Capítulo 5. Una propuesta para Ellery
—¡Hijo!
El rugido del inspector descarriló en Ellery una aguda taquicardia. Concentrado en el desarrollo de la escena, se salvó por segundos de presionar una tecla desafortunada de la máquina.
—Te esperan al teléfono.
—¿No podías decirle a quien sea que esté al otro lado que tu hijo ha desaparecido? —despreció su vano intento de ahorrarle unas horas apartado del mundo.
—Seguro que esta llamada no deseas perdértela.
Richard dejó el teléfono sobre la mesilla y pasó junto a Ellery escaleras arriba.
—Ellery al habla —dijo al tiempo que abatía su cuerpo en el sofá.
—Queenie, Queenie, Queenie... —mencionó la voz burlona de una mujer.
Se irguió en el sofá accionado por una bala. Aquel detestable diminutivo de su apellido solo lo conocía una persona, la misma que se lo había puesto años atrás.
—Vaya, aún lo recuerdas.
Chasqueó la lengua.
—¿Cómo olvidar el mote que tanto te hacía rabiar?
—Tampoco he olvidado el tuyo.
—Ni se te ocurra —amenazó Aurora.
—Hacía tiempo que no lo usaba, pero, gracias a ti, no me parece mal momento para retomarlo... Ginger —pronunció el apelativo con malicia.
Aurora comenzó a reír, contagiándolo de su alegría.
—Te lo has tomado muy bien.
—Me ha hecho rememorar otra época —expresó limpiándose las lágrimas que la risa había originado—. Dime, Ellery, ¿qué tal tu noche?
—He tenido peores.
—Te creo, esa mujer era despampanante.
—¿Cómo?
Ellery se sentó tan recto como el tronco de un árbol. Tenía la certeza de que nadie le había visto escabullirse de la fiesta con Nicolette.
—La preciosa mujer rubia con la que te subiste a tu duesenberg. ¿Tengo que ser yo quien le recuerde al pequeño Queenie con quién se acuesta? —inquirió entre risas.
Ellery no la acompañó esta vez.
—¿Eres adivina o algo por el estilo?
—Más quisiera yo. En realidad, fue Jeremy quien me comentó tu fugaz partida con una de sus invitadas.
—¿Anderson?
El nombre del anfitrión lo puso en pie.
—Parece ser que os vio bastante íntimos en la entrada del museo.
Inhibió un gruñido. Que Aurora fuera conocedora de su encuentro sexual con la actriz freudiana le producía una insólita sensación de remordimiento.
—Entiendo que ayer rompiste tu racha de aislamiento social por todo lo grande.
—Ya... —soltó, tirante—. La velada de anoche fue bien para más de uno. ¿Qué tal tú y tu amiguito Anderson? ¿Tiene una cama cómoda o duerme encima de su propio retrato? —se jactó.
—¡Oh!, te equivocas, Queen. Disfrutamos de una preciosa noche y de algún que otro baile, pero eso fue todo.
—¿Eso fue todo?
—Por ahora —afirmó—. La verdad es que es un hombre extraordinario. No me esperaba su invitación, si te soy sincera. Cuando volvimos a encontrarnos por casualidad...
—¿Por casualidad? —volvió a repetir.
—Ellery, pareces una máquina que repite todo lo que digo —constató—. Sí, nos conocimos por casualidad y luego volvimos a encontrarnos por la ciudad. Fue algo... no sé, ¿cosa del destino?
—Ya... Un destino muy inoportuno —murmuró para sí.
¿Cómo era posible que aquello le molestara hasta el punto de querer arrojar el teléfono?
—Para eso me llamabas, ¿para contarme tu idilio con Anderson? Porque tengo cosas más importantes en las que perder mi tiempo.
—No seas borde —le recriminó—. Sí y no. Pero quiero verte, El. Ayer no es que habláramos mucho, y hace demasiado que no nos vemos. Te tenía el primero de mi lista de pendientes tras volver a Nueva York, pero entre una cosa y otra me ha sido imposible. Dime, ¿te hace una comida temprana?
