Alejandro
Aquella tarde en el café Luma era muy lluviosa.
A Hernán le gustaba la lluvia. El sonido del agua cayendo lo tranquilizaba y siempre tenía sueños muy placenteros. Los olvidaba rápido y deseaba anotarlos o contárselos a alguien, pero sabía que eso lo metería en graves problemas. Debía conformarse con apreciarlos el tiempo que vivieran en su mente.
—¿Hernán? ¿Estás bien?—le preguntó Frida, su esposa—. No has tomado ni un sorbo.
Él parpadeó varias veces. El sonido del agua cayendo y las luces tenues del lugar lo habían puesto en trance. Le dio una sonrisa a Frida y bebió de su café ya tibio. Había sido una tarde muy ajetreada. En veinte días era navidad y la pareja estuvo recorriendo el centro comercial en búsqueda de la muñeca que tanto quería Melissa, la hija de ambos. La encontraron en una juguetería pequeña. Tuvieron mucha suerte, pues solo quedaban dos. Él volvió a sonreír al recordar lo contenta que se puso su mujer cuando la vio al final de la tienda.
—¿Estás bien?—reiteró Frida, tomando una galleta del plato en medio de la mesa—. Te ves muy cansado.
—Estoy bien, solo que ya no tengo tanta energía como antes. No puedo creer que en dos años cumplo cuarenta.
Ella rió.
—Yo ya tengo cuarenta y aún me siento de veinticinco—dijo.
Frida comió la galleta. Hernán tomó una e hizo lo mismo.
Eres vieja, pensó. Eres muy vieja, pero te aprecio. Jamás te he amado y jamás te amaré, pero siento un gran cariño por ti.
Él pidió otra taza de café y pasó el rato hablando de cómo le iba en la escuela y de un estudiante problemático que había reprobado su exámen de regularización. Hernán sabía que el tema de los tipos de enlaces químicos podía llegar a ser muy confuso para algunos estudiantes, pero se consideraba buen docente y tras una semana de lecciones sabatinas los alumnos mejoraban. Pero este no, y ya no había nada que pudiera hacer por él, así que tendría que repetir el curso.
—Espero recurse con otro profesor—dijo Hernán—. No quiero volver a verlo en mi clase.
La puerta del café se abrió haciendo sonar la campanita que había en la entrada. Hernán volteó y se encontró con una mujer joven y un adolescente. Ambos traían paraguas y ropa negra. ¿Habían venido de un funeral? Ambos se dirigieron a la mesa frente a la del profesor y su mujer. Frida le preguntó a su marido si estaba contento por darle clases a su hija en el próximo ciclo escolar y él asintió sin dejar de ver al par de extraños. Había algo raro en ellos. La mujer se levantó de la mesa para ir a ordenar y el joven se quedó ahí, pasándose los dedos por la coleta que tenía sobre un hombro. Era larga, demasiado larga para un hombre. Y tan negra como su abrigo.
Frida se dispuso a hablarle de lo mucho que le preocupaba que Melissa siguiera jugando con muñecas a los catorce años, y él la escuchó a medias, asintiendo de vez en cuando. El chico de cabello largo le parecía muy familiar. ¿Dónde lo había visto antes? Alguien como él no podía pasar desapercibido en sus recuerdos.
Qué piel tan pálida, pensó.
Lo que más llamaba la atención de su rostro eran los ojos ambarinos. Eran grandes y de pestañas muy espesas. Ese rasgo y el cabello largo le daban un aire de elfo andrógino. Su acompañante regresó con dos tazas humeantes y ambos se enfrascaron en una conversación que Herán no alcanzaba a oír. La mujer dijo algo que sorprendió a su interlocutor y entonces, al ver sus ojos tan abiertos, el maestro supo a quién le recordaba.
Era idéntico a Alejandro, un alumno que tuvo hacía dieciséis años, cuando aún daba clases en Rosaviva. Era una ciudad pequeña y deprimente en la que se aburría demasiado. Se fue de ahí dos años después y encontró un empleo mucho mejor en la capital.
—Melissa nunca ha traído un muchacho a la casa—dijo Frida—. ¿No te parece que eso también es raro?
Hernán asintió.
Alejandro Dumas era brillante. Todos los profesores solían alabarlo mientras bebían café recalentado en la sala de docentes. Hernán lo veía como un chico que fingía modestia para agradarle a los demás. Muchas de sus compañeras estaban enamoradas de él, mas el chico parecía no darse cuenta. Un día Hernán lo vio llegar al aula después del receso junto a una chica. Estaban tomados de la mano y sonreían. Esa chica era Margarita, una joven reservada de piel muy blanca.
