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Capítulo 27. Cambio de destino

—¿Dónde nos reuniremos?

Guido hizo un alto a la entrada del despacho donde Fausto vagaba con la vista enfocada en las líneas del suelo. La voz del exmilitar tardó en hacerle salir de sí mismo.

—La villa de Capri es más grande.

—Quieres utilizar la villa de Dionicio como refugio —concretó Guido la respuesta.

—Es lo más razonable. Hay habitaciones para todos y el estudio que poseen es lo suficientemente grande como para que los pocos que estemos podamos reunirnos y resolver esto.

Guido lo siguió con la mirada sin desplazarse de la puerta.

—Habrá que avisarles —decidió—. Si no podemos contactar por teléfono y tenemos que aguardar a los rezagados, alguien debe hacerles una visita.

—Lo sé, lo he estado meditando.

Fausto se había encerrado en el despacho con una densa negrura acosando sus espaldas. La imagen de Angelo en brazos de su esposa se materializaba por todos lados. Escuchaba el susurro de su nombre, los gorjeos de su pequeño ángel. Y a un palmo de distancia, las dos figuras a las que tanto amaba se transformaron en una nube espesa y tenebrosa. Beatrice ya no portaba a su bebé, sino unas mantas vacías. Su rostro escuálido y desencajado imploraba una explicación a su dolor. La duda entonces merodeaba, dueña y señora de sus decisiones, y la balanza viraba sin control entre sus dos polos: ¿la decisión que tomó hace años había sido la correcta o fue su ego el que impuso esa realidad?

«¿Por qué ella no pudo superar la muerte de Angelo? —se preguntaba—. ¿Qué nos hacía diferentes?».

Mentalizado en el proceso que surcó en solitario, la tétrica sombra de su esposa se desvanecía. Aquel escueto momento de paz le dio espacio para centrarse en aquello que los había llevado a Sorrento: debía resguardar a sus amigos antes de otro ataque. Y Capri era la solución. Sus especulaciones sobre aquel destino, no obstante, eran dobles: Capri contaba con otra sorpresa.

—Iré yo —articuló Fausto descansando contra el escritorio. Sabía que Guido no aceptaría su petición a la primera. Rebuscaría en el porqué de su elección, y sus resistencias estaban al mínimo para encarar la ruda sinceridad del militar.

—¿Tú? —Guido lo ojeó, receloso—. Me parece más adecuado que seamos Marcello o yo los que viajemos a Capri.

—Es mi responsabilidad. Soy yo quien debe ponerlos al corriente de la situación. Ya les habrán avisado del atentado y estarán esperando a que yo me dirija directamente a ellos. No conocen toda la historia.

—Es cierto, no tienen conocimiento de que escondes a una copia de Beatrice contigo —espetó sin rodeos—. ¿Y vas a ir tú solo?

—He estado pensándolo mucho... —Deslizó los dedos por la superficie de la mesa con la mente en otra parte. Su aspecto laso contrajo la vigorosa mandíbula del exmilitar—. Creo que no.

—Elige muy bien a quién llevarás contigo. Es posible que allí arriba les des un susto de muerte. Puede que no se lo tomen tan bien como nosotros.

—Siempre con tu análisis de conducta, ¿eh?

Guido no modificó su glacial escrutinio.

—Pienso como un soldado. Actúo como un soldado —corroboró su observación—. Y por tu actitud, infiero la identidad de la persona que amenizará tu viaje. Solo te pido que tengas cuidado. Ahora mismo estamos desprotegidos en el frente de batalla. Debemos reconocer y grabarnos a fuego todos los puntos ciegos del tablero. Más aún; hay que determinar de antemano quiénes son aliados y quiénes no.

—Ella lo es.

—Porque tú quieres creerlo así.

—¿Es que no has tratado con ella estos dos días?

—He tratado con una de las caras de esa mujer —puntualizó—. Dame un día entero y sabré todo lo que esconde.

Fausto giró sobre sí y enfrentó a su compañero con la severidad alterando su escuálida faz.

—No voy a permitir que la interrogues, Guido. Ni se me ha pasado por la cabeza. Es una invitada, una protegida, no una prisionera.

—Me consta que ella no lo veía así —rememoró la presentación del día anterior—. Si no recuerdo mal, mencionó algo de que la obligasteis a estar aquí, a ser una sirena.

