XII
Nos acercamos con suma cautela, envueltos en el manto protector que convocase Briseida.
Asterión fue el que más se aproximó, y le vi admirar la terrible testa de la criatura bien de cerca. Acercó la mano con ánimo de tocarla pero Briseida se lo prohibió.
―¡No lo toques! ¡Te pudrirá las manos incluso con mi protección!
Mi compadre retiró la mano como si un oso hubiese estado a punto de arrancársela de un zarpazo.
―Diosa, es la Esfinge... ―intervine yo entonces, admirado.
―Bueno, ¿y bien? ―respondió entonces el minotauro, recomponiéndose―. Aquí la tenemos. ¿Qué debemos hacer ahora, Briseida? ―preguntó, y ambos nos volvimos a la sacerdotisa.
Pero ella tan solo se encogió de hombros.
―¿Qué dicen las Ruedas, Bris? ―pregunté entonces yo.
Ella negó de nuevo, con un ademán.
―Las Ruedas no revelan nada llegado este momento ―nos contestó con pesar―. Al menos no pude traducir nada en ellas que nos pueda resultar de ayuda ahora.
―¿Cómo que no? ―saltó el minotauro―. ¿Nada? ¡Creí que habías estudiado esas Sagradas Ruedas en su totalidad, Briseida! ¿De qué sirve traducir una parte y no conocer el resto? ¿Cómo vamos a sacar esta mole de aquí? ¡Debe pesar toneladas y no podemos tocarla, dices!
―¡Asterión! ―intervine yo, llamando al orden.
―¡No, no se puede! ―contestó entonces con rabia Briseida. Después, pareció contenerse de nuevo―. Escuchadme, no descubrí nada en las Ruedas sobre lo que debe hacerse ahora ―insistió―. Las Ruedas no son un mero grimorio, o un libro escrito en una lengua desconocida, aurocco.
―¿Acaso no están escritas en una lengua de hombres? ―pregunté.
Briseida negó de nuevo.
―No, pues no fue escrito por hombres. ―Asterión y yo la observamos sin comprender, y algo nos disponíamos a responder cuando ella nos hizo callar con un gesto de su mano―. ¡No están escritas en lenguaje alguno! El modo de traducir las Sagradas Ruedas es descifrar los ideogramas que muestran el... ―Dudó― texto, y no hay concierto causal. Como es propio de los Dioses, por otro lado...
―Pero se conocen las equivalencias de esos ideogramas, ¿o no es así? ―respondí yo.
Ella negó de nuevo. Asterión había perdido ya el interés y volvió de nuevo su atención a la estatua.
―No, no hay equivalencias ―contestó Briseida―. Cada ideograma se traduce, o mejor dicho se resuelve, despejando una serie de instrucciones matemáticas que otorgan un valor a cada de uno de los símbolos que lo componen. Y dicho valor depende de los otros ideogramas entre los que está situado. Y mientras lo haces, la Podredumbre te corroe... ¡No habléis de lo que no conocéis!
Asterión y yo la observamos de nuevo. Algo estaba cambiando entre nosotros, ¿acaso sería la influencia perniciosa de la Esfinge? Aunque tal vez solo se tratase del mero cansancio acumulado...
―Bueno, ¿y qué hacemos ahora entonces? ―preguntó al fin otra vez Asterión―. Estamos bajo el mar, y ese cachivache debe pesar dos carretadas. ¡Es bien macizo! ¿Es que hemos venido hasta aquí solo para admirar la Esfinge y marcharnos por donde hemos venido?
Entonces Briseida echó mano del brazal. Lo había estado sosteniendo entre sus manos, y antes de que yo pudiera siquiera mover un dedo se lo colocó en el antebrazo.
El brazal se cerró al punto en torno a su antebrazo, con un zumbido, y emanó de él entonces una intensa luz verdosa, pero fue tan solo un instante.
―¡Bris, espera! ―grité yo al fin, pero resultaba ya tarde, y de pronto los ojos de la Esfinge se encendieron con aquel mismo tono verdoso del brazal y entonces la enorme estatua inclinó su testa y observó a Briseida muy fijamente.
―¡Esfinge de Sothis! ―exclamó la sacerdotisa en aquel punto―. ¡Soy yo, Briseida de Lemuria, descendiente de la Tierra Hundida, y como ves llevo el Sagrado Brazal! ¡Obedéceme, Instrumento de Dioses!
Entonces toda la Esfinge pareció cobrar vida y se adelantó unos pasos, saliendo del elevador y plantándose frente a Briseida. Nosotros retrocedimos por contra. La efigie alzó su poderoso cuello y se alzó sobre sus cuartos traseros, amenazándonos, y entonces profirió un chillido estremecedor.
Briseida cayó de bruces y entonces la figura se adelantó aún más, chilló de nuevo y después hubo como un fogonazo de luz. ¡Y justo después la Esfinge ya no se encontraba allí con nosotros! ¡Saltó disparada hacia los cielos, lo juro, traspasando el metal del pináculo de la pirámide y se perdió sobre nuestras cabezas con un clamoroso estruendo, justo cuando toneladas y toneladas de agua de mar se precipitaban de repente sobre nosotros!
El choque del agua nos hubiese aplastado como insectos, sin duda, pero por fortuna Asterión reaccionó como un relámpago: ¡me empujó dentro de la cápsula del elevador y cogió a Briseida en volandas, y así entraron también, de un salto! La puerta se cerró a una orden de Briseida justo en el momento en que una lengua encabritada de agua golpeaba el habitáculo con gran violencia, pero este, de aquel extraño y desconocido material transparente, resistió al punto y por fortuna.
La sala del sarcófago del Rey-Sacerdote quedó anegada bien pronto, y con inenarrable terror vimos cómo el descomunal peso del agua hundía los techos de la sala. Todo se vino abajo con un estruendo ensordecedor, y la mole de agua invasora venció al fin los suelos y cayó imparable decenas de estadios, hasta golpear e inundar el resto de salas inferiores de la pirámide, echando abajo a su paso paredes y techos.
Entre gritos de horror contemplamos desvalidos cómo el océano destruía en cuestión de instantes lo que había sido orgullo y misterio del Mundo Antiguo, la Gran Pirámide de Thuria, y nosotros quedábamos dentro aunque a resguardo por el momento. Pues tan solo quedó en pie entre solitarios pilares y paredes arruinadas el armazón incólume del elevador en que nos hallábamos, cuyo indestructible material sin duda nos salvó de morir aplastados.
Con la ruina de la pirámide se apagaron todas las luces, por cierto, y cuando las aguas abisales nos abrazaron como una mortaja oscura llegó el silencio y la más completa de las tinieblas. Y quedamos allí dentro, presos.
Entonces me puse en pie como bien pude y me incliné junto a Briseida y Asterión. Palpaba, pues nada veía, pero comprobé aliviado que Asterión aún protegía con sus fuertes brazos el cuerpo de Briseida. Puse mi mano sobre el hombro del gigante.
―Os debemos los dos la vida, hermano. ¿Os encontráis los dos bien?
Asintió Asterión con un murmullo y comenzaron los dos a moverse, para solaz mía.
―Ramírez, ¿es que los Dioses me han quitado la vista? No veo nada... ―me dijo entonces mi compadre.
Yo reí.
―No, por cierto ―repuse―. Nos hallamos en el fondo del océano, a salvo pero atrapados, me temo.
―Sí, eso parece ―se lamentó el gigante poniéndose al fin en pie―. Moloch... ¿Llevas una antorcha?
Eché mano a tientas a mi zurrón, pero Briseida entonces me contuvo.
―Espera. No encendáis fuego aquí o el humo nos asfixiará y el fuego nos robará el aire.
Llevaba razón. Entonces escuchamos a Briseida pronunciar de nuevo aquella extraña palabra, «¡Tyb!», y esta vez, de pronto, fue el palpitante brazal el que comenzó a latir con una poderosa luz azulada. Entonces descubrí de pronto que la carne de su antebrazo, la que permanecía en torno al brazal, presentaba crueles pústulas: el brazal estaba quemándole la piel...
La luz traspasó las paredes traslúcidas del elevador y veíamos ahora a varios estadios alrededor, al frente, detrás, a los lados, y también sobre y bajo nuestras cabezas: parecíamos estar suspendidos a escasa altura sobre el fondo marino. Resultaba una visión estremecedora, bien es cierto. Pues vimos extensos lechos de algas lechosas y enormes bancos de peces ciegos, y los tres notamos acaso algo más, como si titánicos y desconocidos leviatanes nos espiasen más allá del exiguo cerco de luz, desde la negrura.
Pero no, nos hallábamos solos en la inconmensurable profundidad de los abismos marinos, y caímos entonces en lo cruel que resultaba nuestro sino.
―Esto es el fin ―se lamentó Asterión.
Quedé desconsolado. ¿Él, que ni siquiera se había arrugado bajo el peso de las vetustas piedras del Yunque del Tribuno, se daba por vencido? ¡No tal, me dije! Observé a Briseida entonces, de nuevo en el impoluto suelo de nuestra jaula de cristal. Mantenía la vista perdida en los fondos marinos y se lamentaba entre susurros por su reciente fracaso.
¿Y yo? ¿Me daría yo por vencido? Mas, ¿qué podía hacer? Me erguí, traté de considerar nuestra desesperada situación con calma. Medité muy largamente, y cuando vi que no quedaba ninguna otra salida, solo entonces, cerré los ojos, y lamentando mi mala estrella susurré esto:
―Halia, ven a mí. Te lo ruego.
Apenas fue un susurro lo que escapó de mis labios, ya lo he dicho, pero las corrientes submarinas son capaces de llevar las palabras bien lejos, y así ser escuchadas por los hijos de Enosichthon.
Asterión me observó entonces con una renacida esperanza, y Briseida me miró también aunque sin comprender.
No tardó la Hija del Mar en acudir a mi llamada. Bien pronto los tres vimos aparecer una silueta, apenas una sombra, y sobrepasarnos rozando las paredes del elevador. Semejaba acaso un pez, o un delfín, y después ella ya estaba allí, frente a nosotros, desnuda entre las corrientes y flotando con el pelo ensortijado por las mareas.
―¡Halia! ―exclamé.
Briseida se puso en pie, incrédula, pero solo yo escuché la lastimera respuesta de la sirena en mis mientes.
«Aquí estoy, mi amor», la oí decirme, y al punto la nereida reparó en Asterión, y después en Briseida, a mi lado, y preguntó a tal punto: «¿Quién es ella?».
Resonó entonces en la cápsula la voz de Briseida detrás mío, como un eco en una letanía, y repitió sin saberlo las palabras de la sirena:
―¿Quién es ella, Ruy?
No hallé ánimo para contestar a ninguna de las dos, no...
Fue Asterión el que exclamó, estrujándose contra la pared del habitáculo:
―¡Ayúdanos, Halia! ¡Llévanos a la superficie! ¡Es necesario que encontremos al monstruo que hemos liberado!
Pero Halia solo tenía ojos para Briseida. No reparó ni tan siquiera en Asterión. Entonces la nereida me observó de nuevo, y en sus ojos ya no encontré la inocencia de una niña malcriada entre corales, sino la terrible ira de una mujer despechada.
«¿Querrás ahora hablarme de eso que los vientos del sur presenciaron en el desierto y corrieron a contarle a mi padre, amor mío?», me dijo esta vez con burla. «¿Con quién fue con la que yaciste bajo las estrellas, Ruy Ramírez? ¿Fue con esta estúpida mujer que está a tu lado? ¿Es ella?», gritó entonces en mis mientes. «¿Es ella? ¿Mi odiada enemiga, la que me robó tu corazón? ¡Respóndeme!»
