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Capítulo 35. Sirena contra Uroboros

El vestíbulo de la villa de Capri reunía a seis individuos en desigualdad de condiciones. Dacio, doblegado a compartir el mismo espacio que el segundo de los Uroboros, había reconocido aquella desafortunada voz. La sangre brotaba de su costado, el dolor escalaba con rapidez y su visión se nublaba. Sus ojos merodearon hasta Ezio, cuyas cuencas permanecían muy abiertas, y luego hacia la pistola. Un pensamiento fugaz lo instó a la única acción que podía salvarlos a todos. Pero era consciente de su peliaguda situación vital. Un solo movimiento, y la líder de aquella despiadada secta descargaría toda la munición en su cuerpo. Su segundo pensamiento fue mucho peor: estaban perdidos.

De soslayo, Ellery alcanzó a visualizar la figura que clavaba la pistola en su cabeza. Por un instante, su corazón se aceleró violentamente. Su mente le había jugado una mala pasada transformando la cruda figura de Beatrice en la de Aurora, y frenó a tiempo el impulso de girarse hacia ella. La mujer tras él daba mil vueltas a las fotografías; la delgadez de los pómulos no empobrecía la belleza de su aspecto. La conservaba intacta, incluso delicada, contrarrestando el infierno que desataba aquel iris oliváceo.

Había elegido un mal momento para confrontar la verborrea paranoide de Ezio; su lógica se había saltado varios puntos del tablero. Las tres muertes que expresó no poder acometer estaban destinadas a su hermana. Aquella obviedad le hizo sentir estúpido. No había caído en la cuenta de que la mujer que reinaba en la cúspide Uroboros se mantenía como observadora, esperando a que los focos la alumbraran cuando le tocara ejecutar el papel protagonista.

—Beatrice... —la nombró Fausto.

Hacía tantos años que no la veía en persona, que tenerla delante le hizo caer en una extraña sensación de cercanía. Beatrice estaba tal y como la recordaba, con ese encanto que resplandecía innato. La idea de abrazarla, de terminar con el dolor que tantas vidas había segado, cruzó pasajera por su mente. Pero el disparo contra Dacio y la retención del escritor imponían un objetivo muy distinto.

—Beatrice, suelta a ese hombre.

—No estoy aquí para cumplir tus órdenes —la ruda entonación de Beatrice se esparció por los muros del vestíbulo.

Las mortíferas consecuencias de aquel encuentro entre marido y mujer discurrieron entre los allí concentrados. 

—Él no tiene nada que ver en esto. No tiene nada que ver con nosotros.

—Lo sé. —Apretó el arma contra la nuca de Ellery, que cerró los ojos en un espasmo involuntario. La fría boca de la pistola se hundió en sus cabellos—. Pero ella sí.

Los ojos de Beatrice repararon duramente en la mujer que compartía espacio con su marido.

—Aurora, ¿verdad? Un nombre precioso —un matiz sibilino impregnó cada palabra—. Te has buscado a una mujer idéntica a mí. ¿Tanto me echabas de menos?

—Déjalos aparte, por favor. Ellos no deseaban verse involucrados en esta guerra.

—¿No? —Una febril risa los descompuso momentáneamente—. No es eso lo que tengo entendido. Ha llegado a mis oídos que tus ojos la contemplan como si presenciaras la resurrección que tanto anhelas.

El italiano agachó la mirada. Todos esos años habían jugado al gato y al ratón, conscientes de las escuchas a escondidas y de los peligros a la vuelta de la esquina, pero la ceguera mental que desarmó la presencia de Aurora le hizo olvidar la realidad a la que estaba condenado. Su mujer estaba en lo cierto; había inmiscuido a aquellos extranjeros en su guerra personal por puro egoísmo.

—Nadie podría suplantarte —dijo sin mirarla a la cara—. Nadie. Pero... —dejó escapar un suspiro al aferrar la baranda con fuerza—... pero mi corazón necesitaba encontrar una salida.