—Las cosas han cambiado —le rebatió.

—Y tú te has encargado de que ocurra, ¿verdad?

—¿¡Por quién me tomas?!

El arrebato airado de Fausto no desestabilizó el autodominio mecánico de Guido. Guardó reserva mientras lo observaba luchando por serenar un ánimo trastocado por las circunstancias.

—Por un hombre que ansía recomponerse —matizó.

—¿Y no me habéis estado echando en cara todos estos años mi negativa? —Se agarró al filo del escritorio. La sensación de que, hiciera lo que hiciera, alguien señalaría sus errores, menoscababa su paciencia—. ¿Ahora ya no os parece adecuado que yo también necesite sobrevivir?

—Lo malo no es reconstruir los pedazos rotos para volver a ser quien eras —contrapuso Guido—, lo malo es cuando lo haces a costa de otros.

—¿A costa de otros?

—De otro hombre —especificó.

—Ya. —Fausto agachó la cabeza. La coleta bailó sobre su hombro junto a unos mechones que opacaron una porción de mejilla—. Esto no estaba en mis planes.

—Ten cuidado, Fausto. No te entrometas en una vida en la que no eres bienvenido.

—¿Y si ya no puedo dar marcha atrás? —murmuró.

Guido despidió un soplo de aire sin que su semblante mutara. La mirada terriblemente esperanzadora de Fausto deshacía su iniciativa.

—Entonces, tienes un grave problema.

~

Aurora se instaló en la cala de las sirenas con la libreta y la estilográfica en mano. Eran su arma. En un momento donde todo escapaba a su control, asumió el reto de perfilar cada roca, ola y haz de luz que luego tomarían vida propia en su novela. Bajo numerosos párrafos con anotaciones y descripciones, esbozaba un diseño poco refinado del entorno. Sus dibujos solo originaban un asentimiento desdeñable de quienes los hojeaban. Medianamente aceptables, eso le bastaba. Había retratado el atardecer de Bar Harbor en decenas de ocasiones, y la de Sorrento, con las historias que resucitaban al pueblo de sirenas, la había conquistado.

—No me fio de sus intenciones.

La afilada voz de Lia pilló a Aurora desprevenida. Despacio, con la expectativa de una desavenencia arriesgada en la soledad de la cala, colocó el cuaderno cerrado sobre su regazo y tornó hacia ella.

—Tendrá sus razones —le respondió, mentalizándose en usar un tono neutral—. No soy quién para hacerle cambiar de opinión, pero le aviso de que las suposiciones que haya hecho son falsas.

—¿Eso cree? ¡Ja! —disintió, furibunda—. Nos va a traer problemas.

—Los problemas ya los tienen.

—Fausto la ha traído aquí, y eso va a suponer nuestra muerte. Tenemos entre nosotros a la réplica de su esposa. ¿Sabe qué significa eso? Celos —expuso antes de que Aurora pudiera contestar—: Celos.

—¿De Beatrice?

—Usted se ha entrometiendo entre ellos. —Lia se cruzó de brazos—. No conoce a Beatrice; conseguirá que arda Troya, y que todos nos quememos con ella.

—¿Tan segura está de que el sentimiento es recíproco?

—La venganza no entiende de corazones rotos. —El azul de su iris, claro como el de las nítidas aguas de Sorrento, fulminó a Aurora—. Yo pensaría qué es lo que más le conviene. Fausto no podrá resistirse mucho tiempo. —De golpe, la atrajo hacia sí agarrándola del antebrazo—. ¿O ya le dio lo que necesitaba anoche?

—Intuyo que eso le habría gustado. —Descolocada, Aurora se liberó de una sacudida y enfrentó la sonrisa arrogante de la italiana—. Que Fausto y yo nos acostáramos. Así tendría una excusa para que todos lo culparan de llevarlos a la ruina, ¿no? Pero no entiende una cosa, Lia. No entiende que tengo voz y voto propios, y que todo lo que ustedes puedan decir son solo palabras vacías. Yo decido lo que más me conviene, al igual que Fausto. Si tanta fe tuvo en él como para que le tatuaran la sirena, no debería hablar a sus espaldas como si fuera un hombre que ha perdido la razón.

