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III

Ocurrió esto algunos meses atrás, durante una celebración en el Palacio de las Arenas, la residencia del équite Artario a intramuros de Sarra, la milenaria capital de Tiria.

Allí me veía yo, le referí a Asterión, vestido con mis mejores galas; de jubón rojo, bien tachonado, botas de media caña y tocado con pluma real en el sombrero, charlando con unos y otros a la caída de la noche en la más indolente de las siete naciones que habían sobrevivido al legado de Atlas en aquel continente.

Tiria la gobernaba un consejo de siete poderosos señores de la capital, de los cuales cada diez años se elegía uno, primus inter pares, como équite. Se constituía así como una república, aunque solo lo fuera de nombre. Eran algunos de estos señores Histaspes, Darío o Rodoguna, aunque durante aquel decenio gobernaba Arterio como équite, digo, y era él nuestro anfitrión y el morador actual del Palacio de las Arenas. Pero al carajo si a alguno de ellos le preocupaba en lo más mínimo algo de lo que aconteciese más allá de las vastas fronteras de su patria inmemorial.

Se tenían estos antiguos señores por los descendientes de los antiguos semidioses que poblaron la caída Lemuria, y se hablaba por ello entre las dunas que rodeaban la capital de oscuras maravillas que ocurrían en sus palacios, añejos y coronados de oricalco, contadas con asombro al calor de las hogueras.

Y allí estaba yo aquella noche, digo. Sostenía una copa de buen vino tirio en la mano y charlaba con unos y otros fulanos, invitados todos por el équite Arterio. Platicaba yo a fe con una dama sarra, y la contaba que iba de camino a Tarnos, la enorme isla a vistas de Sarra, y que había venido bordeando la costa desde el sur cargado en esta ocasión de jade e inciensos para los ritos del équite, pues pronto se celebrarían las fiestas Salinas dedicadas a los antiguos dioses de las arenas.

Y resultaba cierto, como lo fue también que tan pronto Arterio supo que mi Gran Dux se encontraba fondeado en la capital mandó emisarios en mi busca. No rehusé la invitación a sus palacios, y no solo porque habría sido una descortesía por mi parte: nunca en el pasado había perdido yo la ocasión de departir con Arterio, o con alguno de los otros señores de la ciudad, sobre lo que pasaba extramuros.

Tenía mis motivos, sí. Ganada al menos la neutralidad de la belicosa Gadiria, buscaba yo ahora la ayuda de la indolente Tiria para sumarse a los aciagos trabajos que se cernían sobre Thule, ya lo dije.

Y es que Arterio resultaba, de los siete señores, el más movido a preocuparse por lo que acontecía en las naciones hermanas, y el más joven, y el saber de ello me había apresurado a cultivar con él desde hacía ya cierto tiempo un trato cordial.

Nuestro primer encuentro se dio meses antes, cuando durante otro fondeo en Sarra acudieron al puerto sus emisarios con ánimo de que les acompañase para compartir con el équite compañía y almuerzo.

¡No, creedlo! No se trató de nada tan desafortunado como aquella vez en que me raptaron los trierarcos del Tribuno de Gadiria. Tan solo pretendía Arterio, curioso en mayor grado que sus pares por los asuntos más allá de sus fronteras, que le explicara de primera mano mi famosa aventura en la busca del Irannon, lo cual hice sin enojo y sin platicar más de la cuenta sobre asuntos que no le interesaban.

Y en verdad que celebré aquella ocasión, pues bien la había estado yo buscando y mirando sobre cómo llevarla a cabo, ¡y he aquí que se daba sin haberlo yo proyectado! Ese fue el comienzo de nuestros tratos.

De aquella primera reunión saqué en claro también la afición del équite por el áspero vino de las laderas rocosas de Mastia, muy difícil de conseguir por aquellos lares, y de ese modo ya siempre que proyectaba parada en Sarra me cuidaba de llevar cuatro o cinco barriles de ese vino mastio en mis bodegas. Solo por si era invitado a visitarle, y digo yo pues que allí estaba yo esa noche, cuando pasó lo del doppelgänger, en las frescas terrazas del Palacio de las Arenas a la caída de noche, rodeado de los principales de la capital y con el Sol hundiéndose en el océano mientras las primeras luces de Tarnos se prendían al norte. A nuestras espaldas quedaba el vasto desierto y las oscuras llanuras de Tiria, que se iban quedando en sombras en la lejanía, sin embargo.

¡Sarra! ¿Os la había descrito antes? ¡Habían echado a volar faroles de papel encendidos, de muchos colores, lo recuerdo! Y como una bandada de fantasmales luciérnagas se elevaban por los cielos para luego dejarse caer, soñolientas, por las terrazas colgadas del Palacio de las Arenas, entre madreselvas y helechos de flores arrugadas. Caía el otoño, ¿y cómo describiros acaso la visión de las terrazas colgadas del Palacio de las Arenas de Sarra desde el pie de los obeliscos del puerto?

