Capítulo 13 (PARTE I). Dacio: un valor por el que vivir
Un capítulo con dos de los personajes principales, Fausto y Dacio.
Aquí os recuerdo quienes los representan:
Líder de las Sirenas: Fausto
Doctor Dacio, su incansable mano derecha
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El desasosiego erraba sus ojos de una esquina a otra mientras aguardaba en la puerta a la petición del código. Tres timbrazos y tres golpes en la puerta. En total, seis avisos. El número perfecto. Pero la espera estaba impacientando a Dacio. Los enemigos podían estar en cualquier parte. No era la primera vez que un ataque repentino los había pillado desprotegidos.
La puerta profirió un leve chirrido.
—Parola d'ordine —pidió sin delicadeza un hombre desde la ranura.
(—Contraseña.)
—La sirena protegge la vita.
(—La sirena protege la vida.)
La puerta se abrió como premio por la clave correcta. Dacio se introdujo en el pasillo interior viendo cómo se cernían sobre él las sombras que devoraban la luz del día.
Siguió la senda en penumbras hasta una segunda estancia. El cambio de una a otra era magistral; amaba aquellos edificios que la ciudad amparaba intactos tras siglos de construcción. Le aportaban una belleza y una historia inigualables. Arcos y ventanas de medio punto forzaban a rememorar una época no experimentada, más turbia, pero a la vez más valiosa. Sin embargo, ahora era distinto, su mente era caldo de cultivo de preocupaciones que debía solventar con prontitud.
Cruzó el pasillo de columnatas hacia las escaleras en forma de caracol. Sus pasos resonaban escalón tras escalón, su sombra como fiel camarada deslizándose a su vera a lo ancho de la arrebatadora estructura.
La escalinata dio paso a un suelo geométrico de grandes cuadrantes. Los recorrió con apremio. Tras la puerta al final del corredor estaba la solución a sus problemas. Tocó una sola vez, como tenían pactado. Una dulce entonación italiana aceptó verle.
El despacho, alumbrado por la media luz de los ventanales de piedra, siempre le impresionaba. Con cientos de libros mal organizados, ahogados en estanterías de madera, y un escritorio aún más viejo que él rebosante de obras y tratados, lugar para perderse durante horas entre teorías con las que alimentar una mente inquieta. Cerró la puerta suavemente y se dirigió al centro de la habitación. Sentado al otro lado del escritorio, el hombre de dorada coleta baja y mirada rasgada sostenía un pesado tomo entre las manos. Sus ojos se movían raudos por el texto.
—Fausto.
Un tic se instauró en el hombro de Dacio; cuando debía tratar temas urgentes con aquel al que consideraba su fiel amigo, tenía ese problema. Su cuerpo se tensaba, convirtiendo la incertidumbre y el nerviosismo en una somatización incontrolable.
El italiano elevó los ojos del escrito. Pausadamente, dispuso el libro abierto sobre la mesa y se levantó.
—Dacio, amigo, siéntate, por favor —indicó en un ademán servil y afable.
—Gracias. —Apartó la mirada del italiano y tomó lugar frente a él—. Fausto, vengo a comentarte...
—Lo sé.
—¿Cómo que lo sabes? —inquirió con un asombro histérico.
—En realidad, solo conozco una parte. Pero una trascendente.
Estaba aturdido. Alguno de los camaradas le había informado a espaldas suya. No era justo; él era la mano derecha de Fausto, nadie tenía derecho a pasar por encima suya.
—Qué parte.
—Prefiero que me lo cuentes tú. De esa manera, podré comparar impresiones.
—¿Quién te lo ha contado? Dime al menos...
—Eso es lo de menos, Dacio —rechazó con una inflexión templada—. Por favor, no eternicemos esto.
—De acuerdo. —Se aclaró la garganta, evitando así que la voz menguara—. Ayer noche tuve en consulta a un hombre gravemente enfermo al que trasladaron junto a su compañera. Fue necesario el uso de sueros y sedantes a causa del dolor que sufría. Su cuerpo convulsionaba y apenas respondía a nuestras indicaciones —divagó unos segundos—. Le hicimos un análisis para descubrir qué era lo que estaba originando tales síntomas, pero fue a raíz de la observación física cuando hice el hallazgo que me ha llevado hasta tu puerta.
—¿Y qué descubriste?
Dacio situó los antebrazos en la mesa y la severidad se instaló en su mirada.
—Tenía el tatuaje del uroboros en el hombro.
