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Capítulo 8. La magia de Fort Tryon

Transcurrió una semana sin nada extraordinario en la vida de los Queen. El inspector, en el más puro de los silencios paternales, fiel a su profesión, rastreó cada uno de los comportamientos de Ellery. Había cambiado desde la fatídica discusión con Aurora. Se encerraba en su habitación como si aquel escondrijo entre cuatro paredes fuera un opiáceo material. Pero la parquedad de su rostro era una evidencia indiscutible de cómo se sentía En las contadas ocasiones que su sombra se escabullía del dormitorio, desaparecía sin dejar rastro alguno.

A Richard le reconcomía que estuviera metiéndose en asuntos peligrosos que rehuyeran su mente del problema. Cuando escuchaba el crujido de la puerta de entrada, se asomaba disimuladamente y examinaba con ojo minucioso alguna señal que indicara que, como padre, debía entrometerse.

Sin embargo, el estado de ánimo de su hijo comenzaba a nivelarse. Entraba con una sonrisa de oreja a oreja, sin signos físicos que alertaran de la necesidad de una intervención temprana. Aquel silencio diario estaba matando al inspector.

Al séptimo día de reserva, Richard estalló en el desayuno.

—¡Qué te pasa! —reclamó saber con dureza, aparcando la taza de un golpe que a punto estuvo de romperla. Algunas gotas de café salpicaron el mantel, constituyendo un lento círculo oscuro en torno a la base.

Ellery levantó la cabeza del periódico que leía tranquilamente.

—Solo disfruto de la mañana, a diferencia de ti. Deberías calmarte un poco. ¿Barbitúricos o tu rapé? —le ofreció como burla.

El inspector apretó la mandíbula. Detestaba que su hijo se lo tomara a broma.

—Llevas toda la semana como si vivieras en una nube —señaló—. ¿Qué es lo que te ocurre?

—Estoy bien, papá, si es eso lo que te preocupa.

—Si hasta hace bien poco estabas refunfuñando sobre las decisiones de una cabezota pelirroja —apuntó, enfadado.

—Tú lo has dicho, hace unos días. Ahora es agua pasada.

Ellery retornó los ojos al periódico, dando por finalizada la conversación.

—¿Cómo que agua pasada? ¡Eso no te lo crees ni tú! Los sentimientos no se olvidan de la noche a la mañana.

El escritor obvió contestar. Continuó leyendo los sucesos de la semana como si aquel molesto ruido proviniera del ulular del viento contra la ventana.

—¡Ellery! —Richard se irguió de un golpe.

Con un suspiro de resignación, dobló el periódico y lo colocó sobre su regazo.

—Estoy bien, ¿de acuerdo? Aurora supuestamente es feliz, yo soy feliz... Estoy desarrollando una buena trama en mi novela, he aparcado los casos por un tiempo y he vuelto a ejercitarme como hacía meses que no practicaba.

—¿Eso es lo único que haces?

—Sí, únicamente ando y libero energía con uno de los sacos de boxeo del gimnasio Stillman. Y como, a lo mejor más de lo que debiera, pero mi cuerpo no parece notarlo aún. ¿Contento? —expresó, renunciando al periódico.

—Cómo va a notarlo tu cuerpo. Se gasta mucha energía echando de menos. —Padre e hijo mantuvieron la mirada—. ¿Has vuelto a hablar con Aurora?

—¿De qué serviría? Ella tampoco ha querido contactar conmigo. Supongo que estábamos destinados a este final: ella por su lado y yo por el mío.

—Eso no saldrá bien, El. .

—¿Y por qué ha de salir de alguna forma esta vez? Prefiero marcar un adiós entre nosotros y pasar a otra cosa.

—Henry se entrometerá.

—Henry puede hacer lo que quiera, es su hija, a fin de cuentas. Pero tampoco veo que haya llamado para conocer los hechos. Estará muy entretenido con su nuevo yerno.

—Eres un cabezota, El.

—Eso también lo saqué de ti. ¿Algo más que preguntarme o puedo relajarme un rato?

El inspector rechistó, abandonando la cocina con aire frustrado.

*

Aprovechando que a la estación invernal le faltaban unos días para asolar Nueva York, Ellery se unió a los paseantes de Fort Tryon. En antaño, la mansión Billings configuraba aquel espacio de tierra donde ahora se levantaba el parque. El empresario John Rockefeller había comprado el área circundante a la mansión para que se edificara sobre ella un parque con unas impresionantes vistas de todo Palisades y el río Hudson hacia el oeste. Aclaró en su diseño lo que quería que el parque representara, y los hermanos Oldmsted, arquitectos encargados del proyecto, ejecutaron su trabajo con excelencia. Largos paseos, numerosas terrazas, laderas boscosas y ocho millas de senderos peatonales cubrían el suelo comprado por el señor Rockefeller. Una abundancia de coloridas plantas proveía al parque un toque diferente al que los neoyorkinos ya estaban acostumbrados.

En aquella época del año, pasear por Fort Tryon era obligatorio. Las hojas caídas de los árboles, con el fondo anaranjado del cielo, era el ambiente idóneo para rehuir el estresante ruido de la ciudad. No era extraño tropezarse con una pareja de enamorados disfrutando de su primera cita o alguna que otra proposición de matrimonio frente al río Hudson.

Ellery descubrió aquel parque cuando su madre aún vivía. Los fines de semana, su madre, Richard y él recorrían la zona mientras ella narraba la historia de su edificación. Acababan agotados, con los pies doloridos y enrojecidos, pero felices. Ese episodio quedaba ya muy atrás, pero desde entonces siempre sacaba tiempo para perderse entre los senderos del parque. Al contrario que él, Richard parecía haberle tomado cierta aversión. Había disfrutado de las vistas con su esposa durante el periodo de noviazgo y, una vez casados, lo instauraron como rutina para romper la monotonía del hogar. La última vez que lo pisó fue antes de que ella falleciera. Jamás volvió. El recuerdo de su mujer era demasiado doloroso.

Con las manos en los bolsillos y la vista puesta en el cielo, esta vez apenas prestaba atención al paisaje. Andaba centrado en sus pensamientos. Los individuos con los que se cruzaba se veían en la obligación de sortearle para evitar un choque inoportuno.

—¡Pero dichosos sean mis ojos! ¡El señor Ellery Queen en persona!

En uno de los bancos de piedra, un hombre de cabellos y barba blancos, con unas lentes apostadas en la punta de la nariz, disponía un gran libro sobre sus huesudas piernas mientras lo miraba con felicidad. Se trataba del profesor Yardley, uno de los catedráticos de la universidad, con el que tan buena amistad había forjado.

—¡Profesor Yardley!

—¡Cuánto tiempo, Ellery! Está usted como siempre, igual nada usted un poco entre esas ropas... pero se mantiene.

Se sentó junto al profesor sonriendo de alegría.

—Usted sí que está algo desmejorado, ¿no? Creo ver más canas en su cabeza —bromeó. El profesor comenzó a reír dando pequeños golpecitos en su pierna.

—No sabe lo que me alegra saber de usted. Después de aquel excitante verano, no he vuelto a tener noticias suyas. ¿Cómo le va todo?

—No me va mal, profesor —le informó—. ¿Y a usted?

—Cómo le va a ir a un viejo profesor como yo. Sabe que soy un hombre inquieto, y tampoco me quedan ya muchos años de docencia. Compagino mi trabajo en la universidad con seminarios en tres o cuatros facultades dispersas por el estado, así salgo del despacho unos días. No me queda de otra, o cojo la maleta o me desespero.

—Me agrada saber que su hiperactividad sigue dando guerra.

—¡Toque madera, señor Queen! —rio—. Por cierto, leí su última novela —desvió el tema.

—¿Y?

—Muy emocionante.

Ellery sonrió con orgullo.

—Amigo mío, ¿quiere que disfrutemos de un café tardío y una partida de ajedrez?

—Usted primero. —Indicó con la mano el paseo de piedras.

Escritor y profesor abandonaron el frío parque Fort Tryon con una lenta y amigable conversación hacia Washington Heights.

*

—Y, dígame, ¿qué planes recorren su mente ahora?

Descansaban en el sofá de cuero marrón del salón del profesor. Sobre la mesa, un tablero con trebejos del siglo XIX mostraba el inicio de una partida. En la porción que ocupaba cada hombre reposaban dos pequeñas tazas de humeante café y algunas pastas de té que el profesor le había obligado probar.

—Estoy creando otro enigma criminal.

—¡Madre Santa! —exclamó, entusiasmado—. Usted no para, ¿no?

—Mi mente se aburre fácilmente —le restó valor con un ademán—. Pero me lo tomo con tranquilidad. He decidido descansar por un tiempo.

—Una manera curiosa de descansar. Las personas, cuando descansan, aparcan su agenda diaria y se embarcan en alguno nuevo.

—Ya —compuso una mueca—, por ello he tomado la decisión de apartarme de la investigación policial por tiempo indefinido.

—¡Pero si esa faceta suya es brillante!

—No se lo niego —aseveró sin modestia—, pero me absorbía mucho tiempo. Necesitaba un respiro.

—Lo entiendo, lo entiendo. No siempre el bienestar del otro puede ser la primera de nuestras obligaciones. A veces hay que ser un poco egoístas.

Miró al profesor arrugando la frente.

—¡No me entienda mal! Sabe usted que el egoísmo al que me refiero es positivo, en el buen sentido del término. Uno debe primarse a sí mismo ocasionalmente para resguardar la salud mental.

El escritor llevó su atención al tablero de ajedrez y adelantó la reina hasta la posición h4. No hacía falta que nadie más, a parte de su padre, le fundamentara lo conveniente de un descanso psicológico. Era difícil dar la espalda a toda responsabilidad y perfección cuando su mente se estructuraba de tal modo sin apenas esfuerzo. Era algo inherente a él.

El profesor Yardley observó el tablero unos segundos con aire distraído. De inmediato, volvió a fijar unos ojos desorbitados.

—¡Será posible!

Ellery mostraba una expresión victoriosa.

—No llevamos más que unos pocos movimientos y ya... y ya...

—Jaque —contestó con malicia.

En honor al movimiento que había realizado con su reina, situándola junto al peón contrario en g4, podía ejecutar un ataque directo contra el rey. Muy pocos de los movimientos del profesor entorpecerían el camino de su reina si no centraba la atención.

—Ya quería usted hacerme "el mate del loco", ¿eh? —lo censuró con el dedo, acuciante.

—Hay que estar atento.

—Verá usted...

El profesor se remangó hasta los codos y examinó con determinación el tablero, masajeándose la barbilla.

*

La madera crepitaba en la chimenea. Suavemente, el salón se colmaba de una atmósfera cálida y relajante que ambos amigos complementaron con un cigarro.

La calidez del hogar del señor Yardley hacía sentir a Ellery como en casa. Rodeado de cientos de estanterías repletas de libros, retratos de sus viajes y de los alumnos que tanto adoraba, alguna que otra planta exótica que cuidaba con cariño y papeles de sus interminables investigaciones.

—Y dígame, Ellery, ¿todo bien por casa?

—Con idas y venidas —reveló, refiriéndose indirectamente a la profesión de su padre.

—¿Y usted?

—¿Yo? Poco a poco en perfecto estado.

—¿Y su corazón?

—Más duro que una piedra.

—Sé que, en lo que a salud se refiere, no anda usted nada mal. Aludo a otro tipo de estado.

—La respuesta es la misma.

El profesor negó con la cabeza, apoyado con las manos en la empuñadura del bastón.

—Eso no dice nada bueno de usted. ¿Qué hace que tenga el corazón infranqueable?

—La necesidad de que no se rompa en pedazos.

—¡Vaya! —exclamó entre risas—. No esperaba una respuesta tan sensible por su parte.

—Soy humano, como todos, o casi todos —le recordó, quitándose el cigarro de entre los labios.

—Entonces, existe una persona a la que no le autoriza descongelar su corazón —curioseó—. ¿Una pelea de enamorados?

—Va usted demasiado lejos, profesor. De amigos más bien, o eso éramos.

—¿Amigos? Muy buenos amigos, dirá. —Sus rasgos esgrimieron una intencionada investigación de la causa—. ¿Qué le ha hecho su amiga?

—Unos comentarios un tanto injustos sobre mis sentimientos hacia ella. —Giró la cabeza hacia otro lado. Los ojos del profesor no se desviaban ni un segundo de su rostro y eso le incomodaba—. En realidad, el problema se lo ha hecho a ella misma.

—¿Malas decisiones?

—Pésimas.

—¡Ajam! —El profesor dio unos suaves golpecitos al suelo con el regatón que recubría el bastón—. Ellery, ¿puede contestarme a una pregunta?

—Faltaría más.

—¿Cómo describiría a su amiga?

—¿Que cómo la describiría?

El señor Yardley removió el cigarro en el cenicero y lo miró con atención.

El escritor hundió los ojos en las llamas de la chimenea. ¿Que cómo era Aurora? Tenía una respuesta aprendida para todo aquel que le preguntaba por ella, una descripción superflua y poco profunda de lo que en realidad pensaba. Esa otra visión la guardaba para él. Pero ahora... Todo había acabado entre ellos ¿no? El miedo a revelar cómo la veía perdía trascendencia.

—Aurora... —Enlazó las manos—. Aurora es una mujer de contrastes. Entiéndame, en un momento puede ser tan intensa como un huracán en plena destrucción y tan fría como la palabra más hiriente que haya podido atravesarte el corazón. Es valiente, mucho —enfatizó—. Cuando se empeña en algo no acepta un no por respuesta. Pero a la vez es sensible, quebradiza. Si alguien entra en su vida, da todo de ella, y a veces no se da cuenta de que se entrega en cuerpo y alma a quien solo desea jugar un rato. —Revivió la imagen del médico y un suspiro nació de sus labios—. Y ahí es cuando aparece su testarudez. Pero es otra de las facetas que la hacen ser quien es. Toda ella, desde su cualidad más vulnerable hasta la más impasible, la convierten en la persona más especial y maravillosa que he tenido el placer de cruzarme.

Continuó con la vista perdida en los troncos llameantes. Notaba como Yardley lo escrutaba sin pestañear.

—Debe ser muy importante para usted.

—Lo era —corrigió.

—Yo creo que lo es.

—Bueno, las personas no se borran de nosotros tan fácilmente como nos gustaría.

—¿Acaso es lo que quiere hacer?

—Si he de ser sincero conmigo mismo, no. —El escritor esbozó una triste sonrisa, alumbrada por el fulgor del fuego—. Pero... odio ver lo que se está haciendo. —Volvió la mirada al profesor—. Está destruyendo su esencia.

—Déjeme hacerle otra pregunta, Ellery... —El viejo profesor sonrió antes de hablar—: ¿Y a usted qué más le da?

—¿Cómo?

Se irguió en el sillón. Su ceño fruncido caía con molestia sobre el profesor.

—Si de verdad valora la amistad de esa mujer, y, por lo que he podido comprobar, veo que sí, no debería dejar que una decisión que a usted nada le concierne permita que los separe.

—¿Aunque tenga el presentimiento de que podría acabar mal?

—Aunque lo tenga, sí —convino el profesor Yardley, entrecerrando los ojos levemente—. Ellery, la amistad es una de las relaciones humanas más poderosas. Es una unión incondicional, más aún que la de una pareja de enamorados. Aunque no exenta de condiciones, la amistad nos confiere la liberación de lo más oscuro de nuestras almas sin que ningún juicio medie en esa confesión.

>>La amistad es una de las formas más bonitas de apoyo emocional, y es lo que su amiga necesitará si ocurre lo que usted tanto teme. El problema de que la sancione y se distancie de ella cuando cree que comete una insensatez es que usted no será su soporte cuando la desdicha anegue su corazón. No tendrá quien la escuche o, si tiene a otra persona, no será usted quien la consuele, y estoy seguro de que lamentaría no ser su paño de lágrimas.

>>La amistad es permitir que la otra persona haga su vida, tome sus decisiones y sufra las consecuencias de sus actos, pero con la seguridad de que puede contar con el otro para recomponerse, quien le escuchará sin pretensión, de corazón a corazón, aportándole un lugar donde resguardarse de la tormenta.

—Se parece mucho a la definición del amor.

La voz de Ellery se había suavizado.

—La amistad es otra forma de amor. ¿Quién no desea lo mejor para aquella persona a la que denomina amigo, su felicidad y dicha, y celebra sus éxitos como si fueran propios? Eso se llama amor.

—Tiene usted razón —encajó tristemente.

—Ellery, no soy quién para calificar si la relación que mantiene con esa mujer es de amistad —el profesor lo miró por encima de las gafas antes de proseguir—, pero, si yo fuera usted, dejaría el orgullo y la cabezonería en casa y volvería corriendo junto a ella. La colmaría a disculpas y la abrazaría como si me fuera la vida en ello. Muy pocas veces se encuentra uno con una descripción como la que usted ha compartido conmigo. Y cuando eso sucede, no podemos consentir que las palabras equivocadas destruyan todo aquello que nuestro interior anhela y no desea perder.

—Cómo se nota que no la conoce... —comentó con una hueca carcajada.

—Desconozco la gravedad de la discusión que ha puesto fin a esa preciosa amistad. No obstante, si de verdad le considera un fiel amigo, esa mujer no dudará en olvidar lo sucedido entre ustedes.

Ellery acomodó una sonrisa agachando la mirada. Una retahíla de recuerdos junto a la pelirroja de ojos esmeralda anegaba su mente. Como era habitual, el profesor Yardley tenía el don de obstaculizar su punto de vista para ofrecerle otro muy distinto, una ruta alternativa para escapar del rencor y abrazar la esperanza. 

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