Se elevaba el palacio como una dorada mole granítica junto a uno de los desfiladeros que el Neilos partía en dos a su paso por la capital, tras penetrar por debajo de las murallas de oriente. De sus terrazas de poniente, cubiertas de enredaderas y jardines verticales, pendían hasta el otro lado del abismo vastas cadenas en las cuales habían fijado una suerte de plataformas en las cuales se habían cultivado desde tiempos sin cuento jardineras y arriates, y era todo esto digno de verse.

De tal guisa un exuberante bosque colgante pendía sobre el desfiladero, a vistas de Tarnos, con las ya remansadas aguas del Neilos y el resto de la ciudad a sus pies. Eran estas, digo, las famosas Terrazas de Poniente del Palacio de las Arenas, las que Nabucodonosor en mi propio mundo había tratado de imitar para complacer a su amada, pero eso aconteció cuando el mundo era joven y las rutas marítimas no se encontraban aún ocultas por las nieblas, y baste.

Halia no había querido acompañarme a la reunión del équite. Había preferido quedarse nadando entre las frías corrientes marinas del estrecho, entre Sarra y Tarnos. No gustaba de tales ocasiones, aunque solo fuese por su aversión a ponerse ropas que cubrieran su desnudez y a pesar de mis ruegos en tales prebendas, y precisamente en ella pensaba cuando todos nos volvimos y vimos llegar al équite Arterio, seguido de su corte.

Se tendió el gobernante de costado frente a nosotros, tal vez medio millar de invitados, mientras una cohorte de esclavos se esmeraba en agasajarlo.

Se trataba de un hombre escuálido, apenas un muchacho, si bien se decía que contaba con más de doscientos años a sus espaldas, si tal podía creerse. Muchos no lo hacían, y lo tenían por otra de esas historias fantasiosas que se contaban sobre el palacio y sus équites. Pero los anales de la ciudad no mentían, y yo los había consultado; así era, y en efecto.

Nos acercamos los invitados y uno a uno fuimos presentando nuestros respetos en cumplida procesión. Cuando llegó mi turno no pude evitar escuchar murmuraciones entre los otros señores de la ciudad.

―Celebro veros, mi señor ―dije yo a mi anfitrión con gran respeto―. Os agradezco vuestra amable invitación, y solo espero que mi presencia aquí no os traiga más complicaciones de las necesarias. El vino mastio, eso sí, me complace anunciaros que ya ha sido llevado a vuestras bodegas desde las mías ―aventuré, y sonreí.

―¡Pero si ha venido el Navegante! ―me contestó el équite; así me llamaba él―. ¿Lo dices por estos chismosos de Histaspes o Rodoguna? Deja a mis hermanos con sus chismes. Que critiquen: yo soy el équite, y ya les tocará a ellos ponerse en mi lugar. Que sea entonces cuando decidan con quién pasar su tiempo. Hoy ha sido un día agotador para mí: dime, ¿me traes alguna nueva historia que merezca ser contada?

―Temo que no, mi señor ―respondí―. No todos los días me encargan que encuentre barcos de reyes poderosos en aguas malditas...

―Ya veo ―respondió él―. Desde luego conmigo no tendrás tal suerte: no deseo flotas, ni ejércitos, y prefiero barcos mercantes que hagan más rica a Sarra que botar feos monstruos guerreros atestados de remos.

―El Tribuno Baal-Eser III no opinaría lo mismo que vos ―repuse yo entonces―. Para los trabajos que nos esperan, de los que ya os he advertido, no valdrán de nada barcos cargados de joyas preciosas, sino de picas, y recordadlo.

―¡Tonterías! El oricalco mueve mis barcos y detiene los de mis enemigos. No hay mejor arma. El tributo a Gadiria que se les manda cumplidamente les mantiene lejos de mis costas, pues si el que maneja la pica tiene hambre no hay látigo que lo haga desistir de luchar ―dijo, y un coro de risas cumplidas aseveró su afirmación―. Mi nación no ha sido devorada por Gadiria de momento; ahí tienes la prueba de lo que digo ―exclamó, para mí y para los presentes, y hubo aplausos―. Y ahora, coge otra copa y olvida por esta noche tus cuentos proféticos, mi querido Navegante. ¡Disfruta, bebe y come! ¡Hártate, y olvida todo lo demás! Mandaré llamarte después, y entonces nos contarás a mí y a otros amigos una más de tus aventuras.

Asentí, y me erguí de nuevo.

