Capítulo 21. El amor sucumbe al odio
—Le recuerda a su esposa.
Ellery tironeaba de varios mechones de su cabello con desaliento. La revelación de Dacio había precipitado en él una avalancha de inseguridades.
—Puede comprobarlo usted mismo. —De uno de los estantes del salón, el médico tomó un álbum de fotos.
Una variada sucesión de personas sonrientes y alegres, en los que se apreciaba confianza, ocupaban las primeras páginas. Cercano a la mitad, un joven Fausto, igual de apuesto y deslumbrante, aparecía junto a una mujer morena hermosamente perturbadora. Los ojos de Ellery se agrandaron al confundir por un momento dos rostros semejantes y creer estar viendo a Aurora en el cuerpo de Beatrice. Tragó saliva con dificultad, asediado por molestas suposiciones que no auguraban nada bueno a su relación.
—Es...
—Es la viva imagen de ella —completó la frase extraviada del escritor.
En algunas fotografías, el asesino maníaco de los Uroboros asomaba entre los miembros del grupo disuelto. Con actitud distante, se escondía tras el costado de su hermana, que rodeaba cariñosamente a Fausto por la espalda. En brazos del italiano distinguió un bebé.
Dacio situó un dedo sobre la figura del niño.
—Ese es Angelo.
—Su hijo —dedujo Ellery por el cariño que esbozaba Fausto.
—Su difunto hijo.
Alzó la vista hacia el médico, que asintió levemente.
—Ellery, ¿tiene hijos?
—No. —Apartó el álbum en la mesita y retomó la bolsa de hielos sobre los nudillos inflamados—. Pero puedo imaginar lo que significa perder a un hijo.
—Fausto lo pasó realmente mal —rememoró Dacio. Suspiró al tiempo que sus ojos viajaban de foto en foto hasta el rostro iluminado del hombre al que veneraba—. Estuvo meses consternado, sin fuerzas para convocar ninguna reunión.
—¿Y su mujer?
—Tras culparlo de todo mal habido y por haber, hizo lo peor en un momento donde Fausto solo necesitaba el amor y el apoyo de su esposa.
—Se volvió contra él —la inferencia de Ellery originó un gruñido sordo en Dacio.
—No soportaba ver cómo Fausto superaba la muerte de su hijo cuando para ella era algo inconcebible —ratificó la observación—. Quiso que todos escucharan su palabra, que establecieran un frente abierto contra las ideas de Fausto, y para ello utilizó una de las mejores voces con las que contaba.
—A su hermano Ezio —adujo.
Automáticamente, reexperimentó la sonrisa delirante de aquel hombre en el café. Sus labios contrajeron una mueca de repulsa.
—Aquella noche ese monstruo consiguió llevarse a muchos con él. El asesinato del hombre que mató al pequeño Angelo, en lugar de engendrar temor contra Ezio, dio lugar al levantamiento del grupo. Una parte desistió, otra resguardó a Fausto y la más peligrosa se marchó con él.
—Y todo bajo el conocimiento de Beatrice.
—Eso fue lo que más le torturó —afirmó—. Las continuas discusiones con Beatrice terminaron por romper la relación. Y no por Fausto; él quería que atendiera a razones, deseaba arreglar las cosas. Que todo volviera, de alguna forma, a rozar lo que había sido. Quería superar la muerte de su hijo con ella, pero se estampó contra un muro de odio. Y eso le sigue persiguiendo hoy día.
Ellery renegó en una exhalación. La compasión iba salvando puestos a la rabia, por mucho que Fausto hubiera huido con Aurora. Su cabeza combatía entre dos emociones contrarias, igual de intensas, y la representación del líder de las sirenas se desdoblaba en dos versiones contradictorias: la de un pobre hombre derrotado por el amor de su vida y la pérdida de su hijo; y la del hombre que anhelaba a la mujer que él amaba.
—Entiendo lo que siente, Ellery, lo entiendo muy bien. —El médico percibió el desorden que agrisaba el semblante de su huésped—. Debe confiar en ese hombre.