Fausto asintió con aire reflexivo. Juntó las manos e inclinó la cabeza en ellas.
—Prosigue.
—Yo... bueno, ya sabes cómo actuamos en estas situaciones. Quise ser lo más natural y objetivo posible. Ignoré el tatuaje y tomé un raspado del mismo, y encontré que la tinta de henna con el que lo habían elaborado había sido quebrantada. Atropina, para ser exactos —asintió a su vez—. El tatuaje era un intento de asesinato por envenenamiento. Inyecté en el cuerpo de ese hombre el antídoto y dejé que se recuperara mientras dos enfermeras vigilaban la puerta. Tuve que esperar a que la cola de pacientes disminuyera para pedirle... explicaciones.
—Y qué te contó.
—Fausto, ese hombre estaba tan sorprendido como yo —quiso hacerle ver—, tanto del tatuaje en su brazo como de mis preguntas. Claro que no estaba seguro de si me estaba engañando o no; podía ser un adepto intentando crearse una coartada para salir indemne. Pero, entonces, no tendría sentido que...
—Que le tatuaran un uroboros envenenado para matarlo —completó el razonamiento del médico.
—Quise creerle. —Asentó sus ojos nerviosos en los de Fausto—. Lo poco que sabía de ese hombre gracias a los compañeros que lo reconocieron me hizo suponer que no formaba, ni formaría jamás, parte de ellos.
—Las apariencias engañan —entrevió Fausto una falla en la historia.
—También fue gracias a la joven que iba con él —añadió.
—La joven...
—¡Venga, Fausto! —el doctor negó, molesto, y refunfuñó ligeramente—, sabes a quién me refiero. Ella me habló de ti, de vuestro acercamiento en la biblioteca.
Los labios del italiano se agrandaron.
—Aurora —pronunció su nombre.
—Veo que la recuerdas.
Fausto se acodó en la mesa, interesado.
—¿Y por qué surgió mi nombre en la conversación?
—Eso... fue error mío —carraspeó—. Entrevió mi tatuaje de la sirena... y sumó dos y dos.
—Una mujer inteligente.
—No tuve otro remedio que dejarles marchar —concluyó Dacio—. Supuse que, si tú habías hablado con ella, podíamos confiar en los dos.
—Yo hablé con ella, cierto, pero no con él —arguyó con firmeza.
—Pero lo que ese hombre declaró fue suficiente para que me diera cuenta del miedo y la confusión que sentía. Les dejé ir, y pedí que los protegieran bajo mi nombre.
El silencio medió entre los dos amigos. Al poco, Fausto sonrió.
—Lo sé.
Abandonó el asiento y anduvo por la estancia con la cabeza erguida. Rodeó la silla desde donde Dacio no le quitaba ojo.
—Lo sabías —repitió este con animosidad.
—Nuestros amigos me lo cuentan todo.
—Pero no te negaste a mi orden, no les quitaste la vigilancia —se cercioró en voz alta.
—Claro que no. —Cariñosamente, puso las manos sobre los hombros de Dacio—. Confío en ti y en tu palabra. Lo habías hecho, y sabía que vendrías a darme una explicación.
—Gracias, Fausto —expresó aliviado.
—Continúa, por favor. —Apartando las manos, reanudó la pasiva marcha concentrado en el discurso.
—Les prometí respuestas. Quedé con ellos en el café de la Piazza del Plebiscito que tenemos asegurado.
—Te encargarías antes de cortar toda comunicación exterior.
—Claro, claro.
—Bien. ¿Qué más?
—En el café respondí a sus preguntas. Todo muy por encima, pero tenía que darles razones para confiar en mí. Les hablé de los principios que sustenta nuestra sociedad, lo que esta buscaba en un principio y las divisiones que ocasionaron la ruptura. El surgimiento del movimiento de los uroboros y nuestro círculo de sirenas con el fin de evitar la muerte que extienden por Nápoles como la peste. No referí cuál fue el motivo, por supuesto —admitió, enorgulleciendo su porte—. Eso no me compete.
Fausto se detuvo en el centro de la habitación. Enfiló de medio lado a Dacio.
—¿Y qué comentaron al respecto?
—Creo que siguen en shock, y es natural. Se hallan en medio de algo que no les concierne.
—En eso te equivocas —suavizó la negativa—. Esto afecta a toda la sociedad, al mundo entero, si quieres. Que solo unos pocos estemos luchando en las sombras es debido a la necesidad de no ser categorizados como herejes. El fascismo, aunque algunos no quieran verlo, no está extinto.
