Capítulo 14. Todo se desmorona
La luz le irritó los ojos. El cuerpo le pesaba, se sentía aletargado. Los efluvios de la noche anterior le parecían retazos de un sueño irreal. Recordaba la pista de baile, las luces rojas, los vasos de whisky, la vuelta inestable al hotel. Se masajeó los ojos e intentó vislumbrar la estancia. Desde el balcón, rayos de un intenso blanco arropaban las sábanas. El espejo del tocador le devolvía su rostro cansado.
Escuchó un quejido en el lado contiguo de la cama.
—Estás preciosa —saludó a Aurora con un beso en la frente.
—Eso no es cierto, estoy horrible. No hay una sola parte de mi cuerpo que no me duela.
Aurora se recostó junto a él en el cabecero. Con las manos en la cabeza y un ligero mohín de desagrado, se apartó el cabello de la cara en un bostezo. Al igual que Ellery, observó su imagen desnuda en el espejo. Sus ojos se encontraron en el cristal.
—No recuerdo cómo llegamos a la habitación.
El escritor carraspeó.
—Ha sido una noche extraña.
—¿Solo extraña? —ahogó la ironía con una risa cansada.
—¿Algo que contarme? —quiso sonsacarle Ellery, apartando las sábanas para que la brisa del balcón desvaneciera el calor.
—Tal vez... —En un inciso reflexivo, salió de la cama, estiró la espalda entumecida y se dirigió al armario—. Nunca me había pasado nada parecido con solo tres copas de whisky.
—Explícame eso.
—Sé que sonará ilógico, pero anoche... Anoche ni siquiera reconocía este lugar. Me sentía otra persona... Y tú...
—¿Y yo? —demandó saber. ¿Ella también había disfrutado de la compañía de tres escritores idénticos?
Aurora comenzó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Lo de anoche. Parecías el dios Shiva, aunque con unos cuantos brazos de más.
—¿Brazos?
—Lo que oyes. —Se sentó al borde de la cama—. No sé qué me ocurrió, no tengo manera de explicarlo. Pero sé lo que sentí, y lo que vi.
—¡Vaya! —exclamó con una provocadora sonrisa—. Tuviste que pasarlo muy bien anoche.
—Eso no borra lo inquietante de la situación. —Removió los labios, intranquila—. No lo entiendo, El. ¿Qué pasó anoche?
—No lo sé, no lo sé. —Suspiró—. Estoy tan descolocado como tú.
—¿Yo era tu diosa Kali? —se interesó Aurora.
—Ni mucho menos. —Ellery entreabrió los labios, pasándose la lengua sobre la comisura inferior en una percepción lejana y ambigua de las bocas que se habían apropiado de él la noche anterior—. Mi experiencia fue más cercana a la realidad.
—Eso qué quiere decir.
—Te transformaste en la mismísima diosa Hécate, salvo que las tres igual de jóvenes y bellas.
—Sí, tienes razón, tú ganas —dijo negando con la cabeza.
Aurora le dio la espalda en dirección al baño.
—¡Espera! —Ellery se había erguido en la cama. Tenía los ojos fijos en la espalda desnuda de Aurora.
—¡¿Qué pasa?! Me has asustado —dijo con la mano en el pecho, sintiendo el corazón desbocado.
—¿Qué demonios tienes en la espalda?
El escritor salió disparado de la cama y agarró la cintura de Aurora para que ambos pudieran apreciar su descubrimiento.
En el costado sobresalía el tatuaje de una sirena entre dos medias lunas perfectas, el símbolo de la sociedad que había accedido a protegerlos. El mismo símbolo que portaba el doctor Dacio, pero también el italiano de la Biblioteca Nacional.
—¡¿Qué hace la sirena en mi cuerpo?!
Ellery, con expresión contrariada y severa, no contestó. Rebuscaba entre sus memorias difusas algún episodio coherente de la noche pasada. Pero todo era confusión, color y placer. Nada real, tangible. Vio a Aurora correr hacia el espejo y examinar con los dedos el tatuaje que resplandecía superpuesto a algunas de las escarificaciones de su piel.
