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Escritos de Ellery

<< Un fuerte y penetrante olor despertó al doctor Matthews. Con los ojos aún cerrados, constreñidos, se llevó una mano a la cabeza. ¿Por qué le dolía tanto? Parecía como si cien martillos estuvieran asestándole golpes, uno tras uno, sin pausa, en una carrera por ver quién era más agudo y penetrante. Se recostó contra una superficie fría y dura. Tomando conciencia de que no se encontraba en su dormitorio, el corazón se aceleró y sus ojos, grandes y monstruosos a causa del pánico, enfilaron la observación del entorno.

Un sucio y oscuro callejón de ladrillos se cernía frente a él. Fue consciente entonces de dónde procedía aquel olor; había dos grandes contenedores de basura a unos metros de su posición con restos de bolsas abiertas. Regalo de los gatos callejeros que buscaban algo de alimento durante la noche.

Intentó incorporarse, pero una ráfaga de dolor en el torso lo derrumbó muro abajo. Su respiración se entrecortó, solo conseguía tomar pequeñas inspiraciones de aire para calmar las punzadas. Tembloroso, con el miedo retumbando en su cabeza, se palpó el abdomen. La camisa exhibía un horrible cuadro de sangre y barro, con desgarrones largos y profundos destrozando la tela.

¿Estaba herido?

Se desabotonó la camisa rezando una plegaria inventada y descubrió su pecho. Aliviado, pudo comprobar que no padecía ningún tipo de herida de gravedad, pero un gran surco morado lucía en la zona izquierda del torso, sobre las costillas. De ahí el dolor tan insondable que coartaba su respiración. Tocó con cuidado el cardenal, apretando los dientes ante el tacto. Sospechaba que tenía rotas, al menos, dos costillas. Se abotonó como pudo y, de nuevo, decidió erguirse ayudándose de la pared de ladrillo. Miró sus pantalones, provistos de polvo y suciedad.

Su mente no procesaba la información a la velocidad que acostumbraba, la mancha de sangre de su camisa era una incógnita para la que no hallaba imágenes espaciotemporales que supusieran una respuesta. Si él no estaba herido, entonces debía proceder de otra persona. Pero ¿de quién? ¿Qué había hecho?

Comenzó a hiperventilar. Giró varias veces sobre sí, ansiando reconocer cualquier cosa del callejón donde había despertado. Pero todo estaba opacado por un pantallazo negro. No recordaba nada de la noche pasada, y eso acrecentó su temor.

Sin darse cuenta, había empezado a llorar. Sus labios tiritaban. ¿Qué ocurrió anoche? ¿Por qué no podía acordarse?

Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Temblaba como un niño pequeño. Debía reponerse, buscar soluciones.

Inspiró y espiró varias veces, cogiendo valor, y dirigió unos pasos tambaleantes a la salida del callejón. Sacó la cabeza levemente y observó en ambas direcciones. La calle estaba desierta. Todavía era temprano; el sol aún se encontraba a mitad de camino del cenit. Trabajadores de quioscos y panaderos habían iniciado la jornada a esas horas de la mañana para que, cuando los neoyorkinos brotaran en busca de aquellas dos necesidades primarias -comida e información-, todo estuviera dispuesto para ellos.

Con una respiración balbuceante, recorrió la calle esperando que los edificios activaran las huellas de su memoria. Un silbido a su derecha lo hizo volverse; un hombre mayor, que introducía grandes cajas en una tienda, lo examinaba con ojos apenados.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó mientras sostenía una pesada caja sobre su rodilla derecha.

—Dón... dónde estoy.

—En la Avenida Madison, con la 25 este.

Trató de no parecer alarmado. ¿Cómo había acabado tan lejos de casa?

—¿Está bien, señor? ¿Quiere que llame a la policía?

¿La policía?

—¡No! —exclamó al instante—. No hace falta, gracias...

El doctor Matthews continuó andando calle abajo. Si al menos pudiera pedir un taxi...

Tanteó sus bolsillos. ¡Su cartera había desaparecido! De nuevo, el pánico se adueñaba de su entereza. Cualquiera podría habérsela robado, tirado como se encontraba en el callejón, sin consciencia alguna de su entorno, como un maldito borracho.

<<Piensa, piensa, piensa, Matthews —se repitió a sí mismo—. Te pagan por ello, piensa>>.