De la italiana afloró una risa lastimera.

—Nunca fui nada para ti. Un divertimento con el que entretenerte, al que abandonaste cuando las cosas se pusieron difíciles.

—¿¡Cómo puedes decir eso después de todo lo que hemos vivido juntos?! —Fausto quebró de indignación—. ¡Lo has sido todo, Beatrice! ¡Todo! No había nadie...

—¡Mentira! —Del enérgico arrebato de su cuerpo el arma se aplastó en la nuca de Ellery—. Eres capaz de olvidarme con ella solo porque su aspecto te recuerda a mí. Tú y yo lo compartíamos todo; mente, corazón y alma, o eso conseguiste hacerme creer. ¿También lo has olvidado?

—Ni un solo minuto de mi vida —rebajó el tono—. Pero han pasado muchos años, Beatrice, habéis matado a muchos amigos, y eso es...

—¿Me odias? —le preguntó de pronto.

Fausto no contestó.

—¿Me odias por el daño que te he causado?

—He llegado a hacerlo.

Aquel sentimiento que su familia aceptaba sin un atisbo de derrota, para él significaba una deshonra. Había luchado contra aquel engañoso afecto, pero los actos despreciables de los Uroboros lo habían puesto en una encrucijada.

—Bien. —La italiana sonrió—. Bien. Lo he conseguido.

—¿Querías que te odiara? —cuestionó Fausto, aunque no le hiciera falta una respuesta. Por supuesto que quería que le odiara, afirmó para sí, era lo que codiciaba desde la primera de las muertes de su familia.

—Quería que sintieras la misma maldición a la que yo estoy condenada.

Fausto contempló el rostro enfurecido de su mujer.

—Yo nunca podría odiarte de la manera en que tú lo haces. Jamás —rechazó ser partícipe de su misma guerra interna—. Hagas lo que hagas, siempre serás mi Beatrice.

—¡Cómo puedes...!

Encolerizada, asestó un golpe en la cabeza de Ellery con la culata de la pistola, volcándolo ligeramente hacia adelante.

—¡Suéltalo, por favor! —Fausto levantó las manos tratando de disuadirla. A su lado, Aurora, encaramada a la baranda, se debatía entre la necesidad de echar a correr en ayuda de Ellery y la posibilidad de que una bala la frenara—. Esto es entre tú y yo.

—Y como siempre, te equivocas. —Beatrice bajó la vista hacia el escritor—. Tú mismo los has introducido en esta guerra. Y ahora esa mujer en la que abrigaste esperanzas va a sufrir la muerte del hombre al que ama. Va a experimentar lo que yo siento por ti.

Fausto y Aurora intercambiaron una mirada de desconcierto.

—Por favor —le imploró, frustrado, clavando las uñas en la madera—, déjalos marchar. El problema es entre tú y yo, por favor.

—No, esta vez no. Ella va a ser testigo de cómo su amor muere ante sus ojos por tu culpa, y te odiará, te odiará tanto como yo. —Una sonrisa afinó sus rasgos—. No podrás tenerme a mí, pero tampoco a ella.

—Por favor, por favor... —Aurora se unió a la súplica sintiendo que el miedo absorbía la potencia de su voz—, Fausto y yo no somos nada, no hay relación entre nosotros. Por favor se lo pido, suelte a Ellery, por favor...

—Sé lo que él ve cuando te mira. —Beatrice ignoró el estado desfallecido de Aurora y enfrentó la expresión desquiciada de su esposo—. Ahora tiene a alguien con quien aliviar su pesar, alguien que es idéntica a la mujer que nunca ha olvidado. Mientras, yo sigo sufriendo... ¡Fausto tiene la obligación de sentir lo mismo! Si tan pronto ha olvidado lo que destruyó nuestra vida juntos, yo seré quien se lo recuerde.

El martilleo de la pistola al desactivar la palanca del seguro exacerbó un lamento grupal. Ellery elevó las manos en un acto automático.

