VIII
Descendimos los tres hasta el valle del desfiladero.
Ya en el acantonamiento Briseida ordenó a los hombres que guardasen las armas; ambos éramos amigos. Nos sentamos a una mesa bajo una lona bien dispuesta, y alguien trajo algo de vino, frutos secos y dátiles para solaz de Asterión.
Aunque algo ya nos habíamos adelantado mientras descendíamos por entre las peñas, llegó al fin el momento de las pláticas. La noche era ya cerrada. Prendieron faroles, y no pudiendo refrenar por más tiempo mis cuitas le dije yo a Briseida:
―Bris, dime ya qué es lo que ha ocurrido. Como te dije partimos hasta aquí tan pronto me llegó tu posta. ¿Es cierto lo que me escribiste? ¿En verdad te llevaste las Ruedas y el brazal de Sothis del Templo de Ispal?
―Sí, así es ―respondió ella sosteniendo mi mirada―. Dilo bien: he robado las Sagradas Ruedas, y también el brazal de la Esfinge de Sothis. ¡Pero era necesario! ―añadió, y acompañó su afirmación con un gesto preñado de orgullo.
Yo sin embargo no podía creer aún todo aquello, ni aún escuchándolo de sus labios. Negué, no queriendo dar por ciertas sus palabras.
―¿Pero por qué lo hiciste, Bris? ―exclamé, al cabo―. No puedo entenderlo... El Adorador de la Luna... ¡Te ajusticiarán por traición!
―Eso es verdad ―intervino Asterión―. Temo los trirremes del Tribuno, pero más temo la ira del Templo de Ispal si te entrometes en cuestiones de liturgia... Ha sido una verdadera osadía lo que has hecho, sacerdotisa, y perdóname la franqueza...
―El Sagrado Padre ya no es la cabeza del Gran Templo, Ruy ―atajó ella mirándome a mí―. ¡Hace tiempo que no lo es! Bel-Sathi, Marto... Llevan tiempo ejerciendo su influencia entre el Consejo de Ancianos, ya lo sabes. Y los Altos Ungidos... ―dijo, y tomó aire―. Los Altos Ungidos están ciegos.
Asentí, por otro lado. Bel-Sathi y el cruel Marto... Miembros del Consejo que a punto habían estado de ajusticiarme aquel lejano día tras el incidente de la Siembra.
Del Consejo de Ancianos siempre había recelado, eso es verdad, pero en especial tenía en muy poca estima a aquellos dos pájaros de mala catadura... ¡Marto! Sentí que me hervía la sangre en aquel momento.
―En eso tienes razón ―convine al fin―. En el Consejo de Ancianos de Ispal el que más veía era tu ciego maestro, Briseida. ¡Silas, que Dios lo tenga en su gloria! ―exclamé―. ¡Nos habría venido bien su parecer en estos momentos! ―dije, y la tomé de las manos. Ella me correspondió el gesto―. Prosigue, por tu fe, y cuéntame ahora todo.
Entonces una sombra cruzó la mirada de la sacerdotisa. A todas luces no sabía por dónde empezar y se notaba la tribulación en su pecho, perdido el inicial aplomo. ¡Pobre muchacha!
―No sé ni cómo explicártelo ―se lamentó―. El brazal y las Ruedas... Sentí... ¡Sentí que no estaban seguras en el Templo, Ruy!
―¿Y cómo es eso? ¿Qué es lo que pasó? ―respondí yo, tratando de ayudarla a sacar sus cuitas del pecho.
―El brazal... ―continuó ella―. Tú y yo lo recuperamos de la Atalaya de Oriente... ―Asentí a eso, y la conminé a seguir con un gesto―. Las Sagradas Ruedas nos dijeron dónde se encontraba el brazal, ¿lo recuerdas? Silas lo descubrió, traduciendo las partes adecuadas de las Ruedas...
―¡Así es, pero sigue, Briseida, por la Diosa!
―¡El brazal controla la Esfinge! ―exclamó ella al fin, con lágrimas en los ojos―. ¡Y la Esfinge es un poderoso artefacto que debe ser controlado por nosotros!