Dacio agachó la cabeza. Resopló; las disputas con Fausto le sentaban a su alma como puñaladas.
—Les hablé de nuestra lucha —reanudó la historia—, y de ti.
—Ajam... —de boca de Fausto brotó una sutil y efímera risa—. Supongo que ese escritor me creerá un soñador más.
—Utopista, fue lo que usó.
Fausto volvió a reír.
—Me encantaría tener una charla con ese hombre —musitó con una pujante sonrisa—. ¿Qué hiciste con ellos?
—Los envié a otro hotel donde estarán más seguros. Sabemos cómo actúan esos malnacidos. Si han querido matarle, lo volverán a intentar. Negarse a sus creencias es dictar sentencia de muerte contra uno mismo. Ese hombre se ha salvado por los pelos, pero la siguiente puede ser la decisiva.
—Y la mujer...
—Ella también corre peligro. Conoció a Ezio, así que está en su lista.
—Está bien —aceptó, retornando a su asiento—. He de deducir que los llevaste al hotel frente a las catacumbas.
—Allí nadie se atreverá a tocarlos —convino.
—¿Sabes si ya están instalados?
—El chófer me llamó hace un rato. La mujer exigía salir de la habitación, se negaba a permanecer encerrada durante el tiempo que viéramos necesario.
Fausto entornó sus rasgados ojos.
—Una mujer de espíritu libre. Qué interesante...
—Fausto, ¿qué hablaste con ella? —apremió saber—. Si no hubiera sido porque conversó contigo en la biblioteca y vio tu tatuaje, no me habría puesto entre la espada y la pared en el hospital.
—¿Tengo que darte explicaciones sobre con quién hablo y por qué?
El médico abrió una expresión encolerizada.
—Dada la situación, lo creo necesario —aseveró.
—Dacio, amigo, qué podía hacer yo si una mujer que parece la reencarnación de... —Calló, frunciendo los labios, y sacudió la cabeza—. Si una mujer como ella busca la verdad oculta en el símbolo que portamos en nuestros cuerpos. Era un regalo abnegado para mis ojos.
—¿Así? ¿Sin más? ¿Te acercaste a ella porque buscaba información acerca de las sirenas? O tenías una segunda intención...
—Ella pretendía encontrar lo que la sociedad se ha empañado en despreciar a base de falacias patriarcales y misóginas. —Pasó por alto la suspicaz observación de su compañero—. Buscaba el lado divino de las sirenas, lo celestial. Eso es extraordinario.
—¿Y quiso charla sobre ellas contigo? —lanzó, tan dudoso como irónico.
Fausto se distrajo en el paisaje a través del ventanal.
—No —contestó.
—¿No?
—¿Te parece extraño? —indagó ante la expresión asombrada de Dacio.
—Si te soy sincero, sí. ¿Por qué se negó?
—No tenía tiempo para una conversación que la privara de las riquezas que deseaba descifrar por sí misma.
—Ni tu encanto ni tu trampa surtieron efecto, ¿eh?
Ahora el que sonreía era él. Nunca le pareció correcto ni lícito la táctica que habían emprendido hacía años para crecer en partidarios.
—Sí surtieron, pero su fortaleza es mayor. El amor que siente por ese hombre está unido a su alma y aplaca los estímulos a los que un mero cuerpo responde involuntariamente.
—Un sentimiento más fuerte que la atracción del perfume que usas. —No pudo evitar la soberbia—. Alguien que falla a tu plan.
—Acéptalo de una vez, Dacio. Como miembro de las Sirenas que eres, parece que ignoras que es una de nuestras facultades.
—Una facultad artificial, no innata —le reprochó, sintiendo aquello un ataque.
—Al igual que la maldad de tales figuras celestiales: artificial y falsamente impuesta, no inherente.
El italiano abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una pequeña botellita de cristal con un líquido purpúreo semitransparente. Lo situó en el centro de la mesa en una línea recta entre Dacio y él.
—Tú ayudaste a crearlo.
—Eso no significa que aceptara la propuesta. Lo hice por ti, y porque nos encontrábamos en un momento crítico de supervivencia. Casi todos nos habían abandonado, ya fuera por miedo o lavado de cerebro, y necesitábamos desarrollar algo distinto, por precipitado que fuera.
Fausto pasó la yema del dedo por la superficie lisa del cristal.
—Y funcionó.
