Capítulo 36. La verdad rezagada
El cuerpo de Fausto venció sobre el pasamanos. Todo a su alrededor se apagaba, el volumen disminuía. Sentía una extraña presión dificultándole la respiración. Las piernas que le sostenían mínimamente temblaron con el propósito de derrumbarle. Necesitaba cerrar los ojos. Y lo hizo. Cerró los ojos. Supo en ese instante que iba a morir. En realidad, se le pasó a Fausto por la cabeza, ya estaba muerto. Aquello era un preludio a fin de que sufriera lo máximo posible.
Detrás de él vio el rostro apesadumbrado de Dacio y a la pareja americana envueltos en un abrazo protector. No podía hacerles esto, se repitió una y otra vez. No podía morir sabiendo que ellos serían los siguientes. Tenía que enfrentarse a su mujer. Facilitarles una vía de escape.
—Beatrice... su... su... suelta eso... —solicitó elevando la voz. Al erguirse, un cúmulo de sangre tintó la madera.
—Lo haré, Fausto, créeme que lo haré —le garantizó—. Y cuando lo haga, todos aquí moriremos.
El pronóstico global de muerte escandalizó al grupo de Uroboros.
—Andiamocene da qui! —articuló uno—. Spremi il detonatore all'esterno e fai saltare in aria la casa con tutte le Sirene disgustose all'interno!
(—¡Salgamos de aquí! ¡Aprieta el detonador afuera y explota la casa con todas las asquerosas Sirenas adentro!)
Beatrice no se inmutó. El movimiento de sus dedos en torno al interruptor desató el pánico entre sus adeptos. El cuadrante inferior de la casa estaba cercado por explosivos estratégicamente situados en los pilares, y un ligero desliz ocasionaría que tanto Sirenas como Uroboros perecieran bajo el mismo fuego.
Fausto entreabrió unos ojos fatigados y visualizó a Beatrice. La sangre que resbalaba por el suave mármol pulido había creado un charco en el vestíbulo.
—Cómo has podido hacer esto...
Se apretó las sienes. Pensar se le hacía difícil, los recuerdos se anexionaban como si fueran uno, y por un instante olvidaba que Beatrice le sonría. Aquello era como un segundo puñal. Sonreía contemplando cómo perdía la vida.
—He hecho lo que tú —habló dando un paso al frente.
—Yo jamás implanté falsas esperanzas en aquellos con los que compartía voz. Nunca. Pero tú...
—¿Me niegas todas las mentiras que contabas cuando yo estaba junto a ti? ¿Todo ese optimismo ilusorio con el que iluminabas las decrépitas vidas de nuestros compañeros?
—Yo nunca utilicé a mi familia como instrumento para inculcarles una motivación suicida —rechazó aquella injusta acusación—. Allí todos eran libres, aunque solo fuera, como tú dices, una ilusión con la que olvidar la vida a la que estaban atados de pies y manos. Pero tú... —la señaló sin fuerzas, chocando al poco la mano contra la baranda—. Tú los has engañado a todos.
—¡El defensor de las almas libres! —se jactó Beatrice—. ¿Acaso no ha luchado tu nueva familia por defenderte? ¿No han blandido armas en tu nombre? Eres tan hipócrita como yo.
—Yo nunca pedí que lo hicieran. Yo nunca quise esto... Pero era lo único que estaba en mis manos para detenerte. Al menos... —Se limpió la sangre que derramaban sus labios. La sensación de ahogo se acrecentaba con cada palabra—. Al menos yo no compré a nadie con la absurda idea de un retorno divino. Jamás he promulgado un engaño semejante. Ezio y tú os habéis servido de almas castigadas... Los habéis utilizado para enfrentaros a una sociedad que ninguno soportáis. Habéis jugado sucio, así que no me metas en el mismo saco que tú... Yo no soy un asesino.
La risa de Beatrice heló la sangre de los adeptos que aún la escoltaban.
—Cierto, no eres como yo. Yo lucho contra la injusticia, me ensucio las manos con tal de destruir lo vil y miserable. Pero tú... —contuvo un quejido; de su garganta brotó una voz frágil—. Tú eres el peor de todos.
—No... no te entiendo...
Sintió que su cuerpo perdía las fuerzas. Sin poder sostenerse, resbaló y quedó tendido en el suelo. Dacio actuó al momento; lo recostó sobre sus piernas y situó las manos alrededor del puñal sin saber exactamente cómo proceder. Si lo sacaba, el torrente de sangre terminaría con su vida en segundos.
Un movimiento del escritor sacó de sus espantosas cavilaciones al médico. Ellery se había arrodillado y agarraba a Fausto de la camisa, elevándolo hasta su altura.