―¡No! ¿Por qué? ―salté yo, y golpeé la mesa con el puño―. ¡Akil nos previno contra ella! Dijo que ni el brazal ni la propia Esfinge fueron hechas para manos de hombres, ¿no es así? Al igual que las Sagradas Ruedas. ¿No dejaron las Ruedas ciego a tu maestro, Bris? ¿Acaso no es así?
―¡Sí, es verdad! ―repuso ella, y me encaró; allí estaba de nuevo su inveterado orgullo―. ¡No son para nuestras manos! Pero, ¿y para las del enemigo? ―La observé, sin comprender del todo―. ¿Están hechos el brazal y las Ruedas para las manos de Camazotz?
Negué de nuevo.
―No, por cierto, y Dios nos guarde. ¡Pero las Ruedas y el brazal se hallaban a buen recaudo en el Templo de Ispal! ¿Cómo iba el enemigo a poder tocarlos? Nuestro deber debía ser custodiarlos, no usarlos... ―contesté.
Entonces ella sollozó, ¡cosa increíble! Me arrepentí al instante de la dureza de mis palabras, pero fue solo un instante; cuando volvió a levantar su mirada allí estaba de nuevo aquella vieja determinación suya, la misma que podría mover montañas.
―Bel-Sathi... ―dijo ella al fin―. Él cambió. En estos últimos meses. Y Marto es Marto. Influenciaron al Sagrado Padre, aún en más de lo habitual. Me apartaron del estudio de las Sagradas Ruedas...
Yo la interrumpí.
―¿A ti? ¿Del estudio de las Sagradas Ruedas? ―repetí, asombrado―. ¿Eso hacías? ―Volvieron a llevarme los demonios―. ¡Por Dios, Briseida, eso era muy peligroso! ¿El estudio de las Sagradas Ruedas no mató acaso a muchos acólitos? ¡Tú misma me lo dijiste!
―¿Y de qué nos serviría tener el brazal sin tener también la Esfinge? ―protestó ella con rabia―. ¿Para qué quería Silas encontrar el brazal si no era para entregar al Templo la Esfinge de Sothis después? ¡Aunque solo fuera para guardarla, para alejarla de manos malignas! ¿No lo entiendes? ¡Debía completar la misión de mi maestro!
Suspiré, a mi pesar. Sé lo que es la lealtad, y por tanto eso sí lo comprendía muy bien.
―Está bien ―otorgué al cabo―. Continúa. ¿Qué hubo de Bel-Sathi? ¿Qué ocurrió para que desconfiaras de pronto de él?
―Me alejó del estudio de las Sagradas Ruedas, te lo he dicho. Y yo no lograba comprender por qué ―contestó ella―. Acabé... ―Tragó saliva―. Acabé por espiarle, de diferentes formas... Al final descubrí que llenaba de fantasías la mente del Adorador de la Luna, de modo que siempre me mantuviera lejos de Ispal, en adeudos del Templo. Requerida por la Siembra y la Ofrenda a lo largo y ancho del continente... ―Apreté los dientes al escuchar aquello―. ¡Había algo extraño de pronto en Bel-Sathi, Ruy! ―me dijo, con lágrimas en los ojos―. ¿Por qué me apartaba de las Ruedas? Siempre fue un maldito bastardo ―escupió―, casi tanto como Marto, pero desde hacía un tiempo notaba que Bel-Sathi... ―Dudó.
―Dilo, adelante ―dije yo―. Sentías que Bel-Sathi ya no era él mismo. ¿Es eso? Cambió de la noche a la mañana.
Briseida me observó con asombro.
―¿Cómo puedes saberlo?
―Veo ahora que no te llegó aquella posta mía... ¡Malditos bastardos! ―exclamé.
―¿Qué posta? ¿De qué estás hablando?
Dejé su mano y me recosté en la silla, echando mano a mi pipa. Notaba yo que cada vez la fumaba más, pero que el diablo me llevase; aquel iba a ser un cuento muy largo, y necesitaba humo.
La referí por tanto a Briseida mi historia del doppelgänger, en efecto, y por supuesto no la repetiré aquí, por no aburriros.
―Ya lo ves ―la dije cuando hube terminado mi relato―. El enemigo se hace valer de monstruos y agentes de muchas clases; uno de ellos es de esta especie que te he referido. Un sosias, un espantajo malicioso que toma la forma y la identidad de otros hombres.
