A BERMEO
La señora Rodríguez no ha querido acompañarnos. Y menos mal. No queríamos tener que parar cada media hora para que fuese al servicio. Bastante largo es el trayecto ya. Según nuestros cálculos, llegaremos entre las 5 h y las 6 h de la mañana.
Al dejarla en casa, hemos aprovechado para hacer las maletas de manera apresurada. En ellas hemos metido: ropa cómoda, artículos de higiene personal y los cargadores de los teléfonos móviles.
Después, hemos puesto rumbo a Bermeo, el pueblo en el que durante tantos años vivieron la abuela y el abuelo de Rebeca, donde se encuentra San Juan de Gaztelugatxe, según internet, «un islote lleno de magia».
Maria y Verony quieren aprovechar la oportunidad para hacer turismo y quedarse unos días. La primera se ha inventado estar enferma para no acudir a las prácticas en la peluquería canina, y la segunda... La segunda no tiene por qué dar explicaciones y tampoco es que le importe mucho faltar a clases. En mi caso, sí que me preocupa perderme las siguientes lecciones, por lo que le he pedido a Miriam —mi compañera del grupo Los Seis que mejores notas saca— que me pase los apuntes. Y con ello, todo resuelto.
—Oye, Andrés... —me llama la chófer, y baja la música que nos ha acompañado durante horas.
Viajo en el asiento del copiloto, y Verony detrás de mí. Esta vez no ha protestado, y es que lo prefería para poder dormir. Lleva roncando desde que hemos salido de la ciudad.
—Dime, Maria.
—Enseguida llegamos —informa.
—Ya.
Nos encontramos en medio de un monte, recorriendo una zigzagueante carretera. Según el GPS, falta menos de un cuarto de hora para estar en el pueblo Bermeo.
—¿Eso era lo que querías decirme?
—No... —Carraspea—. Es que, ¿y si Rebeca no quiere que vengamos en su busca?
—¡Oh! ¿Crees que no quiere?
—No lo sé, pero a veces la gente necesita alejarse de todo, ¿sabes? Un cambio de aires total.
La miro, asiento lentamente, y respondo:
—Yo debo cumplir con mi palabra, Maria. A menos que ella me diga que ya no quiere mi apoyo. De ser así, nos iremos.
—Bien, pero tampoco muy lejos, eh. Después de haber recorrido tantos kilómetros, espero que nos quedemos de vacaciones.
Me río y afirmo:
—Claro, Maria, claro. —Pierdo la mirada a través de la ventanilla, en la oscuridad del bosque, y comparto mis miedos—: Me preocupa cómo pueda estar pasándolo Rebeca, y que esté sola.
—Normal. Pobre chica.
—Quiero verla ya, pedirle perdón, decirle cuánto siento lo de su abuela y, sobre todo, darle un fuerte abrazo.
—Lo sé, Andresote. ¿Ella te gusta mucho, verdad?
—Mucho.
—¿Y cómo es sentir tanto por alguien? —se interesa—. Yo nunca he estado enamorada ni nada parecido.
—Pues es tal y como dicen. —Me pongo sentimental—. Sí que se sienten mariposillas en el estómago.
—¿En serio? ¿Y eso es bueno?
—No sé si es bueno. —Me encojo de hombros—. Lo que sí sé es que resulta...
—¡La hostia! —me interrumpe Verony—. Qué mareo. He soñado que íbamos en barco. ¿Cómo se abren las ventanillas?
—No se pueden abrir las de atrás —aclara Maria.
De pronto, siento una cabeza sobre mi hombro derecho.
—¡Ay! ¿Qué quieres, Vero?
—Bájame la ventanilla —ruega—. Rápido. Que voy a... —Hace ademán de devolver.
—¡Oh! ¡No! ¡Aguanta! —Me apresuro a bajarla e inclino mi respaldo hacia delante.
Torpemente, ella saca la cabeza, medio cuerpo, y vomita.