—¡Le va a hacer daño! —ladró contra él, aterrado, consciente de lo que una acción tan brusca podía originar.
—¡Vamos a morir todos como no detenga a su mujer! —Ellery retiró al médico de un manotazo—: ¡Haga algo!
Fausto trató de esquivar la cólera del escritor. En un descuido, sus ojos se toparon con el reflejo más joven de Beatrice. Su rostro rozaba la angustia.
—¿Por qué le tacha de asesino? —insistió Ellery que le explicara—. Eso está muy lejos de los desvaríos de Ezio. ¡Por qué! —exclamó con desesperación.
—Por... por las vidas de mi familia que...
—No, no, no, no. —Su mente, afanada en hallar una salida en el laberinto de hipótesis plagado de puertas cerradas, repelía la vaguedad de aquella respuesta—. Aquí hay algo más.
—No sé qué puede ser...
—¡Miente! Hay algo que evita contarnos. Algo que Beatrice desconocía, pero que de alguna manera ha comprendido.
—Por qué dice eso...
—¡Suéltelo de una vez! —Dacio desenganchó las manos de Ellery de la camisa y recostó a Fausto con cuidado—. No esfuerces, por favor...
A pesar de tenerlas todas contra él, con Dacio como escudo y Aurora observando su muestra innata de desapego, Ellery no desistió. La rabia barría toda gota de piedad.
—Llevan años en guerra, ¡años! —estalló a viva voz, inconmovible—. Y ahora Beatrice quiere matarle, así porque sí. No me lo trago. —Cazó los ojos del italiano—. Hay algo que está evadiendo. Algo que ha terminado por romper en pedazos la poca estabilidad que le quedaba a su esposa.
La mirada que contuvieron supuso un diálogo silencioso. De repente, los ojos de Ellery se abrieron. Las paredes del laberinto se desplomaron, y la única solución en pie cristalizó en una demoledora verdad. La lógica que sustentaba el conflicto entre la pareja siempre había estado ahí, a la vista. Era simple, si uno se atenía a los hechos que habían propiciado modos opuestos de afrontar la pérdida y el precio a la cabeza de Fausto años más tarde. Al igual que cualquier otro dilema cuyo desenlace no parecía tener explicación, era en el origen de los acontecimientos donde se hallaba la mismísima respuesta.
—Angelo... —articuló lentamente.
Fausto entreabrió los labios, conmovido por la fragilidad con la que el escritor había pronunciado el nombre de su difunto hijo. Avergonzado, afrontó el juicio que esperaba obtener de él. Sin embargo, muy al contrario de lo que ladraba su propia culpa, lo que vio reflejado en Ellery fue dolorosa comprensión. Ni ira ni sentencia alguna. Simple y necesitada comprensión. Había averiguado el acto que cometió tiempo atrás, y no lo censuraba por ello. Entendía su decisión, y, por extraño que le resultara el inesperado acogimiento pacífico del hombre con el que había rivalizado, apreciaba aquel gesto de bondad.
—¿Qué es eso de Angelo? —inquirió Aurora, que intercalaba entre la italiana y los hechos del segundo piso. Obligó a Ellery a mirarla. La tristeza había empañado su tez.
—Angelo no murió en esa calle después de ser alcanzado por el disparo.
—¿Cómo? ¿Entonces?
Advirtió de soslayo un cabeceo de Fausto; le otorgaba el derecho a contar su propia historia.
—Cuando lo trasladaron al hospital —explicó—, Angelo seguía vivo. Fue Fausto quien decidió que acabaran con su sufrimiento. Su cuerpo aún luchaba por sobrevivir, pero a Angelo le esperaba un deprimente futuro en una cama de hospital. Fausto eligió lo que creyó mejor en ese momento.
—No pienses mal de mí, por favor... —se lamentó Fausto al distinguir la expresión de Aurora—. No podía... no podía verle así. Lo que le deparaba no era una vida. Yo no quería eso para Angelo... Él... él ya no sería ese niño sonriente que quería cazar una mariposa. No...
Una silenciosa tregua amparaba el segundo piso.
—Si le hace sentir mejor, yo habría actuado igual que usted —lo apoyó Ellery, cuya mirada escondía malamente su pesar—. Eso no es vida para ninguna persona, no era vida para un niño. Eligió la opción que consideró mejor para su hijo, y le aseguro que, esté donde esté, Angelo le estará agradecido. Pero —sacó a relucir su intratable desprecio— tomó la mala decisión de no abordar aquella elección con su esposa. Y ha terminado encontrando esa información por sí misma.