—¡Auch! —Arrugó el rostro al tocarlo—. Duele...
—Porque es reciente —manifestó preocupado—. Pero eso no es lo peor.
—¿Qué puede ser peor que tener en mi cuerpo el símbolo de otra secta?
El semblante adusto de Ellery la aturdió.
—Lo peor es que esa tinta no es henna.
El miedo y la conmoción se apoderaron de la expresión de Aurora.
—Tu tatuaje es imborrable.
—¡Dios! —Se llevó las manos a la cabeza. Al ver el símbolo de la sirena en el espejo, cerró los ojos—. ¿Por qué han hecho esto?
—Es una buena pregunta. —Anduvo hacia el balcón, pensativo y enervado. El dolor de cabeza se había disipado; aquella nueva preocupación era vital—. Ese Dacio nos la ha jugado. ¿Que no quería meternos en esto? Ya me doy cuenta de su forma de alejarnos del conflicto. No le hemos visto las orejas al lobo... —carcajeó frustrado—. Han estado aquí, en esta misma habitación... Pero ¿cuándo?
—¡Ellery! —gritó Aurora, estupefacta, señalando un segundo hallazgo perturbador—. ¡Tu espalda! ¡Tú también...!
El aviso le hizo reaccionar como un disparo. Corrió al espejo y observó su espalda. En la lumbar derecha refulgía el mismo tatuaje de la sirena. La piel perfilada estaba hinchada y dolorida, todavía rojiza, señal de que hacía poco tiempo que había sido diseñado.
—¿Por qué? —inquirió Aurora al aire—. ¿Por qué han querido que tuviéramos su símbolo grabado en la piel? Esto no puede ser otro intento de asesinato... —negó nerviosa—. No, no puede ser. No... ¿Verdad?
—Sospecho que esto ha sido un método de reclutamiento. En lugar de una sentencia de muerte como los Uroboros, nos han obligado a pertenecerles. Quieren hacernos partícipes de su lucha. Y esta ha sido la manera de que no podamos negarnos.
Aurora en el filo de la cama tapándose la cara con las manos. Al instante, Ellery saltó directo hacia el teléfono.
—¿Qué pretendes hacer?
Se volvió de medio lado mientras giraba el disco telefónico.
—Exigir una explicación.
~
La cólera instalada contra la figura del doctor complementaba la tirantez de sus posturas. Tras la llamada requiriendo una cita en el café de la Piazza del Plebiscito, ambos se vistieron entre conjeturas. Durante la noche en el local de baile, los miembros del Círculo de las Sirenas habían adulterado sus bebidas. El pudor al caer en la cuenta de que varios extraños habían sido cómplices furtivos de lo acontecido en la habitación, a la espera del momento conveniente para tatuarles, ruborizaba y enfurecía por igual sus caras.
Dacio divagó en silencio. Se sentía desconcertado porque aquellos dos extranjeros a los que quería poner a salvo ahora pertenecieran a su familia. No estaba seguro de poder justificar a sus hermanos de un acto semejante.
—Ni se le ocurra mentirnos —dijo Aurora, iracunda—. No tenían derecho a hacer esto, y todavía menos a drogarnos. ¿Sabe lo que podía habernos ocurrido en ese viaje alucinógeno que nos han obligado a experimentar?
—Soy consciente de ello —respondió juntando las manos a modo de disculpa—, pero no teman. Un alucinógeno no es tan perjudicial como otro tipo de drogas...
—¡Menuda justificación! —vociferó, captando la atención de clientes cercanos—. No tenían consentimiento alguno para tocarnos. Han violado nuestra intimidad.
—Y no imaginan cuánto lo lamento —les dio la razón. Se rascó la frente con nerviosismo. El tic de su hombro regresaba con energía añadida.
—¿Es que usted no está al tanto de lo que se cuece en su propia secta? —estalló Ellery.
