Capítulo 11. El conflicto
La columnata semicircular de la Basílica de San Francisco de Paula, defendida por las estatuas ecuestres de Carlos III y Fernando I, resplandecía en el centro de la Piazza del Plebiscito. Asediada, en el este, por el formidable Palacio Real y los Palacios de la Prefectura y Salerno desde la diagonal interna del pórtico, la plaza, alma de la ciudad, se encontraba atestada de turistas.
Vislumbraron la figura del médico en una agradable cafetería a pie de calle. Al verlos zigzaguear entre las mesas en su dirección, alzó el brazo como saludo.
—Espero que hayan tenido un buen descanso —les dijo mientras tomaban asiento.
—No crea —terció Aurora. Sentía el estómago hundido, y el olor que afloraba de la cafetería le dificultaba el canalizar su mal genio—. Gracias a la suspicacia que nos ha originado, no hemos probado bocado.
—Y bien que han hecho —corroboró sonriente—. Aquí pueden estar seguros de que nadie intentará envenenarlos. Camariera! —El médico detuvo a la mujer que franqueaba la mesa—. Un piatto di pasta per gli sposi. —Lo apuntó en una libreta, se excusó en un alígero italiano y se perdió en el interior—. Tranquilos, en nada tendrán el placer de degustar uno de los mejores platos de Nápoles.
(—¡Camarera! Un plato de pasta para los novios.)
—Entonces, hemos hecho bien siendo desconfiados —aseveró Ellery. Del bolsillo sacó un cigarro que encendió con un hábil gesto del mechero. Una larga bocanada originó un leve atisbo de respiro a la irritabilidad propiciada por la falta de nicotina.
—Puesto que es el grupo de Ezio el que ha atentado contra su vida, sí, han hecho bien.
—Dacio, gracias por su ayuda —comenzó el escritor expulsando el humo por un lateral de la boca—, pero si estamos aquí y no en el primer vuelo que nos saque de Nápoles es porque necesitamos respuestas.
—Mentira —rectificó con un mohín que visibilizó las cuantiosas arrugas que poblaban sus facciones—. Si están aquí es porque saben que lo que les dije era cierto. Si intentan marcharse, acabarán muertos. Si han aceptado hablar conmigo es porque tienen miedo.
Los ojos del médico se desviaron a ambos lados de la cafetería seguido de un ligero cabeceo. Ellery y Aurora se giraron al unísono, descubriendo la presencia de dos hombres en extremos opuestos del recinto que los observan de brazos cruzados.
—De qué quieren protegernos —habló Aurora, retornando al rostro amigable del médico.
—De, como su compañero ya ha experimentado, morir a manos de una secta terrorista.
El humeante aroma de los platos de pasta que la camarera depositó ante la pareja robó la atención del médico durante unos segundos. Ellery apagó el cigarro en una esquina y cedió a la necesidad de un poco de comida que mejorara su humor, tan negro y enrevesado que ni la euforia momentánea y transitoria de las primeras caladas del cigarro pudo hacerle frente.
—Dacio, será mejor que empiece desde el principio —le exigió devolviendo el tenedor al plato.
El médico dispuso las manos enlazadas sobre la mesa. Los miró unos segundos, luego esbozó una tenue sonrisa.
—En primer lugar, debo presentarme. Me llamo Dacio Costa, napolitano de nacimiento. Como habrán podido observar, mi acento para nada es propio de mi tierra. Ello es gracias a que, de muy joven, marché a Estados Unidos con mis padres, donde pude especializarme como médico en una de las universidades más prestigiosas de su país. Créanme si les digo que soy, o era, un hombre corriente como cualquier otro. Apasionado por el conocimiento y los misterios del cuerpo humano, dí mi vida por aprender más y más sobre la ciencia que portamos con nosotros día tras día —explicó, tomando su voz un cariz entusiasta.
—¿Cómo es que volvió a Nápoles?
—La tierra de uno siempre llama de regreso, ¿no creen? —rio con suavidad—. Pasé muchos años en América, pero mi corazón me pedía regresar a mi lugar de origen. No contaba con nadie a mi lado que me hiciera cambiar de opinión, así que no dudé en buscar una plaza en uno de los hospitales de Nápoles y pisar mi hogar. Y fue la mejor decisión que pude tomar.
Encendiéndose un segundo cigarrillo, Ellery arrojó el encendedor en la mesa y cortó la vuelta al pasado del médico:
—Qué tiene que ver todo eso con la secta.
