Capítulo 37. La Sirena que conquistó al Uroboros
Intuía una silueta presionando su pecho. Con los ojos muy abiertos y la mirada extraviada, balbuceaba una negativa constante. Identificó la voz de Dacio. Pero el dolor había dejado de ser un estorbo. El puñal ya no era un impedimento, apenas sentía la presión invadiendo su abdomen.
El lamento de Beatrice fue seguido de un disparo y el desplome de un cuerpo. Entre las rejas de la baranda, Ellery y Aurora se percataron del cadáver al que apuntaba. Su mirada se trasladó hacia la escalinata. Las lágrimas resplandecían en la palidez de su rostro.
—¡Fausto! —gritó antes de derrumbarse.
El detonador quedó colgando de sus dedos, a ras del suelo.
—¡Tengo que sacarte de aquí! —Dacio, en pleno estado de consternación, trató de levantar a Fausto por los hombros—. ¡Aguanta! ¡Aguanta!
—...No, Dacio... No. Aquí... aquí se separan nuestros caminos.
—¡No te voy a dejar con ella!
—Esto se ha terminado —le dijo con la calma de aquel que asume su final—. Tengo que... volver con mi mujer... Es lo que de... debería haber hecho hace mucho tiempo.
—Pero morirás...
—Yo ya... estoy muerto. —Devolvió una sonrisa al rostro atemorizado de Dacio—. Y necesito... a mi esposa a mi lado.... Necesito volver a abrazarla...
—No te dejaré... —Lo inmovilizó contra el suelo, como si de aquella manera pudiera persuadirle—. No me voy de aquí sin ti...
—Dacio, amigo mío... soy vuestra vía de escape. —Fausto aferró su mano—. Aprovechad... aprovechad el poco tiempo que pueda daros.
—¡No, no...!
—Esto es una despedida... —masculló—. Quiero... que sepas que has sido... una de las personas... más importantes de mi vida. Sin ti, yo no sería el mismo.
Varado en un espacio donde solo oída ruido, la voz de Fausto le resultaba remota, casi imperceptible.
—Aún me pregunto por qué me elegiste a mí... —se le escapó en un susurro.
—Porque las vidas faltas... faltas de un sentido... ellas merecen... poder volver a brillar...
Dacio se encorvó sobre sí.
—¿De verdad piensas que mi alma es tan pura?
—Lo veo en tus ojos, amigo, en tu... en tu actitud y el valor con... con que te involucras en ayudar a quienes te piden ayuda. Estés cansado, o harto, sacas fuerzas para ofrecer tu... sabiduría a quien la necesite... Eso, amigo mío, es propio de aquel con la capacidad de... profundizar más allá de la superficie... De quien desea aliviar... el pesar del otro...
—Pero yo me convertí en un hombre vulgar. Me dejé derrotar.
Invocaba los episodios de su adicción que tanto deseaba olvidar, el alcohol que había empañado su última noche en Nápoles.
—Todos tenemos derecho a retroceder... pero también la responsabilidad de... ponernos en pie. Y tú solo necesitabas... una mano amiga.
—Tu mano.
La sonrisa de Fausto se hizo más amplia.
—Y ha sido un placer dártela... Nunca me he arrepentido de mi decisión.
Las lágrimas del médico se unieron a la sangre que oscurecía sus facciones.
—Yo te metí en esta lucha y yo voy... a finalizarla.
—¡Pero yo quise estar a tu lado! Todo esto, el Círculo, lo construimos juntos.
—Eres mi compañero más leal —le confesó, brillando en sus ojos el amor incondicional que sentía por él—. Estoy seguro de que te seguirán cuando... todo esto acabe. Llévalos por el buen camino, Dacio, como siempre hemos hecho.
—No, no, no, no —repitió frenético—. Los dos, Fausto, los dos juntos. No...
—Es tarde, amigo mío. No... no puedo esperar más. Tengo que volver junto a mi esposa. Solo yo puedo parar esto. Mi muerte estaba escrita desde hace bastante tiempo... y ha llegado ese día. No llores... —susurró—, nos volveremos a ver... Te prometo que no me olvidaré... de ti. Allí donde se alojen nuestras almas, reconoceré... tu esencia...
—Fausto, yo... —La verdad retumbaba en su cabeza, aquella que tanto se había empeñado en ocultar. Lo que realmente sentía por él, lo que guardaba para sí desde hacía más de diez años. En aquel punto final a la relación que habían mantenido, no pudo callarlo por más tiempo—: Fausto, te... te quie... —gimió, asustado y avergonzado—: Te quiero.
El italiano entornó los ojos de la emoción.
—Yo también, amigo... yo también te quiero.
—No... no es lo mismo.
Desnudar sus sentimientos frente a desconocidos abría en Dacio una despiadada sensación de vulnerabilidad. Siempre había luchado contra ella. Había temido ser visto como un monstruo degenerado, una marca que arruinaría su vida y su carrera profesional. Ahora... ahora todo eso carecía de valor. Quería a Fausto, un amor tan puro y digno como el de hombres y mujeres, y era su amor. ¿Por qué la necia sociedad en la que vivían tenía derecho a juzgarlo por enamorarse de otro hombre?