—¿¡Se atreve a acusarme de enturbiar su imagen?!

—Usted lo está haciendo conmigo. No veo la diferencia.

—Está metiéndose en terreno peligroso —le advirtió.

—¿Qué ocurre aquí?

Fausto las contemplaba desde el final del sendero de piedras. En la cima, había distinguido la figura de Lia abordando a Aurora. Se temió lo peor. Lia era del tipo de personas que avivaba las discusiones. Aun con el paso de los años, cualquier cambio en la red de seguridad donde se movía era sinónimo de amenaza.

—Solo charlábamos.

—No sé por qué me cuesta creer eso de ti.

—Es cierto —confirmó Aurora—. Solo eran palabras sin importancia.

Fausto miró a ambas mujeres. Lo que hubiera ocurrido entre ellas no iba a salir de boca de ninguna.

—Si es así... —aceptó algo reacio—. Aurora, ¿podría hablar con usted un momento? Lia, por favor, déjanos solos.

—Por supuesto. —Al pasar junto a él, depositó un besó en su mejilla—: Te dejo con tu amada esposa —le susurró.

—Lia...

Apretó la mandíbula para contenerse mientras la vio encaminarse pendiente arriba. Por el rabillo del ojo cazó a Aurora recogiendo su libreta.

—Siento lo que dije antes —se disculpó Aurora—. No era mi intención hacerle daño.

—No tiene motivos. Puede que no estuviera desencaminada... Es posible que mi visión pecara de temeraria, o ambiciosa, para uno de los dos —asumió, divagando fugazmente en la vulnerabilidad de Beatrice—. Pero no es por ello que quiero hablar con usted —dijo al tiempo que se aproximaba a ella—. Me gustaría que viniera conmigo a Capri.

Aurora lo miró perpleja.

—¿A Capri? Perdone, siento negarme, pero deseo quedarme aquí y esperar al barco. A Ellery —precisó.

—Hemos decidido trasladarnos a la isla. La casa de Lenna no es lo suficientemente grande para todos. En Capri contamos con una de mayores dimensiones donde alojarnos sin problemas. Pero antes debo avisarles de los acontecimientos actuales.

—No voy a marcharme con usted, lo siento —rechazó.

—Es probable que el barco en el que viajan se dirija directamente a Capri. Dacio sabe que Sorrento es inviable.

—Usted lo ha dicho, es una probabilidad —se mantuvo firme—. Puede equivocarse.

—Si ese es el caso, volveremos —dispuso—. Le aseguro que no tardaremos más de una hora. Tengo que planificar una reunión urgente. Pero, además, hay otra razón para que desee que me acompañe.

—¿Cuál?

—La isla de Sorrento no es el único hogar de sirenas. La preciosa playa de Marina Piccola, en el contorno sur de Capri, rebosa de leyendas y mitología. Y es en la cima de sus acantilados donde se halla la preciosa villa donde muchos de nuestros miembros se resguardan en vacaciones, más los que viven en la isla. Mientras yo converso con mis compañeros usted puede visitar la zona. ¿Qué le parece?

Consciente de lo tortuosa que se le estaba haciendo la espera, la invitación de Fausto suponía una oferta tentadora. Una distracción con la que reprimir el nerviosismo y que, asimismo, le aportaría conocimientos sobre el entorno de la figura que se había adueñado del papel protagonista de su novela.

—¿Qué me dice?

Fausto le tendió la mano.

¿Podía negar una oportunidad como aquella?, recapacitó Aurora. La respuesta se la confirió el mismo hombre que se aventuraba a investigar la primera incógnita que aparecía en su camino sin apenas una breve reflexión. Se puso en la piel de Ellery, y se vio a sí misma emprendiendo un viaje por aguas italianas hacia los secretos que encerraba Capri. ¿Por qué iba a ser distinto para ella?

—Me ha convencido —dijo, y tomó la mano de Fausto—. Iré con usted a Marina Piccola. Pero —lo frenó al inicio del sendero— prométame que, si el barco no se dirige a la isla, regresaremos.

El italiano inclinó la cabeza y sonrió como garantía. La brisa marina agitó suavemente varios mechones dorados y potenció la calidez de su apariencia.

—Se lo prometo.

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