—¡Qué asco!
—Ahí se van las mariposillas de Verony —bromea Maria—, con las vainas de la cena.
—Qué mal me encuentro... —se queja Vero, y nos llama—: ¡Ay! ¡Andrés! ¡Maria!
—¿Qué?
—¡Que ya veo el mar!
Unas cuantas curvas más tarde
Tal y como indica el GPS, hemos parado en el centro de Bermeo, un bonito pueblo pesquero que, la verdad, ahora mismo no nos apetece descubrir. Son las 5 h de la mañana y estamos agotados. Lo único que queremos es tumbarnos sobre una cama, aunque somos conscientes de que lo más probable es que pasemos el resto de la noche en el coche.
—Para llegar a San Juan de Gaztelugatxe —Maria observa atentamente la pantalla del GPS—, tenemos que volver a perdernos en el monte. Al parecer, está bastante lejos del núcleo urbano.
—Claro. No va a tener Daenerys Targaryen su choza con el populacho —comenta Verony.
—Pero, esperad. —Analizo el mapa—. Rebeca dijo que su abuelo quería tener la casa lo más cerca posible del islote, y las únicas casas que observo en la zona son las próximas a... —Golpeo la pantalla y establezco una nuevo destino—: El faro de Matxitxako. Ahí es adonde tenemos que ir.
—¿Y después? ¿Cuál es el plan? —me pregunta Maria—. ¿Ir tocando puertas a las 5 h de la madrugada? ¿O gritar desde el coche como si fuésemos el chatarrero?
—Deberíamos buscar un apartamento y descansar —propone Verony.
—Tranquilas. Confiad en mí. Algo se me ocurrirá.
—No confío, no —niega Maria—. Pero llegados a este punto, tampoco tengo muchas más opciones.
Arranca, acelera a fondo, y salimos escopeteados dirección al faro.
—¿En serio? ¿Regresamos a las curvas? —lamenta Verony—. Joder. Necesitaré una bolsita.
Unas cuantas curvas más tarde
Al cabo de un cuarto de hora, Verony ronca en los asientos traseros y yo me temo:
—Maria, nos hemos perdido, ¿verdad?
—Pues no lo sé, Andrés. ¡Tengo mucho sueño! —Se frota los ojos.
—Venga, para donde puedas y descansemos un rato.
—Ay, ¿en serio? Mil gracias...
Sale de la calzada y detiene el coche entre un árbol y un muro de piedra de apenas un metro de altura, que delimita el terreno de una vivienda.
—¿Aquí? ¿No molestaremos a los dueños?
Maria echa un vistazo rápido a la casa, y concluye:
—Esa choza lleva años abandonada.
Puede que tenga razón. Las descascarilladas paredes de la casa están repletas de enredaderas que han crecido a su libre albedrío, y la vegetación también ha invadido el jardín; donde el mismísimo Eduardo Manostijeras tendría trabajo de por vida.
—Además —sigue—, estamos fuera de su propiedad.
—Vale, durmamos un rato entonces. Ya nos acercaremos al faro después —acepto, al fin y al cabo, el rinconcito que ha encontrado es bastante acogedor. Se nota que está acostumbrada a buscar picaderos en el monte.
—Perfecto... —Maria apaga el motor, se acomoda y cierra los ojos—. Qué descanses.
—Eso espero.
A diferencia de mis compañeras, yo no conseguiré conciliar el sueño tan rápido. Estoy agotado, pero no puedo sacarme a Rebeca de la cabeza: ¿dónde estará?, ¿cómo se sentirá?, ¿se acordará de mí?...
Todo ello me agobia, y mucho, por lo que intento distraerme, pensar en cualquier otra cosa. Echo un vistazo rápido a mi reloj y compruebo que ya casi son las 6 h.
—Vaya. En la costa el amanecer tiene que ser precioso. Podríamos esperar a...
—¡Duérmete!
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