Capítulo 41. Misterio resuelto
La sirena del barco anunciaba su salida del puerto a medio día. El tránsito a través del mar inclinó ligeramente la embarcación.
—Estoy hecha polvo —dijo Aurora sin levantar la cabeza de entre las almohadas.
—Cierra los ojos un rato. Enseguida estoy contigo.
—¿A dónde vas? Pensaba descansar a tu lado —propuso con un matiz persuasivo que sugería una actividad bien distinta.
—No pierdes el tiempo, pelirroja. —Arqueó una ceja con una sonrisa de medio lado igual de pícara—. ¿Sabes que tenemos dos padres que van a matarme a mí por no comunicarnos con ellos desde nuestra llegada a Nápoles?
—¡Henry! —gritó Aurora irguiéndose de un respingo.
—Y Richard. Y los dos van a asfixiarme por turnos. Iré yo primero —se despidió junto a la puerta—, nos vemos después. Deséame suerte.
Respiró varias veces con el teléfono en la mano. En Nueva York acababa de amanecer hacía unas horas. Richard estaría más que despierto, consideró, eso si es que había pegado ojo en aquellos días de indiferencia. Rebuscó entre sus pensamientos el discurso que había elaborado durante la noche en Sorrento, pero parecía que su cerebro no estaba dispuesto a regalarle una conversación sencilla.
—Richard Queen al habla.
—Hola, papá.
—¡La madre que te...! —lo escuchó bufar—. ¡Ellery!
—El mismo. —Escondió una risa que destelló en el portillo del barco.
—¡¿Se puede saber dónde os habíais metido?!
—Creo que os dijimos que viajábamos a Nápoles —respondió con el mismo tono informal que usaba cuando le vaciaba la pitillera y culpaba a Djuna.
—¡No me vengas con esas!
Se apartó el auricular del oído a causa del estridente griterío de su padre.
—¿¡Querías que nos diera un infarto!? ¡Henry está que echa chispas!
—Henry lleva así demasiado tiempo.
—¿Y te mofas de su estado?
—No, más bien me canso —zanjó con desgana—. ¿Qué ha dicho ahora que piensa hacerme?
—Puedes imaginarte la peor de las torturas, y será para ti —le puso al corriente.
—¿En especial?
—¿Conoces la técnica para trabajar la disfunción de la musculatura mandibular?
Ellery enarcó una ceja.
—Verdaderamente dolorosa, aunque lo que más me asombra es que tú sepas de su existencia.
—Henry me ilustró debidamente —le contestó desaborido—. En sus sesiones de rehabilitación la ha tenido que sufrir alguna que otra vez para aliviar la tensión muscular que aún arrastra de su paraplejia. Una experiencia desagradable.
—Y piensa realizármela personalmente —aclaró Ellery las intenciones de su suegro.
—Con agujas, si es conveniente.
—¡Guau! —estalló en una carcajada—, su malicia contra mí escala niveles astronómicos.
—La mía tampoco se queda muy lejos. ¿Por qué no habéis llamado para que nos cercioráramos de que estabais bien?
—Porque teníamos cosas más importantes que hacer que hablar con nuestros viejos y entrometidos padres. ¿Acaso tú llamabas a los tuyos cuando te fugabas por ahí con mamá?
—No la metas en esto —le reconvino algo apocado—. Henry se ha enterado del atentado en Nápoles, ¿es que queréis matarnos del susto?
Como había supuesto, el juez había hecho uso de sus contactos para seguirles la pista.
—No estábamos en Nápoles cuando sucedió —mintió—. Visitábamos las islas vecinas.
—Y ni tiempo para una llamadita...
—Déjalo ya, esa sobreprotección que Henry te está pegando no va contigo. Han pasado semanas sin que me vieras el pelo y me has saludado con un gesto de la mano al verme entrar por la puerta sin retirar la cara del periódico. ¿Y ahora quieres que te llame a cada paso que doy? —cuestionó su falta de tacto paternal ensombrecido por la huella insidiosa del juez—. Viejo, pides demasiado.
—No me preocuparía si no supiera que llevas a tu lado la vida de otra persona.