—Un momento, un momento, un momento... —interfirió en el acto con el objetivo en mente de hacer tiempo—. Creo que se están perdiendo algo.

—No estás en posición de hablar —lo amenazó Beatrice.

—Me parece el momento más adecuado. —Tomó aire, templando los latidos desaforados de su corazón—: En esta contienda que mantiene contra su marido soy más que partícipe, dadas las circunstancias —satirizó su posición sumisa—. Y me veo en la obligación de hacer una importante observación. En ese lío de cama que se ha montado está obviando una parte principal y que me molesta bastante —chasqueó los labios—: a mí. Ha elaborado un triángulo amoroso que solo existe en su cabeza. A esa figura geométrica le falta una cuarta pata, y esa pata soy yo y el amor que me une a la mujer a la que está acusando de infiel. Si hay alguien en la vida de Aurora, le aclaro ya que no es su marido. La única equivocada aquí es usted.

—Ellery, no deberí...

—Cállese —impuso a Fausto—. Estoy cansado de tanto amor podrido —rechistó, y sacudió la cabeza con tosquedad—. Estoy cansado de este conflicto conyugal interminable. Tanta iluminación y tanta sabiduría para caer en las mismas mentiras y trampas que la sociedad a la que tan duramente recriminan.

—Me estás poniendo muy fácil lo de apretar el gatillo. —Beatrice deslizó el arma sobre la piel de Ellery hasta la mitad del cuello—. Ya no te mataré solo por hacer sufrir a tu mujer, sino para acallar tu desagradable voz.

—Beatrice, ese hombre de ahí arriba sigue amándola —se empeñó Ellery en hacerle comprender—. Siempre lo ha hecho. Aun con el paso de los años, ninguna mujer ha ocupado su corazón. ¿Sabe por qué? Porque nadie puede. La única a la que pertenece ese lugar es a usted, a la mujer que prefirió abrazarse al sufrimiento que confrontarlo junto a su marido.

—¡Qué sabrá alguien como tú de mi dolor!

Ellery entreabrió los labios. Se pasó la lengua por las comisuras, y, no sin la angustia revolviendo su interior, irguió la cabeza. El tacto de la boquilla del arma logró que suprimiera un resoplido.

—Sé lo de Angelo.

Advirtió el frío orificio circular quemando su piel.

—No nombres a mi hijo... —balbució.

El arma tembló escabrosamente en su mano. En una milésima, Ellery tanteó la posibilidad de que le dibujara un círculo en el cráneo, pero no podía desaprovechar esa oportunidad. Iba a escucharle, aunque aquello supusiera una acción arriesgada.

—Es lo que la separó de su marido —continuó con frialdad—. Usted creía que a Fausto no le pesaba el mismo sufrimiento.

—Y no lo hacía. No lo hace.

—¡Eso no es cierto! —se interpuso Aurora desde el segundo piso—. ¿Es que no lo ve? Fausto es un hombre roto por la muerte de su hijo. Ese pequeño sigue muy vivo en su interior.

La mirada de Beatrice planeó de Ellery a Aurora y de vuelta al escritor cuando retomó la palabra:

—La voz de su hermano ha nublado su buen juicio. Le ha infundido su paranoia sobre Fausto solo para conseguir la venganza que tanto ansía. Fausto detenía sus planes homicidas, y no pudo soportar que otra persona a la que él mismo otorgaba autoridad le negara sus deseos. Y usted le creyó —dijo sin más, como si fuera lo más absurdo que la italiana hubiera podido hacer—, puso por encima de su marido a su hermano, aun sabiendo que su razonamiento estaba carcomido por la enfermedad que padece.

—Quiso vengar mi dolor.

—¿Y eso le ha servido para algo?

—¿Cómo...?