—Lo creía imposible, pero sí. —Dacio contuvo un resoplido de resignación—. Elaborar un perfume con feromonas para atraer a hombres y mujeres parecía más bien una fantasía que algo realizable.
—Pero lo conseguiste, Dacio, como siempre haces.
—No me lo recuerdes... —Había luchado contra sí mismo en las semanas de elaboración del brebaje. Volcar sus conocimientos en un proyecto como aquel exacerbaba sus somatizaciones.
—No te enfades, amigo —percibió Fausto la emoción que anegaba al médico—. Es gracias a esto —puso el dedo en el diminuto bote de cristal— que hemos podido abrir muchas mentes dormidas.
—Usando el sexo como estratagema —bufó Dacio, repeliendo con un gesto de la mano todo contacto con el brebaje.
—Mentira. —Su voz convirtió la paciencia en afilado furor, rasgando el ambiente—. Usamos la atracción, no nuestros cuerpos. Puedo admitir que digas que los atraemos con un falso despertar hasta nuestras charlas, pero luego son ellos y ellas los que eligen quedarse. Por decisión propia. Porque han abierto los ojos y quieren ver la luz. —Como si se hubiera dado cuenta del ímpetu con el que defendía el honor de las Sirenas, habló en voz mesurada—: Algo había que hacer con los uroboros aumentando su masa delirante sin control y eliminando a todo aquel que se negaba a unirse a su locura. Nuestro ardid, por muy malintencionado que parezca, ha servido para salvar muchas vidas.
El médico desvió la mirada hacia el reloj de su muñeca.
—¿Desean unirse a nosotros? —cuestionó el italiano de repente.
—No. Quieren partir lo antes posible de Nápoles. Regresar a sus vidas.
—Aun conociendo nuestra lucha.
—Fausto, ahora eres tú el que debes aceptar de una vez que no todos van a querer alistarse a nuestra sociedad, aunque su apertura mental y su idealismo sean afines al nuestro. Antes no tenías problemas con eso.
—Antes no luchábamos contra asesinos —lo agravió con un examen espinoso que duró menos de un segundo. Luego ensanchó sus comisuras, pero un indicio de pesar quedó grabado en ellas—. Antes estábamos unidos, antes todos pensábamos y perseguíamos lo mismo. Antes...
—Lo sé, Fausto, perdona. —Reconocía lo que Fausto insinuaba con aquella replicación, el dolor que aún aferraba su alma. Todos en el Círculo de las Sirenas eran conscientes de ello. Los Uroboros eran para el italiano algo más que un enemigo de creencias contrarias. Eran los causantes de la destrucción de un pedazo de su corazón. De la muerte y cerrazón a sus emociones—. Pero no metas a esos extranjeros en esto. Deben decidir ellos. Si lo que desean es marcharse, les ayudaremos. Hallaremos una vía de escape. —Buscó una confirmación en la mirada de su amigo—. ¿Verdad?
—¿Realmente es lo que quieren o lo que tú quieres?
Otro silencio, más perjudicial para el tic de su hombro.
—Fausto, debo irme. Mi turno en el hospital inicia en unos minutos.
—No te preocupes.
El médico se dirigió a la puerta.
—Los protegerás, ¿verdad? Mientras yo esté trabajando.
—Claro, amigo mío. Están a salvo en ese hotel. Pondré a nuestros mejores hombres vigilando cada paso que den. Ten fe en mí; nadie les hará daño.
Dacio espiró, sintiendo una leve descarga de alivio desprenderse de su estómago.
—Te lo agradezco, Fausto. Créeme, son buena gente.
—Lo sé... —masculló cuando el médico abandonó el despacho—. Pero ella... —una expresión nueva que hacía tiempo que había olvidado deshizo la seriedad de su rostro—. Ella ha vuelto a mí.
~
—Ese era el último paciente del día.
La enfermera le avisó desde el hueco de la puerta. Dacio asintió sin responderle. Había pasado toda la tarde atendiendo pacientes en un estado obnubilado que levantó preocupaciones en algunos compañeros. Varios preguntaron si se encontraba bien, más de uno con un tono desagradable añadido, pero a todos respondía señalando a su cabeza como causa de su despiste. Y no era para menos; su cuerpo estaba alerta, atento a cualquier signo de amenaza, y el agarrotamiento de la espalda le estaba produciendo una tremenda tensión en las cervicales.
