Capítulo 32. (PARTE II) La gestación de un delirio
1953...
El cementerio se encontraba desierto. Entre el río de sepulcros y espeluznantes epitafios abandonados, Ezio escuchó el susurro de una vocecilla. Liviana como el aire, provenía de una de las lápidas.
—Eras tú quien me llamaba —le dijo feliz.
Se sentó en el bordillo de la acera y tocó el pedrusco perteneciente a su sobrino. Unas lágrimas brotaron. Echaba de menos al pequeño crío. Hacía menos de un mes que había fallecido, y todos parecían querer volver a la normalidad como si su trágica muerte hubiese sido un accidente inoportuno. Una estrategia de Fausto para amaestrar a la congregación que se postraba ante él. Y a Beatrice. La había forzado a escapar de su tristeza privándole de su necesidad de vengar el asesinato de su propio hijo.
¿Cómo podía albergar siquiera el título de padre? ¡Se negaba a levantar armas contra las sabandijas que habían cercenado la vida de un pequeño niño de tres años! ¿Y él quería liderar?, maldecía Ezio. ¡Fausto era un pusilánime que vestía la piel de un hombre de honor!
Los había oído discutir desde la penumbra del dormitorio. Beatrice lloraba arrodillada en el suelo, abrazada a las ropas de Angelo, mientras Fausto la fustigaba con la realidad que debían reconstruir. Era un necio... Si él hubiera sido el afectado, reclamaría un intercambio justo. Haría pagar al culpable. Y, en parte, se sentía uno más de los damnificados. Le habían quitado lo más preciado que tenía junto a Beatrice: un alma limpia y sagrada, libre de sesgo.
Habían privado a Angelo de un futuro grandioso. No había vivido lo suficiente como para que su alma pudiera retornar junto a ellos. Permanecería atrapado para siempre, desamparado, sin volver a sentir los brazos de su madre.
Estaba escrito. Un regreso a la vida solo para aquellos cuyas conciencias habían despertado. Tenía el poder de borrar todo lo que había sufrido en esa asquerosa vida gracias a la luz de la verdad que sus ojos comenzaban a ver. Su alma retornaría, y deambularía tranquila en un mundo cuya negrura era inadmisible. Pero para que esa oscuridad desapareciera, antes había que ponerle fin. Esa era su misión; purgar el mal para que el retorno fuera perfecto.
La pronta muerte de Angelo había eliminado la posibilidad de una coincidencia en la otra vida, y Fausto lo aceptaba como si hubiera perdido un mísero caramelo.
—Te echamos de menos, Angelo —susurró al pequeño fantasma recreado en el borde ovalado de la lápida—. Tu madre y yo. Siento... —Se echó a llorar antes de terminar la frase; el cuerpecillo flotante le robaba el aliento—. Siento que tu preciosa vida haya terminado tan pronto... Siento que no podamos volver a reencontrarnos.
Lo escuchó reír como siempre hacía cuando jugueteaba entre sus brazos y el corazón le estalló de dolor.
—Lo siento, Angelo...
El pequeño pronunció su nombre. Observó su cara angelical, su cabello rubio, sus ojos verdinegros, su diminuto cuerpecito, y entendió lo que debía hacer.
Vio su futuro.
Un futuro que solo él podía desarrollar.
—Angelo, si tu padre no tiene valor, yo lo haré. No tengo miedo. —Acercó la mano al cuerpo de su sobrino y sintió la liviandad de una nube de algodón al traspasarlo—. Voy a vengar tu muerte. Si no hubiéramos permanecido encerrados, si hubiéramos liberado nuestra voz, tu no estarías muerto. Dominando sobre aquellos débiles de corazón y espíritu, obligándoles a ver la verdad, tú seguirías con nosotros, y mi hermana, tu madre, no querría morir de dolor.
La cara del pequeño se entristeció. Intentó consolarlo, pero la imagen de Angelo se desfiguraba entre el piélago de lápidas.
—Angelo, voy a vengarte, y voy a salvar a tu madre. Te lo prometo.