—La de otra persona igual de capaz de cuidarse a sí misma.
—No te lo niego. Sé que muchas veces es ella la que cuida de ti. Pero Henry es demasiado...
—Miedoso.
—Y no se lo reprocho —objetó—. Normal, después de lo que tuvo que soportar.
—Pero eso forma parte del pasado, al igual que la Aurora a la que él intenta salvaguardar con esa malsana autoridad. Ella se lo ha dejado claro. Henry tiene que empezar a abrir los ojos.
—O qué, ¿se los abrirás tú?
—¡Yo no pienso tocarlo! Es posible que me pegue un bocado.
—En fin, muchacho, me alegro de que todo esté bien —relajó el tono Richard—. ¿Ya regresáis?
—En unos días nos tendréis por ahí.
—Cuidaos mientras.
Colgó con el barullo de voces del inspector y el sirviente Djuna al otro lado.
~
Se apropió de uno de los bancos adyacentes a la baranda del barco y recostó el torso encima de la mesa. Con la cara en contacto con la madera, se distrajo observando las aves que aleteaban en el cielo. El cansancio iba haciendo acto de presencia y mantener los ojos abiertos le estaba resultando un trabajo pesado.
A su lado, el banco de madera se hundió bajo el peso de una segunda persona. Una mano le acarició el cuello, obligándolo a volver la cabeza; el rostro hermosamente soñoliento de Aurora le sonreía. No hicieron amago de moverse por un instante, permanecieron acostados sobre la superficie ignorando a los pasajeros que los franqueaban y de los que recibían alguna que otra mirada interrogante.
—¿Qué tal la conversación con tu padre? —le preguntó.
—No puede ni pronunciar tu nombre.
De Ellery brotó en una aguda risotada.
—Me ha sometido a un interrogatorio acerca del atentado en Nápoles. Me he sentido fatal por mentirle, pero qué iba a hacer. Si se entera, es capaz de arrestarme en mi propio piso.
—Aurora Toldman cuenta con el suculento don de la influencia. No durarías dos segundos encerrada; tu padre es el primero que cae rendido ante tus manipulaciones.
—Da gracias por ello —admitió—. Es por lo que sigues con vida.
—No me quejo de tu habilidad para la manipulación —se arrimó hasta rozar la punta de la nariz de Aurora—, es algo que apasiono ver en todas sus facetas.
La besó en la nariz. Al percibir que Aurora se arrimaba un poco más, las ganas de besarla lo persuadieron para acaparar sus labios.
—¿Tienes hambre? —le susurró Ellery.
—Otro tipo de hambre.
—Interesante... —valoró con un aire salaz—. ¿Y puedo hacer algo por ayudarte a saciarlo?
—Puedes hacer muchas cosas.
Aurora paseó hacia la puerta de bajada a los camarotes. Miró a Ellery con la mitad del cuerpo oculto por el armazón del barco.
—¿Vienes?
~
A diferencia de la expectativa compartida de una tarde de pasión en el camarote, nada más tumbarse en la cama cayeron dormidos. Entrelazados bajo las sábanas, la tarde discurrió con tranquilidad sin que los ruidos del barco o de los pasajeros tuvieran la facultad de despertarlos.
Ellery abrió los ojos cuando la habitación honraba la entrada a las sombras del anochecer. Se quedó mirando plácidamente la figura aún durmiente que le daba la espalda, cuyas puntas del cabello le rozaban los labios en un leve cosquilleo. Las apartó con cuidado, apreciando en el acto el tatuaje que la camiseta que Aurora había elegido como pijama no tapaba. La sirena resplandecía en su dorsal. Dibujó con la yema del dedo la forma que acogía su piel, como si necesitara verificar que realmente estaba ahí y que no era un espejismo.
—Buenas noches —murmuró Aurora con los ojos casi cerrados—. La tarde no ha sido como habíamos planeado.
—No, ha sido mucho mejor.
—No puedo estar más de acuerdo. —Soltó una risa débil, adormecida—. Necesitaba descansar. Aunque ni en mis sueños me he librado de recordar lo que hemos vivido en Capri.