—Confío en una parte de él —chasqueó la lengua —, pero no en otra. Y no sé cuál es más poderosa.
Hizo patente su desaliento lanzando la bolsa de hielos y recostándose en el cojín del sofá. Se masajeó la sien, inquieto, apaciguando la astuta comezón interna.
—Es cierto que, en el café, antes de que todo sucediera, lo vi muy emocionado por la presencia de su amiga. Pero si usted confía en ella...
—Por supuesto que lo hago —terció con un deje esquivo.
—... Entonces no tiene nada que temer. Ella mantendrá en los límites a Fausto. Si es que acaso es necesario.
Ellery apretó los puños; una punzada de dolor le avisó de que se había desecho del remedio para la hinchazón demasiado pronto.
—¿Qué hicieron con el cuerpo del hombre al que Ezio asesinó? —retomó la cuestión como evasiva.
—Puede imaginárselo. Lo encubrimos. ¿Cómo íbamos a explicar esa muerte a las autoridades? Solos unos cuantos compañeros nos quedamos apoyando a Fausto. Fue... —Se pasó las manos por la frente al recordar aquel lamentable episodio—. Fue una pesadilla. Todos estábamos en shock. Limpiamos la sangre y nos deshicimos del cuerpo sin dirigirnos ni una sola palabra. Solo miradas, miradas asustadas, porque habíamos sido testigos de la locura de Ezio, y teníamos claro que solo era el principio.
—Y decidieron pararle los pies.
—No estaba en nuestros planes. —Nervioso, Dacio paseó hasta la chimenea—. Eso vino después. Fausto quería explicaciones de su mujer, no podía soportar la idea de que lo hubiera abandonado por la muerte de su propio hijo, que lo culpara de aquella atrocidad, y no paró hasta encontrarla. Vivía con su hermano cerca del Palazzo de Donn'Anna. Y allí que le acompañé yo.
—¿Y Beatrice aceptó recibirles?
—Aquella... aquella ya no era Beatrice —aseguró.
—¿Qué le dijo?
El médico tornó con la pesadez y el agotamiento del día acumulados en sus hombros caídos. Las horas daban paso a una madrugada sin un mísero ápice de descanso.
—Lo que Fausto temía y que, muy en el fondo, ya sabía. Le asestó en la cara el golpe de un delirio incentivado por Ezio. Derrumbó con la última mirada al hombre que una vez brillaba en la cúspide de nuestro grupo. Lo derrumbó sin aceptar un perdón que no debía pedir. Lo derrumbó como si fuera el mal encarnado. Y Fausto... el Fausto que yo conocí murió aquel día.
1953...
En un modesto piso junto al palacio de la Vía Posillipo, Beatrice se resguardaba de un mundo que le había defraudado. Su hermano, complacido porque alguien escuchara por fin su voz y aprobara su forma de proceder, hacía las veces de escolta. Allá donde ella fuera, la protegía de los compañeros que exigían una explicación de su huida.
Una noche de finales de otoño, con la brisa marina despertando la comodidad de una segunda piel, Fausto, junto a un inamovible Dacio, se adentró en los recónditos pasadizos de aquel hogar a orillas de la costa sin mirar atrás.
—No des un paso más.
Las sombras del pasillo bañaban la figura de Ezio. Su lenguaje corporal amenazante se sumaba a una mímica efusiva.
—Quiero ver a mi esposa —impuso el italiano.
—Ella ya no es nada tuyo. No tienes derecho a denigrarla con ese término.
—¡Tengo todo el derecho del mundo! —Fausto plasmó el anillo de compromiso de su dedo anular.
—No ensucies el nombre de mi hermana —expulsó con una incontrolable y retorcida agitación—. Ella ya se ha librado de esas esposas.
Fausto sintió que tocaba fondo. ¿De verdad la mujer a la que amaba más que a sí mismo le guardaba un rencor tal que había preferido despedazar todo lo que habían creado juntos?
—Lo lanzó al mar junto al amor que una vez te tuvo —prosiguió Ezio al percatarse de lo que sus palabras le originaban.
—Quiero que sea ella quien me lo diga.
—No te entra en la cabeza, ¿verdad? No desea hablar contigo —rio gozoso—, no con el hombre que mató a su hijo.
—¡También era mi hijo! ¡Cómo puedes tacharme de ser su asesino! —Fausto perdió los nervios, agotado de las noches y los días gastados en una búsqueda que aún no comprendía. Estaba cansado, cansado de todo por cuanto había luchado, de la vida que se le escapaba de las manos—. ¡La muerte de Angelo no fue mi culpa! ¡Fue un accidente! ¿¡Tanto te cuesta aceptarlo?!
—Beatrice no mentía. —Ezio despuntó una mueca grotesca—. Sigues tildando de accidente la propia muerte de tu hijo y no de asesinato. ¿Entiendes ahora por qué ella te odia? Te has negado a ajusticiar al hombre que incrustó una bala en el pecho de Angelo, y todo por miedo. Pero yo he tenido el valor de hacer lo que a ti tanto te aterra. ¿Viste lo fácil que fue? Un disparo y ¡pum! Un mal menos.
—El mal eres tú, Ezio. Mira lo que has conseguido...
—Lo he visto y lo veo —aseguró al tiempo que daba un paso al frente—. Lo veo y lo veré.
—Tienes que parar esto. ¡Los dos debéis parar esto!
—¿Los dos? —Las risas enloquecidas de Ezio se amoldaron a los cascotes de piedra de los muros—. Fausto, eres un ingenuo. No somos dos, somos decenas. Algunos de tu querido grupo y otros a los que hemos abierto los ojos y que han visto que no eres nadie, un simple charlatán que poco demuestra lo que tanto respalda.
Fausto intercambió una ojeada escurridiza con Dacio.
—Tu familia, tu amada familia, está muerta —declaró. Sus pupilas se habían convertido en dos puntos negros—. Hemos creado una revolución que no puedes parar. Esto es el inicio de algo grande. Como te entrometas, acabarás tan mal como todas esas vidas cuyas horas están contadas.
—Estás enfermo...
—¡Esa es siempre tu excusa! ¡Locura! —Ezio extendió los brazos al techo—. Pero no te das cuenta de que la locura es la única arma contra una sociedad esclavizada, encadenada a las órdenes de una élite que se cree superior. Y tú eres uno de ellos. —Lo señaló, elevando ligeramente la cabeza con altivez—. Nos atabas a tu visión como si no hubiera otra, una mucho mejor. Estás acabado, todos —incluyó a Dacio— estáis acabados.
—No voy a permitir que mates a nadie más.
—Ah, ¿no? —Giró sobre sí—. No creo que puedas hacer nada al respecto. Nada me impide alojar en tu cabeza una bala.
—¿Me estás amenazando?
Ezio lo oprimió con sus ojos saltones. Se pasó la lengua por los labios antes de clavarse los dientes en la comisura inferior para no reír.
—A ti y a todos los que te sigan.
—¿Tendrías el valor de matar a aquellos que te dieron la mano? ¿Que te acogieron?
—¿He escuchado bien? —Lo fulminó con una mirada escamosa—. ¡Me repudiabais como si no fuera nadie! ¡Me humillasteis! ¡Todos! Ahora... —la negrura del pasillo tiznó la mitad de una sonrisa perversa—: Ahora es mi turno.
Fausto volvía a ser diana de la pistola que Ezio empuñaba.
—Bájala.
La orden provino de una mujer a sus espaldas. Fausto reconoció aquella voz de inmediato.
—¡Beatrice!
Quiso correr hacia ella, abrazarla, sentirla después de semanas habitando una casa solitaria, plagada de fantasmas, pero la adusta mirada que Beatrice vestía lo paralizó. Ezio se posicionó junto a su hermana con la pistola asida de la ranura del gatillo, haciéndola girar en círculos.
—Beatrice —pronunció en voz queda—, me debes respuestas. ¿Por qué te has marchado? No... no entiendo tu reacción. ¿Qué ha sido de nosotros?
