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Capítulo 26. El error de Orfeo

I don't want them to know the secrets

I don't want them to know the way I loved you

I don't think they'd understand it, no

I don't think they would accept me, no

Hurts like Hell - Fleurie

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El amanecer desvelaba la media luna de dos cuerpos abrazados en la cama. Hacía rato que Fausto observaba a Aurora dormir. En la madrugada, unos ruidos lo despertaron del sueño ligero en el que había caído. En su lado del colchón, Aurora murmuraba entre gritos. Vio su cuerpo estremecerse, las manos prensando la almohada hasta el punto de enrojecer. Recorrió la porción que los distanciaba y se inclinó sobre ella. Advirtió que unas lágrimas se escurrían por sus mejillas.

El pasado invocaba a Beatrice en sus noches de duelo, y no lo dudó. Se aproximó a Aurora y la envolvió contra su pecho. Situó la mano sobre aquella que se aferraba a la seguridad de un despertar y comenzó a acariciarla. Lentamente, el vigor de los dedos anclados a la almohada fue debilitándose. Su rostro se volvió liviano y los murmullos cesaron.

Con delicadeza, Fausto le apartó un largo mechón de la frente. En el corazón de la noche, sus ojos le traicionaron. Beatrice volvía a su lado. Volvía a su casa en Nápoles, a su dormitorio, a su cama. Viajaba en el tiempo junto a la mujer que una vez lo amó.

Tal vez fuera un iluso, un cobarde, pensó. Pero cómo negarle a su mente el placer de apreciar en la hermosa mujer que dormía a su lado una materialización de aquella por la que todavía moría.

La calidez que envolvía a Aurora la confundió al entreabrir los párpados. Repentinamente, los hechos del día anterior afloraron a la superficie. Consciente de los brazos que la abrazaban, reculó hacia la esquina al tiempo que se daba la vuelta.

—¿Qué se supone que estaba haciendo? —inquirió. Se recolocó el vestido que descubría más de lo que le hubiera gustado.

—Perdone, no era mi intención —se excusó Fausto mientras se posicionaba en el frente contrario de la cama—. A mitad de la madrugada comenzó a gritar en sueños. —Rodeó un cuadrante a la vez que ella—. Solo quería calmarla, y, en mi descargo, le diré que funcionó.

El rostro de Aurora pasó ágilmente de la desconfianza a la serenidad, asaltada por las noches donde el terror era su compañero inseparable, noches en las que Ellery le servía de regreso a la realidad.

—Debería haberme marchado hace rato. Será mejor que baje usted primero —contestó antes de salir del dormitorio—, no deseo malentendidos.

En el cuarto de invitados descansaba sobre la cama un vestido de tonalidad aguamarina. Con un ligero malestar en la boca del estómago, Aurora lo colocó en su antebrazo de camino al baño. Tenía claro que todos en aquella casa conocían ya de su escapada nocturna.

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—¿Una buena noche la de ayer?

—No ha sido precisamente agradable —respondió Fausto sin poder evitar que la impertinencia de Lia empañara su contestación.

—Por lo que veo esa pelirroja no te ha dejado jugar con ella...

—Entre Aurora y yo no ha ocurrido absolutamente nada —comunicó a la mesa, que seguía la disputa entre ambos—. Ella necesitaba respuestas y yo se las dí. Le conté... —Se aclaró la garganta—. Le conté quién es Beatrice.

—¡Fausto! —exclamó Lenna, y lo abrazó afectuosamente por la espalda—. Ha tenido que serte tan difícil...

—Nunca me es sencillo hablar de esa época. —Forzó una sonrisa—. Pero se lo debía.

—¿Y luego? —instigó Lia.

—No te concierne —concluyó—. Pero ya que estáis tan preocupados por mí, os sacaré a todos de dudas. Nos hicimos compañía.

—Y muy bien que has hecho —lo apoyó Lenna sentándose a su lado—. Ambos lo necesitabais.

—Hay muchos tipos de compañía. —Lia no se dio por vencida. Dejó la taza en la mesa y se acodó en dirección a Fausto—. Supongo que la compañía que tú tuviste anoche fue extremadamente dura de soportar. Ya sabes, el deseo no siempre se puede controlar.

—Lia... —le advirtió Francesca mientras mecía al pequeño que dormía en su regazo.

—Piensas muy mal de mí.