—¿Has soñado con Fausto? —curioseó con un matiz escamado.
Aurora se recostó en los almohadones y miró burlona el rostro afilado del escritor.
—¿Eso te molestaría?
—Recuerda que es ella la que se parece a ti —precisó—. Puedo confundiros entre dulces sueños.
—Pues tendrías un segundo cuarteto que disfrutar.
Ellery rompió a reír y se retrepó en el cabecero con las manos tras la nuca.
—Oh, sí. Esa fue, sin lugar a dudas, una noche extraña.
Después de un suspiro remolón de Aurora, esta descansaba apoyada en su hombro.
—Toda esta historia me ha creado una terrible sensación de pérdida —dijo en voz queda—. Hemos tenido una suerte que todavía me cuesta creer, pero ellos... Dacio ha perdido al hombre al que amaba; Fausto y Beatrice han perdido la vida... Las muertes de esa familia... Siento como si una parte de mí se hubiera ido con ellos.
—Te comprendo. Al fin y al cabo, nos hemos visto involucrados de lleno. No como protagonistas, pero sí como figurantes. Que nos afecte es natural.
—¿Tú también sientes esa especie de vacío?
—He sido el paño de lágrimas de Dacio —respondió con visible pesadumbre—. Y pude comprender su dolor, al igual que tú lo hiciste con Fausto. Claro que siento que algo en mí se ha roto, así de maldito es el ser humano.
—Habló el rey de la empatía —se burló de él—. He sido testigo de cómo destapabas sus intimidades sin que se te cayera una sola lágrima por ellos.
—Qué le voy a hacer, porto la genética desaprensiva de un inspector de policía. Y lo peor —ladeó una mueca—: se me da muy bien exteriorizarla.
—Era una broma, El. —Le dio un manotazo—. Solo me metía contigo. Reconozco que, cuando quieres sonsacarle información a quien sea, a veces eres más atrevido de lo necesario. Pero también conozco tu parte sensible, y es tan o más brillante que la otra.
—Y por eso te quiero. —En un arrebato, atrapó a Aurora y la aprisionó entre sus piernas. Le impidió cualquier movimiento sujetando sus manos al cabecero mientras ella reía—. Porque eres la única que conoce cada rasgo bueno y malo de mí.
El sonido del estómago de Aurora cortó el inicio de lo que habían postergado.
—¿Quieres saciar el apetito antes de un bocado diferente?
—No me lo digas dos veces.
~
Asombrada y con cierto aire jocoso, Aurora observaba al escritor rebañando el segundo plato de un postre de chocolate que recordaba haberle visto negar el primer día de crucero.
—¿Y esa hambre voraz?
Ellery levantó los ojos del plato.
—Efectos de una abstinencia mantenida durante más días de los que he podido aguantar.
—Ya veo... —Aurora vio cómo desaparecía el último trozo de pastel en la boca del escritor—. Te has comido dos pastelitos de chocolate sin apenas respirar. Y presiento que vas a por el tercero.
—No te voy a mentir: me comería dos más. Pero no, me niego a pasar la abstinencia con cinco kilos encima. Algo habrá que pueda hacer para soportar el hambre.
—Sí, siempre hay algo. —Le rozó la pierna bajo la mesa en una directa invitación.
Rieron comedidos cuando el camarero asomó junto a la mesa y retiró los platos.
—¿Crees que esto podría haber salido de otra forma? —sugirió Aurora al aire, más para sí que por obtener una respuesta—. A ratos pienso que, si se hubieran esforzado un poco más en solucionarlo, por doloroso que fuese, todo podría haber sido muy distinto.
—Pero Beatrice decidió no reconstruir el dolor de la pérdida de su hijo.
—Ni siquiera estoy segura de que tuviera esa opción —dudó.