—Tiempo al tiempo, ya lo entenderán —suplicó paciencia—. Mis años como médico en el hospital fueron de lo más tranquilo, si se ignoran los inconvenientes de una profesión como esta, claro. Noches interminables de trabajo, montones de pacientes y un cúmulo tras otro de cansancio y agotamiento que sumen a uno en una transida reflexión sobre su propia vida. A mí me ocurrió, cosa que me chocó bastante. Llegó un momento en que sentí que no hacía más que trabajar, que no tenía otro ideal por el que luchar, y creí derrumbarme en un vacío que solo me permitía salir de la cama por el poco amor que me quedaba por esta vocación. Así pasé años, temiendo una baja por depresión, hasta que conocí a Fausto.
—¿Fausto?
El escritor desvió una deliberada ojeada recelosa contra Aurora que retornó al instante a la figura del médico.
—Fausto me salvó la vida. Lo conocí gracias a una cita médica, donde me invitó a una de las charlas que él mismo encabezaba. En aquel lugar escondido entre callejuelas se trataban temas bastante densos, fuera de lugar para la época que vivíamos entonces. Aquel primer encuentro con personas abiertas a otros matices de la vida, a una visión más profunda del ser humano apartado de la cotidianidad, del impuesto fascismo, me cautivó. Y Fausto se dio cuenta. Me abordó al culminar el primer coloquio y me invitó a tomar un café con él. Les parecerá una tontería, pero para mí ese gesto fue una bendición.
>>Con la plácida temperatura de mediados de primavera que invitaba a conversar, me explicó su visión de la vida. La necesidad de mejora del ser humano, la búsqueda eterna de la perfección, pero desde una óptica plenamente humanista. El despertar, o insight, como él lo llamaba. El darse cuenta y ser consciente de todo cuanto hacemos para conectar con nuestra propia alma y elegir el camino que nos lleve a la autorrealización, aunque sea todo lo contrario a lo que la sociedad espera de nosotros. Deseaba abrirnos los ojos al mundo que nos negábamos a ver, e intentaba a su manera que buscáramos nuestro propio futuro, siempre con el propósito de ser útiles para aquellos que aún estaban por llegar, a sabiendas de que eso conlleva luchar contra un gobierno totalitario y su lavado de cerebro. Un despertar al que solo unos pocos consiguen ascender. Él era uno de ellos, lo tuve claro desde esa charla. Y me encapriché. Quería saber más acerca de aquel hombre.
—Así fue como se adentró en la secta que encumbra ese tal Fausto —infirió Ellery.
—No es una secta, señor Queen, es una sociedad —repuso luciendo un tono adusto—. Ni de lejos nos compare con el malnacido que ha intentado matarle, eso no haría más que envilecer nuestro nombre. —Su mirada se volvió hostil, a la defensiva—. Fausto me invitó a su grupo, y ahí vi la luz. En aquella sociedad se buscaba el conocimiento y el perfeccionamiento del propio ser individual, y le aseguro que era la mejor vía para que otros también pudieran abrir los ojos sin tener que coaccionar a nadie. ¿Es que anhelar ser alguien mejor, buscar el valor que guíe tu propia vida y enfocar tus pasos en algo superior son actos que debieran ser castigados?
—Depende de qué busque conseguir con ello.
—Ahí está la cuestión, señor Queen. Fausto y su sociedad no ambicionaban estar por encima del resto, sino enseñarles a alcanzar su mismo nivel, a conocerse a sí mismos lejos del miedo y la opresión. Semejantes en un mundo libre y dinámico, de mentes conscientes y abiertas a la duda. Nada impuesto; quien quisiera adentrarse en los conocimientos que allí se trataban tenía la puerta abierta. Quien no, la puerta se mantendría igualmente entornada por si, en algún momento, recapacitaba.
—Un objetivo algo utópico, ¿no cree? —despreció sin un atisbo de modestia.
El médico rio.
—No todo el mundo está preparado para ello, y somos conscientes de que es un trabajo que nuestra generación solo ha iniciado y que debe perpetuarse durante años, décadas, incluso siglos. No es chasquear los dedos y hacer desaparecer el velo que nos ciega. Requiere esfuerzo, paciencia y metódica.
—¿Y la figura de la sirena? —se interesó Aurora.
—Eso ocurrió más tarde, señorita. En un principio, la sociedad que Fausto creó no poseía un símbolo que la representara. Solo éramos un grupo que buscaba entender las enseñanzas vetadas por la dictadura, tratando de llegar a todo aquel que quisiera escucharnos a través de charlas, panfletos y habladurías en los oscuros rincones de bares. Era difícil, pero con los años fuimos creciendo en miembros. La figura de la sirena se formó tiempo después, cuando se desató un conflicto interno.
—¿Ezio?
—Fue uno de los portavoces de la divergencia, sí.
Ellery negó con avidez.
—¿Cómo pueden acatar la palabra de un hombre cuya enfermedad es más que evidente y probablemente el origen de su creencia genocida?
—Es cierto que la psicosis maníaco-depresiva de Ezio es notoria. Es un trastorno que ha usurpado su vida y su personalidad desde el instante en que comprendió que con ella era más fuerte.