—¡Qué va! —Lia se echó a reír—. Pienso que eres como cualquier ser humano necesitado de un poco de amor. Tener pareja no ha sido ningún inconveniente para multitud de hombre y mujeres a lo largo de la historia.

—Lia, cállate un rato. —La voz de Guido se hizo oír desde el extremo distal de la mesa—. Fausto es un hombre noble, no obligaría a nadie a hacer nada que no quisiera. —Dictó una expresión rigurosa en Fausto para que captara el mensaje y regresó a Lia—. Es esa mujer la que tiene que decidir...

—¿Decidir qué?

Aurora cruzaba la puerta del salón. Por un instante, la imagen de Beatrice se materializó ante los ojos del grupo. Algunos cafés se atragantaron y algunas uñas se engancharon a la tela del mantel.

—Buenos días, Aurora —la invitó Lenna, haciendo una seña para que tomara asiento a su lado—. Coma, hoy nos espera un largo día.

—Es cierto —Guido alzó la voz, borrando de sus ojos la imagen de Beatrice—. En unas horas esperamos la llegada de algunos compañeros del Círculo que residen en Nápoles. El informante de Fausto avisó a los máximos posibles antes de partir. Ahora está descansando arriba, llegó bien temprano esta mañana. Pero aseguró que el resto estaría en Sorrento, como muy tarde, esta noche.

—¿¡Y Ellery!? ¿Sabe algo de él? —inquirió casi a voz en grito.

—¿Su novio? —clarificó, divisando fugazmente a Fausto—. Sí, sí, Dacio se encarga de su protección. Supongo que vendrá con él hasta Sorrento.

—¡Gracias, gracias! —Aurora se llevó las manos al pecho. Sus ojos relucían, ligeramente embadurnados por lágrimas de alivio.

—Coma, Aurora —insistió Lenna, consciente del rostro pálido y aciago con que Fausto la contemplaba—. Ahora que sabe que su pareja está en perfecto estado, debe reponer fuerzas. La noticia de Guido le habrá hecho recuperar el apetito.

—Hasta que no lo vea en persona, no lo creeré —contestó, pero un atisbo de felicidad enturbiaba su voz.

—Tome al menos unas magdalenas. Son caseras. —Lenna cogió una del bol central y la dispuso en el plato de Aurora.

Hizo el amago de probar el dulce, más por la gentileza de la dueña de la casa que por verdadero apetito. Desprendió un cuarto del envoltorio y dio un pequeño bocado. El dulce sabor azucarado le originó un cosquilleo en la lengua. Ese primer bocado dio lugar a un segundo algo más grande.

—Veo que le gusta —sonrió Lenna—. Pues tiene una cesta entera para usted. Está muy delgada, debe comer un poco más.

~

La mesa se fue desocupando al poco rato. Fausto y Aurora alargaban en silencio los últimos resquicios de café.

—Me alegro de que Ellery esté a salvo —comentó Fausto con la cortesía que se había prometido a sí mismo instaurar en la figura del escritor—. Debe echarle de menos.

Los ojos de Aurora permanecían fijos en las ondulaciones del café. Asintió.

—Como nunca imaginé que podría llegar a sentir.

—Es extraordinario, ¿verdad? El amor, me refiero —aclaró al recibir una mirada interrogante de Aurora—. Es algo que todos anhelamos sentir en algún momento, pero a veces tan pesado que tiene la facultad de hundirnos.

—Yo no lo veo de tal forma. —Aurora consiguió que la observara con interés—. Cargamos con aquello a los que nos aferramos y que no dejamos ir, eso es lo que termina pesando. Lo que siento por Ellery, y más ahora, es doloroso, sí, pero también alentador —expresó—. Sucesos como el de Nápoles te obligan a darte cuenta de que, por muy malas que fueran las cosas en el pasado, un arrebato de enfado no puede borrar lo que esa persona te hace sentir. Echas en falta todo de él. Y te dota de una fuerza que ni sabías que tenías para continuar luchando.

—Entiendo la sensación. —Fausto se recostó en la silla e inclinó la cabeza. Sus ojos habían viajado hacia el techo—. Creo que cualquier enamorado que haya encontrado su yuanfen lo ha experimentado alguna vez.

—¿Su yuanfen?

—Hay muchos nombres para lo mismo. Puede llamarlo bashert, o también almas flamas. Elija la terminología que elija, comprende el mismo significado: amores predestinados.

—¿Beatrice es su alma gemela?