—La vida son decisiones —opinó Ellery, desplazando la vista hacia el anochecer—. ¿Por qué nos hemos sentado en esta mesa y no en otra? Una decisión, por banal que sea. Decidimos constantemente. Qué comer o beber, qué ropa ponernos, a dónde viajar, en qué libro sumergirnos, con quién acostarnos... Elecciones y más elecciones. En mi opinión —volvió a centrar la mirada en Aurora—, Beatrice eligió la venganza como respuesta al duelo en lugar del apoyo de su marido. Y las decisiones, a diferencia de lo que pensamos, son el principio y no el fin de la batalla. Las consecuencias de nuestra decisión asaltan justo antes de conquistar al enemigo y nos encaran contra una milicia de secuelas que ni siquiera habíamos considerado.
—Sé que Beatrice no quería esto, muy en mi interior lo pienso así.
—De todas formas, Fausto lo tuvo claro desde el principio. Por muy negro que lo viera todo, siempre elegiría a su esposa. Y ella a él. La decisión estaba tomada. —Distrajo la atención en las nubes que escondían intermitentemente la luna. Sus músculos, en un acto generalizado, se tensaron con el recuerdo de la explosión. Pasó un tiempo antes de que volviera a hablar, reactivado por la ventolina costera—. Este final era inevitable. Trágico pero obligatorio.
En las sombras del barco que los farolillos exteriores trazaban en los comensales, sus ojos le engañaron por segunda vez. La beldad sentada frente a él se transformó fugazmente en la italiana Beatrice, y comprendió que, al igual que Aurora con Fausto, él tampoco olvidaría a aquella pareja.
En la proa, un grupo de bailarines espontáneos se movía al ritmo de las baladas de una orquesta. Delineando una sonrisa, Ellery se levantó.
—¿Te apetece bailar?
Irguió a Aurora de un ligero tirón de la mano y se unieron al círculo de parejas. El deseo de esconderse entre las paredes del camarote y terminar lo que el sueño había aplazado se avivó al tocarla. Pero quiso disfrutar de aquel instante, acunados por la música, sintiendo que en ese trocito de mar estaban solos. La besó en el cuello, pero, sabiéndole a poco, succionó un poco de piel. La oyó reír. Ascendiendo entre suaves caricias, le mordió el lóbulo de la oreja.
—¿Sabes una cosa? —le susurró al oído mientras bailaban—. Lo que te voy a decir te va a sonar tan extraño como a mí me pareció. —Calló un instante, buscando cómo explicar una sensación que le resultaba insólita—. Cuando te vi con Alonzo, una parte de mí adoró esa imagen. Me sentí confundido porque, por un momento, añoré algo que nunca he deseado. ¿Te suena tan estúpido como a mí?
La respuesta le llegó tras una pausa en la que hizo girar a Aurora:
—Claro que no me parece una tontería —respondió—. Yo también sentí esa sensación al tenerlo en brazos. Toda una vida que ni siquiera me había planteado se armó en mi mente como un futuro posible, y me desconcertó el no encontrar nada negativo para rebatirla. Disipé esa idea cuando estábamos a punto de marcharnos, pero al despedirnos de ellos y ver cómo sonreías a Alonzo y lo besabas, cómo sacabas sin darte cuenta tu sensibilidad con aquel bebé, me sorprendí con esa misma idea en la cabeza.
—Qué idea.
—La de que serías un buen padre.
Ellery soltó una silenciosa carcajada.
—Creo que ese niño nos ha pillado en un momento muy delicado de nuestras vidas.
—¿No te has cuestionado si en realidad te gustaría ocupar ese papel algún día?
Movió los labios de un lado a otro con la mirada de Aurora quieta en él.
—Aunque suene apetecible, la realidad siempre plantea una visión más objetiva y cruel que la imaginación, y no creo que tener un hijo casara con mi forma de ser. Por mal que suene, siento que mi vida ya no sería enteramente mía.
—Y no lo sería.
—Pues seré egoísta, pero no es lo que quiero para mí. Si eso te supone algún inconveniente, recuerda que tenemos un acuerdo pendiente.
—Recuerda tú lo que hablamos al inicio del crucero, Queen —resaltó—. Solo ha sido un desliz mental, nada más. Como bien has dicho, cuando vuelvo a la realidad y lo pienso en frío, esa idea deja de tener sentido.
—Entonces, un punto menos que discutir —tachó de la lista imaginaria de disputa.
