Capítulo 29. Viaje de vuelta
"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad".
A. C. Doyle
La concurrida estación de Indianápolis fue testigo de un apretón de manos cordial entre Timothy y Ellery. Con un billete directo a Nueva York en el bolsillo, se apropió de uno de los bancos desocupados a la espera de que transcurrieran las horas hasta las siete en punto, momento en que el tren partiría del andén.
Llevado por el cansancio y lo reciente de los hechos, se desconectó del entorno. Todo aquel que desfilaba a su lado le regalaba una mirada furtiva, preguntándose qué hacía un joven petrificado en la misma posición con los ojos fijos en un punto, ausente en cuerpo y alma. Nadie tenía el don de detenerse y, con la yema del dedo pegada a su frente, adentrarse en su mundo interior.
Recorría las vidas de aquellos a los que había conocido en aquel estrepitoso viaje. Pensó en Henry y la biliosa charla que le depararía su llegada a Nueva York. Pensó en su padre. Cuando escuchara la nueva versión de la pelea entre la inestable pareja de amigos, reaccionaría de la forma más arcaica y paternal posible. Una larga discusión y horas de vigilancia indirecta y no se quitaría sus ojos de la espalda en meses.
Con una invisible sonrisa en los labios, el arco de pensamientos saltó a Kayn. El pobre muchacho que vivía ajeno al maltrato y la denigración de un pueblo entero, enzarzado en su batalla contra el mal con los dioses como fuente de protección, había conseguido desentramar toda una actividad de narcotráfico y asesinato en la pequeña Cornet. ¿Quién podía imaginar que sus delirios eran palabras que disfrazaban una realidad? Ni él mismo le creyó en un primer momento, y ese escepticismo motivó una espinosa meditación sobre su forma de ser. Él no era el guerrero divino que Kayn afirmaba.
¿Cómo serlo si permitió que los prejuicios, aquellos que negaba poseer y que señalaba en terceros, le afectaran al inicio del caso? ¿Por qué sentirse superior a un pueblo que durante años había excluido a uno de los suyos? Fue un golpe de suerte lo que le hizo comprender que no eran unicornios lo que Kayn perseguía. Si no hubiera profundizado un poco más, habría terminado marchándose con la idea fija en la cabeza de que aquel muchacho debía aumentar su dosis de medicación.
Resopló sin despuntar su actitud contemplativa. Uno de los hombres que lo había estado observando desde el banco contiguo se asustó al ver una reacción en el joven que parecía dormido en vida.
La imagen de Kayn y la culpa autoimpuesta dio paso a la inquisitiva Gloria. Aquella mujer le despertaba una ternura indescriptible. Era brava, con carácter y un corazón enorme. La única que había respetado a Kayn al eclosionar su psicosis, que se mantenía a su lado en las crisis, incondicional. Entendía que Kayn hubiera dado su vida por ella. Esa mujer valía una y cien vidas, si era necesario.
Pero ambos perseguían diferentes metas en un sendero muy parecido: Gloria buscaba a un hombre que la comprendiera; mientras, la idea que brillaba al final de su trayecto exhibía una de las miradas esmeralda más hermosas que había iluminado sus días desde la infancia. Gloria y él estaban destinados a compartir la amistad de Kayn, nada más. Nunca sería aquella mujer que conquistaba sus horas de insomnio perdido entre fantasías.
La mujer dueña de sus sueños desprendía un foco de luminosidad en el horizonte tan fuerte como la última estela del ocaso. Imposible no contemplar su aura e intentar tocarla, como si de esa manera todo lo malo, lo negativo, adquiriera el peso de una pluma.
Se levantó y echó un vistazo alrededor hasta dar con una cafetería que calmara su apetito. Pidió un café y un tentempié azucarado y se paró en una de las mesas a recobrar energía. Mientras el dulce sabor restituía su ánimo, los caóticos juegos mentales continuaron con Mike. Deducía el motivo de que hubiera elegido a Kayn como cabeza de turco de su agresividad: la culpa y, muy en el fondo, la envidia.
Odiaba ver el rostro de felicidad de Kayn, pese al miedo y al dolor que le provocaba día tras día. Esto trastocaba su mundo. Se preguntaba continuamente cómo podía soportarlo. Pero la pregunta no terminaba ahí. Obviaba un trozo que le causaba tanto amargor como su nuevo padre adoptivo, que tanto se parecía al biológico. La pregunta que no sabía responder añadía unas cuantas palabras: <<¿cómo puede soportarlo si yo en su lugar hubiera deseado morir?>>.