Briseida guardó silencio, sopesando mi historia. Y es que para cuando terminé el cuento las estrellas ya se habían escurrido por el firmamento, y Ajenjo brillaba en lo alto. Asterión en cambio se había dormido en su silla mientras la contaba; conocía ya y muy bien la historia...
―Cálida Diosa... ―musitó Bris al cabo―. Ahora lo entiendo todo. Uno de esos engendros ha debido suplantar a la mano derecha del Adorador de la Luna, Bel-Sathi. Pero entonces... ¡Ruy! ―exclamó―. ¿Qué habrá sido de él en tal caso?
Torcí el gesto.
―En el caso de Ahinadab se encontraba a salvo, pero su duplicante se hallaba a medio mundo. No le resultó necesario deshacerse de él para poder suplantarle, supongo ―dije, y continué―. Pero Bel-Sathi... No, para poder influir en el Sagrado Padre no podía permitirse el duplicante que el verdadero Bel-Sathi estuviese por los alrededores... ―Suspiré entonces―. Temo que haya muerto. Pobre cabrón... ―dije, bien es cierto, y no me arrepiento.
―Que la Cálida Diosa nos guarde entonces ―repuso entonces Briseida, y me observó―. Pero, ¿y Marto? También descubrí que influía en el Adorador de la Luna en mi contra. ¿Él también...?
Negué.
―Marto siempre fue un maldito bellaco, sin necesidad de duplicantes... Pero no lo sé a ciencia cierta, claro está ―contesté, y Bris rio ante mi ocurrencia. Bendita fuera. Vacié los restos de ceniza de la cazoleta de mi pipa y continué―. Así pues los espías de Kur se han infiltrado en el mismo Templo de Ispal. El continente entero pende ahora de un hilo, Bris.
―¿Kur?
Me incliné en la mesa.
―Sí. La Bestia de Gothia; Camazotz ―aclaré―. Nos dijo que la próxima ocasión en que nos encontrásemos le llamaríamos por su verdadero nombre, ¿lo recuerdas? ―Briseida asintió―. Pues este es ese nombre: Kur, el sirviente de Ereshkigal, la Matriarca Oscura ―continué―. Así me dijo el duplicante de Ahinadab, antes de morir despeñado.
Briseida suspiró y su mirada se perdió en las estrellas, más allá de la lona de la tienda que ya llevábamos horas ocupando.
―Hay aquí poderes que nos sobrepasan en mucho, Ruy. Que la Diosa nos ayude...
Suspiré yo también y la tomé de la mano. El enemigo se hallaba instalado en la mismísima Ispal y susurraba al oído del propio Adorador de la Luna... ¡La situación se me hacía de pronto desesperada! Por eso la dije, tras unos instantes:
―Escúchame, Briseida. Albergaba dudas, pero te digo esto ahora: te ayudaré a encontrar la Esfinge de Sothis ―Briseida cerró los ojos, aliviada a todas luces―. El enemigo susurra ya al oído de Nabonides, y con eso yo no contaba. Necesitamos ahora de todos los recursos de que podamos disponer, aunque nos quemen las manos, pues cada vez contamos con menos apoyos.
―Ruy, ¿y si no podemos controlar ese poder? Lo has dicho tú mismo, y ahora coincido tal vez contigo...
―Sí, pero encontraremos la Esfinge aunque solo sea por esta otra razón: teniendo nosotros la Esfinge evitaremos que caiga en las manos de Kur. No quiero que el brazal sea lo único que separa a Kur de controlar la Esfinge. Preferiría que el brazal estuviese a medio mundo de distancia, pero está aquí, y mejor aquí al menos que en el Templo, que ya no es seguro. Después, encontrada la Esfinge, ya veremos qué puede hacerse. ¡Llevabas tú razón, y no yo! Por lo que me has dicho adivino ahora qué se estaba tramando en las salas del Gran Templo de Ispal. ¿No lo entiendes? ¡Kur busca también la Esfinge de Sothis! Hiciste bien en sacar el brazal y las Ruedas de allí. Y solo por habernos dejado entrever tal deseo debemos poner todo nuestro empeño en impedírselo. ¿Tienes entonces el brazal y las Ruedas aquí, contigo? ―la pregunté por fin.
Briseida asintió.
―Sí ―contestó―. En mi tienda, en un cofre revestido de plomo.
―¿Están seguros? ¿Están a salvo?
Asintió, nerviosa.
―La tienda es vigilada noche y día por dos guardias, y sobre el cofre y los alrededores he conjurado varios sellos de alarma y protección... Antes conocisteis uno de ellos.
―¿Mercenarios, Briseida? ¿Con eso los guardamos? ―objeté yo, pero Briseida no me hizo caso.
―El estudio de las Sagradas Ruedas desde siempre apuntó a los desiertos de Tiria como el lugar en que la Esfinge estaba escondida ―dijo, y callé para atenderla―. ¿Pero en qué parte del desierto? Tras hacerme con las Ruedas y poder estudiarlas sin injerencias he podido descubrirlo, Ruy. ¡Es aquí! ¡En este desfiladero, en esta misma colina!
Me recosté en la silla, asombrado.
―¿Esa abertura en la pared del desfiladero...? ―aventuré yo.
―¡Sí! ―exclamó ella―. La abertura que descubrimos en la ladera. ¡Este es el Desfiladero de los Équites, que se creía perdido! ¡Desenterramos la punta del Obelisco de Sothis; él marcaba el lugar! Es ese que ahí ves ―dijo, y señaló la punta del monolito rojo que yo había divisado desde la colina―. Estamos en la pista de la Esfinge, Ruy. ¡Cerca de aquí fue escondida, antes de la Primera Quebradura! ―Sonreí, pero entonces noté que ella bajaba la mirada, y que un gran pesar de repente volvía a ensombrecer su ánimo―. Ruy... ―susurró entonces ―. He traicionado al Templo, y a Astarté. He robado sus reliquias más sagradas. Estoy deshonrada...
―¡No digas eso! ―contesté entonces―. ¡Astarté está de tu lado y no del de su propio Templo, eso bien te lo digo yo!
Tal dije con ánimo de aligerar sus cuitas, pero ella en cambio pareció escandalizarse.
―¿Qué dices? ―contestó―. ¿Cómo puedes saber eso? ¡No me consueles como si fuera una niña idiota, Ruy! ¡Detesto cuando me tratas así!
Yo sin embargo sonreí como si tal cosa.
―¿Que cómo lo sé, dices? ―la respondí al punto―. ¿Quieres saberlo? Bris, repasa nuestro feliz reencuentro: puedo creer en que cualquier pelele podría sorprenderme, pero, ¿y a ese gigantón que está ahí durmiendo? ¿A Asterión? ¡Solo una favorecida por la Diosa podría haber encerrado a una mala bestia como él dentro de un remolino de arena, y lo aseguro! ―Entonces y dicho esto usé de todo mi aplomo para añadir lo que sigue―. Briseida, Astarté está contigo. No te ha abandonado. ¡Y eso prueba que nos hallamos en el lado correcto de la guerra, por eso te ayudaré!
Entonces reí, y ella me sonrió a su vez, y yo lo celebré en mis adentros porque parecía haber aliviado al menos una parte de sus cuitas.
Fue a responderme algo pero entonces Asterión despertó, y tomó vela en el entierro.
―Bueno está ―dijo entonces mi compadre estirándose―. Pues si ya habéis terminado de hablar de vuestras cosas creo que por fin me toca a mí hablar ahora. ¿Podéis ahora por favor explicarme de una vez y con detalles qué demonios es todo eso de un brazal y de una Esfinge y de la madre que los parió? Ah, y otra cosa, ¿está la Esfinge esa ahí dentro? ―dijo, y señaló la abertura en la pared del desfiladero.
Se recostó en su silla, colocando el cuenco de dátiles que había sobre la mesa encima de su barriga. La silla crujió lastimosamente, y entonces Asterión profirió un importuno regüeldo y nos sonrió.
―Venga, tórtolos, por Moloch ―dijo echándose un puñado de dátiles al coleto―. Contádmelo todo antes de que me sirvan la cena estos mangantes mercenarios tirios...
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