—Solo dime dónde.
*
El restaurante Sardi's lucía tan extravagante como siempre. Rodeando las paredes del salón, caricaturas de los actores, actrices y artistas de Broadway que habían saboreado la carta del chef aportaban una original viveza al establecimiento. Una estrategia de marketing del dueño, Vincent Sardi, que había imitado de un restaurante parisino en cuyos muros resplandecían retratos de las estrellas de cine del momento. El autor de tan maravillosas caricaturas había fallecido a finales de los cuarenta, pero la sustitución del artista por el nuevo dibujante no había dejado indiferente a las gentes de Nueva York.
Encontró a Aurora en una de las mesas esquineras rodeada de exageraciones fisonómicas. Parecían dispuestos a meter el oído en la reunión de aquellos dos viejos amigos.
—¿Una noche en vela? —le saludó ella cuando tomó asiento—. Aunque tus ojeras hablan por ti.
—Te digo lo mismo. El maquillaje no es mágico —atacó sonriente—. Cuéntame, ¿qué tal le va a Aurora Toldman desde que la perdí de vista el verano pasado? Ya será toda una estrella de la literatura.
—No me va mal... —contestó con un atisbo de entusiasmo—. Para nada me esperaba el éxito que ha alcanzado mi primer libro. El viaje publicitario ha sido agotador, pero no lo cambiaría por nada del mundo. He conocido a tanta gente, Ellery... —Percibió la añoranza de aquellos largos meses de gira promocional—. He visto lugares maravillosos, mágicos. Me hubiera encantado compartirlos contigo.
—Era tu momento, al igual que hace años lo fue para mí. El comienzo siempre es igual, todo es nuevo y arrollador. Poco a poco vas acostumbrándote. Y, como bien sabes, yo estaba bastante ocupado como para abandonar Nueva York sin que mi editor colgara de cada farola un cartel de busca y captura. Pero me alegro mucho por ti, Aurora. —Colocó los brazos sobre la mesa y la miró con cariño—. ¿Y ahora? ¿Algún libro a la vista?
—Pues... sí, aunque todavía es solo un esquema. Mi editor me ha comentado que tiene muy buena pinta, así que...
—¡Vaya! Entonces, regresas al estrés y el encierro del escritor. ¿O es que ya eres capaz de compaginar el desenfreno de anoche con la paciencia y el esfuerzo que suponen escribir un libro?
—No te voy a mentir, el cansancio de ayer tira por tierra mi motivación, pero valió la pena.
Aurora apoyó la cabeza en el dorso de las manos. Su sonrisa atravesaba al escritor. Sus ojos vislumbran escenas de la noche pasada, lo que amplió sus comisuras. Enervado, Ellery golpeó con una dosis de fuerza extra la pitillera contra la mesa.
—Aurora Toldman, ¿no me digas que te has dejado enamorar tan fácilmente?
Sacó un cigarrillo y lo encendió con lentitud, una estratagema para encubrir la rabia que se abría camino en su pecho. No quería indagar en una cuestión que, sin embargo, necesitaba conocer.
—¿Hay algo malo en ello? —objetó—. No sé si es amor, pero ese hombre me despierta interés.
—Eso quiere decir que solo te atrae sexualmente. —Ellery dejó que el humo escapara de sus labios sonrientes.
—No me puedes negar que Jeremy Anderson es todo un... es un hombre muy atractivo.
—El atractivo no lo es todo, pelirroja. Bajo esa capa externa debe haber algo en lo que profundizar, si no, se convierte en una pérdida de tiempo. Como amigo tuyo que soy, voy a decirte la verdad: no sé qué ves en ese hombre.
—¿Que qué veo en él? Todo —elevó la voz—. Es inteligente, amable, profesional y con un corazón enorme. —Dio un golpecito con el dedo con cada adjetivo utilizado para describirlo—. Y también apuesto, muy apuesto.
—Tu visión de túnel me asombra, pelirroja —rezongó Ellery, torciendo el gesto—. Ese hombre emana un aire de superficialidad y soberbia un tanto peculiares.
—¿No será que tienes celos?
Aurora rebuscó una sonrisa que hizo que Ellery estuviera a segundos de atragantarse con el humo.
—¿Celos yo? ¿De qué tendría que tenerle celos yo a ese hombre?
—De su capacidad para ayudar a otros.
—Yo también lo hago, ¿recuerdas?
—De su porte seductor innato.
—No tengo de qué quejarme —negó de nuevo.
—De que intente conquistar a tu amiga.
Ese comentario lo pilló por sorpresa. Se quitó el cigarrillo de los labios y se arrimó a la mesa.
—Entonces, es cierto, te gusta —señaló con un exceso de gravedad.
—Soy de carne y hueso, El. Al igual que tú con aquellas a las que les echas el ojo, conozco las intenciones de Anderson.
—¿Y qué intenciones tienes tú con él?
Aurora desvió la cabeza.
—Me haces reír, Queenie. —Le dio un golpe en la mano sin llegar a contestar a la pregunta—. ¿Sabes? En la fiesta hablamos mucho de ti.
—Sería una conversación muy interesante.
—Te cree un hombre muy singular. Quería conocer más acerca de tu trabajo.
—¿Ha leído alguna de mis novelas?
—No.
—Lo suponía —boqueó con desprecio—. ¿Y tuya?
—¡Claro que sí!
—¿Así os conocisteis?
—No. Fue en una fiesta en el hospital donde mi padre recibe las sesiones de rehabilitación. Celebraban la jubilación de uno de sus empleados y nos invitaron. Entre los profesionales que asistieron estaba Jeremy. Nos presentaron y empezamos a charlar. Casi ni me di cuenta del paso del tiempo hasta que mi padre me pidió a gritos que nos marcháramos de una vez.
—Y te fichó... —desmereció. La historia le había creado un nudo de angustia en el estómago.
—No, claro que no, Queen. —Aurora se recogió un mechón tras la oreja—. Días después nos encontramos en mitad de Nueva York. En realidad, casi nos chocamos al salir de una tiendecita del Upper West Side —recordó—. Me invitó a tomar un café en una cafetería que suele frecuentar, y yo acepté. Pasamos toda la tarde hablando hasta que la pobre pareja que la regenta nos rogó por favor que pagáramos y nos fuéramos de una vez. Fue muy cómico. —Soltó una ligera risa. Muy al contrario, Ellery la escuchaba sin un ápice de alegría—. Me acompañó hasta casa y, bueno, allí me propuso ser su pareja en la fiesta. ¿Cómo me iba a negar? Tenía ante mí una doble oportunidad de oro: conocer a la jet set del mundo artístico me iba a abrir muchas puertas como escritora; por otro lado, y como ya te he dicho, Jeremy me resultaba cautivador.
—Entiendo...
—Ya te puedes imaginar la reacción de mi padre cuando se lo conté. Me miró confundido, como si escuchara por primera vez ese nombre. Le ha tratado en alguna que otra ocasión, pero, cómo no, Henry siempre es ajeno a todo aquello que no tiene relación con el juzgado.
—Henry es listo.
—Henry está sumido en el mismo mundo criminal que tú e ignora todo lo que sea positividad y evolución.
—Acabas de ahorcar a tu propio padre y a tu gran y querido amigo. —Ladeó la cabeza como si estuviera dolido.
—Sabes a lo que me refiero. Vivís inmersos en un mundo caótico, destructivo. Jeremy es todo lo contrario. Sus ojos miran hacia el futuro, buscan la manera de hacer que la gente tenga una segunda oportunidad en la sociedad.
—Lo describes como si fuera todo un dios. —Se sorprendió a sí mismo volviendo a utilizar aquel calificativo para denominarlo. Por un instante, se sintió tan estúpido como fastidiado. Al igual que a la masa que ya comía de manos de Jeremy Anderson, ese hombre había conseguido sugestionarle.
—No sé si un dios, pero sí posee algunas de sus facultades. —Aurora se encogió de hombros—. En fin, que estuvimos hablando de ti y me pidió un favor.
—Qué favor —pronunció con recelo.
—Que te invitara a comer a su casa este domingo.
—¿Y a qué debo ese gran honor?
—No ha querido comentarme nada —se excusó Aurora—. Pero fue muy insistente.
—No creo que pueda, Aurora —rechazó la invitación—. Ahora mismo...
—Tu novela y tus casos lo son todo —le interrumpió, terminando por él la frase.
—¿Ves? Lo tienes bien aprendido.
—Yo también estoy ocupada y, aun así, saco tiempo para el resto del mundo.
Se mantuvieron en silencio mientras pedían el primer plato de la carta y sendas copas de vino. Cuando la camarera se alejó de la mesa, volvieron a cruzar la mirada.
—Ellery, por favor, no es más que una comida. Quiere conocerte, de veras. Y así podrás borrar esa imagen negativa que te has formado sobre él.
—Me niego a ser el sujetavelas de tu cita.
Apretó el cigarrillo entre los dedos, reprimiendo otra respuesta. Unas motas de ceniza cayeron sobre el mantel.
—Yo tampoco quiero eso. Tengo la sensación de que quiere exponerte un problema que él no puede solucionar por su cuenta.
—¿El qué?
—Te repito que no me ha comentado nada al respecto, pero parecía como si su inquietud dependiera de que tú aceptaras su invitación. Has de saber que Jeremy ha recibido más de una amenaza, y alguna que otra ha puesto en peligro su integridad física. Las amenazas verbales tiende a ignorarlas, pero cuando es tu vida lo que está en juego... —explicó Aurora—. Es probable que guarde relación con eso.
El escritor giró la cabeza a un lado con palpable desagrado.
—Ellery, tienes que aceptar.
—Esa propuesta viene en muy mal momento, Aurora. Aunque te parezca increíble, me he prometido un descanso.
—Por favor, Ellery. Te vendrá bien, puede servirte para ampliar tu radio de acción. Facilitará que nuevos casos toquen a tu puerta.
—Tengo suficiente reputación, gracias. Y por mí mismo, sin ayuda de terceros.
—Al menos, hazlo por mí.
Se la quedó mirando. Aunque detestara la oferta, era consciente de que por ella no tendría más remedio que aceptar.
—Me debes una —accedió, suspirando con tedio.
Aurora le devolvió una amplia sonrisa que iluminó su rostro. Ellery no pudo más que sonreír también; no entendía cómo, pero tener constancia de que esa sonrisa era gracias a él deshacía la negatividad que arruinaba su malhumor.
—Pero hazme un favor, ¿quieres? Cambiemos de tema.
—Eso está hecho. —Se irguió en la silla y lo miró con intriga—. ¿Qué tal tu conquista de anoche? —preguntó, tomando la copa de vino que acababan de servirles.
—¿Esa es tu forma de cambiar de tema? —Aurora ignoró la queja y esperó en silencio su contestación—. Demasiado freudiana.
—¿Qué me dices? —Rio gustosa—. Seguro que tiene a un psicoanalista como terapeuta.
—O su propio diván en casa...
—Eso está pasado de moda, y carece de toda validez —opinó, negándole importancia con un mohín seco.
—No te creía entendida en la materia.
—Pero qué poco me conoces. —Meneó la cabeza—. Tengo intereses más allá de la preocupación por la apariencia a la que tanto se aferra el estereotipo femenino. Además, para escribir una buena novela es necesario tenerlo en cuenta. Los protagonistas nunca tomarán vida propia si no nos adentramos en su mundo interno, si no somos capaces de describir cómo son o qué les mueve.
—Te doy la razón —convino—. Pero te veo muy afectada por el asunto. No me digas que alguien ha querido psicoanalizarte...
Ellery rompió a reír con la anécdota que Aurora, sumamente enfadada, le contaba a voz en grito.
—Perdona, perdona —se disculpó, recomponiéndose—. Yo que tú no despotricaría muy alto, por aquí se mueven muchos seguidores de su teoría. Además, el psicoanálisis tiene muchas ramas, no todo es Freud.
—Déjalo Queen, no es algo que vaya conmigo —rechazó—. ¿Y cuál es tu punto de vista?
El silencio volvió a reinar en la mesa mientras la camarera servía los platos.
—¿Y bien? —quiso retomar Aurora la conversación.
—¡Señor Queen!
Ellery se giró en la silla al tiempo que advertía la figura de un hombre menudo y regordete, de rostro enrojecido y ojos diminutos, que se dirigía hacia ellos con los brazos abiertos.
—Marcus Vermon —le estrechó con alegría la mano—, cuánto tiempo sin vernos.
—¡Demasiado, señor Queen! ¡Demasiado! —Se recolocó el sombrero y sonrió a la pareja—. ¿Qué le trae por aquí, negocios?
—Una simple comida de amigos.
—¿Simple? —intervino Aurora, achicando los ojos en un gesto melodramático.
—¡Ey, señor Queen! Hay que cuidar esas formas ante preciosas mujeres. Soy Marcus Vermon, guionista —se presentó, cogiendo la mano de Aurora y besando el dorso.
—Aurora Toldman.
—¿Toldman? Me suena...
—Es escritora, Vermon —le informó Ellery.
—¿Escritora? Pues a lo mejor he leído algo suyo. Algo que me sirviera de inspiración para algún guion, probablemente.
—¿De qué os conocéis?
—El bueno del señor Queen me ayudó a elaborar un guion hará unos años. Está basado en uno de sus libros, aunque yo quería darle un toque más... hollywoodiense.
—¿En serio? —Aurora entreabrió los labios con asombro. Ellery asentía desde su lado de la mesa.
—¿Y qué haces aquí, Vermon?
—Tengo una cita. ¡Ey, no crea! —exclamó al ver la mueca cómplice de Ellery—. Desearía más que nada en el mundo tener una cita con una mujer como la que tiene usted delante, pero la suerte es de unos pocos. Cita profesional.
—Entonces, está preparando algo nuevo...
—¡Shh! Es un secreto aún —lo acalló, llevándose el dedo índice a los labios. Sus carnosos mofletes se movieron con una sacudida hipnótica—. Me las he visto y deseado para conseguir una cita con una celebridad del cine. Quiero que sea el protagonista, no puede ser otro. Escribí el guion en base a su personalidad.
—¿Y de quién se trata?
El guionista agitó nerviosamente los pies, despojándose del exceso de energía que inundaba su organismo.
—¡Mis labios están cerrados a cal y canto!
—Pero si vamos a verle nada más entrar, Vermon.
—Intentará pasar desapercibido, créanme. No tiene ganas de tonterías con fans y paparazzi.
—Sé bueno, Vermon.
—Está bien... solo os diré —sus ojos zigzaguearon con rapidez de uno a otro— que su nombre empieza por C y el apellido por G.
—¡No! —exclamó Aurora, tapándose la boca.
El guionista asintió, sonriendo de oreja a oreja, sin poder aguantar la excitación.
—Te deseo mucha suerte, Vermon. —Ellery volvió a estrecharle la mano.
—Ya le contaré, Queen, ya le contaré. —Se recolocó por segunda vez el sombrero y se encaminó hacia el camarero que le indicaba una mesa en la otra punta del restaurante—. Señorita Toldman, todo un placer conocerla. Este tipo es un hombre de oro. —Les guiñó un ojo como despedida.
Aquel encontronazo hizo recordar a Ellery aquella época de su vida. Aun con el estrés de adaptar un libro y adecuarlo al ambiente moderno que Vermon quería en la película, ni el cansancio ni la fatiga asomaban por las esquinas.
Suspiró con añoro y dio un sorbo al vino. Estaba decidido a que ese mismo estado de tranquilidad regresara.
*
Aurora contemplaba a Ellery removiendo el café, extraviado en sus pensamientos. Sonrió sin que se percatara. Aquella típica postura suya de relajación le confería un aspecto aniñado que él no percibía. Le gustaba ser consciente de los cambios en su comportamiento cuando el estrés y la frustración se disipaban. El viejo Ellery se había instalado en su rostro, tan alegre y desenfadado como siempre. Y aunque solo durara unas horas, no iba a desaprovecharlo.
Queenie..., repitió para sí. Aquel mote se remontaba a las viejas expediciones por el bosque de Bar Harbor. Sin embargo, el apodo con el que Ellery le había condecorado tuvo lugar primero. Habían transcurrido más de diecisiete años de aquel momento:
<<Paseaban por el bosque a media tarde recolectando las piñas caídas de los pinos. Ellery le había retado a ver quién era capaz de conseguir mayor cantidad, y ambos habían aceptado el desafío con ganas. Portaban a la espalda dos grandes bolsas que Henry les había facilitado. Las piñas las entregaban luego a los comerciantes del pueblo de Maine, que se encargaban de vender los piñones en sus tiendas. Pero eso no les importaba, ni siquiera habían pensado en la labor que estaban realizando. Para ellos se trataba de un duelo.
Fue entonces cuando, abstraídos en la recogida de piñas, el tiempo pasó, las horas volaron y el atardecer se adueñó del bosque. Cuando quiso darse cuenta, levantó la cabeza y Ellery ya no estaba.
Claramente se asustó. Conocía ese bosque como la palma de su mano, no guardaba secretos para ella. Siempre había preferido un poco de barro en sus rodillas por toda una tarde entre bosques, ríos y largas tandas de escondite a un vestido nuevo que lucir por el pueblo. Pero nunca se había adentrado cuando el sol despuntaba sus últimos rayos. Las sombras se las tragaba la tierra y el camino de vuelta parecía desaparecer del mapa.
La bolsa cayó de sus manos y algunas piñas se desparramaron fuera. Sometida al miedo, empezó a correr entre los inmensos árboles gritando el nombre de Ellery a pleno pulmón. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Temblaba, sentía que se asfixiaba. El pánico se expandía por su cuerpo, dificultando el camino a través de ramas y piedras. No entendía lo que le estaba sucediendo, pero aquella extraña y nueva sensación incrementó los latidos de su corazón. Se derrumbó contra la tierra húmeda, llorando desesperada, y se hizo un ovillo.
Tras minutos de angustia en los que vaticinó todas las catástrofes posibles de unos síntomas que parecían la misma muerte, escuchó unos pasos a su espalda. Las pequeñas ramitas del bosque crujían bajo el peso de una persona.
—Ey, Ginger, ¿qué haces en el suelo?
Titubeante, levantó la cabeza. El rostro de Ellery esbozaba una risa juguetona. Sin embargo, el aguamiel de sus ojos descubría una preocupación que no quiso transformar en palabras.
Su corazón se desaceleró, la respiración se normalizaba. Su joven amigo le tendió la mano y la ayudó a levantarse. Lo observó en silencio mientras le limpiaba las mejillas de tierra y le quitaba las hojas del cabello.
—¿Y... y tú bolsa, El? —titubeó, pues la bolsa de piñas de Ellery también había desaparecido.
—Hace rato que la olvidé en una rama. Todos estos árboles son iguales, y no recuerdo dónde la colgué —contestó, alzando los hombros despreocupadamente—. Venga, vamos, está oscureciendo.
Juntos, emprendieron el sendero de regreso a Bar Harbor>>.
Un detalle de ese suceso lo guardaba con celo para sí. Cuando regresaban al pueblo cogidos de la mano, Aurora tornó la cabeza hacia el lugar donde Ellery le había encontrado. Detrás de unas grandes rocas distinguió la bolsa de su amigo, bastante llena y con un nudo para evitar que ninguna piña se escapara. Comprendió entonces que, al percatarse de que ella había extraviado la suya, Ellery se apiadó y aceptó que ambos fueran perdedores.
Recordaba ese momento con cariño porque, si ya estaba locamente enamorada de él, aquel gesto terminó por cautivarla. Sabía que aquel chico de gafas redondas y mente inquieta no se había parado a pensar en sus sentimientos, pero ella no podía evitarlo.
Y allí estaban, años después, compartiendo una comida en Sardi's. Todo había cambiado tanto...
Sus ojos cazaron en un reflejo la mueca que Ellery torcía. De pronto, se asombró de las palpitaciones que resonaron contra su pecho. Revivió al instante las sensaciones de antaño, tan fuertes e intensas que a veces se convertían en un odio frustrado. En aquel momento se sentía confundida, terriblemente incomprendida. Pero era una niña... El paso del tiempo colocó las cosas en su lugar.
El problema era que aquella ridícula sensación en la boca del estómago afloraba siempre que lo tenía delante.
Afortunadamente, pensó Aurora, Jeremy Anderson había sido como un rayo cegador. Había roto sus esquemas. Le atraía de una manera enigmática, avivaba su curiosidad como ningún otro hombre. Quería conocer al hombre qué escondían aquellos hipnotizantes ojos azules.
—Sé en qué estás pensando —pronunció de repente Aurora, alejando la imagen del médico.
Ellery, que reposaba con el brazo apoyado encima de la silla, desvió los ojos.
—El mar.
El escritor aparcó la cucharilla.
—Realmente, estás hecha toda una adivina.
—No, solo te conozco —corrigió—. Y sé lo que te hace sentir el mar. Es por la expresión de tu cara. Es la misma que pones cuando sales a nadar con el amanecer sobre ti.
Sonrió plácidamente. Sí, pensaba en el mar. En las maravillosas playas de Bar Harbor y sus largos nados en la madrugada, acompañado del ruido de las olas barriendo la arena. Aquella sensación era su medicina natural. Durante ese largo año, se había perdido de vez en cuando entre las idílicas imágenes del paisaje costero. Pero nunca tomaba la decisión de abandonar todo, montarse en el duesenberg y desahogar la tensión respirando el salobre del mar. Siempre lo atrasaba, una y otra vez, hasta que la idea se difuminaba. Ahora, en pleno reseteo mental, ese pensamiento aparecía de entre las profundidades del olvido.
—¿Te estás planteando unas vacaciones en la costa?
—Deja de leerme la mente, pequeña bruja —se defendió en tono burlesco—. Sí, es una opción.
—¿Bar Harbor?
—¡Oye! Voy a tener que buscarme algo para bloquear ese poder oculto tuyo —dijo, y extendió los brazos a modo de muro protector contra Aurora.
—No me hace falta meterme en tu cabeza, tus ojos lo dicen todo.
—Pues tendré que prohibirte mirarlos.
—No luches contra lo que no puedes controlar, Queen —expresó Aurora—. Esos ojos ambarinos me pertenecen desde hace mucho tiempo.
—Eso tendrás que rebatírselo a quien sea la futura dueña de ellos —continuó bromeando, pero la conversación azuzó un leve nerviosismo interno que lo revolvió en la silla.
—No, no, no, no, no. La futura mujer Queen seguirá siendo una segundona.
—Aurora Toldman, dueña de los ojos de Ellery Queen —rotuló como si leyera un cartel publicitario.
—Sí, suena bien. Que no se te olvide.
—Tranquila, eso sería inaceptable.
Compartieron una cálida sonrisa. Aquel tira y afloja había mediado entre ellos desde que se conocían. Pero no era más que un juego, siempre lo había sido. Les había costado reconstruir lo que años atrás destrozaron entre equívocos y cabezonería. ¿Por qué estropearlo con absurdas emociones que no significaban nada?, se excusó Ellery para mitigar la acalorada emoción que alteraba su respiración.
—¿Sabes? Sé qué necesita tu cuerpo para prolongar ese descanso que has decidido tomarte. —Aurora se levantó, depositó unos dólares sobre la mesa y cogió del brazo a Ellery—. Tu calla y sígueme.
*
—¿Esto es lo que necesitaba?
Aurora asintió mientras saboreaba una bola de helado de chocolate sobre un pequeño cucurucho de galleta.
—El helado es sanador, Queen. Deberías probarlo más a menudo.
Ellery examinaba con aire suspicaz el helado de vainilla que le habían servido en una tarrina. Entre el helor del ambiente y la temperatura que había tomado el recipiente, sentía un molesto entumecimiento en la mano.
—¿A mediados de noviembre? —inquirió.
—Solo los neoyorkinos más valientes somos capaces de disfrutar de un helado en pleno otoño. ¿No te atreves?
Su voz sonó desafiante.
—Por qué no...
La miró de soslayo y, sin previo aviso, dio un gran bocado a la fría bola de helado. Aurora no pudo contener la risa al observar la expresión constreñida de Ellery.
—Muy rico —bromeó, intentando apaciguar la dentera.
—¡Anda!, déjame probar el tuyo. —Aurora acercó el helado a sus labios y saboreó un pequeño mordisco—. No está mal, pero como el de chocolate...
—Eso lo juzgaré yo —dijo arrebatándole el helado—. Mmm... pasable.
—¿Pasable? Ellery, debo recetarte con urgencia una dieta basada en helados para que tu paladar se percate de las impertinencias que sueltas. Además, ¿es que ya no lo recuerdas?
—¿Recordar el qué?
—Tú pediste este mismo helado de chocolate cuando éramos unos críos. Y te aseguro que te encantó.
—Extraño, viniendo de mí...
—En serio, Queen —Aurora puso los ojos en blanco y suspiró—, ¿no te acuerdas de la vez que nos escapamos sin que nuestros padres se enteraran? Estaban contándose sus viejas batallitas y yo te convencí para que diéramos un paseo.
—Cómo no, Aurora siempre persuadiéndome para saltarme la ley.
—Aprendí del mejor. —Le asestó un suave codazo y lamió su helado antes de continuar—: Te llevé a esa misma heladería, que conocía por mi padre, y elegiste el helado de chocolate mientras que yo me decantaba por el de fresa. Me dijiste que era el helado más rico que habías probado nunca.
—La emoción del momento hace que las cosas sepan mucho mejor.
—Sí, ¿y tampoco recordarás lo que pasó después?
—Pues...
—Gracias a tu insistencia de pasear por Central Park antes de que nos castigaran durante una semana, echaste a correr tirando de mi mano y el helado se me cayó al suelo.
—Oh, lo siento mucho, Aurora.
La miró de reojo aguantando una carcajada.
—Bueno, gracias a eso y a que te sentiste culpable, compartimos el tuyo. Te justificaste diciendo algo así como: <<eso ha sido cosa del destino para que pruebes el mejor helado de chocolate de toda Nueva York>>.
—¿Y acaso era mentira?
—No, en realidad me encantó. Por eso lo he pedido, creí que lo recordarías.
—Tengo a mi lado a alguien que me lo recordará siempre que lo necesite.
Le guiñó un ojo cómplice al que Aurora sonrió. Se agarró con más fuerza a su brazo y, entre risas y confidencias, se adentraron en el largo paseo de Central Park.
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