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V

Asterión nada dijo cuando terminé mi historia acerca del doppelgänger. ¿Cómo podría? Apuró su jarro y se recostó en la silla con los brazos en jarras. La taberna del puerto de Auroch comenzaba a llenarse; ya resultaba cumplido el mediodía.

El gigante se encogió de hombros y volvió a inclinarse sobre la mesa, con las manos entrelazadas.

―¿Y eso fue todo, Ramírez?

―¿Cómo todo? ¿Es que acaso os parece poco, gañán? ¡Aquella cosa que mantenía el disfraz de Ahinadab por poco me ensartó como a un cochino! Juro que de no haberos escuchado cantar esta mañana aquella tontería del cuclillo, la misma que soltasteis en el Irannon mientras os seguía a las sentinas, os habría clavado mi acero en las tripas antes de saludaros siquiera. ¡Los espías de Kur están por todas partes, Asterión! Es de este modo que sabe tanto de los movimientos del Adorador de la Luna, y también del Gran Tribuno ―dije, y me eché un buen trago al coleto.

―Ahora lo entiendo... ―contestó mi compadre―. En ese caso celebro haberte salido con esa parida, Ramírez. ¡Por mi propio cuello! ¡Ja! ¡Bonito reencuentro hubiera sido!

Yo también reí y eché un nuevo trago. Traía la boca seca tras mi relato.

―Previne sobre lo sucedido a los escribas de Sarra con fin de que el équite quedase bajo aviso, y envié también posta a Ispal, y a Gadir, con fin de que estuvieran prevenidos también. Pero no nos podemos fiar, Asterión; queda poco para que el enemigo aseste el primer golpe, ya lo veis.

Asterión bufó, de mal humor.

―Conque así estamos... La cosa pinta mal entonces, Ramírez. Pero, ¿doppelgängers? ―repitió, asombrado.

―Llamadlos como queráis, si os place. Cosas más extrañas ya he visto. En mi tierras los llamamos sosias, por la de Plauto. Duplicantes. Pero en las tierras germánicas de la vieja Europa se les conocía así: doppelgängers; espíritus malvados que se adueñan de la apariencia de otro con malos fines.

―¿Y Ahinadab? ¿Se encuentra bien? ―preguntó entonces Asterión―. Quiero decir, ¿no habrá sido...?

―No ―le interrumpí―. Recibí posta suya por respuesta a la mía. Y con su sello, doy fe. Se encuentra ileso.

Nos recostamos en nuestros asientos con las jarras en las manos contemplando las rugientes llamas del fuego en la chimenea. Nos invadía un mal presagio, y una sombra nos presionaba el pecho.

Y entonces Asterión bramó, de muy mal humor:

―¡Tengo hambre! ¡Ya es hora de comer, ea! ¡A ver, Fino, que traigan unas papas con cordero o algo! ¿Qué hay que hacer aquí para que se dé por supuesto que un hombre necesita comer cuando el Sol está en lo más alto? ¡Fino! ¡Fino! ―llamaba, y golpeaba las tablas con sus pesadas botas―. ¡Ni que hubiera que decirlo, Fino, por tu madre!

El pobre Fino se acercó de pésimo humor con dos humeantes cuencos de guiso y nos los arrojó delante, como si fuera el rancho del pesebre. ¡A buen seguro que había de estar bien harto de aguantar las maneras de mi amigo!

Pues bien, ya terminábamos nuestras escudillas en silencio y yo ya prendía una buena pipa cuando la puerta de la taberna se abrió de nuevo. La fonda se hallaba atestada, digo, pero no entró un nuevo parroquiano. Entró un hombre que recorrió la sala con la vista hasta que reparó en mí. Bien claro lo vi.

Se dirigió entonces a la barra e intercambió con el tal Fino unas palabras al oído. Vi el centellear de una moneda al cambiar de manos, y vi también que Fino me señalaba con la mirada. Tras ello el extraño se dirigió directamente hacia donde estábamos Asterión y yo sentados.

Ya tomaba yo la empuñadura de Tasogare, y ya alertaba de un puntapié a Asterión cuando el extraño me abordó, y me dijo presentándose ante nosotros:

―¿Capitán Ruy Ramírez? ―dijo. Asentí, con recelo. Asterión por fin echó atrás su silla, cobrándose espacio para reaccionar―. Le traigo posta. De Sarra.

―¿De Sarra? ―repetí extrañado, y me levanté―. Querréis decir del Gran Templo de Ispal...

―No, señor ―respondió el postero―. Trae sello del Templo, pero viene de Sarra. Allí me fue entregada para entregársela aquí o en Mastia, donde me dijeron que le podría encontrar ―dijo, y me tendió una nota lacrada.

Asterión entregó dos monedas de oricalco al mensajero mientras yo contemplaba la misiva, sin decidirme a abrirla. A la postre el mensajero se retiró, con un saludo.