Margarita, tan linda ella. Y pensar que yo pude...
—Oye, ¿nos vamos?—le preguntó Frida.
Hernán se estremeció.
—¿Eh?
—Que si ya nos vamos. Ay, mi amor, estás muy ido. En cuanto lleguemos a casa toma una siesta, ¿de acuerdo?
Regresaron a casa y él intentó dormir un par de horas, pero no pudo. Bajó a la cocina y vio a su hija leyendo el periódico.
—Mañana es domingo, papá—le recordó—. Se estrenará Una luna para dos, ¿vamos a verla?
Ella volteó a verlo y le sonrió. Se le formaban hoyuelos en las mejillas. Se veía tan tierna con su cabello rizado y frenillos.
—Sí, vamos.
Frida salió del baño y les dijo que irían ellos solos porque ella estaría en su club de lectura.
—Pensé que no te unirías, mamá—dijo Melissa.
—Tu tía Ceci me convenció.
Hernán se esforzó para que la emoción no se le notara en el rostro. Amaba pasar tiempo con su hija.
Cayó la noche y Hernán, sentado en su cama, leía una novela antes de irse a dormir. Frida, por su parte, se aplicaba una mascarilla frente al espejo del tocador.
—Has estado muy calladito este día—le dijo—. ¿Te pasa algo?
El hombre cerró él libro y lo dejó en su regazo.
—¿Viste a esas personas de negro? La mujer y el niño. Quizá era su hermano menor o su sobrino.
—Sí los vi, pero no les presté tanta atención. ¿Qué pasó con ellos?
—El niño me recordó a un alumno que tuve. Se llama Alejandro, o se llamaba Alejandro.
—¿Murió?
—No. Bueno, quién sabe. Le di clases cuando aún trabajaba en Rosaviva. Fue el primer empleo que tuve. Era buen estudiante, muy carismático y escribía poemas.
Frida volteó a verlo. Había morbo en sus ojos.
—¿Y qué le pasó?
—Él tenía una madrastra. Las demás madres de familia decían que era rara, yo nunca la vi así que no sé qué era lo raro en ella. Un día la abuela de Alejandro encontró el cuerpo de Don Pascual, el padre del niño, en la sala de la casa. Tenía el abdomen abierto y algunas vísceras arrancadas. La madrastra y Alejandro desaparecieron sin dejar rastro. Algunos creen que se fugaron juntos o que esa mujer también mató al chico y se deshizo del cuerpo.
—Qué aterrador. Pobre muchacho, por lo que me dijiste tenía un futuro brillante.
Hernán bajó la mirada.
—Todos sus compañeros lloraron su desaparición. Y su pobre novia no volvió a ser la misma.
—¿Tenía novia? Pobrecito.
—Sí...
Frida apagó las luces y se fue a la cama. Se durmió en cuestión de minutos. Hernán se quedó mirando el techo. Quería dejar de pensar en el muchacho del café, pero no podía hacerlo.
Piensa en otra cosa, se dijo a sí mismo. Ya no pienses en ese niño ni en Alejandro. Piensa en Melissa, o en Margarita.
Aprieta los labios. No, no era buen momento para pensar en Margarita.
Pero lo hizo de todos modos. La recordó en su uniforme escolar, peinada con un par de trenzas. Ella siempre olía a durazno y miel. No tenía muchas amigas, y pasaba desapercibida para la mayoría de sus compañeros. Pero Hernán estaba fascinado con ella, con su timidez y su pequeño lunar en la nuca. Quería besarlo, quería saber si tenía más en otras partes de su cuerpo tan blanco. Ella eran muy respetuosa y siempre mantenía su distancia con Hernán, incluso cuando él empezó a darle clases particulares en la biblioteca. Ella era buena estudiante, pero se le dificultaba el tema de las nomenclaturas. Tuvo que armarse de paciencia para romper poco a poco esa barrera invisible que le impedía tocarla. Lo primero que hizo fue elegir una mesa apartada en la sección de Geografía, la menos visitada. Después empezó a sentarse a su lado en vez de frente a ella mientras le explicaba los temas. Mientras hablaba le palmeaba delicadamente el dorso de la mano o la cabeza si hacía bien un ejercicio. Ella se veía cómoda con eso. Entonces, tras un par de semanas, Hernán se armó de valor y le acarició una pierna. Margarita lo vio sin decir nada. Su cuerpo tembló ligeramente y apretó los labios. Se veía asustada, pero no se resistía. Él llevó la mano al interior de sus muslos y antes de poder sentir el calor en medio de ellos escuchó algo caer al suelo. Volteó a su derecha y encontró a Alejandro levantando uno de sus libros sin dejar de ver a su novia y al profesor. Había sorpresa en sus ojos, pero Hernán no sabía si era por ver a Margarita tan cerca de su maestro o porque lo vio a él tocándola.
