Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 22. El Círculo de las Sirenas

Principios de 1954...

—Gracias por venir.

Fausto reunió en el salón al escaso grupo que había accedido a su invitación. La mayoría había desistido. Pese a que le doliera, solo tenía palabras de gratitud para ellos. El problema le tocaba de lleno, no era responsabilidad de su familia el confrontar la ira de los dos hermanos.

—Ha llegado a mis oídos que Leonardo ha fallecido. —Acogió a Lenna entre sus brazos sentidamente. La escuchó aguantar un sollozo—. Lo siento con todo mi corazón, Lenna. Lo siento mucho.

—Yo también —susurró, limpiándose las mejillas con unos toquecitos de pañuelo—. Pero luchó por su vida, por la de todos.

—Lo sé, y le estaré eternamente agradecido.

—Todos lo estamos —mencionó uno de los presentes, un hombre ancho y musculado que ocupaba la sección central del sofá.

—Claro, Guido, todos. —Fausto debatió para sus adentros a lo largo de la estancia—. He tomado una decisión. Esto debe acabar, tengo que ponerle fin de una vez. No más muertes, no más peligro. Estoy cansado... —Se apartó los mechones sueltos de la coleta y atendió al corro de miradas—. No quiero veros sufrir, no puedo más. Me es insoportable. Yo he causado todo esto y no voy a permitir que continúe.

—Fausto, tú no has hecho nada —rechazó Lenna—. Todos sabemos que son Beatrice y Ezio los responsables de esta guerra, del terror que nos aflige. Ellos son los verdaderos culpables —redundó—, no tú.

—Lo que dice Lenna es cierto —corroboró otro hombre del grupo, alto y espigado, desde una esquina del sofá—. Todos aquí hemos sido observadores de tu abnegación a la hora de ayudar a quien lo necesita. No debes cargar con una culpa que no te pertenece.

—No te engañes, Marcello —contestó echándose a un lado, apesadumbrado—. Si la hubiera detenido desde el principio nada de esto habría ocurrido. No estaríamos escondidos con miedo a ser los siguientes, ni presenciaríamos impotentes los asesinatos de nuestros amigos, de nuestra familia.

—¿Detenido? Lo que se inició con la muerte del pequeño Angelo nadie podría haberlo parado —bramó la potente voz de Guido—. Todos lo sentimos en el alma, Fausto, pero si no hubiera sido la muerte de tu hijo, la división habría explotado por cualquier otro asunto. Estaba cantado. Los valores de Ezio siempre han sido extremadamente belicosos, violentos, para nada relacionados con los valores que respetábamos. Y Beatrice...

—No, por favor —interpuso una mano alzada contra su amigo—, no la nombres. Ella... ella es cosa aparte.

—¿Cosa aparte? ¡Ella es la dirigente de los Uroboros! ¡Matan en su nombre, en su honor! ¡Joder! ¡Les tiene comida la cabeza con ese estúpido retorno de almas a un mundo donde los demás somos una masa de huesos y ceniza!

—Todos pensamos igual —asintió la mujer menuda y rubia que acompañaba a Marcello—. Está utilizando las mismas tácticas que aquellos a los que tacha de escoria humana. Es una hipócrita que explota a sus seguidores para su propio fin.

—No es ninguna hipócrita. —Ante los ojos sorpresivos por el voto a favor de Beatrice, el italiano se recostó contra la pared—. Está encerrada en su dolor, es la salida que tiene para no dejarse morir.

Ho un diavolo per capello! —Guido enderezó su voluminoso torso en el sofá—. ¿Ahora defiendes a la mujer que te ha lanzado a los leones sin piedad?

—Solo es que... —Suspiró—. Comprendo el motivo que la ha llevado a esta locura. Y por eso os he reunido hoy aquí. No puedo seguir viendo lo que se está haciendo a sí misma, a todos nosotros.

—¿Y qué tenías pensado?

Fausto no se atrevió a mirarlos.

—Lo que me negué desde el principio —su voz flaqueó—: Luchar.

—¿Luchar? ¿Contra los Uroboros? —Lenna lo contempló asustada.

—¿Tú solo? —reaccionó Guido.

—Es mi deber.

—¡No vamos a dejar que luches en nuestro nombre! —Marcello también se levantó, encrespado por la noticia—. ¡Esto nos atañe a todos!