—Esto lo has originado tú —habló con una severidad que logró sobrecogerle.
—¿Yo?
—Tú y tu vanidad sois los que habéis creado a un monstruo.
La luz incidió en el rostro de Beatrice. Dacio y Fausto apreciaron el sombrío aspecto que presentaba. Empequeñecida por el mal de un duelo enquistado, desprendía el reflejo de un alma en pena que vagaba con la poca energía que la maldecía a seguir viviendo.
—¿Qué monstruo? ¿De qué...?
Beatrice sonrió. Sus labios entreabrieron una emoción vacía.
—El monstruo —contempló el temor en los ojos de su marido— soy yo.
Fausto tardó en reaccionar.
—Aquí no hay monstruos, Beatrice... —quiso enmendar su error—. Tenemos que arreglar esto, aún podemos. Tenemos que hablar.
—No hay nada que puedas hacer para solventarlo. Nada. Ya no eres quién para hacerme sentir culpable. Tus palabras ya no me afectan, ya no pueden herirme.
—¡Jamás haría eso! ¡Jamás tergiversaría lo que siento por ti para utilizarlo en tu contra! —le gritó, frustrado—. ¿Vas a borrar todo lo que somos por no querer superar la muerte de nuestro hijo?
—¡Es que no se puede superar! —Sus ojos, de ese verde oliváceo tan preciado, eran una réplica desquiciada de los de su hermano—. ¡La muerte de Angelo no es una cosa que superar! ¡No me obligues a olvidarlo!
—¡Yo tampoco puedo! —se defendió, alargando una zancada hacia ella—. No te pedí que lo olvidarás, nunca contemplaría esa posibilidad, ni para ti ni para mí. Pero aceptar la muerte de Angelo es necesario. Es la única manera de que nosotros podamos sanar.
—Para mí ya no hay cura, Fausto. Y tú eres el culpable —lo acusó—. Te negaste a limpiar el nombre de tu hijo. Te negaste a vengarle. Tú, su propio padre, le diste la espalda.
—¿¡Qué querías que hiciera!? —estalló sin poder centrar la cabeza, sintiendo la risa incisiva de Ezio en su oído—. ¡Tu hermano ha asesinado a un hombre! ¿Eso es lo que querías de mí? ¿¡Que lo matara!? ¡Yo no soy un asesino!
—No desvirtúes el nombre de mi hermano dándole voz a tu cobardía —siseó—. Él no es un asesino. A diferencia de ti, tiene valor. Sabe lo que hay que hacer para mejorar este mundo. Tú... —examinó la figura de su esposo antes de hablar—: Tú mereces el peor de los castigos.
—Beatrice... —sin querer dejarse vencer, Fausto trató de aferrar su mano, pero Beatrice retrocedió antes de tiempo—. Beatrice, amor mío, entiende mi postura —suplicó—. No puedo hacer lo que me pides. Ni siquiera tú.
—¿Eso piensas? —La malicia desdibujó un rostro donde antes Fausto solo concebía bondad—. Veo que, en realidad, no me conoces. Por mis causas lucho hasta la muerte, y si eso requiere que me ensucie las manos, no me detendré.
Sintiendo que el pasillo se estrechaba, que las paredes lo encerraban hasta asfixiarle, Fausto abordó a su mujer:
—No manches tu alma de esa manera. No...
—Es tarde para que te preocupes por mi alma. Date cuenta, solo tú mantienes esa fe inquebrantable en la humanidad. Yo persigo el mismo fin que tu adorada familia, pero sin el miedo que a ti te domina. Ya nada me detiene, Fausto, ni tú ni nadie.
—Pero, Beatrice...
Casi de rodillas, colapsado por los recuerdos de la vida que tanto añoraba, miró a la mujer que lo era todo para él.
—No puedo consentir que lo nuestro termine de este modo. Te quiero... ¡Me da igual lo que hayas hecho! —El anillo de compromiso recibió una mirada fugaz de Beatrice—. ¡Te quiero! No puedo permitir que la muerte de Angelo, de nuestro hijo, nos aleje...
