y su encantador dueño, el señor Bass, me haya obsequiado con la lectura de los dos primeros capítulos de mi segunda novela.
Una serie de aplausos coloreó sus mejillas de un matiz rosado. La única persona que apenas alteró su compostura fue el hombre que exhibía una mueca torcida de aprobación.
Inspiró lentamente. Era la primera vez tras el juicio que se exponía al análisis detallado de una estancia abarrotada. No obstante, percibía la diferencia. Los allí presentes conocían el terror que cubría cada partícula de su cuerpo. Nadie sabía que el miedo ya no estaba incorporado a sus escarificaciones. Había renacido como una persona nueva, con una imagen corporal que le había costado reconocer, pero que ahora no pesaba sobre su ánimo.
Admitía y comprendía las expresiones insólitas y los cuchicheos que habían complementado el recorrido entre las secciones de asientos hacia el escenario preparado para la lectura. El auditorio se había cerciorado de las cicatrices blanquecinas que atravesaban su piel como símbolos escalofriantes de un hecho traumático, pero poco le importaban las murmuraciones incitadas por el vestido de tirantes que había escogido para la ocasión. Le pertenecían. Había luchado contra el sufrimiento de aceptar su nueva realidad, y había conquistado la cumbre por sí misma.
Y justo en ese distintivo establecimiento de Nueva York, en el atril, hacía gala de una deslumbrante sonrisa que acompañaba al innato magnetismo esmeralda.
—Les presento mi nueva novela, «La Sirena que conquistó al Uroboros». Después de la lectura, podremos comentar lo que deseen en el tiempo que el señor Bass nos conceda. Disfruten.
Se aclaró la garganta. Sentía las miradas dividiendo la atención entre la historia y su perturbadora imagen corporal. Pero como un regalo caído del cielo, también lo sentía a él. Su tranquilidad, su pose desgarbada y lo que telepáticamente le decía: «Pelirroja, tu libro es un secreto a voces».
Pasó la hoja de cortesía inicial y acarició el símbolo numérico que presidía el primer capítulo:
<<La cola escamada de un azul purpúreo de la Sirena envolvió las piernas del desvalido que sucumbía al hipnotismo de su voz. La sensualidad de su canto lo había hechizado con solo una melodía al oído. Era todo suyo. Asestaría el golpe cuando los labios del mortal rozaran los suyos. Como un elixir, bebería el fluido que postergaba aquella vida unos escasos minutos más. Aquel hombre dejaría de existir, al igual que los cientos como él a los que había usurpado los restos del gustoso don que tanto anhelaba poseer. Le miró a los ojos, creando un océano de ilusiones donde su víctima se perdió boquiabierto. Aproximó el rostro hasta notar el olor a muerte que desprendía el extraño de cabellos mojados.
—Bésame —le instó en un manso susurro.
El hombre no se atrevió a rechazar la oferta de la Sirena; aceptó la orden que acabaría con su vida sin ningún atisbo de duda. Sus labios secos por la deshidratación tocaron los de la Sirena. Se unieron en un largo y apasionado beso. Ella sonreía; lo había atrapado, ya nada podía salvarlo.
Succionó sin darle escapatoria cada gota de existencia que percibía en su interior. El perfume a vida componía una mezcolanza aromática y divergente que revelaba los recuerdos y las experiencias de toda alma pereciente. Cada detalle, por afectuoso o sufriente que resultara, ahora le pertenecía a ella.
La vida y la muerte, su confluencia, eran un alimento que las Sirenas evitaban probar. Contenían el fuerte deseo de hacerla suya. Tan adictivo como las pulsiones primarias en los humanos. Pero no podía resistirse; la Muerte había señalado a su próxima víctima. Dentro de poco, las Islas Afortunadas contarían con un nuevo visitante. Ella se encargaría de anunciar su llegada, pero aquel frasco de vida que olfateaba sería el manjar que saborearía antes. Un regalo de ese hombre con el que entender el relato de sus andanzas en el mundo mientras lo escoltaba junto a los demás bienaventurados.
No buscaba su muerte, a diferencia de los oscuros mitos que se cernían sobre su raza. Su naturaleza celestial guiaba a los viajantes cuya vida la Muerte había decidido poner fin. Pero no eran perfectos, y ella era la primera recluida por la culpa. Necesitaba saciarse con el éxtasis vital de un humano, las imágenes que el trago de aquel brebaje delineaba en su mente. Todo lo que nunca podría vivir en el exterior, de alguna manera, lo experimentaba al alimentarse del alma de los desdichados hombres de los que ya nadie se apiadaba.
