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VII

Huelga decir las penurias que pasamos durante aquellos seis días que estuvimos caminando por desiertos de arenas rojizas; arenas oxidadas, que mucho me recuerdan ahora a las de Levantia Arruinada. ¡Ah, pero no hay tiempo ahora de contar esa historia, y perdonadme!

Al menos nadie nos siguió; a cada cresta de arena que coronábamos echábamos la vista atrás y nos asegurábamos de que nadie nos persiguiera.

Caminábamos de sol a sol, sin desviarnos de las señas que nos diera Briseida. Por el día cruzábamos yermos que nos parecían infinitos. Hubo maravillas, que no viene al caso ahora referir, pero baste decir que a cada tanto descubríamos con pasmo restos de colosos, monolitos esculpidos en piedra rojiza semienterrados por las arenas. Eran similares a los que adornaban las entradas del puerto de Sarra, señas de un perdido esplendor que perduran aún en las tierras de los équites.

Y por las noches hacíamos fuego en un hoyo, con brezales secos, casi sin dejar rastro de humo. Sacábamos mantas y montamos una suerte de tienda que nos resguardase del relente.

Las madrugadas eran heladas, por contra a los calurosos días en el desierto, pero íbamos bien pertrechados, como digo, y los dromedarios se ganaron bien su jornal. Y no hablábamos mucho Asterión ni yo, a fe mía y por mi culpa, y es que mis cuitas eran muchas.

Sin embargo, una de esas noches, mientras me encontraba repasando el filo de Tasogare junto al hoyo de la hoguera mi compadre me vio, se acercó y se sentó a mi lado.

―Oye, Ramírez... ―me dijo, con cautela―. Esa espada... Creo que toca ya contarte cómo llegó a mis manos. ¿Sigues queriendo escuchar la historia? ―Dejé mi labor y le observé. Guardé silencio, atento a sus palabras, y asentí. Asterión tomó entonces un pedazo de cecina de su alforja y se puso a mordisquearla, sin gana―. Dijiste que en tu mundo las espadas como esa las forja un pueblo que conociste en sus viajes, ¿era verdad?

―Sí, por cierto ―le contesté yo tomando la hoja desnuda entre mis manos―. Esta que me disteis es una espada katana, Asterión. Las forjan los maestros armeros en las islas del Iapam, en el extremo oriental de mi mundo, como bien decís. Es este un pueblo lejano, orgulloso, extraño aún para los de mi patria. Pero yo los conocí muy bien. Muy amantes de sus tradiciones ―le dije, y acerqué la hoja de mi espada a su ojo sano a fin de que pudiese admirar los símbolos escritos en el acero, aún en la penumbra―. Estos que veis en esta hoja son sus signos de escritura; los llaman kanjis. Nunca aprendí a leerlos, y es por eso que no sé lo que dicen ―añadí, y en verdad recordad que en aquel lejano entonces yo nada sabía del origen de mi espada.

Asterión se aprestaba a revelarme algunos detalles de la más reciente historia de mi espada, ahora lo escucharéis, pero ya os digo que lo que me contó apenas aclaró nada; antes dejó abiertas más preguntas, y acaso tan solo se trataba de la punta de un enorme iceberg, que permanece como sabéis en su mayor parte oculto bajo las aguas.

Así resultaba ser mi espada. Y es que en verdad no sería hasta mucho después que mi último maestro, Reiji, descifraría para mí aquellos signos escritos en su hoja. Y en ellos se revelaba su nombre, y solo fue entonces que conocí que este era, como ya sabéis, Tasogare, y esto quiere decir «crepúsculo», o «atardecer».

―Entonces bien debe ser cierto ―continuó al cabo Asterión―, pues es verdad que nunca he visto una espada como esa en todo Thule. ¿Katana? Nadie aquí forja sus armas de esa forma tan extraña: no hay otra espada como la tuya en todo este maldito continente, y las he visto de todos los colores, pues muchos me han querido hurgar las tripas con ellas... Así que esta espada debe ser también de esas islas orientales que dices que hay en tu mundo.

