Capítulo 15. Los recuerdos de Gloria
Faltaban quince minutos para culminar su turno en la cafetería. El servicio de aquella tarde se le había hecho eterno. No había parado de dar vueltas a la cita prevista con Ellery. Deseaba volver a verle. Aquel hombre destapaba recuerdos de un pasado que había abarcado su pensamiento todo el día. Hacía tiempo que no encontraba a alguien como él. Esa atracción indiscutible contra la que no podía ni quería luchar.
Tres años antes...
Su segunda semana como camarera, y ya contaba con una larga lista de clientes que reclamaban su pedido de buena mañana. Una hilera de hombres, surcando los veinte y sobrepasando la sesentena, se agolpaba en la barra a la espera de que les sirviera una sonrisa. No tenía más remedio que actuar como ellos querían. Conseguía buenas propinas, eso era todo. No iba a ceder a las continuas insinuaciones, unas directas y otras no tanto, que ignoraba descaradamente. Había salido con chicos de su edad y ninguno activaba esa chispa incandescente que codiciaba un acercamiento más íntimo y carnal. Y los más maduros parecían sacados de fábrica: igual de ineptos. La soledad se hacía con un resquicio de su vida cuando llegaba a casa; no tenía a nadie con quien compartir algo más que una conversación superflua, que le hiciera experimentar algo más que un encuentro deprimente.
Alguien diferente.
Como si su ruego hubiera sido escuchado, su atención recayó en el hombre que cruzaba el umbral de la cafetería. Con una apariencia aduladora y una sonrisa extasiante, se acercaba a la barra. Se olvidó de respirar. Se olvidó de todo. Comprobó que los ojos de aquel hombre estaban fijos en ella.
—Un café, por favor —fueron las primeras palabras del nuevo cliente. Poseía una voz potente y enfática.
—Enseguida.
Le entregó el café con una sonrisa servil y reanudó su trabajo en la barra. Pero notaba cómo la mirada de aquel hombre perseguía sus movimientos.
—Un café buenísimo —oyó que le decía.
—¿Quiere un poco más? —inquirió, girándose de medio lado.
—Si así puedo hablar con usted un rato, no me importa.
La piel de sus mejillas adquirió un matiz rosado. El atractivo cliente mantuvo la sonrisa inalterable. Le rellenó la taza. A punto de marcharse, el hombre preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Gloria.
—Yo soy Morgan Swartch.
—Sé quién es.
Todos lo sabían. El hombre que desbarataba los latidos de su corazón era el alcalde del pueblo. Nunca había dado valor a la identidad de la persona que ocupaba dicho puesto. Ahora que lo veía con sus propios ojos, se había dado cuenta de lo impertinente que había sido.
—¡No me diga! Por lo visto, solo uno de los dos tenía el placer de conocer al otro.
Gloria rio.
—¿Por qué no comparte un café conmigo?
—Estoy trabajando.
—¿Y esta tarde?
—Tengo turno doble.
—Pues tendrá que ser en una cena. ¿Querrá cenar conmigo?
—¿Tengo otra opción? —se atrevió a decir.
—Yo creo que tiene muchas opciones a su alrededor —tanteó el terreno de conquistas rechazadas—. ¿Qué me dice? ¿Me concedería una cena?
*
Morgan se la comía con la mirada. El ajustado vestido rojo que había elegido para la cita resaltaba las fuentes de deseo de un cuerpo que los hombres del pueblo morían por probar. El brillo de sus ojos irradiaba apetito.
—Está preciosa.
—Usted también está muy bien. —Y no mentía en su apreciación. La camisa ligeramente entreabierta le daba un aire fresco sin perder la elegancia.
—¿Qué desea tomar? Perdone, pero ya he encargado uno de los vinos más deliciosos que haya probado jamás.
—Lo mismo que usted. Lo dejo en sus manos.
El camarero sirvió las copas, dejó la botella en la mesa a petición del alcalde y marchó con los dos pedidos de cena.
—¿Quién es usted, Gloria?
—Una simple camarera, señor Swartch.
—Por favor, llámeme Morgan. Me hace sentir mayor con ese término. Conque una camarera... No me había fijado en usted antes.
—Comparto su impresión.
—¿No sabía que yo era el alcalde?
