Capítulo 9. Un descubrimiento desolador
—Henry Toldman al habla.
Nada más irrumpir en casa, Ellery se lanzó contra el teléfono. El remordimiento le había estado persiguiendo desde la conversación con el profesor. No veía el momento de deshacerse de su insidiosa presencia.
—Con qué seriedad me saludas.
—¡Ellery! Perdona —rio el juez la burla—, uno no puede estar seguro de quién contesta al otro lado. Dime, ¿qué querías?
—¿Está por ahí Aurora? Necesito hablar con ella.
—Jovencito... —Henry cambió el tono hacia el de la reprensión—. No sé qué habrá pasado entre vosotros, pero le pregunté por ti hará unos días y por poco se me tira al cuello.
—Ya...
—Espero que sea una de vuestras absurdas discusiones —le advirtió.
—Acertaste. Y bien, ¿está en casa?
—Negativo, Ellery —soltó en una risita—. Hace días que no se separa del doctor Anderson. Supongo que estará en City Island.
Ellery contuvo un gruñido.
—Hablamos, Henry.
Colgó antes de que al señor Toldman le diera ocasión de contestar. Cogió las llaves del duesenberg del aparador y voló fuera del edificio.
*
Aparcó malamente junto a la verja y pulsó el timbre varias veces. Su insistencia fue recompensada con un ruido chirriante. La verja comenzaba a abrirse. Se adentró en el camino de piedras a todo correr. A milímetros de que sus nudillos rozaran el portón de madera, la figura del doctor Anderson apareció en la rendija entreabierta. Lo miraba con aquel azul penetrante que parecía rasgar el aire.
—Señor Queen, me sorprende tenerle aquí. —Permaneció con la puerta entornada, impidiendo una visual mayor de su hogar—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Busco a Aurora —contestó simplemente.
—Me temo que eso va a ser un problema. —El médico arregló una mirada afligida—. Me comentó que no desea verle.
—No importa lo que le haya dicho. Ahora estoy aquí, cambiará de opinión.
—Señor Queen, ha escuchado su coche en la entrada y se ha encerrado en la habitación. Siento ser yo el que le informe de que estaba llorando.
Ellery arrugó las comisuras de los ojos, desconcertado por la noticia. ¿Aurora llorar? Aquello no tenía ni una gota de sentido.
—Debo verla. Tengo que...
—Lo que tenga que hacer ya es demasiado tarde. —En sus facciones se hizo patente una meticulosa y altiva animadversión—. Me parece que ha sobrevalorado la amistad que compartían. ¿Pretende que Aurora vuelva a sus brazos como si no la hubiera humillado? No se ha dignado a aparecer durante una semana, y Aurora ha tomado una decisión.
—No se meta en esto —increpó, alterando el tono de voz—. La relación que tengamos no le compete.
—Se está engañando a sí mismo. —Anderson inclinó la cabeza—. Aurora y yo hemos dado un paso más en nuestra relación, señor Queen, a diferencia de usted. Creo que ya se habrá dado cuenta. Y, francamente, apoyo la decisión que ha tomado de cortar todo contacto con usted.
—Pero ¿¡qué demonios está diciendo?! —La excesiva calma del médico hacía que perdiera el control—. Déjeme pasar de una vez.
—Adiós, señor Queen.
—¡Aurora! —gritó Ellery con desesperación—. ¡Aurora! ¡Sé que me estás escuchando! Por favor, tenemos que hablar... ¡Aurora!
La risa de Anderson atrajo la mirada de Ellery.
—Es usted patético —lo escuchó decir al tiempo que cerraba la puerta.
La cólera agitaba la respiración de Ellery. Sentía que se asfixiaba entre los pensamientos que corrían por su cabeza, saltando sin pausa de una idea fugaz a otra. ¿Por qué Aurora actuaba de esa manera por una mísera discusión? ¿Qué le había llevado a revelar lo que los unía a ese farsante de médico que había elegido como pareja? ¿Qué significaba entonces para ella?
Descendió en carrerilla los escalones y examinó con detenimiento cada una de las ventanas de la fachada. En una de ellas vislumbró la figura de una mujer.
<<¡Aurora!>>, exclamó para sí.
Pero la oscura silueta permanecía estática. ¿Anderson decía la verdad? ¿Aurora rechazaba su amistad?
Profundamente hundido, como si una afilada cuchilla se incrustara en su pecho, se encaminó hacia el duesenberg. No entendía qué había sucedido.
Sin saber cómo, había perdido a Aurora.
*
—He conversado con Henry.