—Alejandro—dijo Margarita, sonriendo—. Pensé que estabas ocupado organizando el altar de muertos para el concurso.
—Ya me encargué de eso ayer—contestó él—. Todos trajeron lo que les pedí. El viernes veremos qué fotos vamos a poner. Yo creo que ganaremos.
—Yo también lo creo.
El chico miró a Hernan. Había un ápice de ira en sus ojos castaños.
—¿Ya terminaron, profe? Es que Marga y yo vamos a ir al Dionisio a probar el café de temporada.
Había tanto veneno en sus palabras. Hernán apretó los labios.
—Sí, ya terminamos por hoy—el profesor sonrió a su alumna—. Hiciste un gran trabajo, Margarita. Nos vemos mañana.
Ella asintió y se fue con Alejandro.
Después de ese día ya no quiso tomar mis clases particulares, pensó Hernán abrazándose a sí mismo. Dio vueltas en la cama, preguntándose qué sería de Margarita ahora. La imaginó solo con su falda puesta. Los pezones claros erguidos por el frío y la excitación. Hernán, aún de veintidós años, recorriendo su cuerpo con ambas manos y, por fin, terminando con lo que empezó en la biblioteca de la escuela. Esa fantasía lo hizo dormir.
Al día siguiente se despertó temprano y lo primero que escuchó fue a su mujer cantando a la par de la radio mientras cortaba verduras en la cocina. Él bostezó y se estiró. Después vio por la ventana. Era un día muy nublado. Tenía la fortuna de vivir en un vecindario bonito y con un parque. Había una pareja paseando a sus perros y un anciano en una banca leyendo el periódico. Hernán se frotó los ojos y, tras parpadear varias veces, vio a alguien sentado junto al viejo. Vestía de negro y veía hacia arriba, justo a su ventana. Era el chico del café.
Hernán se cubrió la boca con ambas manos, horrorizado. Sentía como si esos ojos amarillos estuvieran apuñalándolo en el pecho. ¿Qué hacía ahí? ¿Cómo sabía su dirección?
Frida llamó a su marido para que bajara a desayunar.
—Y-Ya voy—respondió Hernán, y cuando volvió a mirar por la ventana el joven ya no estaba. Él sonrió con sorna.
—Tengo que dormir más. Ya estoy alucinando.
El profesor desayunó junto a su familia. Terminó su omelette de huevo en menos de cinco minutos y bebió tres tazas de café.
—Qué glotón despertaste hoy—dijo Frida con una gran sonrisa—. Me alegro de ver que ya estás mejor.
La hija les preguntó qué le darían para navidad y el padre respondió que le compraron calcetines.
—¡Pero eso no es especial!—se quejó Melissa—. La navidad es especial. Quiero un regalo especial.
—Esos calcetines son bonitos, a mí me parecen especiales—contestó la madre, divertida.
Melissa se cruzó de brazos con el ceño fruncido y Hernán contuvo un suspiro enamorado. Se veía tan bella incluso enojada. Se preguntó cuándo sería prudente acercarse a ella de una manera más...dulce. Quizá podría hacerlo hoy. Pasarían toda la tarde solos, y a Melissa le gustaba sentarse hasta atrás en la sala del cine. Hernán recordó el rostro confundido y asustado de Margarita. Eso no iba a ocurrir con Melissa porque se conocían bien, porque ella lo amaba. Solo debían acercarse un poco más.
Frida se fue al caer la tarde. Había pronóstico de lluvia, así que padre e hija guardaron impermeables en el bolso de esta antes de irse al cine. Llegaron un poco antes de la función, y mataron el tiempo caminando por el centro comercial tomados del brazo. Ella le hablaba de sus amigas y él la escuchaba con total atención. Qué chica tan linda, la había criado muy bien. Aún había tantas cosas qué enseñarle, no podía esperar para hacerlo. Cuando por fin llegaron a la sala y se sentaron, él posó la mano en el brazo de su hija, quién comía palomitas. Iba a subirla hasta su hombro, pero alguien a su izquierda tocó su codo. Él volteó y se encontró con el chico del café sonriéndole. Sus ojos eran rojos y brillaban. Él gimió y todos los demás empezaron a decirle que guardara silencio.