¿Era malvada por ello? Su raza así lo creía. Un pecado castigado con la peor de las condenas: vagar por la Tierra, como siempre había anhelado, pero sin voz con la que hacerse escuchar ni pies con los que sentir la húmeda arena cosquilleando su piel.
Pero sola entre las rocas, oculta en la oscuridad de un mar dormido por el último rayo de sol, encubría el pecado a sus congéneres con un poco de subsistencia mortal. Para desprenderse de la culpa, permitía al hombre que la besaba nadar en un mar de ensueños. Les hacía ver sus mayores deseos. Un intercambio antes de servirles de faro hacia el nuevo mundo.
Un pacto.
Sin embargo, algo iba mal con aquel humano. La Sirena arropó al hombre entre sus brazos mientras absorbía el elixir, pero el extraño seguía el ritmo de sus labios sin tratar de liberarse. No estaba asustado, no luchaba al percatarse del compromiso implícito en aquel beso.
¿Qué estaba sucediendo? La Sirena asió el rostro del hombre y lo separó de sus labios. Estaba aturdida, pues le sonreía.
—¿Creías que me arrebatarías lo que tanto deseas con tu embrujo, Sirena? —inquirió, evidenciando una monstruosa soberbia.
—¿Quién eres?
—El único ser que puede hacerte frente. El único al que tus labios pueden tocar sin robarle la vida. Soy el único que puede sentir el placer de yacer con una Sirena sin que mi alma caiga desesperada en las aguas del río Aqueronte. No estoy aquí para que me acompañes al Otro Lado. No soy digno de él ni anhelo serlo. Mi alma, como la tuya, peca de egoísmo.
—Si no eres un hombre, ¿qué calamidad usurpa su piel?
Quiso apartar las manos de la criatura que vestía un disfraz humano, pero en un movimiento traicionero, el extraño las aferró a su rostro, impidiéndole huir. Sus ojos se batieron en duelo.
—Soy el Uroboros, y vengo a destruir tu Mundo>>.
Al concluir la página, contempló a los asistentes de la librería. Todos callaban, enfrascados en la lucha entre la Sirena y el Uroboros. Se detuvo unos instantes en el hombre de la tercera fila. Reía, al igual que ella en su interior. Aquella historia no eran más que palabras que disimulaban una abrumadora verdad. Una realidad que solos ellos conocían y compartían.
*
Ellery Queen admiraba a la preciosa pelirroja del escenario, incapaz de retirar la mirada del halo resplandeciente que desprendía. Habían pasado largos meses hasta ese momento en la librería Strand, y cada uno de ellos había conseguido enamorarse un poco más de ella. La vio elevar los ojos del libro y contactar con los suyos entre la multitud. Ella también rio al distinguir su sonrisa. Cómo no hacerlo.
Ambos estaban unidos a esa historia, al significado oculto entre versos. Solo ellos entendían lo que realmente representaba.
Asintió con un leve cabeceo, señal para que prosiguiera con la lectura, y la voz de Aurora volvió a inundar la habitación. Resopló, acomodándose en el respaldo de la silla, y dejó vagar su mente entre los recuerdos que la historia trasladaba al presente.
El principio del fin -como se estuvo martirizando cuatro meses atrás- tuvo comienzo a finales de marzo, cuando disfrutaban al fin de una intimidad alejada de la simplicidad de la amistad. En el proceso de redescubrirse como pareja, de aplacar la necesidad de sentirse cada noche, aquel acontecimiento los situó en el foco mismo del apocalipsis. De la muerte y de la separación, pero también de la confianza. Una prueba de lo que se amaban y del compromiso que estaban dispuestos a establecer.
Sirenas y Uroboros... Un conflicto entre figuras mitológicas que habían sufrido en sus carnes, justo en el epicentro de una guerra entre aquellos dos seres fantásticos.
Un leve escozor en la lumbar rememoró los pormenores del acontecimiento. Rebuscó desde la lejanía en el cuerpo de Aurora. Entrevió el inicio de una línea oscura y redondeada que asomaba por el costado izquierdo del vestido. Los dos estaban marcados por el mismo suceso.
Ladeó la cabeza ligeramente y entrecerró los ojos. Su cerebro había desplegado sin permiso una cinemática del pasado. La voz de Aurora terminó por teletransportarlo a los recuerdos de aquel apoteósico viaje.
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