—¿Más fuerte?
—Las voces de aquellos que ansían hacerse oír contienen siempre una chispa de locura. La charlatanería de Ezio es atrayente, un discurso que brota del furor de su delirio y que la masa aplaude como si revelara la verdad del mundo en el que vivimos.
Aurora pausó al doctor:
—¿Nadie en esa secta repara en que ese hombre los manda a atentar contra su propia vida, contra la vida de inocentes?
—Los Uroboros son más de lo que parecen, señorita. Ezio roza la cumbre, pero no es el único, no está solo —declaró con una severidad que iba más allá de los acontecimientos actuales.
—¿Y quién es el que sustenta esa megalomanía destructiva?
—Es... complicado. —Se masajeó las manos, dudoso de si desvelar ese fragmento de la historia—. No soy yo quien debe hablarles de ello. No me incumbe. Solo puedo decirles que la división del grupo provino de un frente unido que no esperábamos.
Ellery y Aurora compartieron una breve mirada.
—¿Criticaban las acciones de Fausto? —interpeló el escritor.
—Algunos miembros se impacientaban porque los avances tardaban más de la cuenta —admitió—. Incrustar una perspectiva distinta de la vida en las personas de a pie supone sacrificio y grandes dosis de frustración. Las disputas internas comenzaron a ser una constante. Algunos deseaban actuar a lo grande, hacer ver nuestra visión del mundo de una forma extrema, violenta. Fausto siempre se negó, al igual que muchos y que yo mismo. Él sabía cómo apaciguarlos. Pero, lamentablemente, ocurrió un suceso que precipitó el caos... —Se aclaró la garganta nada más pronunciar la palabra.
>>—Una... hmmm... Una fracción del grupo nos desafió con la convicción de que no todos los seres humanos eran merecedores de esa conciencia y autorrealización de la que tanto hablaba Fausto, y todo gracias a la fuerza que Ezio les confirió. Aquel conflicto interno dio lugar a una violenta lucha entre iguales, y la sociedad se disipó. Al cabo de meses, llegó a nuestros oídos que aquellos que perseguían esa detestable visión habían formado una nueva colectividad: el Uroboros. Nos sobrecogió a todos. Quisimos entender qué buscaban, el motivo del nombre que habían escogido. Y su explicación fue terrorífica.
—Solo unos pocos retornarán al mundo para mejorarlo, el resto es desechable —rememoró Ellery, arisco, el perturbador discurso del extraño.
—Simple y llanamente, sí. Fausto intentó hacerles entrar en razón, pero aquella creencia estaba más que formalizada. Nos echaron a patadas. Y dio pistoletazo de salida al verdadero conflicto. Ha habido muertes, señores —aclaró, apretando los puños en la mesa—. Han tratado de imponer su visión a través de actos violentos y denigrantes. Han apaleado y asesinado a todo aquel que no aceptara su punto de vista. —El médico los miraba de uno en uno, externalizando una ira teñida de dolor—. Muertes que la policía ha clasificado como ajustes de cuentas entre bandas criminales por contrabando, chantajes o robo. Aunque la Camorra fue eliminada durante la dictadura fascista, sus miembros se mantienen en activo desde las sombras, y hay otros, muchos otros, con aspiraciones similares.
>>Pero nosotros sabíamos lo que pasaba, y Fausto no aguantó el reguero de sangre inocente que estaban derramando. Quiso plantarles cara. Así creo el Círculo de las Sirenas. ¿Por qué la Sirena, como ha pregunta la señorita? Sencillo: porque las Sirenas son divinidades que veneran la vida humana, si obviamos la falsa maldad de muchas de las obras que las describen. Fausto pretendía romper toda conexión de su nombre con esa secta, y quiso simbolizar con la sirena que toda vida, por simple que parezca, merece un poco de luz en el camino.
—Y usted se unió a Fausto de nuevo.
—En realidad, nunca me alejé de él. Yo formé esta sociedad a su lado. He dado mi alma y mi vida por luchar en su nombre contra aquellos que deseaban y aún desean hacerle caer.
—¿Por qué no involucraron a la policía? —interpeló Aurora.
—Aunque nuestro grupo no perseguía ni persigue ningún fin político, a ojos de la sociedad seríamos como cualquier otro partido comunista, señorita. En esos tiempos, el sentimiento de odio y repulsa seguía llameando en muchos sectores fascistas que defendían a la dictadura caída. Si hubieran sabido de nosotros, tenga por seguro que una bala llevaría inscrita el nombre de cada compañero. ¿Entienden el porqué de ese silencio? Fausto pretendía mantenernos a salvo. Que el grupo de Ezio quiera salir a la luz e imponer su visión va a suponerles una contienda directa. Las facciones nacionalistas aún vivientes, aunque se desarrollen con discreción, no consentirán que unos pocos de una clase social a la que tratan como ratas los suplanten en el poder. Sería un nuevo fracaso, y créanme que entonces nosotros para los Uroboros no seríamos el principal de sus problemas.