—Papá, ¿qué pasó?—le preguntó Melissa, preocupada.
Él miró el asiento que ocupaba el chico hacía unos segundos. ¿A dónde se había ido?
Hernán estaba temblando. No pudo concentrarse ni en la película ni en su hija.
Al salir de la sala él seguía hundido en cavilaciones. ¿Quién era ese tipo y por qué era idéntico a Alejandro? ¿Y si era Alejandro? No, eso era imposible. Ese niño se veía de quince años, y actualmente Alejandro tendría más de treinta.
Esos ojos tan rojos no eran humanos, eran de un monstruo. Ese niño es un monstruo y está acosándome.
—Papá, ¿vamos al Luma?—dijo Melissa—. Se me antojó un capuchino.
Él no quería volver ahí, pero jamás podía negarse a una petición de su amada hija. Entraron al café y tomaron asiento junto a una ventana. Empezó a llover.
—Tienes que dormir mejor—le dijo la chica tras dar un sorbo a su capuchino. Tenía un pequeño bigote de espuma—. No me gusta verte tan cansado, y también te ves preocupado. ¿Qué te tiene así? ¿Es algo de la escuela?
—Sí, Meli. Hay un alumno que va a repetir el curso y siento que fallé como maestro.
Eso era mentira, pero le gustaba decir ese tipo de cosas para que Melissa le dijera lo inteligente y dedicado que era. Ella tomó su mano por encima de la mesa.
—No digas eso, papá. Tú eres muy bueno en lo que haces. El día del maestro siempre te dan muchos dulces.
Hernán sonrió, pero esa sonrisa no duró mucho. Escuchó el tintineo de la campanita en la puerta y vio entrar a cuatro personas. Entre ellas estaba el muchacho de negro. Esta vez no traía paraguas y estaba ligeramente empapado. El profesor lo siguió con la mirada. Primero fue al mostrador por un café y después tomó asiento en una mesa a un lado de la suya.
—¿Papá?—dijo Melissa, viendo al muchacho y después a él—. ¿Conoces a ese chico?
Hernán quería ir a su mesa, quería preguntarle quién demonios era y qué quería. Pero estaba aterrado.
—N-No es solo que...sus...sus ojos son de un color muy raro.
Melissa vio al muchacho, quién le sonrió. Ella se ruborizó.
—Tienes razón, sus ojos son muy amarillos. Me recuerda a los ojos de un gato.
El joven no dejaba de verlo. Lo miraba con el mismo rechazo que Alejandro hacía tantos años atrás. Pero él no podía ser Alejandro.
Esa noche Hernán no pudo dormir por más que trató. Decidió ir al baño por una de las pastillas para dormir de su mujer. Cuando por fin cayó dormido, volvió a soñar con Margarita. Pero ella no estaba semidesnuda ni se encontraban a solas. Estaban en un salón de clases totalmente lleno y Alejandro se encontraba ahí. No el joven carismático de ojos castaños, sino el monstruo pálido con la coleta sobre el hombro. Hernán quiso levantarse del escritorio, mas no pudo. Su cuerpo se negaba a obedecerlo. Alejandro se levantó de su asiento y caminó hacia él.
—Aléjate...—musitó Hernán—. Aléjate.
Alejandro lo tomó del brazo y lo estiró. Apretó la muñeca con una sonrisa. Luego se la llevó a la boca y mordió. Hernán sintió dos pinchazos muy intensos. El chico sorbió y sus ojos ámbar lentamente adquirieron ese rojo brillante que tanto lo horrorizaba. Alejandro lo veía fijamente a la cara sin dejar de beber su sangre. El maestro sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Despertó sobresaltado y su muñeca palpitaba, pero no había rastro de la mordida. Hernán encendió la lámpara de noche y Alejandro estaba ahí, de pie junto a su cama. Su sonrisa se había ensanchado. Tenía colmillos demasiado prominentes. Había sangre en ellos. Hernán gritó, despertando a su esposa e hija.
—¡Vete! ¡Aléjate!—exclamó el hombre, pero la criatura ya no estaba ahí.
—Amor, cálmate—dijo Frida abrazándolo—. ¿Qué pasó? ¿Tuviste un mal sueño?
