Capítulo 24. Sentencia: inocente
El inspector Queen se arriesgó a internarse en la oscuridad del dormitorio de su hijo. La ventana entreabierta mantenía la estancia a una temperatura más baja de lo normal. La papelera que reposaba sobre la mesa desprendía un peculiar olor a hoja quemada. Escrutó el interior. No le hacía falta preguntar qué había ocurrido para que se sintiera en la necesidad de purgar su manuscrito de ese modo.
Centró la vista en Ellery, tumbado boca abajo con las sábanas cubriendo la mitad de su torso.
—Me has despertado... —rezongó, somnoliento.
Pardeó perezosamente restregándose los ojos. La idea de renunciar a la placidez de la cama le generaba cierto agobio.
—¿Te encuentras mejor?
—Creo que sí. —Se incorporó entre bostezos—. Solo necesitaba reponerme un poco.
—¿Un poco dices? —El inspector descompuso una sutil carcajada—. Llevas dos días durmiendo.
Aturdido por el cabeceo afirmativo de su padre, echó un vistazo por la ventana. La mitad de la esfera anaranjada del sol perecía entre la frontera de edificios, misma estampa que contempló momentos antes de rendirse al sueño.
—Si este es el medio que tiene mi cerebro de contrarrestar el insomnio, prefiero no dormir —bromeó—. Pero ahora es mi estómago el que anda quejándose —dijo llevándose la mano a la barriga—. No sé cuánto tiempo llevo sin probar bocado.
—Conociéndote, puedes tirarte así días.
En la cocina, Djuna saludó alargando una sonrisa efusiva y sirvió a Ellery un plato de huevos revueltos que acrecentó su apetito. Sin mediar palabra, comenzó a engullir la comida sin echar cuenta de los dos hombres que lo observaban comer.
El inspector tomó asiento y permaneció en silencio. A los segundos, Ellery elevó la cabeza del plato y arrugó el ceño sin detener el tenedor que se llevaba a la boca. Su padre tenía cara de necesitar expulsar lo que había estado rumiando.
—Se ha armado una buena en los periódicos desde que la noticia ha salido a la luz —inició el inspector, masajeándose la sien—: La foto del médico está en todas las portadas. Algún oficial se ha ido de la lengua con un periodista oportunista. En el Times han escrito una impactante narrativa sobre la vena sádica que el filántropo de oro de Nueva York ocultaba a la sociedad. No hemos parado de recibir llamadas de colaboradores del médico para verificar la información. Incluso telefoneó Jemma...
—¿No me digas? —expresó con una mueca de disfrute.
—Sí... Te da la enhorabuena, por cierto. Ya me contó tu visita a su residencia. —Richard lo miró con recelo.
—Fue de gran ayuda.
—La próxima vez, avísame. Tuve que ser descortés y colgar el teléfono cuando trató de persuadirme para una cita. Esa mujer...
El escritor bebió del café que Djuna le había servido, disimulando una risa.
—Entonces, la vida de Anderson está totalmente arruinada —aclaró.
—En estos momentos se encuentra en prisión a la espera de juicio. Ese hombre no ha soltado prenda —refunfuñó—. No ha abierto la boca nada más que para hacer una llamada telefónica que me habría encantado denegarle. Me han comunicado que ha contratado a uno de los mejores abogados penales de la ciudad.
Ellery retornó la vista al plato. Que Anderson tuviera la posibilidad de reincorporarse a la sociedad como si su delito hubiera consistido en propinar una cachetada a un niño le inquietaba. Aun con vigilancia, ese hombre era la materialización del término peligrosidad.
—En mi vida me esperaba encontrar semejante caos —comentó el inspector—. Esas pobres mujeres... ¡Puff! No se lo deseo ni a mi peor enemigo. Aquel lugar rezumaba maldad por cada esquina.
—<<Los monstruos más temibles son los que se esconden en nuestras almas>> —citó Ellery como única respuesta. No le apetecía seguir hurgando en el tema.
—El, si no es mucho pedir —dijo con el tono dictatorial de policía—, tienes un testimonio que redactar y firmar en la Comisaría. —Puso las manos sobre la mesa en un ademán paciente—. Les he comentado que no tardarías en dejarte caer por allí. No quiero meterte prisa, sé que estás agotado, pero quítate ese problema cuanto antes.
—No te preocupes —asintió tomando la taza. La calidez que desprendía le resultaba reconfortante—. Mañana mismo tendrás el informe sobre tu mesa.
El inspector cabeceó y ambos Queen se recluyeron entre cavilaciones, interrumpidos por los intermitentes ruidos de Djuna al amontonar la cubertería en el fregadero.
—A propósito, hijo, Henry estuvo en casa.
La tortilla se le atragantó. El estado de inconsciencia había sido tan profundo que ni los golpes contra la puerta ni las pisadas entre habitaciones habían llegado a sus oídos.
—Djuna ha tenido la amabilidad de contármelo hace un rato. Se presentó sin avisar solicitando verte. ¿No es así, Djuna?
Ambos se giraron hacia el sirviente, que fregaba con tenacidad la cena del inspector.
—Sí, discúlpeme señor Queen. —Djuna agachó el morro como un perro que sabe que ha actuado mal—. Intenté despertarle, pero usted farfulló unas palabras que ni entendí y me echó de la habitación.
Ellery rompió a reír. Ni sumido en la fase más profunda del sueño le gustaba que lo interrumpieran.
—Yo no he parado por casa hasta hace bien poco. Con todo el lío que ha producido el caso de Anderson, la oficina es un hervidero.
—Y... —osciló un segundo—, ¿cómo se encuentra?
—Tú que crees, El. Lo recibí a la entrada del hospital a las horas de que te marcharas. Estaba agitado, necesitaba comprobar con sus propios ojos que Aurora seguía viva. Ni siquiera me dejó trasladarle... Si hubieras visto el momento en que Henry entró en la habitación y la encontró... Fue muy emotivo —explicó aclarándose garganta—. No se ha separado de ella, se ha convertido en su sombra. Pero, como todo ser humano, necesita comer, cambiarse y descansar, así que se ha instalado en su casa nuevamente. Ha dado un cambio radical. El Henry de siempre parece de vuelta.
—No es de extrañar. Todo lo que conformaba su vida y creyó perder ha regresado de entre los muertos.
—También tuvimos tiempo para hablar sobre ti. Me comentó que quería conversar contigo, que sacaría un rato mientras Aurora se recuperaba. Por eso se presentó aquí. Claro que no tuve en cuenta que tú cerebro obvia los estímulos a los que no otorga importancia, incluyendo en ellos a determinadas personas. Djuna estaría exasperado al servicio de un Henry impaciente.
Padre e hijo escrutaron de reojo al sirviente, que levantó la cabeza con el orgullo herido y siguió fregando.
—Djuna... —le dijo Ellery, alargando la pronunciación de su nombre—. ¿Qué te dijo Henry?
—¡Oh, sí! —el sirviente se dio la vuelta con la mano enjabonada pegada a la frente—, me dijo que le preguntara si el señor Queen sería tan amable de acudir a su domicilio. Pero... pero de eso hace ya dos días, señor Queen.
—Necesitaba estar en condiciones para enfrentarme a esa conversación —le restó valor—. ¿Crees que será muy tarde para hacerle una visita? —inquirió al inspector.
—Ellery —dilató una sonrisa—, ahora mismo el tiempo es lo que menos le importa. Pero debes saber una cosa.
—¿El qué? —preguntó, ya en dirección a la puerta de la cocina, decidido a arreglarse antes del encuentro.
—Aurora ha vuelto a casa.
*
La espera en la puerta de los Toldman se le hizo eterna. Los nervios le jugaban una mala pasada. Hacía semanas que Henry y él se habían distanciado y, aunque ahora las aguas volvían a su cauce, la relación entre ambos se encontraba estancada en un punto muerto. Y que Aurora hubiera sido dada de alta no facilitaba las cosas. Dejarla en el hospital y desaparecer durante dos días enteros sin preocuparse por conocer su estado lo incomodaba. Su reciente puesta en libertad del hospital había sido más que pronta, pero tenía claro que la autoridad del juez estaba detrás de dicho milagro. Nadie como Henry para imponer su mandato cuando lo que se juzgaba era de su propiedad.
La puerta chirrió ligeramente. Una mujer mayor, de estructura fornida y alta, de cabello canoso recogido en un moño impecable, lo instaba a presentarse con expresión desaborida.
—¿Quería algo? Nada de periodistas.
—Discúlpeme, usted debe ser la señora Margaret, la tía de Aurora. —La mujer asintió, examinándolo con ojos suspicaces. La sonrisa ladeada y el cabello alborotado que aportaban al escritor un toque dulce no neutralizaban sus defensas—. Soy Ellery Queen, amigo de la familia.
—¡Ah, señor Queen! ¡Pase, pase! —Los ojos de la mujer se abrieron, animosos, y abrió la puerta—. Se ha hecho de rogar, señor Queen. Henry está en el salón. Le espera desde hace unos días.
—Sí, he estado... ocupado.
—Lo comprendo perfectamente —expresó mientras lo acompañaba. Se detuvo en el acceso a la estancia con un recto mohín de gratitud—. Gracias por todo, señor Queen. Sin usted, Henry estaría perdido.
—Yo también lo estaría.
Solo en la penumbra, entrevió desde la esquina de la puerta la figura del juez frente al candente fuego de la chimenea. A la luz de las pequeñas llamaradas, su rostro mostraba a un hombre al que, en poco más de una semana, se le acumulaban encima largos y fatigosos años. Las líneas de expresión parecían más prominentes y las arrugas del contorno de los ojos trazaban laderas violáceas, acrecentando la vejez de su fisonomía. Sus labios componían una línea horizontal pese a la felicidad que alojaba su corazón.
Inspiró profundamente y dio una zancada al interior del salón.
—Henry —pronunció.
El juez Toldman viró la silla y atendió a la nueva presencia con la expresión seca que había dedicado a la pila de leños.
—Ellery —correspondió.
Durante unos segundos, no se movieron. Sus miradas establecían una lucha que objetivaba determinar la condición actual de la relación. El señor Toldman reparó en su falta de modales y rectificó enseguida:
—Disculpa, Ellery. Toma asiento, por favor.
—Gracias.
—Supongo que te lo habrán preguntado hasta la saciedad, pero ¿cómo estás?
Esbozó una ligera sonrisa; el juez Toldman pretendía aliviar el tenso reencuentro, pero un tic nervioso desarreglaba su párpado izquierdo.
—Todo lo bien que se puede estar después de lo sucedido. —El juez asintió; su tez había tomado un matiz gris—. Estoy bien, de veras.
—Celebro escucharlo. —Clavó el azul de sus ojos en el escritor y tomó aliento—. Ellery, no voy entablar una conversación circunstancial contigo porque ni tú ni yo queremos eso. Te he pedido que vinieras, y he rezado porque aceptaras mi solicitud, debido a mi necesidad de pedirte disculpas.
—No tienes por qué, Henry.
—Siento discrepar —había subido el volumen—. Ellery, no hay excusa que justifique mi comportamiento. Debo hacer esto, por nuestra amistad. Yo... La muerte... la muerte de Aurora ha sido la experiencia más horrible desde el fallecimiento de mi esposa —explicó Henry—. No me sentía con fuerzas para seguir viviendo. No podía comer, no podía pensar, ni siquiera conseguía dormir. Imaginaba el cuerpo de mi pequeña vagando por las frías aguas del mar, era lo único que mi cabeza se repetía. Una pesadilla estando despierto —manifestó—. Sentía una ira inhumana, Ellery, quería encontrar a un culpable con el que resarcir mi dolor, alguien a quien castigar. Y ese fuiste, lamentablemente, tú.
La atribución del juez, pensó Ellery, no era la primera de las acusaciones. Él mismo se había culpado de la muerte de Aurora. Planteó, visualizó y rememoró sin cesar cómo habrían sido las cosas si no hubieran discutido, si hubiera aceptado los avisos de su intuición. Pese a todas las críticas perpetradas contra sí mismo, el caso contaba con un factor sorpresa que nadie imaginaba: al diabólico Jeremy Anderson.
—Creí ciegamente en las palabras de ese malnacido contra ti, Ellery, y eso no es justo, lo sé. Te conozco desde que eras un niño, has sido y eres como un hijo más para mí. Mi comportamiento no tiene perdón. Puse toda mi fe en ese hombre cuando tú nunca me has fallado, ni a mí ni a Aurora. Te odié, Ellery. —Los ojos del juez brillaron, sus manos temblaban ligeramente cuando se volvió hacia el escritor—. Te odié como jamás he odiado a nadie. Era lo más lógico para mí en ese momento, lo más sencillo. No podía más que desearte lo peor después del daño que me habías provocado. Reconozco que actué como un necio. Obvié tus sentimientos aun siendo consciente de que tú también estabas tan afectado como yo. Sé que las cosas no se arreglan a la fuerza, requieren tiempo, Ellery, pero debía disculparme contigo en persona. —Aspiró, limpiándose los ojos humedecidos con el pañuelo de tela que sacó del bolsillo—. Lo siento, Ellery, lo siento de corazón. Espero que algún día puedas recompensarme con tu clemencia.
El silencio inundó la conversación. Henry inclinó el mentón, removido por pequeñas respiraciones desbordantes de llanto. Ellery lo contempló tamborileando con los dedos sobre el reposabrazos.
—Pero es que yo ya te he perdonado.
El juez elevó la mirada, aturdido por la contestación.
—Cómo tienes la insensatez de perdonarme a la primera de cambio.
—Henry —sonrió al viejo juez y a su tinte melodramático—, te perdoné desde el momento en que tu actitud conmigo cambió. Sé lo que es perder a un ser querido y ver el rostro del culpable ante ti. Al igual que has hecho tú, yo también me responsabilicé de la muerte de Aurora. Acepté tu resentimiento. En ningún momento me enfadé contigo, más bien todo lo contrario, estaba disgustado conmigo mismo por lo que os había hecho a los dos. A quien no podía perdonar era a mí.
—Pero...
—No, Henry. Yo también me vi expuesto a la manipulación de Anderson, permití que me echara la culpa de lo sucedido sin contraatacar. Sin embargo, no era eso lo que más me molestaba.
—¿Entonces...? —titubeó.
—Lo que más me molestaba era pensar que, por una simple y estúpida discusión, abandoné a Aurora.
—Ellery —el juez se trasladó junto al escritor—, eso no te convierte en responsable de nada. Te hace humano, con los fallos y el orgullo que nos constituyen. Nadie podía prever lo que escondía el doctor Ander... —no terminó de formular el nombre—. Culparte no arregla las cosas. Hijo —lo cogió de las manos—, espero que, si de verdad aceptas mi perdón, te des una oportunidad a ti mismo.
—Ya sabes lo que pienso de ti, Henry. Mis sentimientos no han cambiado.
—Te lo agradezco.
—En cuanto a la segunda cuestión, en parte no depende de mí.
—No creo que mi hija te acuse de nada. Después de haberla ayudado a salvarse de ese criminal, no sé cómo no te tiene en un pedestal. —Ellery posó la mano sobre el hombro del juez y rio con él—. Ni ella ni yo podremos llegar a compensarte como realmente mereces.
—Un pedestal me parece demasiado —opinó—. No me debéis nada, Henry, lo sabes. Tú y Aurora lo sois todo para mí. Bueno, y para Richard.
—Lo sé, lo sé... Al menos, mi pequeña estará conmigo un poco más de tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—No, nada, cosas de un padre viejo —eludió—. Bueno, supongo que estarás deseando verla.
—¿Está despierta?
—Te está esperando.
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