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DXABON

—Hola. ¿Qué tal? Soy un amigo de Rebeca. ¡Andrés! Andres Forua. —Todo eso digo nada más entro a la habitación.

Cuando me pongo nervioso hablo demasiado. La abuela de Rebeca no me responde, está tumbada en la cama, con los ojos cerrados y tapada con una sábana de lino gris. Hay una máquina conectada a ella mediante un tubito de plástico flexible que se pierde en sus fosas nasales.

Amuma —la llama Rebeca—. ¡Tenemos visita!

Su abuela no se inmuta, y me temo lo peor: está muerta. Tenía razón, hemos llegado tarde. Ya me veo cargando con el cadáver y llamando a la funeraria.

—¿Rebi...? —La anciana abre levemente los ojos.

Menos mal. Respira.

—Sí, soy yo, Rebi. —Rebeca se inclina, le da un beso en la frente y mediante suaves caricias, peina su canoso y pobre cabello.

Rebi hace eco en mi mente. Esa manera cariñosa de llamarla no se me había ocurrido. Había pensado en Rebita, Rebe... pero ¿Rebi? Ya admiro a la señora.

—Hola, ¡yo soy Andrés! —Aprovecho que ha despertado.

Me acerco a la cama pisando la alfombra de color azul marino del suelo mientras la anciana me observa fijamente. De cerca, puedo ver que tiene pequitas, muchas más que Rebeca, y sus pómulos están exageradamente marcados a causa de la delgadez. Tras fijarme en la silueta que se dibuja en la sábana, diría que mide lo mismo que la chica del ascensor. Ambas son muy pequeñitas.

—Es un vecino —le explica Rebeca, y la miro enfadado.

¿Un simple vecino? Hace veinte minutos yo estaba fantaseando eligiendo el nombre para nuestra primera hija, y ahora descubro que para ella ¡sigo siendo un simple vecino!

Rebeca parece percatarse de lo mal que me ha sentado su descripción y abre la boca para arreglarlo, pero su abuela se adelanta:

—¿Novio? —Sonríe.

Yo también sonrío. Qué bien me cae esta mujer.

—¿Cómo...? Nosotros... —Si Rebeca se ruborizase un pelín más, le explotaría la cabeza—. Pues...

Sé que no somos pareja y que ella está en su total derecho de negar cualquier insinuación al respecto, pero es una anciana al borde de perder la cordura, ¿por qué disgustarla? Vamos, Rebe, quiero escucharte decir que soy tu novio.

—Nos estamos conociendo —admite. Es todo un logro.

—Sí —intervengo, y me dirijo a la señora—: Su nieta es un encanto.

La anciana hace retroceder a Rebeca y me pide que me acerque. Sin dudarlo, obedezco. Ella me agarra la mano y fija sus ojos vidriosos en mí, mientras la contemplo sin dejar de preguntarme qué querrá decirme, y, sobre todo, por qué está tardando tanto...

—¿Señora? —presiono.

Los párpados le tiemblan de manera exagerada hasta que se cierran.

—Oh, mierda. —Ahora sí que la doy por muerta.

Pero entonces, vuelve a despertar y susurra:

Dxabon, Rebi, mesedez. Dxabon.

—¿Qué...?

—Está hablando en euskera. Mi amuma es del País Vasco —explica Rebeca—. Vivía allí con mi atxitxe, hasta que él falleció y se vino aquí con el resto de la familia.

—¿Y qué ha querido decir? —la intriga me puede.

—Que me cuides. Pero yo ya me cuido sola.

—No, sola no... —La abuela clava sus fríos dedos en mi mano.

—No, no —niego—. No estará sola. —Sonrío a la anciana—. Te tiene a ti y, siempre que quiera, me tendrá a mí.

El rostro de la abuela se relaja, me suelta y señala un pequeño cuadro que tiene en la mesilla. Es una foto en blanco y negro en la que se puede apreciar una joven pareja de de la mano.