—Los archivos del hospital —concluyó Dacio.
—Es lo más probable. Por eso lo tacha de asesino —precisó Ellery—. Y por eso ha decidido acabar con todo de una vez. Incluidos ella y usted.
—Y todos nosotros.
—¿Por qué se lo ocultó? —cuestionó Aurora acomodándose junto a Fausto—. Merecía escuchar su opinión, sus deseos.
—Porque nunca me habría perdonado —expresó en un tono tan bajo que casi no llegaron a oírlo—. Ella habría mantenido a Angelo en esa cama de hospital con la esperanza en el corazón de volver a verle sonreír. Yo no podía... no podía... —sollozó—. Yo no podía vivir así. Ver a mi pequeño sin una muestra de vida, sin ser consciente de nada. No...
—Ahora es el momento —manifestó Ellery—. Ahora su mujer lo sabe todo. Hágaselo entender. Busque su perdón.
—¿Serviría de algo?
—Para limpiar su conciencia.
—Mi conciencia...
—Y su alma —aseveró—. Tiene la posibilidad de resarcirse, de corregir ese error. Y tiene a la persona que necesita esa disculpa ahí mismo.
—¿Acaso querrá escucharme?
—Lo hará —dijo Aurora—. Si yo fuera Beatrice, necesitaría escuchar de boca de mi marido que lo que hizo fue por mi hijo, por el amor que le tenía. Y desearía escuchar una disculpa por haberme dejado al margen.
Ahuyentando el miedo por un posible disparo, Ellery se puso en pie y le tendió la mano.
—Háblele con el corazón, por el amor que aún siente por ella y por Angelo.
Titubeante, sintiendo que desfallecía al incorporarse, tomó la mano de Ellery. Quedaron frente a frente. La emoción que se leía en sus miradas destronaba a la sostenida días antes.
—Gracias...
Ellery asintió sin responder.
—Si esto sale... bien... por favor, hágame un favor. Escuche atentamente.
Los labios de Fausto se movieron en un murmullo solo audible para él. Después, se apartó a un lado y le dejó el camino libre hacia la escalera.
El vestíbulo contenía a Beatrice junto a los cuerpos inconscientes de las dos Sirenas. Sus camaradas habían huido al comprender su función como peones. Habían servido fielmente a la convicción de una familia que los había engañado deliberadamente. El temor a una muerte indigna y la inseguridad acerca de lo que les deparaba el más allá terminó por hacerles desistir.
—Sé por qué me odias. Sé por qué... me llamas asesino —comenzó Fausto—. Y no te culpo.
—Entonces lo aceptas. —Beatrice avanzó unos pasos hacia el centro del recibidor—. Aceptas que lo eres.
—No.
—¡¿Fuiste tan egoísta de matar a tu propio hijo y mantienes tu inocencia!?
—Yo no maté a Angelo, y me duele que me creas capaz de ello. Yo amaba y amo a mi hijo.
—¡Eso no es amor! ¡Decidiste acabar con su vida para que no fuera un impedimento en la tuya! ¡Mi pequeño seguiría vivo!
El dolor del recuerdo la postró en el suelo. Alzó el detonador.
—Eso no era vivir, Beatrice. Nuestro hijo ya había muerto. Mantener su cuerpo despierto no era vida.
—¡Podría haberlo superado!
—¡No! —tronó Fausto. La culpa lo derrotaba, pero más le dolía la constante incriminación de la madre de su hijo. No pudo soportarlo más—: ¡Yo lo llevé en brazos hasta el hospital! ¡Yo vi sus ojos en todo momento hasta que lo atendieron! ¡Su mirada perdida en la mía, Beatrice! ¡Esos ojos me atravesaban! ¡Vi su vida salir de su pequeño cuerpo! ¡Angelo ya no estaba!
Los gemidos de Beatrice impulsaron a Fausto a descender las escaleras.
—Durante todo el camino rogué porque Angelo siguiera a nuestro lado. Acepté toda alternativa posible de reanimación. ¡Toda! Pero cuando me lo quitaron de los brazos, cuando acribillaron su cuerpo con todo tipo de aparatos... Llegué a la horrible conclusión de que eso no era lo que quería para él. Angelo ya se había marchado; allí solo quedaba su cuerpo.
—¡Pero te olvidaste de mí! —le reprochó Beatrice, fortalecida por el dolor—. ¡Yo también era su madre! ¡No me preguntaste qué era lo que yo deseaba para él! ¡Lo hiciste a mis espaldas!
—Y me he arrepentido de ello todos estos años.
—¿¡Crees que eso es suficiente!? ¡Me arrebataste a mi niño!