―Como deseéis, mi señor. Pero no es profecía ni desvarío lo que casi puede tocarse con las manos ―dije, y señalé con la mirada el alto firmamento nocturno. El gobernante siguió mi mirada y descubrió sobre nosotros a Ajenjo, enferma como un ojo macilento. Ensayó el gobernante una mueca de disgusto y me despachó con un perentorio gesto, no sin antes añadir:

―Ya hablaremos de eso si me apetece, aunque es cierto que Rodoguna ya me ha prevenido sobre ti y tu insistencia con esos cuentos. Temo que vaya a llevar razón, y que seas un pájaro de mal agüero, amigo mío. Ahora retírate, y olvida tus preocupaciones aunque sea por una sola noche. Y deja que te advierta que cuides tus palabras sobre Baal-Eser III esta noche.

―¿Y cómo es eso, mi señor? ―repuse extrañado.

―Un representante suyo nos acompaña esta noche.

Fruncí el ceño.

―¿Y quién es?

―Pronto le veréis. Ha llegado esta mañana a Sarra y he ordenado que se presente aquí. ¡Gadirios! ―gruñó entonces―. Me enteré esta misma tarde de que se hallaba en mi Sarra. ¡Ni se sienten obligados a informar de su llegada! Se creen los amos del Mundo. Y es un hombre caro al Tribuno, sin duda: nada menos que su Primer Trierarco. Pero tú ya le conoces. Lo citas a menudo en tus historias...

Se demudó la color en mi rostro.

―¿Trierarco Ahinadab se encuentra aquí con nosotros, mi señor?

―Así es. Ahora retírate, y no seas desconsiderado; quedan aún muchas personas que esperan para mostrarme sus respetos. Yo os mandaré llamar a los dos, y me será grato reuniros para que me contéis más de vuestras aventuras juntos. Ahora vete.

Así hice. Traté de entretener la espera con el resto de asistentes, pero no hube de esperar mucho: pronto vi al flamante Primer Trierarco de Gadiria en persona entrando en la terraza, cubierto por mantón azulenco prendido al hombro y con su turbante en la mano. Cedió su sable al paje que lo acompañaba ―todos habíamos entregado nuestras armas a la entrada―, se dirigió al estrado del équite y lo saludó con excesiva ceremonia.

Cuando acabó su breve plática con Arterio me excusé y me dirigí a su encuentro, pero él salió antes al mío, y sin dedicarme apenas una triste sonrisa me dirigió estas frías palabras:

―Os saludo, capitán Ramírez. Celebro volver a veros, y confío en que pueda dedicarme unos minutos tras esta reunión.

No me tendió la mano para corresponder la mía, lanzada al aire y sin respuesta. Me extrañó esto sobremanera, y me pregunté qué habría pasado en Gadiria para que un hombre del cual me despedía tan solo hacía unos meses entre gestos de camaradería se mostrase ahora tan distante.

Temí lo peor, la verdad; que el pacto de neutralidad con Tarsis pendiese ahora de un hilo por causas desconocidas. Por eso asentí, deseoso de averiguar más, y le dejé y me retiré con el resto de invitados. Él hizo lo mismo, aunque sin demasiado entusiasmo.

Pasaron así las primeras horas, y después nos sentamos a una de las mesas dispuestas en aquellas vastas terrazas. Compartí viandas con el señor Darío, al cual hablé de la reciente amistad de Gadiria y Tarsis ―¡en verdad exageré los términos del reciente entendimiento entre ambas naciones, es cierto!― pero temo que mis esfuerzos por acercar su ánimo a los del resto de las naciones del continente fueron vanas, aunque no esperaba menos.

Fue una cena con todo animada, pero al cabo terminó el ágape y Arterio se retiró de nuevo a su asiento, se tendió otra vez, y fue entonces cuando ordenó llamarnos a Ahinadab y a mí.

Habían dispuesto unos cómodos cojines, como damasquinados, en torno al équite, y allí tomamos asiento el trierarco y yo, en compañía de otros ilustres señores.

Sirvieron dátiles y un vino espumoso, y entonces montaron los criados una suerte de tarima, y una bailarina interpretó para nosotros la danza ancestral que ya bailaban las muchachas perfumadas para los équites cuando las pirámides rojizas de la Antigüedad destellaban entre las dunas. Mucho lo disfruté, y así, cuando la artista terminó y los citares y las arpas enmudecieron la concurrencia, apaciguada, parecía ahora deseosa de charlar y escuchar historias, y se formaron animados corrillos junto a los fuegos.

Yo, observando de reojo al hosco Ahinadab, me volví a los presentes y me lancé a ello, con permiso de nuestro anfitrión:

―En verdad que celebro la presencia del Primer Trierarco del Tribuno, mi señor Arterio ―dije dirigiéndome a mi anfitrión y alzando mi copa―, pues a fe que su presencia aquí servirá en esta ocasión para dar credibilidad a mis desvaríos, a buen seguro.

―Sí, mi buen amigo ―me contestó el équite―. Por eso os ruego relatéis de nuevo vuestra historia de la búsqueda del Irannon, pues hay aquí alguno que aún no la ha escuchado de vuestros labios. Estimado trierarco ―añadió entonces dirigiéndose a Ahinadab―, podrá tal vez aportar algún detalle que el capitán Ramírez olvide y pase por alto, y enriquecer así su cuento.

―Estoy seguro de que entenderá que hay ciertos aspectos de esa historia que no tengo permiso para contaros, mi señor ―respondió Ahinadab sin quitarme ojo―. Tampoco el capitán Ramírez debería gozar de tal prebenda ―añadió―. Pero aparte de esos pequeños detalles que conciernen a Gadiria, y solo a Gadiria, estaré yo también encantado de escuchar de boca del capitán la historia.

―Particularmente ―se atrevió a interrumpirnos una dama de las que nos acompañaban―, me encantaría que nos relatase la parte en que descendieron a las sentinas del barco del Tribuno, capitán. ¿Es cierto lo que he escuchado? ¿Se había instalado en ellas un monstruo del Mar de las Brumas? ―me preguntó.

Los demás acompañantes celebraron la ocurrencia y me animaron a comenzar. Observé a Ahinadab y tomé aire, dispuesto a dar parte.

―¡Sí, por cierto! Así haré si os he de complacer en algo con ello, mi señora ―la contesté, solícito―. Pues así fue en verdad, es cierto: una vez limpios de monstruos los puentes del Irannon nos dispusimos a bajar a las sentinas un servidor de vuestras mercedes, el valiente trierarco Hailama y el muy noble trierarco Ahinadab, aquí presente ―dije, y Ahinadab ni se inmutó ante mis palabras―. Cuando abrimos la compuerta de la sentina del Irannon vimos que la oscuridad parecía haber tomado cuerpo allí abajo, y que un nauseabundo olor, mezcla de corrupción y humedad, se había enseñoreado de la estancia. Descendimos con cuidado nosotros tres, mi muy noble amigo Asterión y...

―¡Oh! ―me interrumpió entonces la dama―. ¿Se refiere a ese criminal aurocco, ese minotauro tuerto del que se cuentan tantas historias?

―Así es, mi señora ―la contesté―. Tal es. Bien ―proseguí―, los dos trierarcos, Asterión, yo y algunos soldados más de Gadiria fuimos los que descendimos. Lo que allí abajo descubrimos fue un espanto parido por las nieblas, con mil brazos y tentáculos. Se tragó vivos a muchos, soldados y algunos amigos valientes, pero Ahinadab, Asterión y el trierarco Hailama consiguieron hacerse paso entre la maraña de brazos de la bestia para llegar hasta su panza, y ya allí conseguimos enterrar nuestras hojas en sus tripas. La bestia se desinfló sobre las tablas de la sentina, y fue gracias a los fuertes brazos de Asterión que conseguimos sacar su cuerpo deforme de las bodegas y arrojarlo al mar.

Hubo entonces un murmullo de aprobación y asombro. Miré a Ahinadab y este asintió, otorgando validez a mis palabras, y eso que casi todas resultaban una condenada mentira...

―¿Cómo consiguieron llevar el Irannon después hasta Gadir? ―preguntó alguien de pronto.

―Lo capitaneó el propio Asterión ―mentí―, quien se prestó a ello tras cederle entre todos una parte de nuestra tripulación con tal fin. También se vio forzado a bajar a la galera, no crean vuesas mercedes, pero cada brazada de mi buen compadre minotauro vale por la de diez remeros, y bien me pueden creer. ¿No es así, mi buen Ahinadab? ―le pregunté, con chanza.

―Así es ―contestó este al fin―. Nunca vi nadie más fuerte que ese pirata aurocco.

―Eres de pocas palabras, trierarco ―intervino entonces Arterio―. ¡Bebed más vino, a ver si se os anima la lengua! ¡Y tú, Navegante, bebe menos, que veo que estás cambiando algunos detalles de la historia!

La concurrencia rio la chanza del équite, y Ahinadab sonrió también y se llevó la copa a los labios, pero ni por esas; el resto de la velada resultó en la práctica un soliloquio por mi parte.

Hubo más animadas pláticas tras la mía que no vale la pena referir, y así al fin transcurrieron las horas. Al cabo se retiró por fin el équite Arterio, excusándose, y al poco todos fuimos dejando nuestras copas y abandonando las terrazas, imitando a nuestro anfitrión. Unos pajes nos devolvieron a todos nuestras armas, una vez retirado el señor, y fin.

Pero yo me quedé el último, confiando en poder conversar a solas con Ahinadab, y creo que él confiaba en lo mismo.

Cuando al fin nos vimos libres de miradas curiosas me acerqué a él, y al punto hablamos a solas y con entera libertad, por fin.

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