Capítulo 40. La última petición de Fausto
El olor a café recién hecho flotaba en la atmósfera. Ellery entornó los ojos ligeramente. Llevaba despierto un rato, percatado de que era el único ocupante del sofá. No muy convencido aún, con la tentación de quedarse contemplando la apacible costa de Sorrento como si aquella paradisíaca estampa pudiera absorber y desintegrar los últimos acontecimientos, dejó la comodidad del sofá y se puso en pie.
Entre la necesidad de un cigarro en los labios y los golpes y magulladuras en pleno hervor, se sentía hecho un despojo. Aguantó las quejas apretando los dientes y dirigió la vista a la pared vacía de la chimenea. Sin saber por qué, dio la vuelta al escritorio y recogió el cuadro rasgado de Beatrice. El trozo de tela colgante seccionaba a la italiana justo a ras de la cabeza. Carcajeó débilmente ante lo irónico de aquel hecho. Lo situó sobre la mesa, terminó de limpiar los trozos de cristal del suelo y persiguió el rastro de cafeína fuera del despacho.
Los cinco supervivientes se encontraban alrededor de la mesa con tazas de café. Ninguno hablaba. Alguna que otra señal de contracción facial indicaba el aguante de un resoplido o lamento al recordar las vidas perdidas de la familia. Lia permanecía acostada en el sofá junto a la cuna del pequeño Alonzo, ambos dormidos. Ellery se sentó junto a Aurora y la besó fugazmente en los labios.
—Han sido muy madrugadores.
—Dirá que es el único que ha conseguido dormir un poco —reformuló Dacio.
—No he sido entonces muy buena compañía —se lamentó Ellery torciendo los labios—. Discúlpeme.
—Después de un golpe en la cabeza y de ser alcanzado por la onda expansiva de un artefacto, no debería quejarse. ¿Cómo se encuentra?
—Creo que como el resto.
Con el vaso cerca de los labios, aspiró el aroma tostado.
—Bien jodido, entonces —aclaró Guido.
Ellery elevó las cejas como toda respuesta y bebió.
—Nuestro viaje se acaba aquí —expresó minutos después, rompiendo el desaborido silencio.
—Lo hemos estado hablando. —Dacio se giró hacia la pareja—. En poco menos de dos horas volveremos a Nápoles. He contactado con el compañero del ferry y ha aceptado un trayecto a Sorrento fuera de la línea habitual. Nos esperará en el embarcadero.
—¿Y los demás?
—Nosotros nos quedamos aquí —Lenna ojeó un segundo a su compañera—. Nos acercaremos al hospital cuando elaboremos una explicación convincente del estado de Guido y Lia.
—¿Y Alonzo?
No tenía ni la menor idea de por qué el pequeño engendraba en él aquel inusual sentimiento de protección.
—Este será su hogar.
Las dos mujeres echaron un vistazo al pequeño durmiente. La consternación que sentían recreaba las siluetas de Francesca y Marcello rodeando a su bebé, una imagen tierna y añorante que jamás volverían a presenciar.
—Es mejor así —medió Dacio a la mirada reprensiva del escritor—. De momento. Hemos elaborado una coartada verosímil para la estancia de Alonzo en esta casa. Cuando la policía encuentre los cuerpos de sus padres en la villa de Capri, si es que han quedado pruebas que constaten sus identidades, se preguntarán por el paradero del pequeño. Lenna tiene el encargo de explicarles que lo dejaron a su cuidado mientras se reunían con unos amigos, y que llevaba días sin saber de ellos. A partir de ahí, cuando me otorguen su tutela, lo llevaré conmigo a Nápoles. ¿Le parece correcto?
Ellery bebió antes de responder:
—Es un niño con suerte. Cuenta con una gran familia.
~
La despedida se produjo a medio día. Aurora les pidió que comunicaran a Lia su marcha y una disculpa que aseguró que la italiana entendería. Ellery fue más escueto; estrechó la mano de cada uno con una sucinta y oblicua sonrisa. Pero cuando la pareja se enfrentó al niño que Lenna portaba en brazos, ambos frenaron la rapidez de la partida. El niño reía con las manos extendidas hacia Aurora.
—Adiós, pequeñín —le acarició la mejilla, aupándolo—, estarás bien.
Con una sonrisa y tras un beso en la frente, se volvió hacia Ellery.
Lenna comprimió el puño contra el pecho en un arranque de dolor. Dacio, siguiendo el curso de los ojos de su amiga, experimentó la misma sensación; Aurora con Alonzo en brazos era una calcomanía de Beatrice con el pequeño Angelo. Los ojos anegados de Lenna prohibieron a sus labios hablar más de la cuenta, pero en su interior sentía que algo se quebraba. Beatrice se reunía al fin con su ángel fallecido y, sin embargo, parecía que estuviera allí delante, con la exquisitez y la elegancia que desprendía su actitud, mientras hacía carantoñas a su hijo.