—El amor es una de las cosas más peligrosas que existen —susurró a ojos de su marido. Nombraba al amor que sentía por él, al amor por el niño que habían enterrado. El amor era despiadado, doloroso. Las mariposas en su interior se habían transformado en flechas que abrasaban su corazón. Amar a alguien era estar predestinado a sufrir—. Yo también te quiero —el pesar trazó en sus comisuras un destello del sentimiento que una vez compartieron—, pero el odio es más fuerte.
—No puedes hacerme esto.
—Quedáis avisados. Todos —dijo antes de desaparecer—: Si os interponéis en nuestro camino, da igual quién, moriréis.
En casa del médico...
—Beatrice dispuso una amenaza de muerte contra su propio marido —resumió Ellery. El médico asintió—. ¿Y lo ha intentado alguna vez?
—No directamente, pero sí atacando a los miembros de esta familia.
—¿Por qué no a él?
—Es una hipótesis —aclaró antes de exponer lo que había meditado durante ese tiempo—, pero creo que lo que Beatrice buscaba en un principio era destruirle poco a poco. No ordenó su asesinato porque aún sentía algo por él. Pero, en vista de lo sucedido en la Piazza del Plebiscito, ya ha tomado la decisión de finalizar todo entre ellos.
Ellery echó la cabeza atrás sobre el cojín del sofá.
—Me gustaría que me explicara cómo surgieron los símbolos de la Sirena y el Uroboros —le dijo distraído en las ondulaciones del techo—. Usted mismo me comentó que antes no había signo o emblema que los representara como grupo a espaldas de la sociedad.
Dacio cerró los ojos un momento. Tomó una larga y pesada bocanada de aire.
—Todo fue gracias a Ezio. El muy necio dio de comer a su creencia delirante con los textos que se pasaba horas leyendo en bucle. Y uno de los que más le apasionaba era el eterno retorno. No sé lo que vería reflejado en ellos... —sopesó—. Pero revolvió todos los saberes que había absorbido y les aportó el sentido que más le convenía. Ya ha visto cuál es su visión del futuro: un mundo puro solo habitado por almas conscientes. Ese fue el motivo por el que eligió a ese maldito dragón. Insertó en la cabeza de su hermana la idea de que, si todos los que se unían a ellos proclamaban la misma fe, debían portar un símbolo como muestra de cohesión. He ahí el Uroboros.
—Y supongo que la presentación pública del símbolo fue inolvidable —supuso.
—No lo ha podido expresar mejor. Algunos de nuestros amigos se enfrentaron a la locura de los hermanos. Y la promesa que nos expresaron aquel día la cumplieron, sin duda alguna —resopló—. Los que consiguieron escapar nos narraron la masacre que habían cometido los mismos que una vez fueron parte de la familia. Nos contaron que, sobre los cadáveres de amigos y compañeros, entre gritos de furor, los amenazaron con el tatuaje de la serpiente mordiéndose la cola que tenían tatuado.
—Una maldita locura —juzgó con hastío—. Y absurdo. Se mataban entre ellos.
—Eso nos destrozó a todos —confirmó su parecer—. Tener conocimiento de que antiguos compañeros eran capaces de blandir armas contra aquellos que les habían abierto las puertas de sus hogares fue desolador. No sabíamos qué hacer, cómo afrontar la muerte de nuestra familia... Y Fausto fue el que peor lo llevó.
—Lo comprendo. —Ellery chistó—. Se culparía de que miembros de un grupo que él mismo creó murieran a manos de la mujer que originó la división, de su propia esposa. Y con las vidas perdidas de inocentes tuvo que tocar fondo.
—Ha llevado en silencio las muertes de aquellos que han perecido a manos de los Uroboros. Pero Beatrice... —El médico apretó los labios; un matiz violáceo los coloreó—. Esa mujer le ha arruinado la vida. Hace años que no es el mismo, aunque por su apariencia se aprecie lo contrario. Ninguna otra mujer ha podido recomponer ese hueco que ella despedazó.