Bien me arrepiento de ello, pero en aquella ocasión mentí de nuevo, y fue por miedo aunque no por mí, sino por Briseida, y negué desesperado, como negase Pedro al Cristo Redentor y por tres veces, la noche del Gólgota.
―¡No! ―exclamé de pronto y para sorpresa de Asterión y Briseida, desconocedores de mi diálogo interior con la nereida―. ¡No es ella, Halia, voto a Dios! ¡Castígame a mí, déjame aquí abajo para ser pasto de los peces y si te place, pero no la toques a ella! ¡Óyeme, te lo suplico! ¡Sálvalos al menos a ellos dos y que sea esta mi última petición si me amas!
Entonces Halia sonrió, pero se dejaba ver en sus ademanes un resquemor tan vasto como el océano, y asintió.
A un gesto de su mano ocurrió lo impensable: una invencible corriente marina golpeó con fuerza la otrora irrompible cápsula del elevador, ¡y vimos cómo las paredes de este comenzaron a resquebrajarse y a dejar entrar el agua!
El rostro de Halia nos pareció entonces transmutado en una cruel máscara de odio, y semejaba su faz la de una bruja perversa antes que la de una de las bellas hijas de las frías corrientes.
Briseida y Asterión chillaron aterrorizados, y el agua pronto nos llegó ya hasta las rodillas. Pero yo seguía en pie, callado aunque muerto de miedo, contemplando la retorcida figura de la sirena mientras ella nadaba dando vueltas en torno a nosotros.
Al poco el agua inundó por completo nuestro habitáculo, y ya no hubo modo de gritar cuando nos hallamos sumergidos por completo. Briseida y Asterión golpeaban desesperados las dañadas paredes del elevador, a un punto de ahogarse. Entonces Halia detuvo su loca danza, y se detuvo y me contempló divertida mientras yo mismo perdía el aliento.
Pues sonreía ―¡voto a Dios que sí!―, y entonces alzó de nuevo su mano y otra certera corriente, como una flecha, hizo añicos el resto de la cápsula. De repente flotábamos libres en el fondo marino, y ya no tardaríamos en perecer ahogados.
Pero no repetí mi súplica. Halia sostuvo mi mirada y frunció el ceño, traspasándome con su feroz resquemor, y después sonrió una vez más.
Lo primero que hizo fue nadar hasta el moribundo Asterión, y puso en sus labios el hechizo del aliento de los lechos marinos. Al punto el minotauro abrió mucho los ojos, sorprendido, y descubrió entonces que podía respirar el agua salada. Entonces Halia alzó su mano, de nuevo, y una corriente se lo llevó disparado hacia la superficie.
Después nadó hasta Briseida.
Observó con infinita repugnancia el pulsante brazalete dispuesto en su antebrazo, y tomó entre sus frías manos el rostro de Briseida sin delicadeza alguna. Al punto plantó en ellos también un beso oscuro y liberador. ¡Briseida podía al fin respirar las heladas aguas! Pero a ella no la despidió la sirena con una corriente aguas arriba como hiciera con Asterión, no. La mantuvo presa, junto a ella, y se volvió entonces hacia mí.
Regresó a mi lado. Apenas podía mantener ya la consciencia y mi pecho parecía a punto de quebrarse por la asfixia, pero aún entonces la nereida se demoró un poco más, torturándome. Me contempló bien de cerca, aún contraído su rostro por la rabia, y tras ella Briseida nos observaba a los dos, impotente.
Halia me tomó del mentón y quiso obligarme a que la mirase a los ojos, pero no hubo forma; mi mirada huía sobre sus hombros, una y otra vez, y se clavaba en los ojos de mi amada Briseida. En ella buscaba yo el perdón, que no en la sirena...
Y Halia lo notó, al punto.
«Me has engañado», me dijo ella entonces.
«Te engañaste tú sola», la contesté yo en cambio. Me ahogaba, sí, pero no por ello estaba dispuesto yo a apresurarme en mis razones. De todas formas Halia nos mataría a ambos, bien lo sabía.