―¿Pero cómo puede ser posible? ¿Cómo en tal caso pudo llegar hasta tus manos? ―le respondí yo―. Un mar preñado de nieblas separa nuestros mundos, y ya lo sabes.

El gigante negó, y yo dejé la espada con cuidado a un lado.

―No lo sé ―contestó al fin―, pero te contaré cómo llegó a mí antes de regalártela, español. En verdad como supones debió llegar a este lado a través del Mar de Brumas, pues precisamente allí la encontré, en el Mar Velado. Y ahora presta oídos a esto ―dijo, y me refirió el breve relato que sigue―. En realidad llegó a mis manos poco antes de que nos conociéramos, Ramírez ―me dijo―. Fue durante la misma travesía. Me encontraste en las nieblas del Mar Velado, ¿no es así? ―Asentí, expectante―. Pues apenas tres o cuatro días antes llegó esta espada hasta mí...

―¿Pero cómo puede ser? ―le interrumpí de nuevo―. ¡Pensaba que la espada te había pertenecido durante años!

―Pues eso te lo has figurado tú solito, hombre: nunca te dije tal cosa ―me contestó―. Bueno, déjame continuar. Mira, a pesar de que traté de no adentrarme más de lo necesario en las nieblas del Mar Velado acabé por perder la orientación en ellas...

―Por el Bosque de Luminarias, imagino. ―Mi compadre asintió―. Entiendo ahora en tal caso las palabras que le dirigisteis a mi piloto cuando nos adentramos en ellas, cuando lo del Irannon... ―añadí―. Pero decidme, ¿qué hacíais en las brumas del Velado en aquella ocasión? ―le volví a interrumpir―. Nunca me lo confiasteis, aunque en verdad hace tiempo que lo sospecho...

―Sospechas bien, y dejémoslo así ―me contestó Asterión―. Huía de dos trirremes gadirios que querían ponerme el Yunque sobre la cabeza, ¿vale? ¿Qué quieres, español? ―bramó―. ¿Acaso creías que fuiste el primero en usar de la niebla del Mar de las Brumas para escapar de sus enemigos? No te tengas por tan listo...

―No lo hago, por cierto ―reí―. Bien claro es que hubo otros tan locos como yo...

―¡Y tanto! ―me respondió―. Pero fíjate que me salió bien en aquella ocasión, y en otras; no dieron los trierarcos conmigo. ¡Ojalá hubiera tenido la misma suerte más adelante! ―rio, y me señaló la cuenca vacía de su ojo―. Bueno, el caso es que la espada apareció una mañana clavada en mi palo mayor, hasta la empuñadura. La descubrimos al amanecer, al segundo día de navegar sin rumbo entre brumas. Y ese mismo día comenzaron los asesinatos a bordo de mi nave, ya sabes... ―dijo, y guardó silencio.

Yo me encogí de hombros.

―¿Y eso es todo? ¿Apareció una mañana clavada en vuestro palo mayor mientras navegabais por el Mar de las Brumas, sin más?

―Así es. ¿No es extraño? La arranqué del palo usando de todas mis fuerzas. Es como si esa espada hubiese señalado mi barco para alguien, o para algo... Y luego ese espíritu demoníaco tomó el cuerpo de aquel fantoche de paja y madera y comenzó a diezmar mi tripulación. Tuvimos que encerrarnos en las bodegas. El resto, ya lo conoces...

Observé mi espada, reflexionando en silencio. Al cabo, dije:

―¿De modo que creéis que la espada marcó vuestro barco con alguna especie de signo maléfico? ¿Eso decís? ¿Y por eso me la cedisteis a mí, porque pensabais que era seña de mal agüero? ―exclamé, poniéndome en pie y de muy mal humor―. ¡Por la Diosa, Asterión! ¡Yo lo tuve por un gesto de gratitud vuestra! ¡En verdad al cederme esa espada lo único que queríais es alejar el mal de ojo de vuestro barco!

―¡Párate, botarate, y no te me soliviantes, que no hay ofensa! ―contestó él, al parecer también ofendido, y de veras―. Tal vez nunca hubo nada siniestro en todo aquello, lo de la aparición de la espada y demás. ¡Aunque pensaba entonces, cuando todo acabó y te la di, que no! Opino que la espada señaló el camino a alguien, sí, pero piensa esto también, y luego saca conclusiones. Sí, esa espada señaló mi barco para que alguien lo encontrase: pudo ser para el espíritu que se encarnó en aquel muñeco de paja... O pudo ser para ti. ¿Lo has pensado así?

Volví a guardar silencio y tomé asiento de nuevo, junto al minotauro. Cogí la espada otra vez y comencé de nuevo a afilarla con mi piedra de agua.

―Sea ―dije al fin―. Está bien, viejo cabestro, y os pido perdón ―añadí, y palmeé su hombro―. Ojalá los minotauros tuvieran la misma habilidad explicándose que rompiendo crismas, en verdad...

―Y lo dice aquel que cuando lo conocí no sabía ni preguntar por las letrinas más cercanas... ―repuso, y lanzó una risotada.

Eso fue todo. Nos retiramos a dormir, terminado el cuento, y proseguimos nuestro camino a través del desierto a la mañana siguiente tan pronto rayó el alba.

Fueron jornadas duras, ya lo dije.

Al fin, y por no extenderme más, os diré que al caer la tarde del sexto día caminando entre ardientes dunas encontramos signos de otros hombres, a nuestro frente. Salvamos una cresta arenosa y allí estaban: vimos un escondido valle pedregoso, y de él observamos cómo ascendían al cielo delgados penachos de humo.

―¡Allí! ¡Por fin! ―exclamé, señalando el valle lejano, y tiré del dromedario para descender la duna―. ¡Briseida! ¡Vamos, Asterión, por vuestra fe! ¡Un último esfuerzo!

Al principio corríamos, pero después, más cautos, avanzamos lentamente. A nuestra diestra se levantó una áspera colina rocosa, una de las dos que servían de parapeto al desfiladero, y dando un rodeo y por recomendación de Asterión la coronamos para poder tener el valle oculto a nuestros pies.

Comenzaba ya a hacer frío, pues el Sol caía entre las arenas. Dejé el dromedario y me escurrí hasta el borde del desfiladero para echar una buena ojeada al valle, pechera al suelo.

¿Qué descubrí? Allá abajo vi tinas, tiendas y un rudimentario hogar hecho de piedras, sobre el que colgaba una olla humeante de un fuste. Habían retirado grandes piedras de un lado de la otra cara del desfiladero, o las habían desmenuzado a golpe de pico, y se veía una estrecha abertura en dicha cara, casi a ras del suelo.

Y delante de ella, semienterrada en la arena, lo indecible... ¡Habían excavado y dejado al descubierto el pináculo de un enorme obelisco rojo, similar a los que Asterión y yo descubriéramos en nuestra travesía por el desierto, aunque mil veces más majestuoso que los que adornaban la mismísima Sarra, si alguna vez llegaba a ser excavado por completo!

Había por último bastantes hombres allá abajo, trabajando y montando guardias.

―¿Qué ves, Ramírez, por tu padre? ―susurró entonces Asterión a mi espalda.

―Un acantonamiento... ―le contesté―. Veo al menos veinte hombres, y algunos de armas.

―¿Gadirios? ¿Társicos?

Negué.

―Tirios. Mercenarios, diría yo.

―¿Y a tu Briseida? ¿La ves?

Negué de nuevo, y me volví a él.

Entonces el Sol se escondió por fin entre las dunas, a espaldas de Asterión, y en ese momento un punto fulgurante comenzó a brillar en el horizonte. Primero débil, más fuerte después, el Lucero del Atardecer pendió al fin como un broche del firmamento.