—Eres la única persona a la que he entregado todo. Mi propia vida. Mi amor por ti no te ve como un amigo. Yo...
—Lo sé... —Le dedicó una risa débil—. Siempre lo he sabido, y siento... siento si no he podido corresponderte... Pero, aunque no sea de la manera... que tú anhelas, quiero... quiero que sepas que yo... yo también te quiero, y te he querido.
—Tenerte a mi lado era suficiente. Me bastaba con eso.
Las comisuras de Dacio vibraron al sentir la mano de Fausto arropando su rostro. Las lágrimas bordearon las hendiduras de su barbilla.
—Eso nunca es... suficiente. Pero tu corazón es más fuerte que el mío. Amigo —se ayudó de él para erguirse—, debo... despedirme ya. Nos veremos... más adelante, cuando sea tu hora.
—No pue... no puedo...
—Cuídate... —le pidió estrechándolo contra él. Dacio terminó por hundirse en su pecho—. Y cuídalos. No tengas miedo... —lo tranquilizó—. Yo... no lo tengo.
Con delicadeza, depositó un beso en los labios del hombre con el que había construido una familia. Dacio apreció un cosquilleo suave, cálido, en la boca del estómago. Había guardado aquella efímera esperanza en lo más profundo de su ser, entre fantasías y engaños propios. Sintió que su corazón se partía.
—Donde quiera que vayas, espérame. —Fausto se puso en pie, dispuesto a utilizar sus últimos minutos de vida para salvarles—. Ellery, cumpla... ese favor que le he pedido.
El escritor cabeceó como promesa.
—Gracias. —Se giró hacia Aurora—. Cuídate... Eres una... una Sirena... —Sonrió—. Eres parte... de la familia.
Aurora se mantuvo aorillada junto a la pared, luchando consigo misma por correr y abrazarlo una vez más.
—Por favor, salvad a los que podáis.
Dándoles la espalda, Fausto desfiló agarrado al pasamanos hacia la mujer que lo contemplaba entre lágrimas.
—Sigues tan hermosa... como la primera vez que te vi. —Beatrice elevó la cabeza, suspendida sobre sus piernas—. Eres la viva imagen de Angelo. Necesito... volver a estar con vosotros. —Fue descendiendo despacio, trastabillando con los bordes de los peldaños, aguantando el insoportable dolor de las heridas—. ¿Me permitirás... ese deseo?
La vida de Fausto tiznaba la blanca escalera a medida que bajaba. Aquella impresiva realidad chocaba con lo que para Beatrice habían significado aquellos años de distanciamiento, del hombre al que había culpado de todo su dolor.
—Es nuestro momento, Dacio. —Ellery lo incorporó sin preguntarle—. ¡Dacio! —Lo zarandeó—. ¡Haga esto por Fausto! —Los ojos del médico titilaron al escuchar el nombre del amor que había perdido—. Aquí arriba hay personas de su Círculo escondidas. ¡Sáquelos por alguna de las ventanas! ¡Rápido! Nosotros iremos abajo.
Tras un ligero aleteo del médico y de comprobar que se introducía en el pasillo, Ellery cogió de la mano a Aurora. Agazapados en el extremo contrario de la amplia escalinata, bajaron intentando pasar inadvertidos. Las dos Sirenas se hallaban a unos metros de la entrada. Para alivio de ambos, Guido se las había arreglado para arrastrarse hacia la pared sin que nadie se percatara. Se disponía a portar a Lia en brazos para sacarla de la villa.
—Corre con ellos —le ordenó Ellery, deteniéndola al final de la escalera—. Ayúdales a salir.
—¿Y tú?
—Iré al despacho...
—¿Y si es tarde? ¡No voy a dejar que vayas solo! —lo frenó en seco, asustada y al mismo tiempo enfadada—. No me pienso separar otra vez de ti.
—Tengo que hacer esto.
—¿Es lo que te pidió Fausto?
—Una de las cuestiones.
—¿¡Quieres decirme de una vez...?!
—¡No hay tiempo! —la interrumpió. Consciente del nerviosismo que acogía su respiración, enlazó sus manos con las de Aurora y la miró a los ojos—: Ayúdales. Nos vemos fuera.
—Espero que sea verdad, Queen. Como en cinco segundos no te vea a mi lado, tú y yo nos vamos a ver las caras —arremetió con aparente dureza, trepidando en su voz el mismo destello ansiógeno que en sus pupilas.
Ellery entalló una mueca torcida ante el intento de Aurora de burlarse de la espantosa probabilidad de que todo saliera mal.
—Te quiero, Ginger —dijo tomando su rostro entre las manos.
—Y yo a ti, Queen.
Se besaron con la incertidumbre afianzando sus labios, alargando el momento de separarse.
Una vez más, enfrentaron caminos opuestos.
Al ocultarse entre las sombras, Aurora contuvo una mirada en Fausto. Se dio cuenta de que, en aquel trágico desenlace, Orfeo restituía su error y retornaba con el amor de su vida.
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Créditos imagen: Roberto Ferri
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