Apuró el café y regresó al banco de la estación frente al gran reloj frontal. Su último nodo estaba dedicado a Morgan Schwartz. Los actos que presenciaba al inmiscuirse en vidas ajenas le habían llevado a la conclusión de que el bien y el mal, aun ocupando lados opuestos de la misma moneda, a veces se fusionaban sin poder separarse. El bien y el mal podían ir perfectamente unidos de la mano. Una persona que trabajara por el bien ajeno podía esconder en su interior una temible bestia. Cuando ambas estaban presentes, lo demás era cuestión de elección. Y Morgan había elegido una pródiga maldad que hacía trizas el bien que una vez contuvo su ser.
Él mismo había tenido que decidir a cuál de ellas darle voz cuando creyó perder a Aurora. Solo era capaz de ver a través de la ira y el odio y, por un momento, la idea de matar a Anderson no parecía tan descabellada. Pero la duda sobre si las consecuencias de aquella decisión le afectarían de alguna manera acalló la sed de venganza. La respuesta fue un incuestionable sí. No importaba que ese hombre exteriorizara una de las maldades más puras que había conocido. Si hubiera acabado con su vida, se habría transformado en una falsa copia del hombre que decía ser.
Paseó hacia la zona exterior de la estación donde los trenes anunciaban su entrada con un pitido ensordecedor.
Sacó su billete del bolsillo y lo miró distraídamente. Sin prisas, caminó en busca del compartimiento asignado. Aquel solitario paseo rememoró la despedida con Aurora. Una disculpa que no entendía del todo encumbraba su lista de deudas pendientes.
*
El tambaleo del tren lo despertó de un profundo sueño. Algo confundido, enfocó la vista en el paisaje que se movía en dirección contraria. La noche absorbía la luz del sol, pintando el cenit con un maravilloso manto celestial.
—Tiene mal aspecto.
La voz familiar del asiento frontal le hizo girar la cabeza.
—Esto ya es suerte, ¿no cree?
—Puro azar, se lo juro.
Ellery sonrió por primera vez tras más de diez horas de expresión apática. Frente a él, el profesor de bellas artes que lo había acompañado en el viaje de ida le devolvía un amplio mohín.
—¿Ya ha finalizado sus compromisos?
—Eso parece. ¿Y usted?
—Viajaba a Indianápolis por una conferencia de unos días. Ya estoy de vuelta con la familia y el trabajo. ¿Muy duro el asunto que tenía entre manos?
—¿Por qué lo dice?
—Por lo que le he comentado, su aspecto. Parece como si un huracán le hubiera pasado por encima.
—Algo similar.
—Le entiendo, le entiendo, los viajes trastocan el alma, ¿verdad? Nada como estar de regreso para sentir el ambiente hogareño.
—No se puede imaginar cuánto deseo eso.
—¿Puedo comentarle una cosa?
El profesor, que vestía su chaqueta vieja de tweed, recorrió una fracción de la distancia entre asientos.
—¿Se acuerda que estuvimos charlando acerca de asesinos y psicópatas?
—Cómo olvidarlo.
—Como ya le expliqué, tengo cierto interés en el tema. Cómo una persona puede actuar con esa frialdad, como si la vida de otro ser humano fuera un objeto con el que jugar.
—Ya...
—Sepa que formo parte de una asociación, todos ellos conocidos de largo tiempo, donde discutimos acerca de este tipo de asuntos. Un modo de salir de lo rutinario y adentrarnos en cuestiones más existenciales y, por qué no, extravagantes.
—Un grupo curioso —consideró.
—Está invitado para una charla magistral de sus casos cuando quiera, señor Queen. —Entornó los ojos con cortesía—. El tema del instinto criminal es uno de los favoritos del grupo. Nos ha llevado largas charlas, disputas y alguna que otra ofensa... pero siempre es bienvenido. Nos hace penetrar en lo más oscuro de la mentalidad humana. Y, debido a nuestra conversación anterior, me asalta una cuestión que me gustaría comentar con usted. —Ellery no contestó; cruzó las manos sobre su regazo y le escuchó sin alterar su expresión cansada—. ¿Ha escuchado alguna vez el término <<genes psicopáticos>>?
Un corrosivo silencio medió la charla. Se pasó la lengua por la comisura de los labios antes de responder. ¿Quién, metido en ese mundo, no había buscado información acerca de aquella materia? Y si el grupo del que formaba parte el profesor mostraba gran interés por la temática criminal, no habría información que sus mentes no hubieran absorbido, la entendieran o no.
—He escuchado algo al respecto.
—¡Fantástico! Y puedo preguntarle qué piensa sobre ello.
—No me limitaría a señalar que la genética sea el origen de todo comportamiento humano.
—Es evidente, pero ¿no cree que esa predisposición sigue una línea direccional que no puede detenerse?
—En mi opinión, es solo un factor más. Centrarse solo en ese punto es como pensar que un dios va por ahí con su dedo divino señalando a aquel que se desarrollará como un vil ser humano y quién tendrá la suerte de quedar exento de esa crueldad en su personalidad —opinó, inmutable.
—¿Un dios? Le veo hombre de poca fe.
—No poseo fe en ninguna divinidad, señor Smith, sea la que sea. Dejar mi destino en manos de lo que una deidad quiera no es algo ni que desee ni que crea posible.
—¿No siente que pueda existir un ser superior a usted? ¿Un ser omnipotente que nos acompaña y nos apoya en las dificultades que nos plantea la vida? —Elevó una ceja presuntuosa.
—Prefiero otorgarnos a nosotros mismos ese puesto celestial. Piénselo, si de verdad existiera una entidad como la que usted dice, omnipotente y omnisciente, si eso fuera así, esa divinidad que tanto glorifica poseería también una parte macabra y despiadada semejante a la del ser humano.
—¿Por qué lo dice?
El señor Smith frunció el entrecejo y se aproximó un poco más, interesado en el rechazo espiritual del escritor.
—Por experiencia. Aquellos que han necesitado una respuesta divina en momentos de crisis se han topado con el más cruel de los silencios. Ni una mísera señal de su presencia que hiciera comprender a la persona que ve que su vida se derrumba que no está sola. ¿Dónde están ahí la bondad y el altruismo de esos seres que muchos veneran?
—¡Hombre de poca fe! —le volvió a repetir—. Es en esos momentos donde la fe, la espiritualidad, se hacen patentes. Cuando crees que lo has perdido todo y, sin embargo, te sientes acompañado por algo superior que impide que te rindas.
—A eso yo lo llamo persistencia, valentía. Resistencia. Todas ellas fortalezas humanas. Pero ¿divinidades? No —desechó con firmeza—. Por eso le digo que explicar la conducta psicopática en base a que un gen presente una mutación es tan reduccionista como la mano de Dios que nombra quién es digno y quién no.
—Entonces, ¿cómo explica esa maldad innata en los asesinos que pueblan el mundo? Porque déjeme decirle que, para mí, es como si el propio Ángel Caído, sí, el Diablo al que muchos temen, hubiera dejado la marca de su influencia en esas pecaminosas almas.
—Se deja usted aspectos esenciales fuera de la ecuación —le recriminó, suavizando la inflexión.
—Y en esa ecuación no tiene cabida un dios —supuso Smith. Se encendió un cigarro sin apartar la mirada de Ellery—. ¿Quiere uno?
—Con sumo gusto. —Aceptó continuar la conversación compartiendo el amargo sabor del tabaco. Dio una larga calada que serenó sus nervios—. No es que no tenga cabida un dios, yo no he dicho tal cosa. Usted ha preguntado por mi forma de pensar y yo le estoy respondiendo. En mi opinión, Dios no es más que una forma de no caer en la desesperación, señor Smith, o, como usted ha comentado, de no dejarse llevar por el influjo externo del Diablo, siendo esta cualquiera tentación tachada de inmoral. Aquellas personas que necesitan creer que un ser omnipresente con un poder eterno los está vigilando y cuidando no se percatan de que dejan en manos de otro algo en lo que ellos mismo deberían llevar las riendas: sus propias vidas.
—Yo sí soy un hombre de fe, señor Queen. —La opinión del viajante vestía de gravedad sus palabras.
El escritor rompió en una carcajada que contagió, poco después, al profesor.
—Lo siento, señor Smith, pero le repito que es mi punto de vista. No espero que la acepte como suya. Solo le estoy dando lo que me ha pedido.
—No se preocupe, no estoy molesto. En parte es culpa mía.
—Respeto sus creencias, aunque no las comparta. De todas formas, continuando con el asunto del gen psicopático —dijo acodándose en el saliente de la ventana—, usted solo ha tenido en cuenta una parte de la sociedad, aquella más oscura y perversa.
—¿Y cuál si no?
—Los asesinos son solo una fracción de la población a la que designamos como psicópatas.
—¿Y dónde está la otra parte con ese instinto para lo cruel, señor Queen?
—En la sociedad misma. La psicopatía no queda delimitada específicamente al ámbito criminal, es más que eso. La búsqueda de poder, la avaricia y el narcisismo también conforman esa etiqueta, con igual peso que la criminalidad y el comportamiento irreflexivo e inmoral. Le pregunto, señor Smith —hizo una pausa saboreando el humeante ambiente—, ¿alguna vez ha conocido a alguien que necesite estar por encima de los demás? ¿Cuya necesidad de ser admirado atrae a muchos, pero también aleja a quienes sienten perder su energía por esa fuerza tan tóxica que desprende? ¿Aquel con un destello inicuo en los labios cuando ve sufrir a otro con sus palabras?
—Ahora que lo dice —comentó, rascándose con los dedos que sujetaban el cigarro la áspera barbilla—, en alguna que otra ocasión. Muchos de mi gremio muestran esos rasgos tan característicos. Pero nunca les había dado esa interpretación.
—¿Y por qué no dársela?
—Dios, señor Queen, me ha hecho recordar a muchos compañeros. —El profesor rio con estruendo—. En más de una ocasión me he visto en la necesidad de apoyar a algún alumno que no ha soportado las críticas de otro profesor. Unas palabras tan frías y duras que hasta yo habría llorado.
—¿Y no cree que eso también es, en sí, una parte de maldad?
—Y muy bien encubierta.
—La maldad viste siluetas diferentes.
—Las conversaciones que tengo con usted me hacen preguntarme de dónde ha sacado todo ese conocimiento. —Le señaló varias veces con el cigarro, entornando los párpados.
—Debe saber que mis libros contienen la sabiduría que muchos profesionales han sabido aportarme.
—¿Profesionales? ¡Ah! Dice usted, aparte de policías y criminales, a los encargados de aliviar nuestras pesadillas mentales.
El profesor sonrió a la confirmación de Ellery.
—No le faltan motivos. —Dio unas caladas tranquilamente y entreabrió la boca antes de hablar—. Le voy a contar algo de mí que pocos saben. Estuve acudiendo a terapia durante unos años.
—¿Una cuestión de peso?
—Las preocupaciones, señor Queen, las preocupaciones, que pueden amargarle a uno profundamente. —Carcajeó, si bien el escritor atisbó el cambio nostálgico de su voz—. Mi mujer se había quedado embarazada con nuestro segundo hijo solo unos meses después de dar a luz al primero y mi trabajo como profesor no podía pagar todas las facturas. En poco tiempo se formó en mi cabeza un caos que no sabía cómo controlar.
—Lo lamento.
—Y yo. —Sonrió amargo—. Pero me sirvió para sentarme frente al psicólogo que me abrió los ojos. Le costó un tiempo, no fue cosa de dos días, pero válgame Dios si le debo mis noches alejadas del insomnio. —Se creó un inciso en el pequeño compartimiento. Ellery observaba al entrañable profesor obnubilado en el recuerdo de sus tristes y oscuros días—. Fueron unos años nefastos para mí. Todo me preocupaba, ¡hasta el tiempo, fíjese! Nada era lo que tenía que ser, la incertidumbre de lo que pudiera ocurrir al día siguiente me mataba poco a poco: el estado de mi mujer, el cuidado de mis hijos, mi trabajo, los alumnos... Llegaba a la consulta, me sentaba en la sala de espera y, ¿sabe qué me ocurría? Me ponía a pensar en mi terapeuta, en su largo día escuchando las penas de los demás y que, en pocos minutos, a última hora de la tarde, yo tendría que aborrecerle con los míos, y me asaltaba otra preocupación por su propio bienestar. Al final de la sesión, cuando ya mi terapeuta había recapitulado sobre lo hablado y yo estaba a punto de marcharme, me reconcomía en la silla hasta que cogía valor y le preguntaba: <<¿Baxter, y cómo está usted?>>.
Los dos hombres estallaron en risas. Las estruendosas carcajadas alcanzaron los compartimientos contiguos, atrayendo la atención de los pasajeros y provocando risas reflejas en algunos.
Aquel viaje estaba siendo muy distinto para Ellery. Por un momento, la vida parecía querer ofrecerle un respiro.
—Y dígame, señor Queen —el profesor adecuó las manos sobre su regazo—, ¿quién le espera a su regreso?
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