—Que Ezio matara a la persona que asesinó a su hijo, ¿le ha servido para aliviar su carga? Yo veo todo lo contrario. —La pistola se movió accionada por la negativa de Ellery—. La ha ido alimentando, y ha germinado el rencor contra todo aquel que no pensara como él, ahora también como usted. Un delirio compartido... —carcajeó—. Ezio no estaba dispuesto a experimentarlo en soledad. Necesitaba a su lado a la única persona que aportaba algo de sensatez a su perturbada realidad.

—¡No sabes nada de nosotros! ¡Cállate!

Enrabietada, volvió a golpearle. Ellery cayó de rodillas farfullando un gruñido. De la zona dormida por el golpe discurrió un líquido. Se llevó la mano a la herida y observó la sangre que goteaba entre sus dedos. El dolor comenzaba a propagarse.

—¡Por favor, no le haga daño! —rogó Aurora, encaminándose hacia las escaleras.

La pistola cambió de blanco. Aurora era el siguiente objetivo de Beatrice.

—No crees más muerte a tu alrededor. —Fausto aferró a Aurora del brazo e intercambió su lugar. Comenzó a bajar de uno en uno los escalones. Su voz y compostura se habían rebajado, como si hubiera aceptado el destino que durante tanto tiempo había rehuido.

—¡Yo no soy culpable de esto! —Fijó el arma en él—. ¡Es este mundo injusto! 

Fausto se detuvo al pisar el vestíbulo:

—Tu forma de igualar la balanza no es la solución.

Atisbó en una fugaz ojeada el cuerpo sin vida de Ezio y al médico postrado a su lado. El semblante de Dacio palidecía a causa de la pérdida de sangre, pero percibió cómo suplicaba que retrocediera.

—Te arrebataron a tu hijo y tus valores siguen igual de ingenuos. —Beatrice cerró los ojos, desgarrada—. Fueron capaces de asesinarle y tú sigues pensando que no hay que buscar justicia.

—No la justicia que habéis elegido vosotros, no repitiendo unos actos que solo conducen a más aniquilación. Ese no es el modo, Beatrice, eso no arregla nada. Ese hombre al que dañas no miente —dijo señalando a Ellery—. ¿Acaso tu dolor ha desaparecido? Porque yo sigo viéndolo en ti, en mí.

Dacio asió a Fausto del pantalón.

—Permíteme que le socorra.

Beatrice no bajó el arma. Sus ojos viajaron hacia el cuerpo sin vida de su hermano. Ahogó un lamento.

—Al igual que culpas a mi hermano de haberme puesto en tu contra, ese amigo tuyo ha llevado a cabo la misma argucia contigo. Siempre desprestigiándome cuando yo no estaba delante para defenderme.

Fausto, que se había agachado para auxiliar al médico, enfrentó el desprecio de Beatrice.

—Dacio te quería, al igual que yo.

—¿Qué me quería? —Se echó a reír—. A mí no es a quien quería. Nunca le gusté, siempre me vio inferior a ti.

—... Eso... eso es... mentira —emergió de boca de Dacio—. Tú... no eras... inferior...

—Hablabas a espaldas mías. Tu desconfianza me ponía a prueba constantemente.

—... Ya... ya has dicho el por... porqué... —Divisó la figura de Beatrice a ras de su hombro—. Ya... ya lo sabes... No... no iba contigo...

—¡Conque es eso! —se involucró Ellery desde el suelo. Los cuatro lo observaron sacudir la cabeza al tiempo que despuntaba una carcajada—. El triángulo amoroso era distinto al que usted planteaba.

—Voy a llevarme a Dacio —ordenó decididamente Fausto—. Voy a hacerlo, y tú, Beatrice, no vas a disparar.

Moviéndose muy lentamente, se agachó sobre el médico. Acomodó su brazo a lo largo del hombro y aguantó su torso. Dacio, en un quejido de dolor al estirar la zona donde la bala le había rasgado, tambaleó hasta mantener los pies en un titubeante equilibrio.