—Mi marido y yo —dice, y supongo que será una foto de cuando vivían juntos en el País Vasco.

—Qué guapos —lanzo un cumplido.

—El amor te hace bello... Por eso Rebeca ahora está más bella. —Me señala.

—¡Oh, amuma! —le grita su nieta. Nunca le había visto alzar tanto la voz—. Andrés, no le hagas caso. —Me advierte—: Desvaría.

—Me confundo con muchas cosas —lamenta la abuela—. Pero no con esto. Rebi me habla mucho de ti.

—¿Le hablas de mí? —Me giro hacia Rebeca más que ilusionado.

—Eh... —Pierde la mirada en el suelo—. A ratos.

—Muchos ratos —insiste la abuela.

—¡Amuma!

—Déjala expresarse —la defiendo—. Es bueno para la mente.

La abuela se ríe, le ha hecho gracia mi comentario, pero su risa acaba por convertirse en una alarmante tos. Con la ayuda de Rebeca, la incorporamos en la cama y, cuando su tos se calma, agradece:

—Gracias. —Se da un beso en la yema de los dedos y me acaricia la mejilla con ellos—. Pero es a Rebeca a quien tienes que cuidar cuando yo no esté. Recuérdalo.

Sus ojos se cierran una vez más, y parece que no volverán a abrirse hasta dentro de un largo rato. Está roncando.

—La hora de la siesta —vacilo.

—Mejor —celebra Rebe—. Estaba muy intensa.

Me vuelvo hacia ella y me planto tan cerca que debe mirar hacia arriba.

—Oye, lo que ha dicho tu abuela...

—No es verdad —se apresura a negar.

—Me refiero a que, si alguna vez te sientes sola, estoy en la décima planta.

Ella respira profundo, mueve la cabeza de arriba abajo y...

—Gracias.

Abro los brazos indicando que me abrace y su rostro dibuja una graciosa mueca de sorpresa.

—¿Qué? En plan amigos —digo.

Ella se ríe y cede: pega su torso al mío y me envuelve con sus pequeños brazos. Es la segunda vez que nos abrazamos. La primera fue cuando entró llorando al ascensor. Pero ahora es diferente. Ya no hay tristeza. Tan solo... ¿cariño?

—Rebeca... —susurro, y poso mis manos en su cintura.

Sin separarse de mí, levanta la vista y, espera a escuchar mis palabras.

—Lo que te dije ayer en el ascensor es cierto. —Trago saliva, carraspeo, y me lanzo—: Yo, Rebeca, te qui...

Toma distancia al sentir que mi bolsillo vibra. Saco el teléfono y me cago en Maria por llamarme en el momento más inoportuno.

—Contesta. —Me dice ella—. Se habrán preocupado. No has dormido en casa.

Asiento, le dedico una simpática mueca y saludo a Maria:

—¿¡¿Qué narices quieres?!?

—Qué mal humor... —comenta—. ¿Dónde estás? Ya hemos llegado y llevamos desde ayer sin saber nada de ti.

—Enseguida voy —digo, y cuelgo.

—¿Maria? —me pregunta Rebeca.

Debe recordar su nombre de cuando le expliqué que era ella quien molestaba a la señora Rodríguez con sus gemidos.

—Sí, Maria... —Finjo pegarme un tiro en la sien—. Siento que nos haya interrumpido.

—No. Vete tranquilo. Tengo cosas que hacer.

No pregunto a qué cosas se refiere, porque sonaría descortés, aunque creo que mi cara habla por mí.

—Limpiar la casa y preparar la comida —revela sus quehaceres.

—¡Te ayudo! —me ofrezco.

—Andrés...

—Vale, lo pillo —me rindo—. Estoy siendo cansino y no quiero cagarla ahora. Así que... —Señalo la puerta—. Me marcho. Dale recuerdos a tu abuela. Me ha caído muy bien.

—Vale. —Me dedica una última sonrisa—. Hasta el lunes, Andrés.

Salgo al pasillo y me despido:

—Hasta el lunes... ¡Rebi!



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