Mi compadre me miraba impaciente mientras yo al cabo me decidí a romper el sello. Presentaba el cuño de la Cálida Diosa, en efecto, y por fin leí para mis adentros la misiva.

Esperó el buen Asterión con paciencia mientras yo leía y releía la nota. Al fin, presa de la impaciencia, saltó:

―¡Bueno! ¿Y qué es? ¿Qué ocurre, Ramírez, por tu padre?

Guardé el pergamino y me levanté de la mesa dejando dos cuñas sobre la mesa de la taberna.

―Posta es, y de Briseida ―le contesté, al fin―. Desde hace varios años la tengo al tanto de mis viajes, y eso es para que siempre sepa dónde encontrarme en caso de necesidad.

Asterión se levantó de un salto de la silla.

―¿Necesidad? ―repitió―. ¿Y bien? ¿Ha empezado ya la guerra? ¿Es eso?

Negué, y bajé la voz. Los rostros de todas las personas en la taberna parecieron oscurecerse y espiarnos, de hito en hito, pero cuento con que tan solo se trató de figuraciones mías.

―No. No es tal ―balbuceé, y me acerqué y puse mi mano sobre el hombro de Asterión―. Es una misiva de Briseida, os decía. Dice que la busque acampada en el desierto, a seis días a caballo al sudeste de Sarra. Dice que precisa de mi ayuda. Dice... ―Tragué saliva―. Dice haberse llevado el brazal de Sothis del Gran Templo de Ispal. ¡Y las Sagradas Ruedas!―¡No daba crédito!―. Dice... Dice encontrarse a punto de encontrar la Esfinge de Sothis, Asterión ―le referí en un susurro, aunque apenas podía creerlo. ¡Ni a costa de repetírmelo una vez y otra!

―¿Cómo? ¿Qué son esas cosas? ―bramó Asterión, pero yo apenas podía escucharle.

―Está muerta de miedo, y es la mujer más valiente que conozco. Precisa mi ayuda ―añadí, por último, y apreté los puños.

Tomé mis cosas en aquel mismo punto, con premura.

Y es que hacía bien Briseida en albergar temores, si en verdad había robado tales reliquias del Gran Templo. Pero, ¿Briseida? ¿Robadas? ¿Al propio Templo de Astarté? ¡No podía comprender apenas nada!

Tenía que encontrarla, y presto, en Sarra. ¿Cómo, en nombre de la Diosa, habían podido los Ungidos dejarla llevarse el brazal que con tantos trabajos recuperamos ella y yo de la Atalaya de Oriente? Y sobre todo... ¿Las Sagradas Ruedas? ¿Acaso había perdido el juicio? ¡La posesión más sagrada del Gran Templo en el continente! ¡Resultaba como si en mi propio mundo alguien hubiera osado robar la Santa Cruz del Mesías, de haberse conservado!

De ser como contaba Briseida en su posta, el Templo entero debía estar buscándola para ajusticiarla, con el Adorador de la Luna a la cabeza. Pero, ¿con qué fin habría perpetrado Bris tamaña traición? ¡Debía averiguarlo!

Yo había enviado postas durante años a Ispal informando a Bris de mis viajes, ya os lo dije. Así lo había seguido haciendo, y fue más por atadura a mi palabra que por ánimo de alentar unos afectos que casi habían llegado a matarme. Sin embargo, nunca había hallado respuesta a esas postas, por fortuna, ni nunca recibí requerimiento de mi querida Briseida. Hasta aquel momento.

Algo muy notable sin duda había ocurrido, y ahora me veía impelido a acudir a su llamada al estar empeñada en ello mi palabra, y también por razón de unos sentimientos, es justo admitirlo, que aún no había enterrado por completo. Bien claro lo veía ahora. ¡Pobre Halia!

Arrugué el pergamino entre mis dedos, me volví y lo arrojé al fuego del hogar de la posada. Nadie más debía leerlo. Asterión se movió a mis espaldas, raudo, y agarró su enorme falcata.

―Vamos pues ―me dijo―. ¡A Sarra! ―Le miré, sin entender―. ¿Qué rezongas? ¿Te extraña? ¡Me aburro, ya te lo dije! ¡Y quiero conocer a esa muchacha de cabellos azules, la que de verdad te tiene sorbido el seso, Ramírez!

―Es una travesía larga ―repuse yo, apesadumbrado.

―¡Mejor! ―repuso el gigante, palmeándome las espaldas―. ¡Venga! Así tendré tiempo de contarte dónde encontré ese espada que llevas colgada al cinto de una condenada vez. Siempre que convides a vino en tu barco, claro... ¡Vamos, muévete!

No hubo de animarme mucho; ¡ni esto tan solo!

Regresé sin demora y a la carrera al Gran Dux. Convine en que Asterión se encontraría conmigo a bordo unas horas después, tan pronto dispusiese algunas cosas: yo también tenía que atender algunos asuntos antes de zarpar en ayuda de Briseida.