—Sabía que había un alcalde, pero nunca me había percatado de quién. Yo era muy joven cuando usted llegó aquí... —Rio comedida—. Sé que su hijo adoptivo es Mike. ¡Oh, sí! Y otra cuestión más importante. Que usted vino al pueblo con una mujer... En parte eso hizo que perdiera interés.
—¿Y aun así ha aceptado cenar conmigo? ¿Aunque tenga esposa y un hijo de su misma edad?
Por un segundo, la imagen de la esposa de Morgan despuntó los nervios de Gloria. ¿Qué pensaría si los pillaba juntos compartiendo una cena romántica? Sin embargo, una pulsión creciente la obligaba a no tener en cuenta las consecuencias que aquella noche pudiera acarrear. Los dos se lo estaban jugando todo.
—Usted me invitó. El problema es suyo —acabó respondiendo.
La seductora sonrisa de Morgan impacientó sus latidos.
—No se preocupe, Gloria. Mike no tiene por qué saber sobre esta cena. En realidad, no tiene por qué estar al corriente de nada —resaltó—. Y la mujer, que no era mi esposa, falleció hace tiempo. —Sonrió—. Está usted libre de pecado.
Suspiró para sus adentros, aligerando la culpa.
—Siento lo de su mujer.
—Fue un golpe duro, sí, no lo voy a negar. Pero el paso del tiempo lo cura todo. Hay que seguir adelante, ¿no es lo que dicen?
—No le he visto con otras mujeres del pueblo.
—He ido tanteando con lo que se me ha ofrecido... —Ladeó la boca, alterando la compostura de Gloria—. Un desperdicio tras otro —rechazó—. Hasta que la vi a usted. Me interesa, Gloria —manifestó de repente—. Es usted distinta al tipo de mujer que he conocido.
—Usted también es diferente.
—¿Cómo de diferente?
—Aún no lo sé. Pero lo sentí. En la cafetería. —Dejó que sus sentimientos hablaran en lugar de ocultarlos bajo una fina capa de vergüenza.
—¿Una conexión?
—Podría llamarlo así. Tengo la sensación de que usted me va a acarrear serios problemas.
Los labios de Morgan se ensancharon. Lo percibió más apuesto.
—Entonces, la sensación ha sido mutua.
El rubor acrecentó el matiz rosado del maquillaje que perfilaba los pómulos de la camarera.
—Gloria —pronunció su nombre en una lenta y excitante inflexión—, creo que usted y yo nos vamos a entender.
*
Para Gloria, la vida de Morgan era todo lo que le hubiera gustado experimentar. Su estancia en incontables países, su trayectoria por Europa y el amplio arsenal de contactos y amigos en lugares que solo podía admirar en la imaginación la tenían embaucada. Le había hablado de sus estudios, de los conocimientos que poseía y el fervor con el que saciaba el ímpetu por descubrir más y más del mundo donde vivía. Los cinco idiomas que alternaba con una facilidad asombrosa y que habían significado ascensos en las grandes ciudades donde había trabajado antes de enamorarse de Cornet.
Le narró su historia de amor con la mujer cuyo nombre no mencionó; una historia pasional e intensa con el matrimonio a mitad de camino. Pero también cómo el descubrimiento de su trágica muerte le rompió el corazón.
El entusiasmo brotaba sin control mientras lo escuchaba hablar. Era un hombre excepcional. Y se había dado cuenta, en las pocas horas que llevaban juntos, de que adoraba todo de él.
Lo que terminó por cautivarla fue el interés de Morgan en conocerla más allá de la simpleza del exterior. Quería entender sus metas, los sueños futuros que engrandecían su corazón cada noche, aunque no tuviera la posibilidad de cumplirlos encerrada en un pueblo como Cornet. Y se los desveló, uno por uno, envuelta en un ambiente confiado. Morgan atendió y consoló sus preocupaciones y desaires, en particular la mala relación con sus padres -a los que culpaba de controladores-, y que concluyó con una pronta emancipación y un trabajo de camarera para costearse el pequeño apartamento que se había convertido en su hogar. Morgan la veía por dentro, parecía querer comprender de qué estaba formada. Que otro hombre la viera como una igual, y no como una camarera ingenua, era lo que siempre había deseado. Y Morgan era ese hombre. Estaba segura.
Después de postre, Morgan la condujo a su casa entre anécdotas y risas. En el interior del confortable salón, notó unos brazos abrazándola por la espalda y unos besos recorriéndole el cuello. El cosquilleo de los labios en su piel la incitó a cerrar los ojos y suspirar de placer, señal para que Morgan tanteara los botones del vestido con dedos hábiles.
Amanecieron desnudos, abrazados de costado, con los primeros rayos de sol. El alcalde se acomodó a la espalda de Gloria y le susurró al oído:
—Ahora no puedes marcharte.
No contestó. La respiración acariciando su cuello despertaba nuevos deseos.
—No puedes marcharte porque estoy loco por ti.
En la cafetería...
Dejó el delantal en uno de los laterales de la barra e informó a su compañera de su partida. Tenía una cita con el hombre que tanto le recordaba a Morgan, aunque sin aquella vena de maldad que tardó demasiado en conocer.
Los golpes en la puerta advirtieron a Gloria de que Ellery había aceptado la invitación. Un leve pinchazo de emoción encogía su estómago y dibujaba una sugerente curva de alegría, pero el recibimiento al otro lado la obligó a conservar una sonrisa fingida.
Ellery había acudido a su cita, pero acompañado por Kayn.
—Siento si se ha hecho un poco tarde —se disculpó adentrándose en el salón junto al segundo agregado.
—Hola, Gloria —le saludó Kayn con cariño—. Ellery vino a buscarme. Me dijo que nos habías invitado a cenar. ¡Muchas gracias! Mi tío no está en el pueblo y, la verdad, no hay nada en el frigorífico que sepa cocinar.
—No hay de qué. —Miró por el rabillo del ojo a Ellery, que también la atendía a unos metros. Una sonrisa piadosa ocupaba su semblante, y no pudo aguantar la seriedad por más tiempo—. Sentaos, pondré un plato más.
—¿Algo nuevo que contarnos?
Gloria apartó una suculenta cena en tres platos y se sentó frente a los dos hombres que la esperaban hambrientos y agradecidos.
—No... —susurró Kayn, que se apropió de la pregunta dirigida a Ellery.
—Pues yo sí tengo noticias. He mantenido una charla bastante curiosa con el inspector Fisher.
—¿¡Has hablado con Fisher!? —Kayn lo miró exaltado—. ¡Es muy buen hombre! Intentó ayudarme una vez. Sé que hizo cuanto pudo, pero él no era tú. Los dioses no lo señalaron. No es un guerrero.
—Me comentó que le enseñaste la habitación.
—Sí, y... ¡No le culpo! —exclamó—. Sus ojos no ven más allá. —El reflejo lastimero en Kayn desconcertó al escritor. Le había recordado a Aurora, tan desesperada por recomponerse de sus heridas, pero incapaz de que nadie le prestara ayuda—. Ellery, prométeme que no te rendirás.
—Te lo prometo, te lo prometo —aceptó alzando las manos en son de paz—. Sin presiones. Permíteme que lleve esto a mi manera, ¿de acuerdo?
—¡Te protegeré las espaldas!
—Sí, pero a kilómetros de distancia —agregó con una ojeada intencional—. Con eso me basta.
Gloria reía en silencio. La escena le conmovía, en especial, la paciencia que Ellery conservaba para no frustrarse con Kayn. Deseaba que eso también le ocurriera a ella. Que el escritor la considerara con la misma devoción que al enfermo.
—¿Vas a volver a la habitación?
—Está dentro de mis planes examinarla con más detalle. Ven conmigo, así tendré una perspectiva más certera de lo que dices que has visto.
—Mañana temprano.
—¿Temprano?
—Es que mañana por la noche hay una celebración en el centro del pueblo. Una de las festividades locales, nada grande —intervino Gloria—. Está invitado, escritor.
—No sé si tendré ocasión para...
—Es por la noche —lo interrumpió, elevando majestuosa la voz—. ¿Es que tiene algo mejor que hacer por la noche en este pueblo?
—Poner en orden las ideas.
—Eso también lo puede hacer rodeado de música y baile. Puede ser nuestro acompañante.
—¿También irás tú, Kayn?
La confusión se instaló en Ellery.
—¡Claro que sí! Gloria se ha empeñado en que sea su pareja.
—Ya verás qué bien lo pasamos —intentó animarlo. Giró hacia Ellery y lo miró inquisitiva—. No nos dejará tirados, ¿verdad?
—Esto es una coacción —se burló.
—Todo dicho. —Gloria chocó el vaso con sus dos acompañantes y bebió, algo más feliz.
—Gloria, sé que he abusado de su cortesía, pero me gustaría que me respondiera a una pregunta.
Asintió. Le diría todo lo que quisiera saber, fuera lo que fuera.
—Fisher me comentó acerca de su relación con Morgan. ¿Podría decirme por qué la tuvo que poner sobre aviso? ¿Qué sabe del alcalde?
Le diría todo lo que quisiera, pero no imaginó aquel inesperado interrogatorio. Como un disparo, los recuerdos con Fisher le sobrevinieron en tropel. No tenía otra opción que ser sincera, no quería ser una traba en la investigación de Ellery. No obstante, había dado pistoletazo de salida con el peor de los hechos.
—No sé nada sobre el alcalde, Ellery, pero es fácil que Fisher me señale. —Exhaló abatida—. Veréis, hubo un tiempo en que estuve perdidamente enamorada de Morgan.
Dos años atrás, el inspector Fisher en Cornet...
Aquel día de verano la clientela escaseaba. La mayoría de los vecinos visitaba el lago más cercano y disfrutaba de un día de sol y agua. Pese a las aburridas horas que tenía que permanecer en su puesto, sin nadie con quien entablar una conversación, la recompensa al final del día sería aún mayor. Y, por qué no, más placentera. Había aceptado encantada el cambio de turno y aguardaba ansiosa a que el reloj marcara las tres para colgar el cartel de cerrado e ir en busca de lo que necesitaba: un poco de amor de Morgan Swartch.
Su ilusión se evaporó al distinguir el sonido de la campanilla de entrada. El inspector Fisher era el último cliente de la tarde. Aquel hombre llevaba un día en Cornet y ya conocía a medio pueblo. Era gentil, amable, incluso había hecho buenas migas con el pobre Kayn, que le perseguía allá donde lo viera con su verborrea desquiciante. En un principio pensó que actuaría como los demás y se reiría de sus paranoias. Pero su juicio se estrelló contra el suelo. Aquel hombre aceptó encantado ayudarle a vencer a sus espectros, siempre y cuando encontrara la más mínima presencia de ellos.
El inspector deambuló hacia la barra y pidió un café.
—Esto está muy vacío hoy.
—Es temporada veraniega. Lo natural es que esté todo el mundo tostándose al sol y refrescándose en el lago. Usted debería hacer lo mismo.
—Cuando regrese a mi ciudad será lo primero que haga, pero ahora no es lo que tengo en mente.
—¿Y qué tiene en mente? —preguntó sirviéndole un café con hielo.
—A usted.
—¿A mí?
—Y a Morgan.
Situó la cafetera en la encimera y orientó hacia el inspector una mirada contrariada. Nunca imaginó que su idilio con Morgan saliera a la luz. Era un secreto, él lo quería así. Tampoco ella deseaba que se rumoreara acerca de la diferencia de edad de la nueva pareja del alcalde: una veinteañera con un cuarentón.
—No sé qué insinúa.
—Los he visto juntos.
—¿Y? Morgan está con mucha gente, no solo conmigo.
—Creía que solo se acostaba con usted.
Titubeó. Su cara mezcló el color oliva con el rosado.
—A usted no le importa con quien me acuesto.
—Pero a usted debería.
—¿Por qué dice eso? —formuló con aire molesto.
—Debe tener cuidado con ese hombre. No es bueno para usted.
—¿Ahora es mi padre? —se jactó.
El inspector resopló. Jugó con el vaso entre las manos, absorto en el café.
—Si le confío una cosa, ¿cerrará esa boquita? Lo que le cuente no debe salir de aquí.
—Entonces, prefiero que no me haga partícipe de sus secretos.
—No es que desee decírselo, es que debo hacerlo —redundó en la responsabilidad que agravaba su voz—. Por su bienestar.
Gloria comenzó a dar toquecitos en el suelo con el tacón. Una extraña sensación de inquietud le pedía hacer oídos sordos a las palabras del inspector si no quería sufrir.
—Como no me responde, aceptaré ese silencio como un sí. Morgan... no es Morgan.
—¿Y eso qué significa?
—Morgan es como ustedes lo conocen. Yo tuve el placer de coincidir con Mark. De hecho, siempre ha sido Mark. Mark Thompson, un ladrón de cuidado.
La noticia cayó con la potencia de un látigo. Se agarró a la barra para afrontar la impresión.
—Cómo que un ladrón.
—Llevo tras ese hombre años. Más de los que me gustaría aceptar.
—¿Cómo sabe que es la misma persona? Si fuera quien dice, ya estaría detenido.
—En eso no le falta razón. Está distinto, y, claro está, ha actuado como si yo fuera alguien nuevo para él. Pero me he percatado de un detalle, de un desliz en su mirada... Me ha reconocido, lo sé. Y esa cara... esos modales... Es él, no tengo ninguna duda.
—No le creo, no puedo hacerlo —negó con rotundidad, conteniendo el llanto. Sus facciones se endurecieron al recordar la conversación en su primera cita con el alcalde—. Además, Morgan ha estado viviendo fuera de Estados Unidos. ¿Cómo va a ser ese ladrón al que usted persigue? Está equivocado.
—Imaginé que tejería una mentira muy elaborada con una identidad que su nuevo público alabara sin quebrarse mucho la cabeza. Ese hombre es un embaucador con un largo historial a sus espaldas, más todo lo que aún desconozco sobre su vida. Es un ladrón con múltiples caras; yo me he topado con tres de ellas.
—Miente.
—Eso sería una absurdez y un desperdicio del tiempo que no tengo. Estoy intentando echarle un cable.
—No me hace falta su ayuda. No me hace falta la ayuda de nadie.
—¡Qué mujer más testaruda! —masculló ofuscado—. Bien, no me haga caso si no quiere, pero tenga cuidado. Si estoy aquí es porque sé que está tramando algo. No me esperaba que fuera el alcalde, pero en todos los sitios donde ha estado ha dejado su marca personal. Se lo repito de nuevo: tenga cuidado.
—Le conozco, no está tramando nada. No es la persona de quien usted sospecha.
—¿Ha rebuscado entre sus informes? ¿Los archivos de su despacho? ¿Acaso se ha interesado por su vida fuera de la alcaldía?
—Su vida fuera de su puesto es la de un hombre normal.
—¿Hay noches que desaparece sin más y no sabe adónde ha ido? ¿Es siempre Morgan quien propone cuándo y dónde quedar?
—Porque es un hombre ocupado.
—Ocupado es poco, Gloria.
—Tengo que cerrar, es hora de que se marche.
Señaló el reloj de la pared.
—No se preocupe, acabo en un segundo. —Fisher apuró el vaso de café helado y lo depositó en la barra—. Un placer charlar con usted. Y hágame caso, aléjese de Morgan. No es la primera vez que una mujer relacionada con él desaparece.
El leve chasquido del resbalón de la puerta la dejó a solas en la cafetería. La advertencia de Fisher rondaba en el aire. ¿Cabía la posibilidad de que Morgan estuviera involucrado en la muerte de la mujer que decía haber amado?
En casa de Gloria...
Gloria posó las manos en el borde la mesa con la mirada centrada en el plato.
—No sabía que tú y el alcalde... —dijo Kayn apesadumbrado.
—Nadie lo sabe, Kayn —afirmó severamente—. Nadie.
—¡Tranquila! Yo... ¡Yo no diré nada! —le prometió, pero su voz sonó tan apagada como la postura encorvada que había tomado en la silla—. Solo es que...
—¿Y descubrió algo de lo que Fisher le comentó? —intervino Ellery antes de que Kayn agravara la situación.
—No. —Gloria apartó el plato y tomó la copa de vino. Necesitaba evadirse—. Pero sí entendí lo que Fisher quiso decir aquel día. Morgan no era quien aparentaba ser. No lo es. Es un hombre con muchas caras.
Un matiz triste enturbió los ojos de la camarera. Se echó a reír, ruborizada. Lo que menos deseaba era ser fuente de compasión.
—Dime, Kayn. —Ellery desvió la conversación sobre el alcalde. De refilón, vio cómo Gloria suspiraba—. Cuéntame, ¿cómo eran tus padres?
—Si te digo que maravillosos, no me creerías. —Revolvió la comida surcando aquellas lejanas memorias de una vida anterior, feliz, cuando dos personas lo protegían y amaban incondicionalmente—. No recuerdo mucho, la verdad, era muy pequeño cuando murieron... Pero sí sé que me querían.
—Eso no lo pongo en duda.
—¿Sabes, Ellery? Mi padre fue quien me enseñó el haya. Yo siempre lo veía desde la ventana de mi habitación, tan grande y colorido. ¡Incluso en la oscuridad distinguía el tono anaranjado de las hojas! Un día le pregunté a mi padre por el árbol. Me dijo que a él también le gustaba y que sus antepasados, y luego él, trabajaban para que siguiera protegiendo la vida en Cornet durante muchos años más.
—¿Cuándo fue la primera vez que subiste al haya?
—Con mi padre. Un día me aupó a su espalda y recorrimos la ladera hasta el gran árbol. Allí me mostró el paisaje que rodea el pueblo. Fue un día de ensueño.
—Tu padre era un hombre con una fortaleza poco atesorada en esta sociedad —valoró Ellery.
—¿En serio? —preguntó sorprendido—. ¿Cuál?
—La capacidad de apreciar la belleza y excelencia de la naturaleza.
—Una virtud difícil de encontrar hoy día —articuló Gloria. Entrelazó las manos en la copa y lució una de sus mejores sonrisas para Kayn—. Thomas era un visionario. Todavía me acuerdo de él, aunque solo fuera una niña.
—Mis padres eran todo lo que tenía. A veces, cuando pienso en ellos, no puedo evitar llorar. Los... los echo de menos. Desearía que estuvieran conmigo.
—Nadie quiere alejarse de sus seres queridos. —Gloria situó la mano sobre la de Kayn.
—Es que tengo tan pocos recuerdos de ellos. Son como flashes... Veo a mis padres sonreír, abrazarme —explicó—. Los veo en la cocina charlando, moviendo los labios, pero sin escuchar sus voces. A mi padre señalar el haya —dibujó una desolada mueca—, a mi madre cantándome para dormir. Yo... —Un sollozo apagó su voz. Se sorbió la nariz, abrazándose el cuerpo con la cabeza gacha, perdido en la imagen de sus padres.
Ellery y Gloria intercambiaron miradas.
—Son como tú quieras recordarlos, Kayn —dijo Ellery—. La imagen que tú te hayas formado de ellos. Así son.
—La mayoría es inventado —rechazó—. Cosas que yo he querido creer que fueron así.
—¿Y? —lo confrontó Ellery a la realidad que había elaborado—. Da igual que cierta parte de esas vivencias sean creación tuya si lo que recuerdas te hace feliz.
—¿Tú has perdido a algún ser querido? —curioseó Kayn, buscando un ápice de alivio en un corazón roto como el suyo.
—Sí.
Los ojos de Gloria tornaron hacia Ellery, cuyo rostro se había ensombrecido ligeramente.
—Perdí a mi madre cuando no era más que un crío —prosiguió. Su tono no se alteró, no como en las ocasiones en las que hablaba sobre su madre. Kayn le ganaba en sufrimiento; había perdido a las únicas personas que lo querían. Eso representaba una pérdida doble con un sufrimiento exponencial.
—Entonces, me entiendes.
—Por supuesto. —Ladeó los labios, recostando el brazo sobre el respaldo de la silla.
Una tenue alegría retornó a Kayn.
—Como sigáis así, me haréis llorar.
Los dos hombres se volvieron hacia Gloria. De sus ojos vidriosos brotaban dos tenues líneas acuosas.
—¡Gloria! —Kayn alzó los brazos—. Perdona, no quería hacerte llorar.
—Pues cambia de tema —le espetó, pasando la yema del índice por el contorno de los párpados.
El joven hombre sacudió la cabeza varias veces, sobresaltado por el estado melancólico de su amiga, y abordó una anécdota sobre la vez que se adentró en el bosque de la ladera sin que su tío se percatara de su ausencia. La pareja de amigos lo escuchaba con plena atención. Kayn solo los tenía a ellos para apoyarse, y ambos lo sabían.
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