—Lo supe la primera vez que la escuché hablar. Casi no veía su rostro en la oscuridad de la sala, pero sus palabras, sus valores, accionaron algo dentro de mí. —Sus labios se entornaron con el recuerdo. Aquel primer encuentro había quedado reducido a escombros—. Supe en ese momento que estaría conectado a esa mujer de por vida.

—Tanto en el amor como en la guerra —juzgó en voz queda.

—En el amor y en la guerra —admitió Fausto—. Mi amor por Beatrice no ha desaparecido, no soy nadie sin ese sentimiento. Nos hemos enfrentado como bestias, pero nada de lo que ha ocurrido entre nosotros ha tenido el poder de borrar lo que ella me hacía sentir.

—A eso los terapeutas lo llaman dependencia emocional —interpretó Aurora con un deje intencionado.

—El apego y la dependencia tienen raíces en un sentimiento de incompletitud —precisó con tono aleccionador—. Cuando se experimenta una pérdida trascendental, como la de un amor, en ocasiones se tiende a buscar otros objetos, personas o relaciones que reparen esa brecha. Si le soy sincero, yo no he conseguido encontrar ni llenar ese hueco con nada ni con nadie. Beatrice tiene su propio lugar acomodado en mí.

—A mi parecer, es algo muy triste —manifestó su apreciación.

—Dicen que solo aquellos que han visitado lo más oscuro y recóndito de sus almas pueden estar abiertos a las verdades que el mundo les ofrece.

—¿Y usted cómo lo ve?

Sus ojos transitaron la tela de la mesa hasta enfrentar los de Aurora.

—Creo que yo he sufrido esa desgracia. Aunque preferiría haber esperado un poco más en descubrir su grandeza. —Su tono libre de molestia los llevó a compartir una risa sincera—. Un alma malaventurada tiene el don de admirar la magia que desprende el mundo, pues cualquier hecho positivo es como un faro en la negrura que lo alumbra todo.

Aurora se entretuvo removiendo la cucharilla del café. En la imagen difusa que reflejaba el metal centelleó una réplica de la mujer creadora del caos.

—¿Cómo era Beatrice? —se envalentonó a preguntar.

Fausto cargó la pesadez de su cuerpo en la madera y se recogió algunos mechones de la coleta.

—Beatrice procedía de una familia pudiente —reconstruyó las vivencias de su esposa—. A diferencia de lo que ella deseaba, crecer como persona, cultivar su mente, sus padres le cerraron las puertas a una vida de conocimiento. Es una mujer con un alma curiosa, y no poder saciar ese ímpetu le frustraba enormemente. Su futuro se vio eclipsado por la función encomendada de cuidadora de su hermano Ezio, cuyo comportamiento destructivo le había supuesto alguna que otra noche en el calabozo. Beatrice le aprecia mucho, aunque parezca imposible —afirmó al semblante irónico de Aurora—. El escaso afecto de sus padres forjó una estrecha relación fraternal, y el último arresto de Ezio por el que fue recluido en un psiquiátrico llevó a Beatrice a hacer lo imposible por obtener su tutela. ¿Sabe? Siempre me contaba con una sonrisa las escapadas con su hermano. Cuando salían a pasear, se perdían en las bibliotecas de Nápoles hasta el cierre. Estaba decidida a crecer a espaldas de aquellos que querían cortarle las alas.

—¿No trabajaba?

—¿Y que conversara con personas que podían abrirle los ojos a otro mundo? —cuestionó Fausto—. Sus padres no lo iban a permitir.

—Entonces, ¿cómo se unió a ustedes?

—Por Ezio. —Espiró con abatimiento—: Él quería a su hermana, y era consciente de lo que sufría encerrada en un contexto que despreciaba sus capacidades.

Aurora se mantuvo callada. La severidad que teñía sus facciones presionó a Fausto a continuar:

—Ezio detestaba no tener la fuerza necesaria para confrontar a sus padres. Así que tomó la decisión de servirle de puente, a su manera. —Fausto la miró de soslayo—: Lo quemó todo.

—Los mató... —dedujo de sus palabras.

—Para él representaban un estorbo en el crecimiento de su hermana y el suyo propio. No los querían, y ellos tampoco.

—¿Cómo pudo permitirlo Beatrice?