El escritor contempló durante unos segundos al hombre que lo protegía. Frunció los labios, intuyendo sin temor a equivocarse lo que motivaba su resentimiento.
—Esa mujer nunca le cayó bien, ¿cierto? —asestó sin vacilar—. Nunca quiso que su amigo se relacionara con ella.
—Eso de relacionarse es decir demasiado. —Dacio se rascó la punta de la nariz, huidizo—. No me gustaba para él, eso es todo. Pero la acepté como a una más. ¡Y mire para lo que sirvió! —Clavó el puño en la mesa—. Ese carácter despótico suyo que sabía cómo enmascarar fue la grieta que seccionó al grupo desde la raíz. ¡Y la siguen como a una diosa, como a una reina! Su palabra se cumple sí o sí, aunque ello suponga la muerte de sus propios camaradas o de civiles que nada tienen que ver en esta guerra. Es un disparate —manifestó—. Lleva años siendo así. Pero esta vez...
—Esta vez quiere acabar para siempre con todo lo que se opone a sus principios.
—Fausto debió detenerla cuando tuvo la ocasión —opinó con los ojos puestos en el álbum de fotos.
—Eso era inviable.
Ellery inclinó la cabeza al toparse con la fulminante mirada del médico. Entendía la imposibilidad del italiano de hacer frente a su mujer, pese a la muerte de sus compañeros. El sentimiento era recíproco.
—Por qué dice eso —su voz se tiñó de un matiz colérico.
—Porque es la verdad. Ese hombre estaba enamorado de Beatrice, era incapaz de hacerle daño. Y años después, tampoco puede concebir esa idea.
—Pero ella es la causante de la muerte de muchas personas —expuso Dacio—. Si se elimina el origen, los puntos subsiguientes se volatilizan por sí solos.
—Le está pidiendo que mate a su esposa —lo encaró Ellery al detalle que pasaba por alto—, y eso significaría perder al único miembro de su familia que le queda.
—Llevan muchos años separados. Muchos años enfrentados por sus ideales. Entre ellos ya no existe nada más que un pútrido y mortífero odio.
—Solo ella le odia —corrigió Ellery—, e intuyo que es un odio que, en parte, está repleto de amor. Amor doloroso. Qué hay peor que estar enamorado de alguien por el que profesas un odio demencial.
Apoyó los codos sobre su regazo y descansó la cabeza en el dorso de las manos. Hacía más de medio día que no probaba bocado. Los impactos del atentado en su cuerpo emprendían un camino ascendente. Sintió un leve mareo apoderándose de sus fuerzas.
—Su odio está mal dirigido. —Dacio tomó asiento en uno de los sillones cercanos.
—No, qué va. —Ellery torció una sonrisa—. Su odio no está mal dirigido. En realidad, apunta hacia la persona a la que cree culpable de su dolor. El problema es que no ha resuelto ese odio, no ha encontrado forma alguna de trabajarlo, aceptarlo o dotarlo de un significado que no ensombrezca su vida. Ese es el verdadero problema de Beatrice. Carga consigo un odio que debería haber desaparecido hace mucho tiempo. Supongo que es lo único que la mantiene en pie. Sin ese odio es probable que estuviera perdida.
—¿Perdida?
—¿Qué te queda cuando aquello que daba sentido a tu vida y la alumbraba de felicidad se apaga al instante? —planteó.
—Le recuerdo que aún tenía a Fausto.
—Pero Angelo era su hijo. Lo llevó consigo nueve meses, lo trajo al mundo. Lo crio. Y lo perdió con solo tres años. No todo el mundo puede superar eso. Algunos se encierran en el pasado, en la tristeza; otros, como Beatrice, eligen quedarse con el odio. ¿Y no es más fácil, más sencillo para una mente abrazada al dolor, señalar como origen de ese pesar a la persona que tiene al lado, aquella a la que ve todos los días y con la que comparte su vida?
—Es injusto —detestó el médico con un latigazo de la mano al aire.
—Nadie ha dicho lo contrario, pero cada uno batalla sus guerras a su manera. Que sea mejor o peor depende de nosotros. Y Beatrice tomó la peor elección de todas: enfrentarse a su marido, al grupo que tanto la apreciaba.