—Mi responsabilidad es protegeros. —Fausto los recorrió uno por uno. El afecto que sentía por cada una de aquellas personas dotaba de sentido a su iniciativa—. Yo siempre he defendido la vida, y lo que ellos están creando bajo mi nombre es todo lo contrario. Lo último que deseo es ver más vidas perdidas. Les haré frente en solitario. Estoy dispuesto a morir si es necesario.

—Tu deseo de terminar con esto y tu modo de solucionarlo... Sono come il diavolo e l'acqua santa! —Guido se asentó de una zancada ante Fausto y lo tomó del hombro—. Un escuadrón con un solo soldado es ridículo. El frente de batalla es un terreno en continuo cambio. Nada es lo que parece. A la primera de cambio acabarán contigo. Entonces ocurrirá lo que tanto temes. Nos quedaremos solos. ¿Así estaremos a salvo?

—Huid —resolvió simplemente—. Huid de aquí. Escondeos hasta que todo esto pase.

—Eso es peor que estar muerto —se opuso a desistir—. Y es lo que ellos ansían, que su palabra usurpe la nuestra. Fausto, si de verdad quieres luchar, tienes que liderar tu propio ejército.

—¡No quiero ejércitos, no quiero bandos! —expresó en alto, frustrado, rechazando el símil que lo encuadraba en el bando contrario de la batalla.

—Esto es una guerra —asestó Guido—, y tú contra decenas es algo disparatado. Debes pensar como un capitán, Fausto. Debes crear operativas seguras por toda Nápoles que maniobren según tu mando. Tú solo no sirves de nada.

—Haz caso a Guido —se unió Marcello a la propuesta—. Yo estoy contigo, Fausto, cueste lo que cueste. He visto a muchos de nosotros morir, y no voy a aguantar de brazos cruzados. No. Si quieres luchar, yo también.

—Y yo. —La mujer de cabello rubio se puso en pie.

—Yo también, Fausto. —Lenna los imitó—. Por ti, por todos los que quedamos, por Leonardo —sus ojos destellaron al pronunciar el nombre de su marido—, y por Angelo.

—No... no podéis hacerme esto...

Se vio obligado a encorvarse. La fuerte mano de Guido lo asió con fuerza y lo sostuvo. Su mirada transmitía un aliciente contagioso.

—¿Cuál era tu estrategia? —Marcello afianzó la ayuda del militar soportando a Fausto del otro hombro.

—Buscar dónde se refugian.

—¿Y luego?

—Luego... Yo... —La decisión que había tomado le parecía irreal, proveniente de un Fausto desconocido para él—. Yo...

—¿Serías capaz de matar a Beatrice?

Lenna verbalizó lo que su amigo no tuvo valor.

—¿Vas a hacer lo mismo que ellos?

—¿Y qué otra opción tengo?

—Luchar, pero por mantenernos unidos —Guido hizo alarde de un tono autoritario propio de sus tiempos en el ejército—. Reunir al grupo de nuevo, hacerlo crecer desde cero. Seguir expandiendo tu sabiduría para que llegue a más gente.

—Eso para qué me ha servido, Guido, para qué —murmuró, taciturno—. Ya has visto lo que he logrado propagando mi filosofía.

—Pero esto nos ha hecho más fuertes y precavidos. Si queremos parar esa muestra gratuita de sangre fría, lo único que tenemos en nuestra mano es abrir los ojos de aquellos a los que esa panda de locos quiere reclutar. Darles a comprender la estúpida lucha de Ezio y... y de ella —evitó pronunciar su nombre—. Ponerlos sobre aviso: con nosotros vivirán, crecerán; con ellos, su futuro está bajo tierra.

—No sé si tengo fuerzas para empezar de nuevo, Guido. Otro grupo... no me veo capaz...

—¡Ya lo hiciste una vez! ¡Lo creaste desde los cimientos! ¡Se unieron a ti al comprender lo que les hacías sentir! Has servido de luz para la oscuridad de muchos de nosotros, Fausto. Nos diste un valor que perseguir. Y volverás a hacerlo.

—Nadie que haya escuchado hablar de los Uroboros querrá unirse a una sociedad cuyos antiguos miembros compartían creencias.

—Solo hay que cambiar la perspectiva —subsanó Guido el problema.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Lenna.

Guido se situó a la derecha de Fausto y lo cazó de reojo.

—Si bien recuerdo, la violencia no es tu modo de aleccionamiento para la masa de ahí fuera, ¿verdad?