~
Halló a Beatrice recostada contra el muro del callejón. Acariciaba la superficie de la calzada donde Angelo recibió el impacto de una bala perdida. La sangre aún podía intuirse en el asfalto. Se sentó a su lado sin que apenas reparara en su presencia. Los ojos de su hermana, como su mente, viajaban entre los recuerdos de aquel trágico día. Vio dos líneas translúcidas perfilar sus pómulos, y el dolor se hizo doble. Sufría por Angelo, sufría por su hermana. Y conocía a la persona origen de ese sufrimiento.
—Beatrice, tengo una misión. Voy a vengar a Angelo.
Percibió un estremecimiento recorrer a su hermana.
—Voy a cazar a al hombre que nos lo ha arrebatado. Ha derramado sangre, y él correrá el mismo destino. Solo quiero que me des tu bendición.
—No... no te... no te hace falta —sonó áspera, reseca por las lágrimas—. Ya lo has hecho con anterioridad a mis espaldas.
La evocación del asesinato de sus padres contaba con versiones distintas. Para Ezio había supuesto un mal necesario. Para Beatrice, un ingenuo error propio.
—Pero no quiero caer en ese error otra vez. Quiero que tú me confieras esa posibilidad.
—Pero Fausto...
Aquel nombre desató su furia.
—¡Olvídalo, hermana!
—Es mi marido.
—Él mató a tu hijo.
Beatrice giró lentamente. Sus incisivos ojos verdinegros recriminaban su comentario.
—Fue él, Beatrice —insistió.
—Eso no es cierto. Yo... —Imágenes de Fausto tomando en brazos el cuerpo ensangrentado de Angelo, apresándolo contra él, llorando entre sus cortos mechones áureos, rechaza la realidad de su hermano—. Yo estuve allí...
—Lo sé, lo sé —la tranquilizó apretándole la mano—, pero él lo permitió. Permitió que mataran a tu hijo porque no tuvo el valor de salir a la luz cuando debía. De hacer visible nuestra lucha. Es un hombre miedoso, su determinación está enterrada bajo un cúmulo de palabras.
Beatrice apoyó el mentón en su pecho. La escuchó sollozar. El dolor la consumía.
—Qué me quieres decir, Ezio. Estoy... —susurró—. Estoy demasiado cansada...
—Si me hubieras escuchado antes, hermana, Angelo seguiría aquí. Podríamos haber convertido a más almas. Aquellos que mataron a tu hijo podrían haber estado de nuestro lado si nos hubiésemos atrevido a salir de ese estúpido escondite. Podríamos haber reescrito el destino de Angelo actuando con antelación. —La agarró de los hombros acrecentando la intensidad de su discurso—: ¡Ahora podrías tener a tu hijo en tus brazos! ¡Angelo estaría vivo si no hubiéramos hecho caso al miedo!
—¡Qué...! ¡Basta, Ezio! ¡Basta! —Ahogó un grito entre los labios fuertemente encogidos.
—¡Fausto escribió el destino de Angelo, y ahora quiere que lo olvides!
Beatrice lo miró alarmada.
—No... Él no...
—¡Lo he escuchado, hermana! —vociferó—. No lo niegues, no intentes defender el dolor que Fausto te está provocando. Él quiere que olvides a tu hijo.
—Eso es una burda mentira —negó, pero su voz tomó un matiz dudoso.
—¿No? ¿Y por qué quiere reanudar las reuniones al mes de su fallecimiento? ¿Por qué actúa como si no hubiera ocurrido una tragedia? ¡Se mantiene en las sombras ignorando a los asesinos de su propio hijo! ¿¡Por qué lo justificas!? —la increpó—. ¿No deseas vengarte, hermana? ¿No deseas eliminar a la escoria que se ha llevado a tu hijo? Porque es eso lo que escuché salir de tus labios esa noche.
—Yo... No sabía lo que decía... —Beatrice apretó los párpados. Las lágrimas franquearon sus labios—. Yo solo...
—Lo he visto —le dijo Ezio—. He visto a Angelo.
Beatrice se enderezó contra el muro, desbaratada por las sensaciones de un duelo agónico y la confusión que su hermano despertaba en sus recuerdos.