El inspector desechó los planes de una charla pacífica padre-hijo nada más verle. Parecía triste, encogido hacia sus adentros. La gravedad se palpaba en su musculatura tensada.
—Me había comentado que ibas a encontrarte con Aurora... —se envalentonó a decir.
—Todo un fracaso —concluyó, sentándose en el sofá—. Lo nuestro se ha terminado. Es más, Anderson me ha vetado la entrada.
—¡¿Será eso posible?!
—No es muy complicado de entender. Anderson me aclaró que ya no soy bienvenido en City Island. Ni en la vida de Aurora.
—¿Cómo de grave fue lo que le reprochaste?
Ellery perpetró a su padre con rencor.
—Hemos tenido peleas más fuertes.
—Pues no lo comprendo.
—Yo sí —repuso duramente—. Es ese doctor. No sé cómo, pero consigue que Aurora haga suyas las decisiones que él cree oportunas.
—¿Tan influenciable crees que es Aurora?
—Antes no. Ahora... ahora solo le falta responder <<sí, amo>> a las órdenes de su dueño —arrojó con desdén.
—No hables así de ella, hombre. —Richard censuró el comentario asestando una mirada virulenta a su hijo—. Si estuviera aquí, ya tendrías la cara roja de una buena bofetada, y bien merecida. Aunque, si no recuerdo mal, en su infancia le gustaba usar más el puño.
—Es mi observación como amigo.
—¿Como amigo? Dice eso de mí un amigo y lo poco que hago es echarlo de mi casa a patadas. ¿No será que tú quieres ese puesto de amo y señor?
El cuello de Ellery giró muy lentamente hacia el viejo inspector, que observaba inverecundo su reacción.
—Aurora es libre —objetó más áspero de lo necesario—. Yo no soy quién para coartar nada de ella. Así que no me malinterpretes. De todas maneras, me da igual que no me creas. Tengo la certeza de que ese hombre es el causante de... de esto —bufó—. Es un manipulador nato.
Se levantó del sofá. Apenas tenía ganas de mantener una charla consigo mismo como para tratar de convencer al inspector de su versión de los hechos.
—Necesito dormir.
Richard asintió con un gruñido. Esos dos jóvenes le traían de cabeza.
*
El timbre del teléfono lo despertó de un sobresalto. Con ojos borrosos, enfocó el despertador de la mesilla. Las agujas del reloj cruzaban la madrugada. Somnoliento, a sabiendas de que el sueño de su padre bloqueaba todo estímulo externo, bajó a tientas las escaleras hacia el salón.
—Ellery Queen —dijo con un bostezo.
—Disculpe que lo telefonee a estas horas.
El cansancio se evaporó al instante. Por el contrario, la ira se fue expandiendo por cada célula de su cuerpo con la identificación del dueño de la llamada.
El doctor Anderson.
—Se puede saber qué es lo quiere —escupió sin rodeos.
—Es Aurora.
Escuchar aquel nombre con el tono de preocupación que percibía en Anderson acentuó su estado de alerta.
—¿Qué le ocurre?
—Ella... —Anderson vaciló unos segundos—. Aurora quería hablar con usted —dijo—. Decidió marcharse de City Island en plena noche para cerrar sus asuntos con usted. Me aseguró que tomaría un taxi en la primera parada del pueblo. No pude retenerla —se justificó ante las primeras sílabas de Ellery que suponían el inicio de una discusión—, ya la conoce. Pero de eso hace más de dos horas. Telefoneé al servicio de taxis de la zona y me comunicaron que ninguno de sus empleados ha trasladado hasta Nueva York a una mujer de las características que les describí. He hablado con el juez Toldman y tampoco tiene noticias de ella. Señor Queen —entonó con afilada gravedad—, ¿está Aurora con usted?
—¡Por supuesto que no! —exclamó.
Sintió que un temblor se apoderaba de sus brazos.
—Temo que haya ocurrido un accidente —expresó Anderson—. Tiene que ayudarme a buscarla.
Las náuseas se le agolparon en la boca del estómago.
—Enseguida estoy allí.
Tiró el teléfono contra la mesita del salón y subió los escalones de dos en dos hacia la habitación de su padre.
—¡Despierta! —profirió al tiempo que le retiraba las sábanas.
—¡El! —Richard se incorporó de un golpe—. ¡Me vas a matar de un susto! ¿Qué diantres te pasa?
—Es Aurora —le informó sin creer lo que diría a continuación—: Ha desaparecido.