—Me conoces. Siempre he rechazado abiertamente el uso de la misma. Todos sabéis que era una de las normas que debía cumplirse para entrar. La guerra que estaba asediando Italia no tenía cabida entre las cuatro paredes que nos cobijaban.

—¿Y por qué?

—¿Por qué? —Elevó una ceja—. Porque toda vida humana es bienvenida. Ni una vida es simple o intrascendente. Todas, sean del matiz que sean, cuentan.

—¿Aunque estén cegadas? —repitió el calificativo de Ezio con virulencia.

—Aunque lo estén.

—Entonces ya has expuesto lo que aquí amparamos. Ese es nuestro fin, las bases del aprendizaje y el crecimiento están fundados en el decoro a la vida. Y no puede ser más distinto y contradictorio al de los Uroboros. Su meta es cercenar todo lo que no sea digno. La nuestra —rodeó a los más cercanos—, y la tuya, Fausto, es brindar por la vida. Y eso es maravilloso. —La voz de Guido desbordaba emoción—. Y tú vas a ser quien nos guíe.

—Yo...

—Necesitamos un símbolo que dé luz a nuestra nueva sociedad. Un símbolo antagónico al de esos malnacidos —sugirió.

—Estoy contigo —Francesca se sumó a la iniciativa—. Un símbolo que demuestre la significancia de la vida.

—Qué te parece —Guido atrapó a Fausto bajo uno de sus grandes bíceps y sonrió—, ¿estás dispuesto a capitanear esta nueva sociedad?

—Fausto —el médico se hizo un hueco frente a él—, lo necesitas. Todos lo necesitamos. El miedo nos ha dejado paralizados. Ya es hora de volver a resurgir.

El italiano anduvo meditabundo alrededor de la habitación. Cavilaba sobre la idea del exmilitar. Por un instante, todo parecía distinto, como si una solución esperanzadora se distinguiera en el horizonte. Matar para defender su ideal no era propio de él, le aterrorizaba el hecho de haber creído que podía mancharse las manos de esa manera. Él no era así. Y nadie lo obligaría a ello.

Unos golpes en la puerta lo sacaron del círculo que esperaba su respuesta. Un conjunto de diez personas aguardaba a la entrada. Identificó algunas caras amigas y otras tantas nuevas.

—¿Qué hacéis aquí? —logró formular.

El que defendía la posición central rebasó al pelotón y abrazó a Fausto.

—Somos la resistencia, amigo. Hemos venido a luchar a tu lado.

Muy lentamente, Fausto se giró hacia los compañeros que lo observaban desde el hueco de la puerta.

—Ya sabíais que aceptaría —les dijo, entrecerrando los ojos al percibir algunos cabeceos afirmativos.

—Te conocemos, como tú bien has dicho —contestó Guido—. Sabíamos que nunca nos abandonarías. Solo necesitabas un empujón. No estás solo en esto —señaló a los amigos que ocupaban la estancia y a sí mismo—, nunca lo estarás.

Tardó unos segundos en procesar lo que estaba ocurriendo. Ya no había vuelta atrás. Todos los que estaban en su hogar daban la vida por él.

—Tenéis razón —dijo de pronto—, como siempre. He sido un necio por querer luchar con sus mismas armas. Yo no soy así. No puedo. Pero sí está en mi mano proseguir con el objetivo que hace años emprendí en solitario. Y qué mejor que con vosotros a mi lado.

—¡Así queremos verte! —Lenna corrió a los brazos del italiano y besó su mejilla—. Leonardo estaría feliz de tu decisión.

—Nos falta un símbolo —entonó Marcello el punto a zanjar.

Fausto levantó lentamente la cabeza y divisó a cada uno de sus amigos. Sonrió:

—Yo tengo el símbolo perfecto. La Sirena.

—¿La Sirena? —Guido arrugó la frente y compartió un vistazo con aquellos más cercanos.

—El folklore de muchas culturas las ha representado como seres celestiales protectoras de almas. Cantaban para aquellos que perecían con la intención de calmar su angustia. Los acompañaban a su lugar de descanso —les explicó—. El símbolo de la Sirena como liberadora de las almas que los Uroboros han aniquilado.

—Mmm... Sirenas... —Francesca paseó hacia el italiano—. Me gusta.

Un murmullo de aprobación se expandió por la estancia.

—Entonces, está decidido. —Fausto se aferró a Lenna y la besó en la frente. Miró a sus compañeros—: Bienvenidos, amigos, al Círculo de las Sirenas.

En casa del médico...

—Fausto cuenta con grandes personas a su lado.