>>Mientras tanto, debemos afrontar este desastre en solitario. Nuestro principal desasosiego es que ese grupo no ha parado de crecer. La suma de adeptos a lo largo de los años ha sido desmesurada, y muy peligrosa. Han conseguido influenciar a una gran cantidad de personas con una facilidad que espanta.
—La destrucción casi siempre es vista como la mejor forma de hacerse oír —convino el escritor.
—Lastimosamente, es cierto. No parecen querer darse cuenta de todo lo que podrían ocasionar desplegando esa creencia en una sociedad con secuelas, con traumas. Van a crear el miedo, pero también van a sacrificar a aquellos que los veneran. Es un suicidio. Un suicidio instigado por la enajenación mental de sus líderes.
—Pero no entiendo una cosa. —Aurora se cruzó de brazos—: ¿Por qué Ellery?
—Cualquiera que lea sus escritos y conozca su labor como asesor de la policía sabe perfectamente que el hombre que tiene a su lado, señorita, es un iluminado.
—¿Iluminado? —repitieron al unísono, igual de poco convencidos.
—Así es como les gusta llamarlos, sí. Y su mente, algo retorcida y morbosa, pero de una agudeza incuestionable, es una fuente de sabiduría acerca de la pobreza y el egoísmo del ser humano. Usted —lo señaló—, el entendimiento de la vida que proyecta en sus libros, es en sí una forma de conciencia, por perversa que esta sea. Y supongo que para ellos eso es algo magnífico. Teniéndole a usted en el grupo, pueden usarle para que marque con el dedo al individuo que no merece un lugar en este mundo.
—Jamás haría tal cosa.
En su interior, Ellery debatía una malsana contienda contra sí mismo. Si era gracias a sus libros que aquella secta había puesto el ojo sobre su persona, acababa de cavar su propia tumba. El mal que alimentaba sus novelas, la caracterización de cada personaje, la lista de fallas y debilidades, había sido deformada y malinterpretada por los uroboros para su beneficio. Y aquello, más que aterrarle, le contrariaba; no era más que ficción decorando la luz y oscuridad que todo ser humano poseía.
—Celebro escuchar eso. —El médico se recostó en la silla metálica y exhaló sosegado—. Pero ahora este conflicto les ha tocado a ustedes de lleno. Sabe demasiado, y eso es un problema.
Aurora había olvidado el plato de pasta y fijaba una mirada lóbrega en el médico.
—Su amiga también está en peligro, señor Queen. Ambos lo están. Conozco de primera mano la forma de actuar de Ezio y sé que no parará hasta verlos caer. Tiene súbditos en cada punto de Italia; no me extrañaría que ya tengan conocimiento de que sigue vivo y estén elaborando otro atentado contra ustedes.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Aurora.
—Vengan conmigo —fue su solución—. Mi sociedad les protegerá. Les daremos cobijo y protección hasta que podamos sacarles de Nápoles sanos y salvos. Ustedes no merecen estar en medio de esta guerra. Cuanto antes regresen, antes retomarán sus vidas. Siento... siento que se vean envueltos en todo esto —se disculpó a media voz. Agachó con visible desesperanza la cabeza.
—Usted ha resistido —apuntó ella—. Y se ha enfrentado a los uroboros. ¿Por qué nosotros no?
—Para ello he tenido que hacer cosas de las que no me siento orgulloso. —La indirecta de Dacio encubría una fatídica realidad. Las acciones a las que se había visto obligado, aquellas que despreciaba y que, sin embargo, había usado contra otros para sobrevivir, tiznaban de oscuridad una moral que pensaba infrangible—. No deseo lo mismo para ustedes. Confíen en mí. Les protegeré, no les quepa duda. Por ahora, recojan sus efectos personales del hotel. En la entrada les estará esperando un coche que los conducirá a su nueva residencia.
—¿Está seguro de que estaremos a salvo? —cuestionó Ellery.
—Señor Queen —el médico dobló la manga de su camisa y expuso el tatuaje de la sirena—, le prometo que, en voz de la sociedad por la que lucho cada día y por lo que este símbolo representa, ambos estarán a salvo conmigo.
—Solo una pregunta más, Dacio. —Acodado en la mesa, el escritor sacó a relucir un detalle que no se le había pasado por alto—: Si Ezio solo era uno más entre los disidentes y no todos aceptaban su palabra, ¿qué incitó la deserción del grupo?
El médico se levantó sin apurarse. Alternó entre ambos, dubitativo, y tomó una pesarosa bocanada de aire antes de responder:
—El odio enfermizo, señor Queen.
-----
Créditos imagen: Mikaël Bourgouin
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro