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LA CAMARERA

Llevo todo el día pensando en Rebeca, tanto, que me he acercado a la secretaría de mi facultad para preguntar por mi beca y he preguntado por «mi Rebeca». Patético. Aunque no ha sido el único momento incómodo del día: también he tenido que volver a ver a Claudia, quien durante el finde no me ha respondido a ninguno de mis mensajes de disculpa; y a Dan, que me ha exigido contarle con pelos y señales lo que me ocurrió en la fiesta. Después, este último ha cogido turno para narrar su aventura con mi compañera rubia y me he enterado de detalles tan absurdos como que Maria le llama «Dan, el chico que me llena de sirope el flan».

Ahora, son las 20.50 h, vengo de la biblioteca y estoy a punto de entrar en mi piso para asegurarme de que mis amigas no la han liado. Y es que no sé cómo he podido dejar en sus manos la preparación de la cena con Rebeca, la verdad.

Meto la llave en la cerradura, la puerta se abre y... al otro lado, alguien la cierra de golpe. Le ha faltado poco para golpearme y dejarme la nariz chata.

—¡Andrés, no puedes entrar! —dice Verony.

—¿Por qué?

—Tienes que esperar a Rebeca. Entrad los dos juntos.

—¿Qué tontería es esa?

—Hazme caso. Estudio periodismo, sé cómo jugar con el factor sorpresa.

—Verónica, llevas sin ir a la facultad meses... ¡No me vendas ninguna técnica y déjame entrar!

—No. Confía en nosotras.

—¡Es que necesito ir al baño! —miento.

—La señora Rodríguez tiene un ficus al lado del felpudo. Puedes regarlo.

—Pero es que también necesito verme en el espejo para comprobar si estoy guapo.

—Qué coqueto... ¡Pero tranquilo, Andrés! Te estoy mirando por la mirilla y estás bien.

—Joder, Verony —me desespero—. ¡Me voy a aburrir aquí solo!

De pronto, comienza a sonar I Will Always Love You de Whitney Houston.

—Así te entretendrás y te irás metiendo en el ambiente romántico. ¡Que lo disfrutes!

—Serás... —Vuelvo a intentar abrir la puerta pero la llave no entra. Vero ha dejado la suya puesta por el otro lado—. ¡Maldita friki!

Rendido, dejo mi mochila a un lado y me siento en el suelo. Espero y disfruto de la increíble voz de Whitney en replay. De vez en cuando, esta se ve interferida por las desentonadas voces de mis compañeras, que cantan motivadas mientras dan los últimos retoques a la preparación de la supuesta maravillosa velada romántica.

—¡Verony! ¡Maria! ¡No aguanto más! Sé que estáis ocupadas pero... —El ascensor acaba de llegar.

Me levanto de un salto, cojo la mochila, me acomodo la ropa y apoyo un hombro en la pared, mientras cargo todo el peso de la bolsa en el otro usando tan solo la correa izquierda. Es un intento de posar como un malote.

Las puertas se abren y aparece la señora Rodríguez.

—Oh, no... —Observo a Rebeca tras ella—. Eh, sí, sí, ¡hola!

Ambas se acercan. Mi vecina de rellano me mira con desprecio, saluda a su ficus y entra en casa. Ha querido mostrar desinterés, pero apostaría a que ahora está mirando por la mirilla. La chica del ascensor se detiene frente a mí, me saluda y me tiende un saco de tela.

—¿Qué es?

—Tu ropa —aclara—. Te la dejaste en mi casa.

Echo un vistazo y compruebo que está limpia: no hay ni rastro de la sangre seca y huele genial.

—¡Oh! —Me muero de vergüenza. Creo que yo todavía tengo su chándal en el cesto de las prendas sucias—. Rebeca, no tenías por qué...

—No es nada —me corta y traga saliva, nerviosa.

—Bien. ¿Preparada? —pregunto, aunque ni siquiera yo lo estoy—. Mis compañeras de piso nos servirán la cena. Espero que no te importe.

—Bueno...

—Tranquila. Todo irá genial. Tan solo es una cena, sencillita.

Rebeca asiente, yo llamo a la puerta y esperamos. La voz de Whitney Houston se esfuma, y da paso a la de Beyoncé, que interpreta Crazy In Love. Suben el volumen de la música y mientras suena la motivadora intro del tema, se abre la puerta poco a poco, hasta que Maria queda al descubierto.

—Oh... Mierda —se me escapa al verla.

Mi compañera rubia nos recibe sobre unos zapatos con plataforma y tacón de más de quince centímetros. Está bastante más alta que yo, y mucho más que Rebeca. Las gafas de esta última están a la altura de sus pechos. Además, se ha vestido con un uniforme de camarera un tanto peculiar: lleva una minifalda y una camisa blanca que luce hecha un nudo sobre su torso, para dejar a la vista mucho más de lo que cualquier camarera de un restaurante elegante mostraría.

—Bienvenidos, welcome, o, como diría tu abuelita —mira a Rebeca—, ongi etorri.

—Hola... —le devuelve el saludo Rebe.

—¡No seas tímida, mujer! —le pide mi compañera rubia—. ¿Habéis reservado mesa?

Yo alzo una ceja y la camarera —que parece el personaje de una peli porno— se ríe.

—¡Claro que sí! Sois nuestros clientes exclusivos, ¡seguidme!

Rebeca me da la mano y la aprieta con fuerza. Me preocupa que se percate de lo mucho que estoy sudando, pero me alegra que busque seguridad en mí... Juntos, seguimos a Maria, y vemos cómo su falda danza de lado a lado, mostrándonos parte de sus nalgas. Cuando me comentó que tenía experiencia como camarera y gogó, debí sospechar que esto ocurriría.

—«Got me looking so crazy right now, your love's...» —canta mientras avanza pisando fuerte—. ¡Come on! —se motiva cuando la canción rompe—. «Looking so crazy in love's... ¡Got me looking, got me looking so crazy in love!» —Saca pecho y lo da todo—: «Uh oh, uh oh, uh oh, oh, no, no...».



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¡Muchas gracias por todo siempre!

Aprovecho para decir que Maria tiene su propia historia (autoconclusiva e independiente; no tiene nada que ver con esta) y que podéis encontrarla en Wattpad y en papel. ¡Si la leéis espero que os guste!



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