—Alonzo —pronunció Ellery azorado. Tantos ojos fijos en su despedida con el niño le incomodaban, pero la ternura con que Aurora lo miraba tiraba por los suelos aquel juicio infundado. De pronto, ella lo dispuso en sus brazos; ahora Alonzo reía con él. Se aclaró la garganta, ligeramente afectada por una confusa emoción—. Cuida de esta familia —le susurró, próximo a su rostro—, te van a necesitar tanto como tú a ellos.
La pequeña mano del niño le agarró el pómulo y se sintió extrañamente reconfortado.
—Espero que comprendas lo que tus padres hicieron por ti.
Lo besó en el moflete, haciéndole cosquillas con los indicios de barba, y se lo cedió de vuelta a Lenna.
—Disfruten durante el viaje de las vistas de este precioso país que os hemos robado —les deseó Guido.
—Creo que hemos tenido suficiente Italia para un tiempo —refutó esa posibilidad.
Cogió de la mano a Aurora y dieron la espalda a la familia que ahora también los incluía.
El ferry partió en el instante en que pusieron un pie dentro. Dacio desapareció junto al Sirena dueño de la embarcación, que con aire bondadoso e impaciente lo llevó a su compartimento en cubierta. Ellery y Aurora se acomodaron en la zona más distante de la proa y observaron la costa de Sorrento convertirse en una mancha en el horizonte. Era tal la necesidad de finalizar aquel escabroso viaje, que disuadían cualquier muestra de somnolencia con un largo bostezo y un masaje en los ojos.
La llegada al Puerto de Nápoles fue como una bomba lenitiva. Suponía el comienzo del retorno a las vidas que habían olvidado al otro lado del charco, y la tranquilidad fue usurpando puestos a la angustia, esparciendo los efectos de lo acontecido en forma de agotamiento. Dacio se empeñó en acompañarlos al hotel para certificar que todo estuviera en condiciones. En el momento en que abrieron la puerta, Aurora no tardó en comenzar a guardar sus pertenencias. Ellery se quedó en el marco de la entrada observándola deambular de allá para acá como si su cuerpo no sintiera ni padeciera.
—Espero que tengan un buen viaje de regreso —dijo Dacio, plantado frente al escritor en la puerta—. ¿Vinieron en avión?
—Crucero —subsanó—. Y pasado mañana arriba aquí de regreso a España.
—Entonces, no les entretengo más, estarán exhaustos. —Tendió un apretón de manos con una sonrisa sincera—. Ha sido un amigo, Ellery. Se lo agradezco en el alma.
—No he hecho nada especial.
—Eso es solo su impresión. Para mí... —Apuró un suspiro—. Para mí ha hecho más de lo que merecía recibir.
—Me alegro de que lo vea así. —Sonrió—. ¿Qué hará ahora?
Dacio agachó la cabeza.
—Soy médico —expresó su intención de regresar al hospital.
—¿No cree que es demasiado pronto?
—No hay mejor cura para una mente y un corazón dañados que la distracción. El trabajo me impedirá estar centrado en... en lo que he perdido.
Ellery abarcó los hombros de Dacio con un ademán cariñoso.
—No intente curar una herida tan profunda con una mera tirita. No caiga en esa trampa.
—Me servirá de muleta hasta que sepa lo que hacer con ello.
—Si necesita a alguien con quien hablar, ya sabe cómo encontrarme.
Dacio rio por lo bajo.
—¿Y molestarle con mis problemas con tal diferencia horaria?
—Mis horas de sueño pueden contarse con los dedos de una mano. —Se encogió de hombros, restándole importancia al hecho de ser un insomne con demasiadas cosas en las que pensar—. Recibiré su llamada encantado.
—No me lo diga dos veces, puede que lo sorprenda desagradablemente pronto.
—Es usted duro de roer.
Ambos compartieron una risa amiga.
—Ha sido un placer conocerlos. Lástima que no sea mutuo —bromeó.
Aurora se unió a la despedida abrazando con afecto a Dacio.
—Sea fuerte —le dijo, emocionada—. Estaremos para lo que necesite.
—Gracias. —La agarró del brazo en un gesto contenido, afectado por la fugaz visión de Beatrice frente a sus ojos, y la dejó marchar.
—Dacio —el médico rotó hacia Ellery—, ¿puedo pedirle un favor?
~
—¿Qué hacemos aquí?
A la tercera vuelta de llave, un ligero clic los introdujo en una sombreada estancia. Difusos retazos de memoria invocaron en Aurora los recuerdos de tres días atrás. Se había resguardado en aquella casa con la mente embotada. Ahora le parecía distinta, inundada por los fantasmas de lo que en antaño había sido una familia feliz. La desazón tembló en su garganta. La mano de Ellery aferrando la suya la condujo escaleras arriba.
El despacho estaba tal y como lo recordaba. Observó el sofá donde Fausto la acomodó para curarle la herida del costado y revivió aquella escena, la soledad que ambos habían compartido.
Un ruido le hizo perder de vista a las dos figuras del sofá. Ellery rebuscaba entre las estanterías con movimientos veloces y precisos. En una de las secciones, anduvo de libro en libro guiado por el dedo que fijaba bajo los títulos. Al dar con aquello que los había llevado a las entrañas de la casa de Fausto, los golpeó suavemente con la yema y sacó dos grandes tomos cuyas cubiertas desgastadas y envejecidas les confería una lejana datación.