—Lo he visto en el cementerio, y he prometido que le vengaría. Y también que te ayudaría, hermana. ¿Y sabes qué ha hecho? —Ezio dibujó una febril sonrisa—: Reír, reír con esa voz dulce y angelical que tiene. ¿Te acuerdas, Beatrice? ¿Te acuerdas de su risa?
—Nunca podré olvidarla... —sollozó.
—Pero lo harás.
La firmeza de Ezio le originó un alarido de rabia.
—¿¡Cómo puedes tener el valor de decirme eso!?
—Porque es lo que Fausto quiere —le hizo frente—. Y cuando nos toque retornar a este mundo, Angelo no vendrá con nosotros. Su conciencia no estaba perfeccionada como para emprender ese viaje. Tú regresarás, yo también, y tu marido, pero no Angelo. No tu razón de ser. Él siempre se quedará en ese universo aparte, flotando con las almas de jóvenes y primerizos que no han podido vivir.
—Ezio... Por favor, no puedo escucharte más. —Se zafó de sus manos y resguardó la cabeza entre las piernas—. Me estás... me estás alterando.
—Hermana, ven. —Sin que opusiera resistencia, la ayudó a incorporarse y la arropó en un cariñoso abrazo—: Voy a vengar tu dolor, y comprobaremos entonces quién de verdad amaba la vida del pequeño Angelo.
Una risa lánguida colmó la oscuridad del callejón.
—Fausto no te lo permitirá —le avisó, sabiendo que una confrontación con Ezio era jugar a perder.
—Fausto ya es historia. Para mí, para ti. —La estrechó intensamente—. Para Angelo.
—¿Para mí? Amo a ese hombre. —Beatrice se apartó. Anduvo unos pasos dándole la espalda—. No puedes pedirme que le olvide.
—Pero también le odias —manifestó lo que no se atrevía a expresar—. Él reprime tu necesidad de hacer justicia.
La ausencia de respuesta supuso un cabeceo de Ezio.
—Le odias —consolidó su creencia.
—... ¿Le odio? —dudó de sí misma—. No, no puedo odiarle. Él y yo... él y yo lo somos todo. Me dio voz cuando nadie quiso hacerlo.
—Te dio voz, pero pretende encadenarte como hicieron mamá y papá. ¿No lo ves? ¡Te niega la venganza de tu propio hijo! —machacó una vez más. La agarró del hombro y la enfrentó a su rostro—. ¡Oprime lo que sientes aquí! —Golpeó con delicadeza el corazón de su hermana—. Quiere imponerse sobre ti, hermana, adiestrarte según su ideal, y no te permite librar esta lucha a tu manera. ¿Eso es justo?
Beatrice trató de liberarse del abrazo de su hermano, pero este la comprimió sin escapatoria. No iba a dejarla marchar hasta que entendiera lo que ella misma se empeñaba en negar.
—Fausto quería a Angelo, le quiere —murmuró.
—Le quería, sí, pero ahora pretende olvidarlo y obligarte a ti también —le susurró al oído. Quería que entrara en razón, que su verdad encajara en la visión nublada de Beatrice. Quería abrirle los ojos. Sabía que estaba siendo cruel, pero era la única estrategia contra una mente condenada a la negación—. A él también lo oí el otro día. Él no te entiende.
—Fausto también está roto.
—No, Beatrice. Dime, ¿qué es lo que te pide el corazón? —La miraba a los ojos con aquel brillo incendiario. Una sintonía capaz de arrastrarla al mismo estado de enajenación—. ¿Qué es lo que anhela en este momento?
Incapaz de luchar contra la absorbente energía de su hermano, Beatrice se desplomó en sus brazos.
—Dímelo. Qué deseas.
—... Quiero a mi hijo...
En un alarido desolador, Beatri se acurrucó en el torso de su hermano. Sus rodillas ya no la sostenían en pie. Ezio era quien la enderezaba, y sería su sujeción tanto tiempo como fuera preciso.
—Pero a él ya lo has perdido, te lo han arrebatado. Qué vas a hacer para ponerle solución —le desafió—. Qué vas a hacer por Angelo.
—... Fausto no quiere...