—Le repito —su voz también se alteró, severa, virando su mirada de Aurora al escritor—, que no es una secta.
—Muy poco se diferencia de aquella que me tatuó un uroboros. —Aguantó el puño cerrado sobre la mesa, a punto de estampar un golpe que derramaría los cafés.
—No voy a aguantarle esa clase de calumnias.
—Tenemos todo el derecho a estar indignados —impuso Aurora.
El médico tornó hacia la mujer que trataba de mediar con algo más de calma la discusión. Resignado, agachó la cabeza. A fin de cuentas, su propio grupo, aquel al que defendía con su propia vida, era culpable de lo que la pareja de americanos le echaba en cara.
—Disculpen. Ruego que me crean, yo no tenía conocimiento alguno de esto —titubeó, impreso en sus ojos una súplica—. Conversé con Fausto ayer tarde y me prometió que los pondría a salvo. No supuse que conllevaría...
—¿Tatuarnos su símbolo? —lanzó virulento Ellery—. ¿Así es como vamos a estar a salvo? ¿Formando parte del grupo que lucha contra el que ya intenta quitarnos de en medio?
—Yo no estuve involucrado en dicha petición, deben creer mi palabra. Solicité que los protegieran mientras encontraba una salida de la ciudad lo más segura posible. No deseaba meterles en esto, sino todo lo contrario. Quería que se marcharan antes de que fuera demasiado tarde.
—Esto ha sido cosa de ese tal Fausto —dedujo Ellery, mirando a Aurora de refilón. Esta, dada por aludida, esquivó el comentario centrándose en el descargo del médico.
—Lo más seguro es que sí. Intuyo que llegó a la conclusión de que la mejor manera de protegerlos era acogiéndolos en nuestro seno.
—Perdone, pero no nos han acogido —objetó, comprimiendo los puños con vigor—. Nos han forzado.
—Yo...
A Dacio se le estaba yendo la situación de las manos. El temblor retornaba, el tic picaba en su hombro y el pequeño demonio reía con una pastilla en las manos. Pero una voz a su lado, tan angelical como redentora, adormeció el volcán al que estaba a punto de precipitarse.
—¿Hablaban de mí?
Fausto, con una sonrisa encantadora y afable, se unió a la mesa.
Conque ese era el hombre que había avasallado a Aurora en la Biblioteca Nacional, se dijo Ellery a la par que perpetraba sobre él un escamoso análisis, el mismo hombre que producía un matiz ruborizado en sus mejillas. Pero se percató de que ella no era la única cautivada por el aura que desprendía el nuevo agregado a la mesa. Dacio contemplaba a su compañero como si fuera la solución a todos sus males.
—Usted será Ellery. —Hizo una leve reverencia con la cabeza a modo de saludo—. Y cómo olvidar su nombre, bella Aurora. —Tomó a Aurora de la mano y depositó un beso en el dorso. Luego se sentó entre ella y el médico.
—¿Qué haces aquí? —interpeló Dacio, luchando entre la alegría de un frente unido y la sorpresa.
Fausto adecuó una mirada apacible sobre él. El rostro del médico perdió fugazmente su hosca expresión.
—Procurarles una explicación.
—¿Por qué nos han tatuado? —Aurora hundió su mirada en el hombre que le sonreía.
—Y drogado —reclamó Ellery al mismo tiempo.
—Nunca les pedí que hicieran tal cosa —rechazó la acusación sin perder la templanza—. Reconozco mi error al no incentivar una alternativa distinta.... Pero si lo hicieron fue porque concluyeron que era el único modo de que aceptaran el símbolo. Entiendo que una conversación entre iguales habría resultado inútil.
—Con qué nos drogaron —remarcó Ellery, más agresivo de lo habitual, golpeando la mesa. Dacio y Aurora le dirigieron una mirada alarmante que Fausto no manifestó.
—Como le he dicho, no me comentaron la estrategia que optaron llevar a cabo. Desconozco lo que utilizaron para dejarles inconscientes.
—Según los síntomas que han expuesto, estoy seguro de que usaron fenciclidina —tomó la palabra Dacio—. Es un sedante muy potente con efectos alucinógenos... Es lo más probable, sí —reafirmó, asintiendo para sí—. Es un fármaco que se usa en anestesias quirúrgicas y en medicina veterinaria. No es muy complicado de obtener si se sabe con quién contactar.
—No se dan cuenta de lo que han hecho, ¿verdad? —Ellery alzó la voz. Su hostilidad se había redirigido al líder de las Sirenas, ignorando por completo al médico y su estado nervioso—. Les dio igual los efectos que pudiéramos sufrir con tal de conseguir lo que querían. No veo ninguna diferencia de aquellos a los que tachan de asesinos. De una manera u otra, nos han forzado a escoger un bando.
—Buscamos su protección. —Fausto no desterró su tono cordial, lo que potenció la indignación del escritor—. Como mi compañero Dacio solicitó.
—¡Yo nunca te pedí que les tatuaras la sirena! —bramó el susodicho, encolerizado.
—¿Protegernos? —repitió Ellery, que trataba de controlar la ira apretando los dientes—. ¿A esto lo llama protegernos?
—Por supuesto. Tienen que saber que confío plenamente en la palabra del hombre sentado a mi lado. —Dispuso una expresión de agradecimiento en Dacio—. Es mi mano derecha, ambos hemos hecho crecer esta familia. Pero no todos son capaces de entregarse a la voluntad del otro sin antes salvaguardar sus espaldas de posibles ataques subrepticios. Si les he regalado el símbolo que ahora portan sus cuerpos es para que mi gente pueda fiarse de ustedes y respaldarles. Con la Sirena como signo de nuestro grupo, son conscientes de que luchan por la misma causa, y les ayudarán en todo lo que sea necesario.
—Nosotros no vamos a luchar contra nadie —aclaró Ellery, aferrado al reposabrazos metálico de la silla.
Fausto, cuyos ojos habían estado concentrados en Aurora, retornó hacia el escritor.
—Eso es decisión suya, no lo niego. Pero mi sociedad, tras tener conocimiento del uroboros en su brazo, añadido a esto la cuestión de que ambos son desconocidos en nuestro territorio, no deseaban tratos con ninguno. Temían que aceptaran la voz de Ezio. Sufrimos continuamente demasiadas bajas como para caer en la trampa del enemigo hospedando a dos extraños que bien podían estar fingiendo una alianza para acabar con nosotros desde dentro. Pero con el tatuaje de la sirena, mi familia está obligada a desestimar esa idea. Saben que, si marchan al bando contrario, ese símbolo que llevan en el cuerpo los matará.
—Eso nunca va a suceder —puntualizó Aurora, recibiendo una mirada conciliadora y gustosa del italiano—. Ese hombre es un sociópata. Ni Ellery ni yo compartimos su delio. Atrajo a Ellery con un falso pretexto e intentó matarle. ¿No es eso suficiente para su familia?
—No sabe lo que alivia mi alma el escuchar esas palabras de usted. —El italiano entalló una sonrisa—. No fallé en mi intuición. Usted es especial.
—Dacio fue quien le convenció para que nos ayudara —intervino Ellery con un carraspeo deliberado. Se aproximó al centro de la mesa para mediar entre Fausto y Aurora.
—La palabra de Dacio es para mí procedencia de Dios —le aseguró—. Pero también lo hice por su amiga. Percibí su potencial.
—¿Mi potencial?
—Aurora —inclinando su cuerpo hacia ella, Fausto creó un muro invisible que los aislaba de los dos hombres que los acompañaban en la mesa de la cafetería—, desde que tuve la extraordinaria fortuna de encontrarla en la biblioteca, siento... —Su rostro esbozó un enigmático indicio de felicidad, tan turbador y lleno de esperanza que Aurora se sintió cohibida—. Siento que la conozco de toda la vida.
—Yo... —balbució, perpleja, sin saber qué contestar.