Hernán sollozó contra su hombro. Se sentía muy débil y asustado.
—Alejandro...—balbuceó—. Era Alejandro...
Frida limpió sus lágrimas y mocos con la manga de su pijama y le dijo que fueran a la cocina. Le preparó un té y mandó a su hija de regreso a su habitación cuando ésta preguntó qué había pasado. Hernán dio breves sorbos a su té con las manos temblorosas. Frida se sentó frente a él en la mesa y le preguntó qué había pasado con Alejandro en su sueño.
—Él...
El hombre vio una sombra moverse por las paredes de la cocina. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando la sombra se arrastró por el suelo y tomó forma humana, justo detrás de su mujer. Alejandro se llevó el dedo índice a los labios, sonriente.
—Él...uh, murió atropellado en mi sueño—dijo por fin—. Fue muy realista.
—Ay, mi amor—Frida le acarició el dorso de la mano—. Pobrecito, mi vida. Aquí estoy contigo. Ya que te tranquilices podemos volver a la cama, ¿de acuerdo?
Alejandro se desvaneció como si fuera humo.
La pareja volvió a la cama, pero Hernán no concilió el sueño. Se quedó boca arriba, tembloroso, hasta que escuchó a los pájaros piar. Se preparó para ir a la escuela y desayunó con la mirada ausente. Ya no se cuestionaba qué era esa cosa que lo mordió ni qué quería, solo deseaba que lo dejara tranquilo.
—Que les vaya muy bien—dijo Frida a su familia.
Padre e hija se subieron al coche y durante los primeros minutos no hablaron.
—Serás mi profesor el siguiente año—dijo ella viendo por la ventana—. Eso me pone muy contenta.
Él le sonrió.
—Será un año más llevadero.
Ambos entraron a la escuela. Ella se fue a su aula y él entró a dirección para firmar su asistencia. Alejandro ya estaba ahí, tras la secretaria, saludándolo con la mano. Hernán se esforzó para que pareciera que no veía nada. La secretaria lo miró y alzó una ceja.
—Buenos días, ¿todo bien?
—S-Sí, solo dormí poco.
Se forzó a sonreír.
—Son gajes del oficio—dijo la secretaria, sonriendo también.
Hernán dio sus clases tratando de no pensar en Alejandro. Sabía que él iba a seguir atormentándolo hasta que hiciera algo al respecto. Y él deseaba recuperar su paz, y no quería arriesgarse a seguir perdiendo sangre. Esa criatura podía moverse por las sombras y convertirse en una, pero con su apariencia humana seguía siendo sólido, y tenía el cuerpo de un niño de quince años. No sería difícil someterlo y matarlo antes de que huyera como sombra. Hernán debía ser más rápido que él. Durante su hora de comida el profesor fue a la sala de maestros, se preparó un café y tomó un cuchillo que la directora solía usar para cortar el pastel durante los cumpleaños. El maestro admiró el filo mientras daba un sorbo a su taza. Eso podría matar al falso Alejandro si usaba toda su fuerza.
La jornada escolar terminó y Hernán regresó a casa solo. Melissa iba a quedarse a estudiar con sus amigas en la biblioteca y él la recogería tres horas más tarde.
Tengo que deshacerme de esa cosa, pensó apretando el volante, tengo que recuperar la vida que tanto amo.
A medio camino empezó a llover, pero Hernán estaba demasiado ansioso para disfrutarlo. No podía relajarse hasta que la criatura estuviera muerta. Aún le temía, y consideró la posibilidad de no llegar a casa e irse a otro lugar, pero sabía que sin importar a dónde fuera ese niño estaría ahí esperándolo. No podía escapar de él.
El hombre llegó a casa. Guardó el cuchillo en un bolsillo interior de su abrigo y se dirigió a la puerta. Todo su cuerpo temblaba.
Tengo que hacerlo. Tengo que recuperar mi vida.
Abrió la puerta y encontró a Alejandro en su mesa, bebiendo café.
—Bienvenido a casa—le dijo con una leve sonrisa.
Su voz seguía siendo la de un muchacho, pero había algo siniestro en ella. Hernán no sabía qué.
—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me haces esto?
El joven ladeó la cabeza sin dejar de sonreír.
—Sigues siendo la misma basura de hace más de quince años—dijo—. Esto es lo menos que se merecen las escorias como tú.
—Eres un monstruo...
Alejandro se rió con ganas.
—Oh, ¿yo soy el monstruo? ¿Estás seguro, profe?