Unos metros frente a él, un quiosco acababa de levantar la persiana metalizada y un joven disponía alrededor paquetes de periódicos. Esperó a que el hombre diera la vuelta al quiosco y desapareciera de su vista. Corrió, olvidando las costillas rotas, y desató una de las pilas de periódicos, tomando el primero de todos. Lo enrolló, lo escondió bajo la mugrienta camisa y continuó por la acera.

Ya alejado de cualquier señal humana, sacó el periódico y lo ojeó nervioso. No hizo falta buscar mucho. La portada anunciaba en letras grandes una preocupante noticia:

HALLADO EL CUERPO DE UN HOMBRE EN EL MUELLE 57 DEL RIO HUDSON.

Esta madrugada los guardacostas han hallado el cuerpo de un hombre en las aguas del rio Hudson, flotando cerca del muelle 57 de la Avenida 11. El cadáver se encontraba desprovisto de ropa y vello que recubriera su cuerpo. La seguridad marítima alertó a la policía de homicidios del descubrimiento y ya se ha abierto una investigación criminal en torno al suceso. Se ha eliminado como hipótesis un posible suicidio, pues el torso del cadáver acontece de un corte desde las clavículas hasta el vientre bajo y puntos de sutura. Entre las suposiciones que baraja la policía se estima un posible ajuste de cuentas entre las bandas mafiosas que asolan las calles de Nueva York.

El inspector Brumer, oficial al mando de esta investigación, no ha querido proporcionar más información por ahora. No obstante, contamos con una fuente interna que ha asegurado que no es el primer cuerpo que aparece en un estado similar. Los médicos forenses de la Comisaría 12 ya han examinado varios cadáveres con heridas corporales idénticas.

¿Ajuste de cuentas? ¿Tráfico de órganos? ¿Asesino en serie?

Juzguen ustedes mismos, neoyorkinos.

El periódico cayó de sus manos. ¿Un cuarto cuerpo más? Y, exactamente, en las mismas condiciones que los cadáveres que descansaban en su lugar de trabajo.

Pero lo que más alarmaba al doctor Matthews no era ese nuevo cadáver, sino lo que estos contenían en su interior. Dentro de los tres últimos muertos había hallado objetos de su propiedad que lo habían mantenido bajo una constante hipervigilancia. No entendía por qué aquellos putrefactos cuerpos tenían alojados pertenencias suyas, pero no dudaba de que aquel cuarto guardaba más sorpresas para él.

¿El problema?

El problema era que se había reservado esa información para sí. No había comentado nada con la policía, menos aún con el duro inspector Brumer, que con una de sus miradas tumbaba a cualquiera que se interpusiera en su camino. Había intentado investigar por su cuenta, comunicarse con el asesino, pero sin un éxito que le concediera explicaciones.

¿Qué podía hacer? Tenía que regresar cuanto antes a la sala de autopsias por si el médico suplente abría el cadáver.

Se echó a la carretera sobre el primer taxi que cruzaba la calzada. Este apretó el estruendoso claxon del susto, a punto de atropellarlo.

—¡Está usted loco! —vociferó el taxista.

El doctor obvió el comentario y se subió a la parte trasera del taxi.

—¡Ey! —El conductor observó las pintas sucias de su nuevo cliente y lo fulminó duramente—. Tendrá usted dinero, ¿no? Si no, ya puede bajarse del taxi.

—Sí, tengo dinero. A la 520 de la Primera Avenida, ¡aprisa!

El taxista tardó unos segundos en reaccionar, temiendo una mentira del hombre cuyo aspecto no se diferenciaba mucho de los vagabundos con los que había tenido algún que otro altercado. Pero era su primer cliente de la mañana y en su larga trayectoria como chófer había aprendido a confiar en los extraños viajantes que se subían a su casa móvil. Puso en marcha el taxímetro y se introdujo en el ausente tráfico matutino de Nueva York.

En la parte posterior, el doctor Matthews removía las piernas, ansioso. En el silencio del taxi, su mente volvió a repetir, imperiosa, las preguntas que tanto había evitado.

¿Qué habría pasado aquella noche? ¿Llegó a contactar con el asesino? ¿Había sido la manera de ese individuo de inculparle, arrojándole a los leones de aquella forma cruel? Pero ¿por qué?>>.

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