—Déjese de cuentos. —El aguante de Ellery había tocado fondo. Rompiendo el estrecho contacto que Fausto había creado con Aurora, aferró la mano de ella. Distinguió de refilón la reticencia del italiano, impuesto un primer estudio en las manos entrelazadas, luego en su persona—. Explíquenos de una vez qué fin persiguen los uroboros con esa muestra gratuita de sangre fría o nos largamos de aquí.
—Fausto, no es el momento... —medió Dacio.
—¡¿Es que no lo ves?! —El italiano se volvió hacia su amigo con la devoción brillando en sus ojos rasgados—. ¿Es que no lo sientes?
—Yo no soy tú, Fausto —rechazó, pero el fervor en sus palabras lo llevó a fijarse con mayor detenimiento en la mujer. En ciertos rasgos, si era a eso a lo que se refería, podía encontrar el parecido. Pero se negaba a aceptarlo; la imagen que Fausto creía tener de vuelta la había borrado de su cabeza tiempo atrás.
—Esto es una señal —continuó con una voz que rozaba la ilusión.
Dacio lo contempló en silencio sin una convicción clara con la que rebatirle aquella idea. Hacía años que no era testigo de ese alborozo, y una parte de él se apiadaba de su amigo.
—A qué se refiere con eso. —Ellery, enfurecido por la actitud aduladora del italiano, interrumpió la charla. Arrollado por una rabia que no sabía cómo frenar, terminó soltando la mano de Aurora y asestando una hueca palmada en la mesa.
—¿No ve el brillo que desprende su amiga? —le confrontó Fausto.
—No es mi amiga. —Apretó la mandíbula, a medio levantar en la silla, dispuesto a dejar claro de una vez los términos de la relación—. Ella es mi...
...
Un ruido descomunal ensordeció la plaza. De las entrañas del suelo nació un temblor que fue extendiéndose por muros y baldosas, inmovilizando a todos los que frecuentaban la zona. Las sacudidas de las mesas hacían percutir los cubiertos contra los platos. Los círculos concéntricos de los cafés terminaron por desbordar de los vasos. Las sillas vibraban, estremeciendo a los que disfrutaban de la brisa de la tarde con la sensación de estar en el epicentro de un seísmo inesperado.
Luego, devastación.
Una serie de explosiones se desarrolló a lo largo de la cara norte de la Basílica. Como fichas en serie de dominó, cascotes de piedras arrasaron la plaza destrozando todo cuanto estaba a su alcance. Las llamas se propagaron incitadas por el viento. Fragmentos de la fachada salieron despedidos contra los palacios colindantes. El caos despertó en Nápoles; los que contemplaban paralizados el desangelado espectáculo sucumbieron al miedo.
Otro estallido en uno de los laterales de la plaza elevó un vehículo en el aire. La amalgama de metal y fuego trazó un movimiento elíptico que lo estampó contra la muchedumbre que corría hacia las afueras. La impactante imagen fue seguida de alaridos de terror. Los destrozos abrieron una profunda brecha en el pavimento que alcanzó en segundos la cafetería donde los cuatro discutían hacía solo un instante.
La humareda, las llamas y el polvo estimularon la locura y el desorden, sometiendo a toda alma presente a una violenta confusión.
Ellery, bloqueado por la bruma negra que envolvía la cafetería, giró desasosegado hacia Aurora. Pero el estremecimiento del suelo, tan salvaje y destructivo como un terremoto, había separado sus asientos. Aurora, cuya silla se había derrumbado, se encontraba a varios metros de él. Fausto intentaba incorporarse de la caída mientras la interrogaba a gritos sobre su estado. El médico se aferraba a la mesa contigua tratando de no perder el equilibrio, con la angustia y el desconcierto cinceladas en su rostro.
La tercera explosión de un automóvil junto a la acera impactó de lleno contra la cafetería. Las mesas volaron hacia afuera arrastrando consigo todo cuando se interponía en su camino. Aurora y Fausto, agazapados en el suelo, experimentaron la onda expansiva como una aplastante y ardorosa ráfaga de aire. La presión ejercida con la detonación del explosivo impelió a Ellery y Dacio hacia el extremo opuesto de la cafetería.