—Esto es tuyo.
Ellery le tendió los libros.
—¿Mi... mío?
—Fausto quería que los tuvieras. Es todo lo que necesitas para tu novela.
—¿Lo dices en serio? —Boquiabierta, cogió los tratados y hojeó el primero de ellos, pasando de una página a otra—. ¿Por qué?
—Antes de morir me pidió que te los entregara. —Se apoyó en la pared de piedra y cruzó los brazos—. Entre el altercado con los Uroboros y el deseo de Beatrice de hacer explotar la villa, supo que habrías perdido las notas que tomaste sobre las islas y los apuntes de la Biblioteca Nacional. Quería recompensarte por lo que hiciste por él, y a quién mejor que a ti para entregar todo el conocimiento que poseía sobre las sirenas.
Aurora acarició el dibujo de la figura mitológica que contenía una de las páginas.
—Con esos tomos más lo que tienes grabado aquí —le dio unos golpecitos en la sien—, puedes recomponer tu obra.
—¿Suena muy mal si te digo que le echo de menos? —preguntó, sonriendo, al tiempo que en sus ojos brillaba la nostalgia.
—Claro que no. —Ellery la empujó contra él y la abrazó—. Claro que no.
Aquellos sentimientos no entrañaban nada nuevo para él. Conocía lo suficiente a Aurora como para darse cuenta del afecto que concebía hacia la figura de Fausto. La intimidad que habían compartido le era del todo desconocida, y, aunque le molestara, no se oponía a ello. No era quién para demandar una explicación a la mujer que le regalaba una sonrisa.
A pesar del encono contra el líder de las Sirenas, una parte de sí mismo lo absolvía de toda culpa. Puesto en su lugar, veía muy probable que toparse con la réplica de la mujer a la que amaba fuera un aliciente tan fuerte que todo lo demás dejara de ser trascendente. No era nadie para negarle aquella necesidad a un hombre hundido por el remordimiento, aunque aquello desplegara un conflicto entre ambos.
El brazo de Aurora le rodeó la cintura y caminaron al mismo son por la plaza. La miró de reojo y sonrió inconscientemente.
«Eres un idiota enamorado», se recriminó para sí.
No existía ningún conflicto, reconoció, ni siquiera un duelo que resolver, porque no había nada por lo que luchar. Aurora lo había elegido a él, y que otro hombre se interpusiera no iba a cambiar lo que sentían. Los celos levantaban una barrera insonorizada contra todo razonamiento. La atención se canalizaba en la pelea contra el pretendiente anulado, y el tercero en discordia se convertía en el premio a ganar por el jugador más astuto. Sin embargo, ese tercero era el único con el poder de hacer trizas un triángulo amoroso que, en realidad, ni siquiera existía.
—¿En qué piensas? —lo interrogó Aurora a mitad de plaza.
—Nada importante.
—Cuando dices eso es que, efectivamente, lo es.
—Para mí puede.
—Bueno —pegó a Ellery a su cintura—, mejor no me lo cuentes.
—¿Acaso pensabas que iba a hacerlo?
—¿No te gustaba desenredar misterios?
—Me apasiona, siempre y cuando sean los de otro. Especialmente los tuyos. En cuanto a los míos, debe ser alguien que muera por descubrirlos quien se sumerja en la búsqueda.
—Dame tiempo, Queenie, dame tiempo y te alcanzaré.
—¿No decías que la falta de secretos arruinaba la magia de una relación? —rememoró su discurso en el crucero—. ¿A qué viene ese cambio de mentalidad?
—No creo que sea necesario conocer todo del otro, pero supongo que hay cosas que es mejor aclarar. Hablarlas. Por si las moscas...
—Por si las moscas... —repitió la expresión—. ¿Temes que nos convirtamos en los próximos Beatrice y Fausto?
—Sé que eso sería imposible, hemos convivido demasiado tiempo juntos como para ocultarnos cosas que sabemos que necesitan ser discutidas. Pero siempre viene bien una revisión, ¿no crees? Poner sobre la mesa qué carga lleva consigo cada uno y qué quiere aportar. Ver si buscamos lo mismo.
—Un contrato donde establezcamos los términos de la relación —interpretó Ellery.
—Algo así. —Rio—. Prefiero llamarlo acuerdo. Sí, un acuerdo entre tú y yo donde clarifiquemos aquello que creamos necesario que el otro tenga en cuenta —dijo con un tono más liviano—. Y lo que nos parezca desmedido o incongruente...
—Habrá que aceptarlo —finalizó la frase por Aurora—. No podemos tratar de cambiar al otro ante cualquier cosa que se desvíe de nuestro criterio. Aquello que no nos guste, tendremos que averiguar el modo de encajarlo.
—Trato hecho.
Aurora se detuvo y extendió la mano. Ellery la encerró entre la suya y la estrechó con ternura.
—Trato hecho.
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