—Tranquilo, tranquilo —murmuró mientras lo ayudaba a erguirse—. Voy a... ¡Argh!

El cuerpo de Fausto perdió las fuerzas. Dacio, paralizado por el alarido, bamboleó hacia el suelo. Las miradas de los tres hombres recayeron en el puñal que sobresalía de su torso. Una mano agarraba la empuñadura.

Ezio, al que habían dado por muerto, se había mantenido latente oyendo las recriminaciones de la pareja. La ofrenda de paz de Fausto era un regalo para la satisfacción de sus ansias de venganza. En el momento en que lo vio postrarse a su lado, dirigió su pulsión enfermiza contra él. Su corazón latió una vez más, fuerte, poderoso, antes de exhalar su último aliento.

El italiano se desplomó. Sus manos sostenían el puñal y se empapaban de su sangre. Desplazó los ojos nerviosamente alrededor de la herida. Trató de extraer la hoja. La sensación de que retorcían su interior lo llevó a gritar. Ancló las palmas al suelo, apretando la mandíbula para reprimir el dolor, y fijó unos ojos desorbitados en el charco rojizo que fluía de su abdomen.

—¡Fausto! ¡Fausto! ¡No, no, no!

Dacio, en un acceso de locura, olvidó el dolor de su propia lesión y se arrojó sobre él. Lo tomó entre sus brazos y le dio la vuelta. La mirada de muerte que vio en aquellos ojos café desbarató su entereza. Las lágrimas corrieron por su tez.

—¡No! ¡No! ¡Fausto... no!

—¡Ahí tiene lo que buscaba! —estalló Ellery contra Beatrice—. Ahí lo tiene. ¿Se siente mejor por ver a su único amor, al padre de su hijo, a punto de morir gracias a la maldita venganza de su hermano?

Beatrice ni siquiera le oía. Un torbellino aciago y vacío la suspendía en el vestíbulo. Lo que pensaba que aliviaría su sufrimiento se había convertido en un abismo colosalmente desgarrador. El rostro sorprendido y asustado de Fausto la petrificó. ¿Cómo podía sentir temor al apreciar la cercanía de la muerte en el hombre que la había dejado sola?

—La felicito, Beatrice. —Ellery aplaudió con aspereza—. Usted ha ganado. Ha conseguido causar el terror que tanto quería.

—Yo...

Como un fantasma entre las sombras en el que nadie había recaído, una figura se abalanzó contra Beatrice. La inesperada intromisión fue utilizada por Ellery para incorporarse y echar a correr hacia los dos hombres malheridos. Minutos antes, había percibido movimiento en una de las esquinas del vestíbulo. Al enfocarla mejor mientras se desarrollaba la disputa entre la pareja, se percató de lo que gesticulaba. Con un ligero asentimiento indicó a la figura que estaba conforme. Le tocaba hacer de juez contra Beatrice para distraer su atención y rezar porque funcionara.

Y cuando ya creía que Beatrice le silenciaría de un tiro, la figura brotó a la luz de la luna. La joven italiana embistió a la líder de los Uroboros y la arrastró consigo hacia el extremo opuesto del vestíbulo. Ambas cayeron de lateral. La pistola de Beatrice se perdió en la oscuridad.

Mientras se reponían del golpe, Ellery se las arregló para sujetar a ambos hombres y se apresuró hacia las escaleras. Aurora había utilizado la ayuda de Lia para bajar la escalinata. A la llegada de Ellery, alivió su carga sosteniendo a Fausto y entre los dos y el tambaleante andar del médico remontaron al segundo piso.

—¡Ellery! —Aurora se lanzó a sus brazos y lo ciñó contra ella. Él le acarició el cabello, igual de asustado, y la besó en la frente.

Cobijados en el lugar más alejado de la baranda, Dacio examinaba el puñal incrustado en el abdomen de Fausto. Incapaz de pensar, aferró la empuñadura. El pequeño vaivén provocó un grito ensordecedor. De entre los labios violáceos de Fausto brotó una corriente de sangre.