Y así comenzó todo, ya lo veis; así dio inicio la última de mis aventuras antes del Primer Tránsito, con una posta recibida en una fonda aurocca. Pero no nos detengamos aquí.

Bien, ya a bordo de mi nave informé a Rais de mis intenciones, esto es, que poníamos rumbo y sin demora a Sarra. Unos asuntos habían surgido, le dije, y allí Asterión y yo ―aquí Rais me dedicó una incierta mirada― nos ausentaríamos por unas semanas del barco.

Mientras, él debía tratar de vender nuestro cargamento de caoba en la capital tiria, aunque hubiese menor ganancia con ello. Por contra, yo otorgaba permiso para repartir esta, y por entero, con la tripulación. Todo a cambio del enorme esfuerzo que me encontraba a punto de exigirles, pues debíamos llegar con la mayor de las premuras a Sarra, así tuviésemos que tirar de remos día y noche.

Mi loco contramaestre suspiró y después señaló con la mirada al firmamento, al punto en donde bien pronto aparecería la maligna Ajenjo. Por el momento en su lugar tan solo comenzaban a lucir las primeras estrellas de la noche.

―Todo se precipita ya, maestro ―me dijo, y callé para escucharle con atención―. Ese engendro del cielo que vigila cada noche se nos va a caer justo encima de las seseras, ¿no es así?

Puse la mano en su hombro y me dirigí a mi camarote, dejándole en cubierta.

―Coged una buena borrachera tan pronto lleguéis a Sarra, Rais ―le dije al cabo, antes de bajar―. Voto a Dios, que nunca se sabe...

Ultimé detalles en mi camarote, y en efecto unas horas después bien poco se alegró mi buen contramaestre de volver a ver a Asterión a bordo. Yo ya estaba departiendo con el piloto, y era ya noche cerrada, que bien es cierto.

―¡Rais, vieja crápula! ―le dijo mi compadre cuando se plantó en cubiertas―. ¡Pero cómo me alegro de verte, cabra desquiciada! ¡Vamos, ve delante, y dime dónde está mi hamaca, que he de tirar el petate!

Rais suspiró, pero Asterión se alejó un momento al cabo, movido por el deseo de saludar a otros de mis hombres, viejos conocidos suyos durante aquella larga travesía del Irannon, y aprovechó mi contramaestre para acercárseme en un aparte.

―Capitán... ¿Otra vez este minotauro? ―dijo, pero no le dejé terminar.

―Ya lo veis. Instaladle lo más lejos de la mesana que podáis ―le contesté guiñándole el ojo―. Vamos, buen Rais. ¡Zarpemos ya, que no esperaremos al alba!

Levamos ancla, encomendando nuestras almas a la buena ventura, y abandonamos la vista de Auroch entre tinieblas, guiados por las luces de la costa.

Ya unas horas después, cuando ya nos encontrábamos en alta mar, fue Halia quien se presentó discretamente en mi camarote. Asterión me acompañaba.

―¡Asterión! ―exclamó la muchacha tras trepar por los amplios ventanales de mi camarote. Solía dejarlos yo abiertos a la caída de la noche, creo que ya lo referí―. ¡Has venido! ¡Qué estupenda sorpresa!

Asterión se dejó abrazar, confundido. Se sobrepuso el pobre como bien pudo a la desnudez de la ninfa marina.

―¿Halia? ―dijo, y me miró sorprendido. Sonrió―. Me alegro de verte, hermosa muchacha. ¡De verdad que me alegro!

Halia brincó por mis aposentos, alegre como una niña.

―¡Y yo! ¡Cómo me alegra tu visita! ¿Navegarás con Ruy y conmigo hasta Crise?

―No, Halia ―intervine yo en tal punto―. Pondremos rumbo a Sarra, que no a Crise. Allí Asterión y yo desembarcaremos, pues nos habremos de ausentar unos días, me temo.

―¿A Sarra? ―contestó ella con un mohín, y se plantó de un salto en mi camastro―. Ya estuvimos en Sarra no hace ni un mes ―protestó―. ¡Ruy, qué aburrido! ¿Y por qué? ¿Qué asuntos son esos?

―Asuntos... ―contesté yo, sin saber bien qué responder. Asterión me observó, interesado―. Tierra adentro.

―¿Como los que te obligaron ayer a hacer noche en el puerto? ―quiso saber la muchacha.

Asentí. No querréis creerme, pero aquella fue una de las pocas veces en que la hube de mentir. Nada más quise decirla por el momento, y Asterión agachó la mirada y calló, prudente.

Pero Halia, que mantenía la inocencia de una niña cuando no exhibía el afilado orgullo de una mujer, me sonrió, arrugó su delicada naricilla y me contestó al cabo de un momento:

―¡Bueno! ¡Al menos disfrutaremos del viaje hasta Sarra los tres juntos! ―dijo, y rio―. Ahora que lo pienso, casi está al otro lado del continente... ¡Será un largo viaje, y podré disfrutaros durante muchas buenas noches!

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