—¡Olvídalo! ¡Hermana! —Elevó la cara de Beatrice a su nivel—. Fausto es tu opresor, quien te enjaula en sus creencias sin capacidad de decisión. Otra vez quieren elegir por ti. No pienses en él por un segundo, ten en mente solo a tu hijo, a Angelo, ese precioso crío rubio que tanto te quería. Dime, Beatrice, sin Fausto, ¿qué harías?
Ezio había logrado enredar la mente fatigada y herida de Beatrice. El amor del hombre con el que compartía la pérdida de un hijo adquiría la forma de un cesarismo que la forzaba a pensar, sentir y actuar como otro creía correcto. ¡Ella era libre!, se gritó a sí misma. Había luchado por ello, y ahora querían coartarla, negar su dolor, reprimir lo que verdaderamente quería hacer.
Amaba a Fausto.
Pero el odio lo oscurecía todo.
La muerte de Angelo la había convertido en una mujer rota. Y Ezio la entendía. Le proporcionaba una vía de escape a su dolor.
—¿Qué harías? —retomó Ezio, consciente de que sus palabras habían calado en Beatrice.
—Limpiar este mundo corrupto —murmuró.
Ezio sonrió.
—Y sabes por quiénes hay que empezar, ¿verdad?
La observó asentir.
—Lo dejo en tus manos. Y cuando lo encuentres, hazme un favor. —Ezio le apartó unos mechones tras la oreja y esperó a que prosiguiera—: Quiere que lo utilices como mensaje para Fausto. De mi parte.
Actualmente, 1959...
En el balcón con vistas a la playa, Ezio aguardaba una confirmación. El teléfono sonó una vez. Sus nervios no postergaron la espera a un segundo timbrazo.
—Capri.
—¿Capri?
—Piensan concentrarse todos en la isla —informó Giulio, agazapado en el despacho de casa de Lenna—. Hay una villa donde se alojan más miembros, y van a reunirse los de ambas casas. También los que hemos viajado desde Nápoles.
—Aguanta hasta que consigamos hacernos con una invitación. —Rio entre dientes—. Entretenlos.
—¿Y cuando me descubran? —inquirió sin una muestra de temor.
—Sé tú mismo —le premió Ezio—. Haz lo que te gustaría hacer.
—Puedo matarlos.
—No a Fausto —demandó ásperamente.
—No lo tocaré. No tardéis, el americano que viaja con nosotros...
Ezio apretó el asa del teléfono. Aquel desagradecido escritor se había convertido en un incordio.
—Creo que me ha reconocido en el barco. Sospecha algo, y es listo.
—No te preocupes. Pronto acabará todo.
—Tengo que colgar, se aproxima alguien.
Se giró hacia la cama desde donde Beatrice atendía la conversación telefónica.
—Hermanita, tu venganza comienza ahora.
Ezio acarició el uroboros tatuado sobre el nido de picotazos de su antebrazo. Simbolizaba un pasado atroz. Su locura. El uroboros sepultaba la mutilación de su carne. El dragón que se mordía la cola, entre las decenas de mensajes cifrados que había estudiado, representaba el retorno a una vida sin humillación. En aquel momento lo supo; estaba sufriendo una metamorfosis, un ascenso superior de su ser, un paso de nivel. Nada ni nadie iba pararle.
No obstante, su visión incluía una variación. Lejos de una repetición constante, el retorno suponía un crecimiento. Él había visto la verdad del mundo. El cambio llevaba su nombre.
La segunda cuestión por la que había escogido al uroboros la dotaba de mayor relevancia: con el dragón en el cuerpo, Beatrice jamás olvidaría la pérdida de su hijo. Multiplicaría el dolor y el odio hacia Fausto, y así solo lo escucharía a él. Sería su guía, su remanso de paz en el sendero de espinas.
Esa noche, borrarían a las Sirenas de la faz de la Tierra. Nadie las recordaría; un grupo encerrado y coartado por su líder era igual que historia antigua no escrita.
El atentado en la plaza sería un grano de arena en comparación con las montañas de caos que iban a propagar.
Era hora de que el mundo probara de su propia medicina.
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Créditos imagen: Elena Masci
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