—¡Tengo que reconocer la herida!

Dacio le había rasgado la camisa e inspeccionaba la profundidad de la hoja. En el torso ya no había rastro de su piel dorada. La fluencia de la sangre mancillando el cuerpo de Fausto lo impresionó. Titubeante, puso las manos sobre la zona abdominal. Sintió que algo lo asfixiaba al impregnarse del tinte rojizo.

—Tú... tú también... estás herido —farfulló Fausto, dificultado por la sangre que anegaba sus pulmones.

—Lo mío es superficial —le restó importancia, pues toda su preocupación estaba concentrada en el puñal. Había atravesado una zona peliaguda del intestino, y el diámetro de la hoja implicaba numerosas cavidades seccionadas. Conocía el resultado de una herida de ese calibre, y los nervios y el pánico echaron abajo la templanza con la que afrontaba esos mismos casos en el hospital. No podía, no cuando el hombre por el que daba su vida era la víctima.

—Cómo es de grave —se interesó Ellery, acomodándose de rodillas.

La mirada que recibió de Dacio confirmó su corazonada. Apretó la mano de Aurora, a la que había escuchado reprimir un sollozo.

La planta baja de la villa se colmó de pisadas. A través de los huecos de la baranda, observaron el tránsito de Uroboros armados tomando posiciones tras Beatrice. Uno de ellos agarró a Lia del cabello y la elevó en el aire con sorprendente facilidad. Reían ante sus gritos enfurecidos.

Che facciamo con lei? —preguntaron a Beatrice.

(—¿Qué hacemos con ella?)

Beatrice ni siquiera se dignó a mirarlos.

Non mi interessa.

(—No me interesa.)

Non!

Las gruesas y cuadriculadas formas de Guido aparecieron de la nada. Salió disparado hacia el grupo de Uroboros dispuesto a saltar sobre ellos. Pero el impacto de una de las balas lo impelió contra la pared. Entre carcajadas por los intentos de Guido de ponerse en pie, arrojaron a Lia encima suya. Murmuraron entre ellos hasta que uno alzó la pistola y, tras un alarido mostrando el tatuaje del dragón en su brazo, disparó a la joven italiana.

—¡Detén... detén esto! —gimió Fausto desde la barandilla, levantándose sin consentimiento de Dacio.

Por un instante, los ojos de Beatrice refulgieron, aplacados, al comprobar que Fausto seguía vivo. Pero las palabras de uno de sus compañeros y lo que este le entregó lograron que a su mente regresara el motivo del ataque a la villa de Capri.

Fausto por poco cumple su objetivo, se reprendió, humillada. Quería desarmarla, que se replanteara si realmente lo que buscaba era la muerte del hombre al que amaba. Tenerlo frente a ella después de años de ignorancia mutua, con los recuerdos de la despedida en una cama habitada por el dolor, la había confundido. Su dulce presencia evocaba el amor que aún sentía por él. La vida que habían compartido, lo que habían construido juntos. Aquel vínculo indestructible.

Pero alcanzó a distinguir los labios de su hermano moviéndose. Pronunciaba una sola palabra:

—Ospedale.

(—Hospital.)

Aquella era la razón de querer ver muerto a su marido.

Fausto también era un asesino.

El torrente de lágrimas frunció sus rasgos. Vislumbraba al pequeño angelito rubio revoloteando a su alrededor. Su sonrisa la impulsó a elevar el brazo. Les mostraría a todos el final que les deparaba en aquella casa.

—¡No hagas... una locura! —exclamó, pero la presión le originó una tos incontrolable, y se vio obligado a encorvarse. El puñal oprimía sus músculos. La sangre de su boca salpicó el suelo.

—Es... es... —balbució Aurora.

—Un detonador —confirmó Ellery, contemplando el artefacto explosivo en manos de Beatrice.

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Créditos imagen: Roberto Ferri

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