—¡Ellery! —escuchó gritar a Aurora, pero no consiguió distinguirla entre la agitación y la polvareda que socavaba el café—. ¡Dónde estás!
Las bombas le habían regalado un agudo pitido en los oídos. Ellery se apresuró entre la burbuja de polvo buscando la figura de Aurora bajo las mesas y los escombros dispersos por el suelo. Intuía cuerpos aplastados por el derrumbamiento de una parte del techo; otros destilaban un olor a carne quemada, calcinados por la cercanía de la bomba. Llantos, incomprensión y miedo en las caras que franqueaba.
—¡Aurora, háblame! ¡No dejes de hacerlo!
—¡No consigo verte!
—¡Aurora...!
—¡Déjela!
La fuerza con que Dacio lo agarró del brazo estuvo a segundos de hacerle caer. Lo empujaba en dirección contraria.
—¿¡Cómo que la deje?! —Tiró del médico para liberarse— ¿¡Está loco?! ¡No me voy de aquí sin ella!
—¿¡No se da cuenta de que ha sido un atentado!? ¡Esto iba dirigido a ustedes!
—¡No! —lo encaró desaforado—. ¡Iban a por su líder! ¡Iban a por Fausto!
—Han querido quitarse dos pájaros de un tiro, Ellery —expuso a la defensiva, enjugándose las lágrimas que destilaban sus ojos irritados por el humo—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Puede haber más bombas!
—¡Le repito que no me voy sin Aurora!
Antes de que pudiera girarse, el médico lo enganchó del cuello de la camisa. Lo aproximó a su rostro de una sacudida violenta.
—¡Ella estará bien! ¡Está con Fausto! ¡Él la protegerá! ¡Pero nosotros tenemos que ponernos a salvo o no volverá a ver a su compañera!
—¡Ni loco!
Sin pensarlo dos veces, se soltó de las manos del médico y se perdió en la humareda. El polvo y el mortificante calor de las llamas ocultaban los obstáculos entre los que intentaba desplazarse.
—¡Aurora! ¡Aurora!
No obtuvo respuesta. Ni un susurro. Los latidos de su corazón se dispararon. No quería creer lo que su cabeza le decía a cada paso que daba y que no localizaba un indicio de vida.
—¡Aurora!
Con el cuarto estallido en otra área de la plaza, se agachó y refugió entre los escombros. El escozor de garganta por el humo inhalado le originó un ataque de tos.
—¡Salgamos de aquí!
Dacio, imperturbable ante las negativas, había logrado llegar hasta su localización y lo sacaba de su escondite atrapándolo de la chaqueta.
—¡Le digo que su compañera estará bien! ¡Pero como siga aquí el que va a morir es usted!
Ellery enmudeció. Nunca había sentido un miedo tan profundo y desgarrador como en ese instante. Paralizado a las puertas de lo desconocido, su mente batallaba de entre todas las opciones cuál era la más adecuada.
El médico tironeó una vez más de él.
—¡Confíe en mí! ¡Ella está en buenas manos!
Mientras Dacio lo alejaba de la cafetería, los estragos a su alrededor evocaron imágenes imprecisas de la pesadilla del hospital. Lágrimas de impotencia mancharon sus mejillas. Su cuerpo reaccionaba a las súplicas del médico, pero su cerebro había desconectado. Estaba hundido en una aplastante conmoción nerviosa. Alzó la mano inútilmente hacia el lugar que abandonaba, hacia la mujer que dejaba atrás.
—¡Aurora! —pronunció en un desgarrador alarido.
No había sido consciente del camino que habían tomado para salir del derrumbamiento, pero el médico lo empujaba al interior de un coche. El desamparado escenario en el que se había convertido la Piazza del Plebiscito fue desvaneciéndose ante sus ojos.
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Créditos imagen: Sergio Cupido
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