Distraídamente, sacó del bolsillo de la bata un bote de pastillas y lo situó enfrente. Un ansiolítico tan potente como aquel calmaría todos sus males, pero las voces de su cabeza, aquellas encabezadas por una especie de angelito blanco sobre su hombro derecho, le rogaban que no tomara ni una. El bote debía desaparecer de su vista cuanto antes. Sin embargo, un coro entonado por demonios que correteaban en su hombro izquierdo le incitaba a paliar su malestar.
«Una no te hará daño», decía una de las voces.
«¡O dos!», animaba otra.
Quitó el tapón al bote de pastillas y vertió unas cuantas sobre la palma de su mano. Las observó con tedio. Estaba cansado, cansado del trabajo, la lucha diaria y la sangre derramada. Su cuerpo le pedía un descanso, pero su mente le suplicaba unas vacaciones alejado de todo. Incluso de Fausto.
Y esa conclusión le hizo sentir un desagradecido. Fausto era parte de su vida, ¿y cómo le estaba devolviendo lo que hizo por él? Pensando en crear distancia, en abandonarlo en una lucha que también era suya. Pero era tan difícil estar siempre al tanto de todo. Detener a los uroboros era un encargo peligroso, con bajas constantes.
El tic del hombro acrecentó el ritmo de los golpeteos. Lo notaba galopar en su piel rozando la camisa, y la incómoda sensación le desbarataba los nervios. Las pastillas que tenía en la mano eran la solución. Con ellas acabaría esa desdicha, al menos durante unas horas.
«No lo hagas —la voz angelical resonó fuerte en su oído—. Solo encubres lo que debes afrontar por ti mismo. Deja las drogas a un lado».
—Tú que sabrás —recriminó al ángel alado.
«Sé lo que te costó desengancharte de ellas la primera vez».
El recuerdo de su adicción le hirvió la sangre. Cerró el puño, comprimiendo las pastillas, y, en un acto irreflexivo, las arrojó contra la puerta. Se apretó las sienes con ambas manos y cerró los párpados. El dolor intenso y oclusivo no le dejaba poner en orden las ideas; aquel malnacido le era tan conocido... Al igual que la sensación de las pastillas, el efecto que producían en su organismo.
Lo olvidaba todo.
El dolor, el malestar, el vacío.
Hasta que la abstinencia retornaba a una magnitud intolerable con los problemas que creía convertidos en cenizas. Tan descarado y potente que impedía su labor profesional si no tomaba una pastilla cada cierta hora.
Cómo pudo caer en aquella estúpida adicción, se había preguntado tantas veces en la lobreguez de su hogar, sollozando en el sofá con un bote vacío en la mano y otro aguardando en el armarito del baño. Cómo. Horas perdidas falsificando recetas para mantenerse en la cuerda floja. Dosis a escondidas y alguna que otra robada de la farmacia del hospital; inyecciones cuando no obtenía un mísero bote y que lo dejaban atontado en una esquina del despacho. Largas noches recostado en el escritorio, ajeno a su alrededor, embebido en el mundo de ilusiones que los narcóticos fabricaban para él.
Se sentía un don nadie, un inútil, un falso hombre. Había utilizado las drogas como vía de escape, y, como un necio, estimó controlarlas. La misma frase que expelía al mundo cualquier adicto, él la hizo suya. Eligió un abismo para calmar su pozo depresivo, pero no hizo más que alimentarlo. Y todo por no encontrar sentido a la vida de un pobre médico napolitano. Un sentido con el que entender su razón en el mundo, que le otorgara un valor a su existencia y le permitiera buscar el camino para alcanzarla.
Estuvo a punto de rendirse, de desistir. Ser un drogadicto no era lo que deseaba para su vida. Le daba vergüenza que le reconocieran entre los desfavorecidos callejones de Nápoles por los que se arrastraba en busca de algo que asemejara el efecto de los ansiolíticos. Cantidad de veces que desfallecía en el suelo de su casa, estuporoso, con la maldita idea en la cabeza de que aquella sería la última vez que consumiría o pondría fin a su desastre.
Pero Fausto apareció como un ángel. Un ángel misericordioso. Y le dio la mano, una mano que lo salvó.
En mitad de replantearse si morir era una opción, en medio de una diatriba consigo mismo donde hallar un pretexto para no acabar con una sobredosis, Fausto, como un ser celestial del mismísimo cielo, le aportó esperanza.
Un valor por el que vivir.
Pudo leerlo en su rostro, en sus ojos cansados o en su conducta despersonalizada con todo aquel al que trataba, pero el italiano se dio cuenta del vacío que anegaba su alma.
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