«Tú sabes lo que es un corazón enamorado, Halia», proseguí pues. «Me hallaste vencido y borracho en mi barco aquella noche, tras rechazarte en el Irannon, ¿lo recuerdas? ¿Cómo juzgaste que un corazón enamorado puede olvidar tan fácilmente? ¡Crece de una vez, niña malcriada!», la dije. «Pues nunca he querido hacerte daño, Halia, pero esto no podría haber acabado de otra forma y lo lamento por ti».
Entonces Halia, compungida, torció el gesto, y esto me respondió: «Vi un corazón enamorado en ese barco en Ispal, sí. Y también vi que estaba roto, amor mío. Traté de curártelo, de aliviar tu dolor... ¿Y así me lo pagas? Ahora yo también sé lo que es tener un corazón loco de amor y roto, y parece que ya solo me queda agradecértelo, a mi pesar».
Asentí con mis últimas fuerzas. «Haz conmigo lo que quieras pero sálvala a ella. Di a tus corrientes que la lleven arriba, bajo la luz del Sol. Es lo último que te pido».
Entonces su pétrea máscara pareció resquebrajarse, y de pronto me pareció de nuevo una muchacha salvaje e inocente, como aquella primera noche junto a las eternas nieblas del Mar Velado. ¡Y lloró! ¡Juro que vi sus lágrimas como perlas fundiéndose entre las corrientes del mar!
«Te lo concederé», respondió al fin. «Ni eso puedo negarte todavía, amor mío», dijo, y se llegó ante mí y me abrazó mientras besaba mi cuello y mis cabellos con desesperación.
Pero yo apenas mantenía un hilo de vida, y mis brazos no la correspondían. Tampoco correspondí con mis amoratados labios sus locos besos, y entonces, de pronto, me giró en el agua, de modo que Briseida pudiese vernos. Y fue entonces cuando acercó mis labios a los suyos y me dio un beso que me supo amargo como la hiel pero que me devolvió el aliento, y mientras ella no quitaba ojo de Briseida.
Recobré al punto el aliento, digo, y ya pude respirar las aguas, y aunque Briseida y yo seguíamos siendo sus prisioneros aparté con furia a la nereida de mí.
Observé entonces a Briseida, a un lado, y quedé demudado por el asombro. Su rostro... Su rostro no denotaba odio ni rencor, ni hacia la nereida ni hacia mí tampoco. ¡No! Y es por eso que algunas son llamadas sacerdotisas, y otras son las verdaderas Hijas de Astarté, pues no había orgullo herido en los ojos de mi Briseida sino piedad.
¡Piedad y perdón! Y gratitud, y era esa la respuesta que Briseida le brindaba a Halia, y de mujer a mujer.
Halia sollozó al verlo, y a un gesto suyo Briseida salió despedida hacia la superficie al encuentro de Asterión. Acompañé su ascensión con la vista, mientras yo aún flotaba en las oscuras profundidades. Y por último me volví de nuevo hacia la sirena.
Halia lloraba. Quise decirla algo, pero ella alzó su mano, amenazadora, y me contuve. Y entonces una invencible fuerza me arrancó del fondo marino y me lanzó también hacia la luz, sobre las aguas.
Pero atendedme esto, pues aún diré algo más. Aún escuché unas últimas palabras de Halia en mis mientes. Atinadas fueron, bien es cierto, pues consiguieron el propósito que buscaban, y era este hacerme todo el daño que pudieran.
«Vete para siempre y maldito seas, Ruy Ramírez», me dijo. «Ojalá nunca te hubiera conocido. Ojalá nunca más volvamos a vernos».
Tales palabras dijo, pero acaso este último deseo no resultó bien cumplido. Pues aún vi a Halia una vez más, durante el llamado Pacto de las Sirenas, pero eso ocurrió más tarde, en otro tiempo, mucho después del Primer Tránsito.
¡Pero vos, vos nunca conoceréis ya esa historia, viejo amigo!
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