*
En menos de una hora, varias patrullas de policía obedecían las órdenes de rastreo del inspector por las inmediaciones de la mansión del doctor Anderson. Empleando a perros entrenados y con linternas para alumbrarse en la oscuridad de la isla, transitaban el bosque gritando el nombre de Aurora.
Anderson había esperado a los Queen a la entrada de su domicilio y se había unido a la búsqueda como uno más. Para evitar males mayores, Ellery había preferido explorar el área opuesta. Aun consciente de que el médico no era culpable de la posible desaparición, la rabia que sentía hacia él ennegrecía su humor.
—¡Richard!
La familiaridad de los gritos alertó a los tres hombres. En su silla de ruedas, auxiliado por un ayudante de policía, Henry alternaba una mirada agitada entre Ellery, Anderson y Richard.
—¿¡Y Aurora?! —inquirió.
—Aún no puedo contestarte a eso —medió el inspector.
—¡¿Qué ha pasado!? —Oteó en derredor. Sus pupilas titilaron con la abundancia de agentes que inspeccionaba la zona—. No... no lo entiendo.
—Aurora fue en busca del señor Queen. —Anderson envió una dura y sutil censura contra el escritor—. No deseaba postergar lo inevitable. Se marchó sin que nada de lo que yo le dijera sirviera para detenerla.
—Aurora es inteligente —expuso Ellery, aproximándose al juez tras una ojeada furibunda al médico. Colocó la mano sobre su hombro y lo apretó con cariño—. Confía en mí.
Unas inquietas lágrimas resbalaron por las huesudas mejillas de Henry. Se quitó las gafas y las limpió con la manta que cubría sus piernas. Asintió. El miedo lo mantenía paralizado.
Dejaron al compungido juez en compañía del policía que lo había acompañado a City Island y reanudaron la búsqueda. Al igual que Henry, Ellery guardaba en su interior un atisbo de esperanza al que se aferraba con uñas y dientes. Se repetía una y otra vez que todo aquello era una farsa, un mal susto del que luego podrían reírse tranquilamente en la calidez de sus hogares. Aquel quebradizo muro de racionalidad calmaba la tempestad a la que no deseaba dar vía libre.
*
—¡He encontrado algo!
Un policía avisó de su hallazgo alumbrando el cielo con la oscilación de la linterna. Segundos después, la inmovilización del cuerpo de oficiales dio paso a una carrea en su dirección. El policía estaba asomado a un precipicio difícil de localizar en la cerrazón del bosque.
—Ahí —indicó iluminando las rocas del acantilado anegadas por el violento oleaje.
Ellery no se lo pensó. Junto a dos policías, descendió la resbaladiza pendiente que comunicaba con una estrecha cala. En el pequeño resquicio de guijarros, agarrado a la pared de piedra, uno de los agentes se adentró en el agua. Ante los expectantes ojos que aguardaban su regreso, atrapó el objeto que flotaba en la superficie y retornó hacia el trozo de tierra libre de corriente.
Ellery lo reconoció enseguida. Un vestido fuertemente rasgado y con algunas manchas oscuras que parecían sangre mojaba sus manos del frío agua del mar.
—¿Qué habéis encontrado, Ellery? —preguntó el inspector desde la cumbre del precipicio.
No contestó, su mente divagaba entre desoladoras figuraciones.
—¡Hay algo más! —anunció otro policía.
Sobre las rocas del emplazamiento, concentró el foco de luz en una piedra del tamaño de una botella. En uno de los extremos, un mechón de cabello pelirrojo se adhería al área compacta de la piedra por una capa grumosa similar a la que tiznaba el vestido.
El aire dejó de fluir por la garganta de Ellery. Le pitaban los oídos. Sintió que el corazón golpeaba con un último latido enérgico. Sus rodillas temblaron, incapaces de sostenerle.
—¡Qué tenéis! —clamó el inspector.
Ellery alzó la mirada. Las palabras no salían de su boca. El dolor con que las retenía amenazaba con romperlo en pedazos si hablaba. Sus ojos divagaron hacia el vestido mojado como si fuera un objeto extraño, irreal.
Una voz desde el acantilado se unió a las exclamaciones del inspector. Tardó unos segundos en reconocerla.
—¡Ellery, contesta! ¿Qué habéis encontrado?
Era Henry. Había conseguido manipular al oficial de policía para que lo condujera al acantilado.
Sin permiso, unas lágrimas bañaros los ojos del escritor.