—¡También era mi hijo! —Impotente, golpeó la barandilla—. ¡Y sabía que tú no aceptarías esa decisión! ¡No podía ver cómo lo consumía una cama cuando él no estaba con nosotros! ¡Lo siento, Beatrice, lo siento tanto...! —La gravedad en la voz de Fausto se vio dominada por el llanto—. Siento habértelo ocultado, siento que Angelo haya muerto y siento que me odies por ello. Pero te olvidas de una cosa.
Beatrice elevó la mirada.
—En ningún momento te has puesto en mi lugar. Te centraste en ti y en tu dolor, pero olvidaste que yo también perdí a alguien. Yo era su padre y me sentía tan roto como tú. ¿¡Crees que me fue fácil elegir ese final para él!? ¡Lo sufrí cada hora, minuto y segundo que desistieron en la reanimación! ¡Me martiricé cada día pensando si había hecho bien, si Angelo me perdonaría alguna vez, si tú podrías volver a mirarme cuando lo supieras! He vivido todos estos años sumido en la culpa. Porque yo sí me he puesto en tu lugar, constantemente, y acepté que jamás recibiría una muestra de apoyo tuya, Beatrice. Me dejaste solo, solo con la decisión y el duelo de nuestro hijo.
—¿¡Cómo te atreves a reprocharme eso?! ¡Tú y Angelo erais toda mi vida! ¡Yo no perdí a un hijo, lo perdí todo! ¡Estoy muerta, tan muerta como él! ¡Y tú...! ¡Tú querías actuar como si nada hubiese ocurrido!
—¿¡Y qué esperabas que hiciera?! ¡Lo único que me quedaba era seguir viviendo, afrontar la vida que Angelo ya no podía tener! ¡Y quería hacerlo a tu lado, pero levantaste un muro contra mí! ¡Me apartaste! ¡Me impediste ayudarte!
Ovillada en el suelo, la figura descompuesta de Beatrice redujo la alteración de Fausto.
—Nos teníamos a nosotros. Podíamos haberlo superado juntos. Yo te necesitaba a mi lado, y sigo necesitándote.
—¡Te odio! —aulló, pero en sus rasgos se desdibujaba un amor que hacía añicos su seguridad—. ¡Te odio tanto...!
—No me odias a mí, no me odiabas —se opuso—. Odiabas el recuerdo de Angelo que yo te despertaba, el mismo recuerdo que yo visualizaba en ti cada vez que te miraba. Pero yo le aporté otro significado. Angelo siempre estaría conmigo porque tú eras parte de él.
—Te odio...
—Pero también me amas.
Beatrice gimió.
—Cómo no voy a amar al hombre que me dio a Angelo, pero... pero... el odio es más fuerte.
—No es odio, sino dolor —la enfrentó a la verdad—. Lo siento mucho, Beatrice, por todo. Pero los dos hemos sido egoístas. Nos alejamos cuando más debimos acercarnos. Dejamos que las opiniones de otros mediaran en nuestra relación. Y hemos creado el caos por un terrible duelo que solo tú y yo teníamos la responsabilidad de superar.
—Me culpas...
—Nos culpo.
—Pero ya no hay solución. —Beatrice se irguió sobre sus rodillas y extendió el detonador—. Esto es lo único que nos queda. Reunirnos con Angelo.
—¡Espera, espera! —La detuvo elevando las manos con desesperación—. ¡Tenemos que parar esta continua devastación! ¡Esto es entre nosotros, solo tú y yo, como siempre ha sido! ¡El resto no merece morir por nuestro conflicto!
—Ya es tarde...
—No, no lo es. Siempre hay tiempo. —Reanudó la bajada hacia el vestíbulo con lentitud, atento al detonador—. Este final es solo para nosotros. No provoquemos más muertes. Si aún me quieres, por pequeño que sea ese trocito de ti que aloja ese sentimiento, por favor, Beatrice, acepta mi petición. Resolvamos esto tú y yo. Nadie más importa. Solo tú y yo —enfatizó.
—Y Angelo...
—Y Angelo. Debemos estar juntos en esto. Yo... —vaciló—. Yo necesito abraz...
Un ruido atronador ensordeció sus palabras. Las piernas de Fausto retrocedieron en una atroz contorsión. Su rostro lo desfiguraba el desconcierto. Los ojos de la pareja viajaron hacia el círculo rojizo que perforaba su pecho. Se miraron una vez más, luego Fausto se desplomó de espaldas.
El céfiro de la costa se adentró por el hueco de la puerta donde una figura mantenía el arma en ristre.
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Créditos imagen: Andreas Birath
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