—De todas formas...
—¿Sí?
—Si alguna vez cambiaras de opinión, me lo dirías, ¿verdad?
—Serías la primera y única en saberlo.
—Y... Mmm... Si por casualidad ocurriera lo que no deseamos —Aurora frunció los labios, luego los entreabrió y sonrió algo nerviosa—, ¿qué harías?
Ellery contempló con amor a la mujer que le procuraba un futuro al que ambos se resistían.
Sin poder evitarlo, la besó.
—Estoy con la mujer que amo —dijo al tiempo que la estrechaba entre sus brazos y sentía el cuerpo de ella, cálido y confortable, unido al suyo—. Lo que me pase con ella siempre será bienvenido.
Bailaron en silencio, sintiendo que en las tranquilas aguas que los alejaban del caos tocaban el cielo con las manos. El son melodioso del bolero que interpretaba la orquesta los indujo a cerrar los ojos.
♪♪ Dos gardenias para ti
Con ellas quiero decir
Te quiero, te adoro, mi vida
Ponles toda tu atención
Porque son tu corazón y el mío ♪♪
—Por cierto —murmuró Ellery—, feliz cumpleaños atrasado.
Aurora se retiró un palmo.
—Lo has descubierto.
—Lo he descubierto —asintió con énfasis—. No ha sido muy difícil. He estado un poco ocupado estos días y se me olvidó comentártelo —bromeó.
—¡No me digas!
—Estás jugando con uno de los detectives más aclamados de Nueva York, ¿qué esperabas? No iba a tardar mucho en averiguarlo.
—¿Henry ha tenido algo que ver? No me comentó que hablara contigo.
—¿Henry? ¿Piensas que soy un suicida? —Desbarató un mohín—. No, ni loco.
—¿Entonces?
—He forzado mi memoria.
—Tu memoria...
—Sí. —Movió la cabeza complementando su afirmación—. Y me he acordado de episodios específicos de cuando éramos pequeños. Para ser más concreto, momentos en los que enfermabas y Henry te llevaba desbocado al hospital, aunque tuvieras un simple catarro.
—Qué perspicaz.
—A raíz de ese recuerdo, me he remontado años atrás y me he topado con la misma escena en diferentes ocasiones. Incluso recuerdo algún que otro pastel de cumpleaños fuera de fecha al que no le di importancia porque estaba muy rico.
—Y tu conclusión es que... —lo invitó a proseguir.
—Que la inteligente, audaz e intrépida Aurora Toldman enfermó al poco de nacer y estuvo ingresada en un hospital. ¿Voy por buen camino?
—Caliente, caliente.
—Para que Henry se acuerde de la fecha en la que te dieron el alta y felicitarte cada año como un reloj, tuviste que contraer algo grave. Deduzco que fue una gripe lo que te contagiaron, que en un bebé de apenas un mes de vida puede ser letal, lo que desembocó en un traslado urgente al hospital por unos padres aterrados.
—Te quemaste.
Aurora empujó el hombro de Ellery con el dedo y luego volvió rodearle la espalda.
—Tus padres nunca podrían olvidar el momento en que te sacaron sana y salva del hospital —continuó con su deducción—. Su hija, a punto de morir tan solo unos días después de hacerles las personas más felices de la tierra, había renacido. Eso es digno de celebrar. Así que felicidades por tu retorno. —Terminó depositando un beso en la frente de Aurora.
—Me debes muchas felicitaciones de cumpleaños, Queen.
—Tengo una vida entera para ello.
—Buena respuesta. —Rozó las comisuras de Ellery, que entornó los labios, pero no consintió que la besara—. Y dime, ¿qué piensas regalarme para compensar los veintiocho años ignorando que sigo viva?
—Hay demasiada gente aquí como para darte lo que tengo en mente, pero... —Desvió la mirada hacia la puerta de entrada a los camarotes—. Tenemos una preciosa habitación con algo más de intimidad. Solo tú, yo y todos los regalos que pueda entregarte. ¿Qué me dices?
Aurora sonrió.
—¿A qué estamos esperando?
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Créditos imagen: Fabian Pérez
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