—Ella no estaba cuando sucedió —absolvió de aquel despreciable hecho a su esposa—. Beatrice pilló a Ezio arrojando a la basura las medicinas que contenían sus arrebatos de euforia, y no tuvo más remedio que ir en busca de ellas antes de que sus padres se dieran cuenta. No deseaba que volvieran a encerrarlo. Pero aquello no era más que una estratagema de Ezio —le explicó—. A su vuelta, el fuego devoraba la casa. Creo que puede imaginar cuál fue la reacción de Beatrice. Los bomberos y la policía tuvieron que contenerla. Le informaron de que uno de los cierres del gas no estaba bien asegurado. Lo que originó la denotación fue una colilla hallada en el sofá, sospechaban que de los puros que su padre solía fumar. Lo arrasó todo. Solo quedaron cenizas.

Aurora se retrajo en la silla. El atentado en Nápoles era solo una muestra de la maldad del hombre que regentaba el segundo puesto de los Uroboros.

—Beatrice sabía que había sido cosa de Ezio —prosiguió Fausto—. Pero era su hermano, su hermano enfermo, y lo había hecho por ella, por ellos.

—¿No alertó a la policía?

—Era su hermano —redundó—. Enterraron dos ataúdes vacíos. A partir de ese momento, eran libres. Y Beatrice emprendió la vida que siempre había soñado.

—De lo malo siempre se saca algo...

—Las cadenas de sus padres ya no estaban. Pudo crecer como persona —quiso que comprendiera al percibir su resentimiento—. Lamentó la muerte de sus padres, pero más lamentaba ser un pájaro enjaulado. Y así descubrió nuestro grupo, al sentir que tenía al alcance de su mano lo que le habían prohibido. Así nos conocimos.

—Y aun contándole todo esto, permitió que en su grupo campara a sus anchas un asesino.

—Un enfermo mental, Aurora —corrigió la expresión.

—Bueno, su enfermedad no es un obstáculo para diferenciar entre lo moral o no de sus actos.

—Su enfermedad no, pero sí el entorno en el que vivían, opresivo y limitante. Sus delirios de grandeza eran menguados por sus padres. Para Ezio, debían desaparecer. Era incapaz de controlar sus actos.

—¿Y eso no le aterraba?

—¿Qué vida no lleva consigo tintes de una maldad que a más de uno nos sobrecogería? —se vio a sí mismo excusando al hombre que le había arrebatado su felicidad—. Beatrice y yo intentamos manejar su enfermedad, y por un tiempo lo conseguimos.

—Pero su excentricismo no cesó.

—Ni mucho menos —le dio la razón—. Pero lo sosegábamos todo cuanto podíamos.

—Hasta que Beatrice se dejó atrapar por la creencia delirante de su hermano.

—Fue su modo de enfrentar la pérdida. —Fausto posó los ojos en la taza vacía. Su expresión dibujó unas demacradas líneas hundidas—. Pero no niego que Ezio fue quien dio rienda suelta a su verdadera motivación.

No quiso rebatirle. La melancolía que Fausto desprendía le hizo callar. Con un suspiro en los labios, tomó la taza entre las manos.

—Yo no soportaría un amor así —juzgó.

Se levantó y colocó las sobras del desayuno en el fregadero. Fausto, tras tomar en consideración la respuesta de Aurora, la ayudó con la vajilla.

—Eso lo dice porque no lo ha experimentado. Y ojalá no lo haga. —Rio a media voz, alicaído—. Pero si te encuentras en la tesitura de enfrentar a tu alma gemela, no ves otro remedio. No importa el dolor, no importa las veces que te digas que no es lo correcto. Por una vez, el corazón y la razón coinciden en el rumbo a tomar.

El ruido del agua contra los platos enjabonados escribió una pausa en la conversación.

—Su relación con Ellery —dijo mientras se secaba las manos en uno de los trapos de la encimera—, ¿no siente que sea predestinada?

—No sé si eso existe. —Aurora se apoyó en la isleta de la cocina—. Pero sé lo que siento por él. Ese escritor y yo llevamos mucho tiempo juntos.

—¿Nunca se han separado?

—Durante bastantes años sí.

—¿Puedo preguntar cuál fue el motivo?

—Egoísmo —respondió—. Cabezonería, terquedad. Escoja la que prefiera.

—¿Amor?

Ella sonrió.

—Y amor —reconoció.

—Entonces entre ustedes no hubo solo amistad.

—Estaba claro que no —rio—. Yo quería ese algo más. Y Ellery también, pero el miedo hizo que eligiera el camino más complicado.

—Intuyo que usted también estaba asustada —opinó Fausto—. Ninguno encaró al otro con la verdad.