Ellery observó distraídamente el tatuaje de la sirena en la muñeca de Dacio. Ahora él también poseía ese símbolo. No deseaba ni había elegido pertenecer a aquella sociedad, pero entendía lo que significaba para todos, incluido para él.

Exterminar por la única razón de hacer pagar la sangre derramada solo ensuciaba el espíritu de una hueste que se creía diferente y que, sin embargo, acababa aferrándose a las mismas acciones que censuraban. Un hecho tan hipócrita como la felicidad de contemplar a un asesino en su último aliento mientras se le señalaban las muertes que había llevado a cabo. Esa parte de divina inocencia con la que toda persona nacía y que orgullosamente creía mantener indemne se esfumaba al elogiar unos actos como aquellos.

Alguna que otra vez aquel pensamiento había tomado forma en su cerebro, obligándolo a reflexionar durante largos periodos de coexistencia mutua. Los actos inhumanos que había presenciado podían excusar un ideal de ese calibre, o peor. Pese a que a veces traspasaba la línea y se unía a la masa moral dominante, los principios que respaldaba tendían a proclamarse sumos vencedores.

Si toda vida humana era igual de valiosa, más meritorio era comprender el sendero causal que había culminado en la aniquilación. Establecer un castigo acorde al crimen, en lo máximo posible sanativo, y no una expiación basado en la venganza. Una vía para que el mal no se mantuviera constante, como un pez que se muerde la cola, en un círculo vicioso de odio y represalia.

Vagando entre los hechos del pasado, Ellery recordó un detalle de su estancia en el hospital.

—Ha comentado que se negaban a usar el mismo método que los Uroboros, pero a mí me apuntó con un arma la primera vez que me vio. Y allí mismo insinuó que se había enfrentado a muchos de ellos de una forma poco agradable.

El médico rezongó la respuesta bebiendo el cuarto chupito que enturbió aún más sus sentidos. Anestesiado, derribó el vaso sobre la mesita. En un reflejo fugaz, Ellery lo recogió antes de que chocara contra el suelo. Apartó la botella, la colocó a su lado para evitar que Dacio se sirviera otra copa y lo ayudó a erguirse al verlo tambalear.

—Creo que ha bebido suficiente.

—No debería haberlo hecho —farfulló, tropezando las palabras en su lengua—. El demonio de mi hombro... Ese maldito bicho no me deja tranquilo.

Ellery lo ayudó a acomodarse en el sofá y se mantuvo vigilante.

—En un principio, nuestro objetivo en el Círculo era pacífico, se lo juro. —La semiinconsciencia arropaba al médico. Con los ojos entornados, intuía la figura del escritor mientras saboreaba la inyección de veneno pegada a su paladar—. Pero ni con esas nos libramos de luchar, ni con esas... Cuando descubrieron nuestro tatuaje, la guerra se volvió oscura. Un linchamiento sistemático contra los nuestros. Y tuvimos que aprender a protegernos. De odiar las armas y la violencia, pasamos a esconder una en el bolsillo. Y sí, alguna que otra vez tuve que disparar a un Uroboros, por suerte a nadie que conociera, pero eso no lo hizo más fácil. Y no he sido el único que ha tenido que defenderse. Ese símbolo... esa serpiente... la detesto...

Se escuchó una última queja rezumar de boca del médico. Mermadas sus fuerzas, descansó la cabeza entre los cojines del sofá. El alcohol terminó por silenciarlo.

—Descanse, Dacio —susurró Ellery, observando al médico con lástima.

—Usted también —masculló—. Mañana... mañana tendremos noticias...

A diferencia del médico, Ellery se incorporó del sofá, impacientado. ¿Cómo dormir después de lo ocurrido? ¿Si no sabía en qué parte de Italia estaba la vida que deseaba proteger? Apoyado contra el marco de la ventana, contempló las estrellas de un cenit tardío.

Las imágenes del amanecer en Bar Harbor desbarataron su conciencia; Aurora y él tumbados una noche más bajo el manto estelar. Vio su sonrisa, los mechones jugueteando por su rostro, su ceño fruncido y cómo le sacaba la lengua tras uno de sus ataques innatos de sarcasmo. La mujer de la que siempre había estado enamorado, la mujer con la que quería pasar el resto de sus días, con la que anhelaba despertar cada mañana, parecía un brutal espejismo. Una sensación latente de fatalidad estaba empeñada en hacerle compañía lo que quedaba de confinamiento.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro