La intensidad de unos rayos de sol se colaba por la cortina entreabierta. Arrugando el gesto a causa de un agudo pinchazo en las sienes, Ellery se masajeó los ojos y reconoció el dormitorio donde había despertado. Un color asalmonado aderezaba las paredes. Algún que otro objeto oriental y un gran espejo esquinero decoraban la estancia. Pero era el basto ventanal con una panorámica grandiosa del Upper East Side lo que dejaba ensimismado a todo aquel que despertaba entre las suaves sábanas de seda egipcia. Lentamente, se recostó contra el cabecero, sucumbiendo a la sensación del cambio de temperatura contra su torso desnudo.
Cegado por la luminosidad del cristal, parpadeando para mitigar el sopor, tornó la cabeza hacia el lado contiguo de la cama. La larga melena rubia de una mujer descansaba apaciblemente sobre el colchón. Perfiló con gusto la piel desnuda de la espalda hasta el punto culmen de la cadera, estratégicamente encubierta por las sábanas.
Nicolette Bellemore...
No pudo contener una silenciosa carcajada. Hacía demasiado que no saboreaba una noche como aquella, y, por un instante, el arrepentimiento por una noche lejos de la máquina de escribir brillaba por su ausencia. Se encontraba en un capítulo de su vida muy inestable, agotado del estresante tren de vida al que se había habituado sin percatarse del insidioso mal que iba carcomiendo su entereza. Día sí y día también, casos y más casos, libros y más libros. El parón que había decidido tomarse no podía haber llegado en mejor momento. Al principio algo reticente, incluso huraño, por la expectativa de romper su estructurada y desquiciante rutina, pensarlo le originaba una oleada de ansiedad poco característica en él. Pero la fiesta le había recordado la vida que había desperdiciado. No sortear un problema tras otro calmó su mente, hecha un torbellino, y le dio alas a su otro yo, aquel que deseaba disfrutar de lo que viniera sin nada a cambio, solo puro y genuino placer.
Dispuesto a hacer caso a su inconsciente, se había dejado atrapar por las armas de seducción de la conocida actriz de Hollywood. Ella ansiaba descubrir sus sombras, o una parte de ellas, y él le abrió las puertas sin ningún reparo.
Apoyó la cabeza sobre su brazo sin apartar la vista de la belleza que había borrado de su memoria la espiral de preocupación. Nicolette había querido mostrarle que era la diosa de su propio mundo, y lo embaucó durante una tórrida velada que comenzó en el ascensor del edificio. Lo sedujo entre las manos que surcaban su cabello y entreabrían su camisa y el vestido que poco a poco revelaba el fuego que escondía. Esos labios, tan salvajes como aquel iris atigrado, se apropiaban de su boca. Y una vez resguardados de miradas ajenas, Ellery también quiso ser partícipe del juego, lo que acrecentó las ansias de Nicolette por conocer a fondo al misterioso hombre que la desnudaba.
En un desliz visual, distinguió el vestido arrugado en una butaca. Sonrió, suprimiendo una risa tonta. Entre la escasa luz y el desenfreno que sucumbía a la impaciencia, sus dedos torpes no hallaban la manera de deshacerse de la prenda que frustraba sus deseos. Fue entonces cuando Nicolette lo empujó de un ligero toque de pierna contra la cama. Sentado, se convirtió en observador del espectáculo de la actriz. Sus manos resbalaron por el costado izquierdo del vestido y, lentamente, exprimiendo la agonía, desabrochó una sutil cremallera. El vestido, al igual que Ellery, perdió sus defensas y se deslizó cintura abajo.
Provista con el encaje negro de una lencería que poco dejaba a la imaginación, aquellos ojos atigrados no desistieron de su presa mientras avanzaba hacia la cama. Lo apresó entre sus muslos y tiró de la camisa. Los últimos botones abrochados se desperdigaron por el suelo. Las uñas de Nicolette recorriendo su espalda le nublaron el sentido. Fuera de sí, con la excitación quemando en su pecho, Ellery la capturó entre sus brazos al tiempo que volvía a probar el sabor de aquellos labios.
A pesar de aquel carnal encuentro, en momentos esporádicos de la noche la imagen de Aurora había retornado a su conciencia. Y eso había logrado perturbarle. En las imágenes difusas de la fiesta que rondaban por su cabeza, aquella mirada esmeralda parecía más intensa, más profunda, más cautivadora. O quizá fueran sus propios ojos, que la miraban de un modo distinto. Aquel entramado confuso de sentimientos siempre había estado ahí, pero no esperaba que su mente deseara indagar nuevamente en su significado.
Pero descartó esa idea tan rápido como vino. Eran amigos y, por tanto, natural que, de vez en cuando, los sentimientos se entremezclaran y la presencia de una tercera persona avivara la envidia. En especial si ese tercero en discordia poseía el carisma y la elocuencia de Jeremy Anderson. Recordarle le hizo contener un soplido. ¿Desde cuándo Aurora estaba tan cegada por un hombre? ¿Realmente había algo entre ellos? ¿O era una amiga más?
Negó con la cabeza; dudaba que ese hombre hubiera renunciado a un acercamiento de tintes más íntimos con Aurora. Era más lógico pensar que, al igual que él, Jeremy Anderson hubiera disfrutado de un contacto más estrecho. Y eso le gustaba todavía menos.
Extravió la mirada en Nicolette, aún dormida. Tras unos segundos de indecisión, salió de entre las sábanas, evitando algún ruido que avisara a su hospedadora de la temprana fuga de su invitado, y cogió sus ropas. Tampoco hacía falta una despedida, le había entregado a Nicolette todo lo que deseaba de él. Y tenía un objetivo en mente más apremiante. Necesitaba conocer qué lazo unía a Aurora con el hombre que activaba la alarma roja de su intuición.
*
Frente al inspector Queen reposaba el plato frío de su hijo, preparado especialmente por Djuna. Su ausencia le había llevado a preguntarse dónde demonios habría pasado la noche. Con aparente disimulo, había cruzado el pasillo junto a su dormitorio con una lentitud meditada, y ni rastro de su presencia. Tampoco el duesenberg se encontraba aparcado en su lugar habitual.
Con el sonido de la puerta del salón cerrándose de un golpe y el zapateo consiguiente, Richard expulsó un resoplido de alivio.
Ellery lo saludó con un efímero cabeceo, pues sus ojos devoraban el desayuno de la mesa antes que su estómago. Se llenó una gran taza de café y tomó asiento. Cogió la manzana más apetecible del frutero, la limpió con la manga de la camisa y le dio un bocado.
—Pareces hambriento —indagó el inspector.
Ellery no contestó, ocupado en tragar la tortilla fría y el café casi al mismo tiempo.
—¿Una fiesta agradable?
—No estuvo mal.
—No has dormido aquí —señaló.
—Muy sagaz.
Entre ambos se creó un silencio que las engullidas de Ellery rompían de vez en cuando.
—¿Algo... que desees contarme?
—Desear es decir mucho —negó—. Simplemente, he pasado una buena noche.
—Y en eso se habrá quedado, en una única buena noche con tu amiga Porter —dijo con disgusto.
Ellery levantó la mirada de su plato y se topó con el rostro circunspecto de su padre.
—Que te quede claro, viejo, no voy a ser más explícito porque ni tú ni yo queremos eso. Pero sí, ya que lo dices, sí, una única noche. Ni ella buscaba otra cosa ni yo necesito complicarme la vida. Y olvídate de Nikki —aleteó la mano para que evitara nombrarla—, ella tiene otros planes.
—¡Bah! Eso son memeces de juventud —recriminó en un ademán severo—. No hay nada como volver a casa y saber que hay alguien especial esperándote.
—Eso suena un tanto egoísta.
—¿Egoísta? Hablo de reciprocidad, El —prolongó el sermón—. El amor es eso: intimidad, compañerismo y compromiso.
—La piedra angular de toda relación —se mofó. El inspector entrecerró los ojos, enojado—. No es el mejor momento para que hablemos de esto. Por cierto —prosiguió, cortando al inspector antes de un segundo reproche—, a que no adivinas a quién me encontré entre los asistentes.
—Francamente no, hijo. Sorpréndeme —farfulló.
—A Jemma.
El inspector comenzó a toser el café que bajaba por su garganta. Se llevó la servilleta a la boca y miró a su hijo con el rostro colorado.
—Je... Jemma. ¿Qué hacía... allí?
—Era una de las invitadas de honor. Dejó caer varias veces que era amiga del organizador de la fiesta. Me preguntó por ti.
—¿Y tú que le dijiste? —Richard se recompuso, inquiriendo asustado.
—¡Nada, te lo prometo! —Ellery rio con ganas—. Pero sigue colada por tus huesos.
—Esa mujer no aprende... —murmuró el inspector Queen, estampando la palma contra la mesa.
—También me encontré con otra persona. Y eso sí que ha sido una sorpresa. —Alargó el suspense—: Aurora.
El rostro de Richard se transformó. Abrió los ojos con grata admiración. Sus labios esbozaron alegría.
—Esa joven es una dulzura. La he echado mucho de menos. —Se cruzó de brazos e inclinó la cabeza hacia atrás—. Y supongo que tú también. Habéis estado todo un año sin veros. Dime, ¿qué tal le va?
—Perfectamente —contestó Ellery, cuyos ojos no desprendían la misma felicidad.
—¿Y era una de las invitadas? ¡Vaya!, su éxito se está expandiendo como la espuma.
—Aunque como escritora es brillante, en realidad estaba allí en el papel de acompañante, como tu queridísimo hijo —explicó, lanzando el tenedor al plato casi vacío. De repente, había perdido el apetito.
—¿Acompañante? —Richard arrugó la frente. Removió los labios de izquierda a derecha—. Henry no me ha comentado nada acerca de algún pretendiente de su hija... Con lo que le gusta a ese viejo cotillear...
—Porque no hay ni pareja ni relación de la que hablar —zanjó con dureza—. Al menos, anoche no daban esa impresión. Puede que un poco cercanos...
—Entiendo. —El inspector se cercioró de la emoción que agriaba el rostro de su hijo y, pese al interés en profundizar en ello, cambió de tema—. Supongo que, después de tanto tiempo, os alegraríais de encontraros.
—Eso me pareció.
—¿Y qué te ha contado? ¿Qué tal por el lejano oeste?
Richard anudó las manos sobre la mesa, complacido por escuchar noticias de la joven que casi había criado como segunda hija.
—Puedo contestarte, pero sería una tremenda invención por mi parte —respondió con un tono afilado—. Nuestra conversación no alcanzó los dos minutos. —Molesto por la visión hercúlea que ocupaba su mente, se levantó y deambuló hasta la puerta de la cocina—. Aurora estaba muy ocupada con su cita.
—¿Tan ocupada como para no malgastar un rato contigo? ¡Pero si sois uña y carne! —El inspector arqueó las cejas, atónito—. ¿Quién dices que era su acompañante?
De espaldas, Ellery articuló el nombre que tanta repulsa empezaba a crearle:
—Jeremy Anderson.
—¿Jeremy Anderson? —repitió el inspector Queen—. ¿Y quién se supone que es ese Jeremy Anderson?
—El médico que inauguraba la fiesta —contestó Ellery con un pie ya fuera de la cocina.
—Menudo caudal económico debe tener ese hombre.
—Sí, ya, es una de sus cualidades —murmuró. Su inflexión virulenta no pasó inadvertida para Richard—. Estaba en su propia peana de dios. Aunque prefieren usar otro término. Filántropo —mencionó con desagrado—, así es como le describió Aurora.
—Conque Aurora se ha buscado de pareja a un médico... —Richard se rascó el mentón—. Había supuesto que terminaría con alguien de tu calaña.
—¿Calaña?
—Un escritor.
—Lo había entendido, gracias. Y ella forma parte de ese mismo grupo al que desprecias.
—¿Y cómo se han conocido? —evitó enzarzarse en otra discusión.
—Lo desconozco. Y no me importa que siga así.
Puso el otro pie fuera de la cocina, pero la voz de su padre volvió a detenerle.
—Ellery, ¿estás bien?
—Todo lo bien que se puede estar después de una noche de alcohol e insomnio.
Dejó la puerta entornada y subió las escaleras de dos en dos hacia su habitación. El tono de la pregunta llevaba implícito el reclamo de un motivo en el que no deseaba indagar.
En el escritorio, se desperezó mientras releía la última hoja escrita. Estaba decidido a evadirse por unas horas.
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