—Cierto, pero el mío era distinto. Temía no volver a saber nada de él, y, aunque hice todo lo que pensaba necesario para que eso no ocurriera, me salió todo al revés. —Se tapó el rostro con la palma de la mano y negó entre risas—. Mi miedo me impedía ver el suyo. Y con el paso del tiempo se transformó en una emoción mucho peor.

—Odio —adivinó.

—Ajam.

—¿Por parte de ambos?

—Estoy segura de que solo yo lo sentía.

—¿Usted? —Fausto la estudió prudentemente—. Me cuesta verla así.

Aurora enarcó una ceja.

—Será porque no me conoce realmente.

La quietud de sus miradas duró unos segundos.

—Todo ese odio tendría una justificación —la indujo a continuar.

—Oh, sí, créame que sí —garantizó—. A un malentendido se le sumaba otro, y al final creamos una montaña de recriminaciones que no nos dejaba ver lo que había detrás.

—Y el tiempo puso las cosas en su lugar.

—Fue bonito darnos cuenta de que no habíamos olvidado ese sentimiento. —Las imágenes de hacía un mes en el jardín de la casita costera todavía le causaban un plácido estremecimiento.

—Tienen una historia de amor preciosa. —Fausto se acomodó a su lado—. Me recuerda, si me permite el paralelismo, a la historia de amor de Eros y Psyche.

—¿Así nos ves? —Aurora rio ante la comparativa que había utilizado—. No sé si llega a tanto.

—Depende de la metáfora que utilice para simbolizar su historia. Ustedes han pasado por muchas trabas y equivocaciones, y siguen juntos. El amor que se tienen cierra las heridas del pasado y une sus vidas.

—Supongo entonces que habrá meditado sobre la suya propia. —Dobló los labios, dubitativa—. ¿Cuál cree que representa su relación?

—Dígamelo usted.

Aurora negó rotundamente.

—Prefiero mantenerme al margen.

—Yo sé cómo veo la relación a mis ojos, pero me gustaría escuchar la perspectiva de alguien ajeno que no ha convivido con nosotros. Y usted no puede ser más imparcial.

Vaciló unos segundos.

—De acuerdo... —Aurora se detuvo a pensar—. Si tuviera que hacer referencia, como usted, a un mito griego... Diría que podría equiparar su historia, al menos cierta parte de ella, a la de Orfeo y Eurídice.

—Un extraño símil —valoró—. Me gustaría que me lo explicara.

—No sé si...

—Adelante.

—Esto me va a costar caro... —Aurora rehuyó cuidadosamente su mirada—. Según el mito de Orfeo y Eurídice, cuando ella murió y descendió al inframundo, Orfeo trató de salvarla. —Fausto asintió, conocedor de la leyenda—: En su caso, diría que la muerte de Angelo pudo con las fuerzas de Beatrice. Ella se hundió en un infierno personal, y usted, aun en la misma situación, hizo lo posible por socorrerla. Al igual que Orfeo, recorrió la distancia en busca de la luz del sol, de un duelo compartido con su esposa. Pero Orfeo cometió un error; rompió el pacto que había sellado con Hades de no mirar a Eurídice hasta cruzar las puertas de su reino, y así Orfeo perdió al amor de su vida. Usted también cayó en la tentación —expuso—. Se enfrentó de lleno al dolor de Beatrice. Le impuso una visión de la muerte de su hijo que ella no podía aceptar, no al ser la pérdida tan reciente. Eso originó su caída. Su separación.

Levantó la vista hacia Fausto. Un vacío desgarrador nublaba su mirada.

—¡Lo siento! —Aurora quiso abrazarlo, pero el rostro desconsolado del italiano la retuvo—. Se lo dije, tendría que haberme callado...

—No, no, no se preocupe —trató de sonar sincero—. Es solo que... No... —Giró bruscamente la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada—. Nunca me vi en ese papel.

—Lo siento, no es eso...

—Por favor, discúlpeme.

Aurora se respaldó en la encimera al quedarse sola en la cocina. Como Ellery había comprobado en más de una ocasión, su franqueza podía llegar a ser despiadada.

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Créditos imagen: Roberto Ferri

Eros y Psyche*, aquí os dejo la historia: https://lamenteesmaravillosa.com/el-mito-de-eros-y-psique/

Orfeo y Eurídice*:  https://lamenteesmaravillosa.com/orfeo-y-euridice-un-mito-de-amor/ 

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