No supo cuánto tiempo estuvo sumido en aquel letargo. Intuía una marabunta remota de ruidos. Pisadas. Sin tener constancia de dónde procedían, unas fuertes manos le arrebataron el vestido. Con extrema dificultad, sintiendo que su cuerpo se había convertido en una estatua, giró la cabeza.
Richard lo contemplaba con ojos enrojecidos. Apretaba la mandíbula para evitar romper a llorar. No les hacían falta palabras para saber que ambos habían llegado a la misma conclusión. En un descuido, envuelta en la oscuridad de la isla, Aurora había tomado el camino equivocado. Podía haberse parado a descansar, o a admirar el cielo nocturno. Las alternativas a su estancia en el acantilado eran lo de menos. Fuera como fuese, resbaló. Su cuerpo se precipitó contra las rocas. El fuerte golpe en la cabeza contra la piedra que poseía rastros de su cabello le habría hecho perder la consciencia. Después, la fuerza del oleaje impelió su cuerpo mar adentro, desgarrando su vestido por los choques contra los grandes pedruscos de la bahía.
—Richard, dime, por favor... —suplicó Henry desde la cima.
—Lo siento, yo... —balbució. Hizo entrega del fragmento de vestido a uno de los policías, que selló la prueba en una bolsa de plástico.
—¿¡Cómo... cómo que lo sientes?!
—Vamos, Ellery. —El inspector tiró del brazo de su hijo hacia el sendero por el que habían descendido.
Ellery lo siguió en piloto automático. No sentía su cuerpo, difícilmente percibía los estímulos que lo rodeaban. El dolor aferrado a sus entrañas lo encerraba en una crisálida de la que tenía miedo de salir.
—¡Explícate! —Henry había accionado su silla de ruedas y dividía su rostro enajenado entre los dos hombres—. Aurora no estaba ahí, ¿verdad?
—Aurora no —afirmó el inspector. Carraspeó, sorteando la emoción—. Pero hemos hallado un vestido azul...
—¿Un vestido azul?
—Y una piedra con... —Carraspeó por segunda vez—. Con un trozo de mechón pelirrojo.
Henry se aferró con violencia el reposabrazos de la silla.
—Amigo —continuó el inspector. Cerró los ojos, afectado por la función que más odiaba de su trabajo—: En el acantilado hemos encontrado evidencias que nos llevan a suponer que Aurora ha sufrido una caída. Su cuerpo... No hay rastro en el área circundante de la costa...
—No... no... ¡no!
Desquiciado, Henry comenzó a golpearle el torso. Sus fuerzas habían menguado, por lo que sus débiles impactos no comprometieron al inspector, que mantuvo la entereza.
—¡Mi pequeña!
El dolor encogía las facciones del juez. Entrevió a Ellery a espaldas de Richard y dirigió sus reclamos a él.
—¡Dime...! Dime que no es cierto...
—Henry... yo...
La desconexión a la que su cerebro se veía expuesto no apaciguaba la lógica deducción de los hechos. Aquel descubrimiento abrigó en su interior una espesa y aterradora sensación a muerte. Las lágrimas deslucían su rostro.
—¡No, no, no!
Fuera de sí, Henry se enganchó a la solapa de la chaqueta del inspector. La brusquedad del movimiento originó su caída de la silla de ruedas al frío barro del bosque. En aquel momento de flaqueza, hundió el puño una y otra vez contra el suelo, al límite de la rabia y el dolor. Sus aullidos desbordaban el tupido silencio del acantilado.
Frenando el bochornoso espectáculo, Ellery, Anderson y Richard se agacharon en su ayuda. Acomodaron al juez en la silla mientras lo oían pronunciar el nombre de Aurora en una retahíla delirante.
Angustiado, Ellery se acuclilló y centró la mirada del juez en sus ojos.
—Lo... —hablar se le hizo difícil—. Lo siento. De veras que lo siento, Henry.
Impulsado por el mismo sentimiento, arropó al juez entre sus brazos. El llanto convulsivo reverberaba contra su pecho. Tenía que sacarlo de allí. Pero él tampoco podía moverse. Abandonar el acantilado suponía resignarse a una realidad que no estaba dispuesto a aceptar. Marcharse significaba admitir que Aurora ya no estaba con ellos.
Alzó el mentón de Henry y le aseguró que no se separaría de él.
Al volverse, distinguió al doctor Anderson a unos pasos del grupo de rescate. Contemplaba el oleaje desde la cima del acantilado con un sosiego perturbador. Su porte erguido, imponente, daba muestras de la ferocidad de su resistencia mental. Pero sus ojos...
Aquellos ojos no engañaban a Ellery.
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