Se puso de pie y caminó hacia él.
—A-Aléjate...—musitó Hernán, llevándose la mano al bolsillo interior del abrigo—. No te acerques a mí.
—¿Estás seguro de que soy un monstruo, profe?—reiteró Alejandro—. Yo no pedí ser esto. ¿Sabes quién me jodió la existencia? Esa mujer que se suponía que debía cuidarme. Los adultos están para proteger a los niños, pero la gente como tú y como ella solo piensa en sus deseos perversos. Son una mierda. Deberían morir. Deberían desaparecer para siempre.
Hernán miró a Alejandro. Él se acercaba cada vez más. Cuando lo tuvo a menos de un pasó de distancia, le clavó el cuchillo en el estómago. El joven escupió sangre. El maestro sacó el filo de su carne y volvió a hundirlo. Alejandro cayó boca arriba y Hernán se montó a horcajadas sobre él. Siguió apuñalando con una gran sonrisa. Se sentía tan libre y tan aliviado. ¿Cómo se había atrevido este demonio a perturbar su paz?
—¡Te metiste con el hombre equivocado, niño!—exclamó, cubierto de sangre—. ¡Te entrometiste en mi tranquila vida! ¡Arruinaste mi oportunidad de acercarme a Melissa! ¡Me robaste sangre!
Alejandro se estremecía con cada puñalada. Sus ojos, poco a poco, perdían su brillo.
—¡Eres una bestia salida del infierno! ¡Y allá vas a volver!
Hernan arrojó el cuchillo a su derecha y, jadeante, vio el cadáver de Alejandro. Ya muerto lucía tan vulnerable.
—Maldito...monstruo...
El hombre se puso de pie con dificultad. ¿Y ahora qué seguía? Su esposa iba a volver de hacer las compras en una hora o dos. ¿Cómo explicarle esto? Y si lo hiciera, ¿ella le creería?
Sí, me creería. En cuanto vea a esta criatura con colmillos y piel casi transparente me creerá. Entonces daremos este cuerpo a las autoridades y los científicos lo estudiarán. Quizá luego encuentren a otros como él. Estas malditas bestias de sombra se extinguirán y jamás volverán a perturbar mi paz.
Hernán rió. Bajó la mirada para contemplar al cadáver, pero ya no estaba ahí. Solo había sangre.
—Qué...mierda...
Miró alrededor. Todas las sombras.
¿Dónde estaba? ¿Cuál de ellas era él?
—Eres patético—dijo la voz de Alejandro.
Hernán tomó el cuchillo del suelo y lo puso frente a él.
—¿Dónde estás?
—Luzco como un niño, pero ya no lo soy. No tuve oportunidad de serlo, ¿quieres que tu hija tampoco lo sea?
—V-Vete...vete...
—Estuviste a punto de causarle un daño irreversible a Marga. ¿Sabes qué me dijo? Que le diste asco.
—¡Eso no es cierto! ¡Yo le gustaba, lo vi en sus ojos! ¡Solo estaba confundida y asustada por sus sentimientos!
—Tú eres el que pertenece al infierno.
El chico apareció frente a él, tomó su brazo y lo rompió. Hernán escuchó el crack y el dolor fue tan intenso que lo hizo trastabillar. Alejandro apretó sus hombros. Su fuerza era monstruosa. Lo tiró al suelo y el cuchillo resbaló de su mano. El hombre gimió y se retorció. Alejandro le sonreía. Se inclinó hacia él. Hernán sintió su aliento gélido en su oreja.
—Tú perteneces al infierno—susurró la criatura—. Y yo te enviaré ahí.
❧❧
Frida regresó a casa cargada de bolsas con víveres.
—Ya llegué—dijo tras abrir la puerta—. ¿Cómo les fue en la escuela?
Entró y vio a su esposo en el suelo. No se movía.
—¿H-Hernán?
Dejó las bolsas en el suelo y se arrodilló junto a él. Lo vio con detenimiento, y entonces se dio cuenta. Una de sus lágrimas cayó sobre el pecho de Hernán. Él estaba delgado, tanto, que su caja torácica se notaba bajo la ropa. Sus brazos eran tan delgados como los de un niño de cinco años. Tenía la boca abierta en una horrible mueca de dolor y sus ojos carecían de pupilas. Frida notó que uno de sus brazos estaba roto y doblado en una posición grotesca.
Gritó.
Hernán estaba muerto. Pálido, sin una sola gota de sangre.
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