Primus inter pares... ―dije yo y sin saber por qué, y Asterión me observó sin comprender tampoco.

Pero no hubo tiempo de más cuitas; una brisa áspera pareció saludarnos de pronto desde las dunas, y nos traspasó para después ―¡lo juro!― dar la vuelta en el aire y regresar hasta donde estábamos, cada vez más fuerte, cada vez más violenta, hasta que de pronto nos vimos atrapados en un verdadero remolino de viento y arena.

―¿Qué es esto, por Moloch? ―exclamó el minotauro mientras yo trataba de ponerme en pie.

¡Presos estábamos, rodeados de aire encolerizado y de arena hiriente como puntas de alfiler, y aún no lo habíamos visto todo! Pues en ese punto fue como si la arena a nuestro alrededor comenzase a aullar, exhalando un lamento agudo que debió escucharse por todo el valle.

Tratábamos de librarnos de nuestra prisión aérea Asterión y yo, pero cada vez que tocábamos aquella arena danzante a nuestro alrededor esta nos abría crueles cortes en las manos y los brazos. ¡No veía salida!

Asterión gritó, y sacó su falcata, y trató de abrirse paso en vano por el huracán aullante que nos rodeaba pero aquello tan solo valió para que su arma saliese despedida de sus manos, tal y como si se la hubiesen confiscado a un chiquillo.

―¡Asterión! ¡Aguanta! ―dije yo, aunque no sabía qué intentar, y ya me veía colmado de pequeños cortes en las manos y en las mejillas.

Entonces, de pronto, tal y como se levantaron las arenas cayeron estas al suelo, y el viento áspero se disipó en una bruma, en nada, y nos vimos al fin libres de nuestra prisión, aunque desorientados.

Me volví, presa de una extraña aprensión, y entonces descubrí a nuestras espaldas, recortada su esbelta figura contra los destellos de Venus, a la poderosa criatura que había mandado allí sobre el viento y las arenas, con la mano aún extendida al frente. Dio un paso y se acercó a nosotros.

Tez de perla, cabellos del color del zafiro...

―Ruy, te extrañé... ―me dijo Briseida.

Tiré la espada al suelo y corrí hasta ella, y cuando llegué a su lado la estreché entre mis brazos, con fuerza. ¡Ella reía, lo recuerdo!

―¡Bris! ―dije yo, y en verdad no podía decir ninguna otra cosa―. Bris...

Dejé al bueno de Asterión a un lado, ya lo veis, olvidado de mí, pero al carajo si me importaba.

―Ramírez, es esta la sacerdotisa de la que tantas historias he escuchado, entiendo... Mi dama ―dijo Asterión―, este español no os hace justicia, pues sois más bella que ese lucero que esta sobre vuestra frente...

Cuando nos volvimos a él, después de colmarnos de abrazos, hice por fin las presentaciones debidas.

―Sí, yo soy Briseida de Lemuria ―dijo ella, al cabo―. Os recibo a los dos de buen grado, guerrero aurocco. Gracias por acompañar a Ruy.

Mi compadre inclinó el gesto, y cuando lo levantó de nuevo me sonreía, el muy tuno.

―Es un honor de nuevo, mi dama ―dijo, y me miró entonces con socarronería―. Que me lleve Moloch si no lo entiendo todo ahora, amigo mío... ¡Que me lleve Moloch! ¡Ja!

Y Briseida sonrió también, y apoyó el rostro en mi hombro por respuesta. ¡Cálida Diosa!

―Cómo os agradezco que estéis aquí, Ruy... ¡Gracias de nuevo a los dos! ―dijo ella, y yo la abracé otra vez y pude oler por fin y de nuevo el dulce aroma de sus cabellos―. Venid, bajemos a mi campamento. El centinela de viento es el que nos dio la alarma, pero no hay peligro.

La seguimos, no me extiendo, y bien podéis creerme en esto: no estaba dispuesto a dejarla alejarse de mí.

Nunca más.

¡Pobre de mí!

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