Dacio frunció el ceño y se quedó observando al escritor.
—¿Está justificándola?
—Ni de lejos. Solo intento comprender lo que motiva sus actos. Eso no significa que lo apruebe. Y lo que veo es que, tras la muerte de su hijo, Beatrice y Fausto lo afrontaron de formas distintas. Un suceso que, de alguna manera, debió unirlos, los separó para siempre. Si alguien la hubiera ayudado a procesarlo...
—Eso sí que era cosa imposible —carcajeó—. Beatrice es una mujer muy fuerte. Ni siquiera permitía que Fausto la ayudara cuando tenía que lidiar con problemas comunes a toda mujer en un mundo como este. Ella sola les hacía frente. Y eso terminaba confrontándolos en más de una ocasión. El temperamento ligero de Fausto chocaba con la fogosidad de Beatrice. Y Ezio no ayudaba mucho... Siempre la alentaba a ir un paso más allá, a no escuchar la voz de la razón.
—De todas formas, con lo poco que sé sobre Beatrice, me resulta extraño que se dejara atrapar por las redes trastornadas de su hermano.
—Después de tantos años viviendo juntos es comprensible.
—Puede ser. —Pero la arruga en la frente de Ellery, señal de reflexiva concentración, ponía en tela de juicio esa posibilidad—. En todo esto hay un elemento que no encaja. —Recibió la atención del médico—: Beatrice siempre aquietaba los delirios de su hermano, ¿por qué tener fe entonces en la concepción del eterno retorno? —Sacudió la cabeza, mordiéndose el borde del labio, como rechazo a la explicación de Dacio—. Me parece una mujer demasiado inteligente como para aceptar la voz de Ezio, así, sin más.
—¿Y qué cree usted? Porque es lo que hemos presenciado días tras días, con cada asesinato de nuestros amigos: el Uroboros.
Ellery se masajeó la barbilla nuevamente, centrado en sí mismo. Desvió los ojos al techo.
—Intuyo que es una excusa.
—¿Una excusa?
—Tan buena como cualquier otra —convino—. Una excusa para mitigar su dolor. Qué mejor que atesorar la idea de que estás liberando al mundo de la maldad que la habita para asesinar sin que tu conciencia se vea afectada.
—¿Y Ezio?
—Lo que crea Ezio es irrelevante. Beatrice lo ha usado para forjar un grupo que acepte su misión, punto final. Él puede seguir con su delirio de grandeza, que ella lo empleará para su propio beneficio.
Dacio acomodó el mentón sobre los dedos. Sin esperar entender la perspectiva del escritor, soltó una carcajada de aprobación.
—No se le escapa una.
—Es mi impresión de los hechos, pero no conozco más que lo que usted me ha contado.
Un nuevo silencio los distrajo entre cavilaciones. El clac de las agujas del reloj acompañaba al zigzagueo de pensamientos.
—¿Cuándo se formó el Círculo de las Sirenas? —habló Ellery sin mirar al médico, centrado en la luz de la luna que aderezaba el suelo del salón.
—Bastante tiempo después de los primeros enfrentamientos contra los Uroboros.
Dacio tomó una botella de ginebra de una estantería de cristal y dos vasos. Sabía que estaba tentando a la suerte; el alcohol era un aliciente para sus demonios personales. Pero el creciente mal que agitaba Nápoles espantaba toda buena voluntad.
—¿Quiere?
Ellery tragó el contenido del vaso de una sentada. El ardiente líquido alivió el mareo y avivó su estómago. Lo puso de un golpe sobre la mesa e hizo un gesto para que le sirviera otro. El dolor parecía apaciguarse. El médico emuló a su invitado y rellenó ambos vasos.
—Un día —empezó a narrar Dacio tras un largo sorbo de ginebra que le infundió fuerzas—, Fausto reunió a los pocos que quedábamos y nos confesó lo que llevaba meditando durante días.
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Créditos imagen: Roberto Ferri
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