Capítulo 23. Un mal sueño
—Corrobórame, Velie, que tenemos pruebas de sobra para encarcelar a ese canalla.
Richard Queen ingresaba en la mansión. El sargento se encontraba apostado junto a una abertura en la pared. El cuadro había sido descolgado y reposaba en el rellano.
—Compruébelo usted mismo, inspector.
Con el ceño fruncido, siguió las huellas de sangre desparramadas por el enmoquetado de la escalera que desfilaban de manera intermitente a través del angosto pasillo de la nueva estructura. Se apartó a un lado para dejar vía libre a varios policías que abandonaban el interior del escondrijo con el rostro pálido y, no sin antes elucubrar sobre lo que aquellos hombres habrían visto, traspasó la puerta.
Ojeando las cortinas de plástico de ambos laterales de la sala, se aproximó al oficial que anotaba en un cuaderno. Describía el instrumental médico desperdigado por la superficie de una mesa auxiliar a la par que fotografiaba las esposas enganchadas a las patas de la camilla. Los cortes en el cuerpo de Aurora dieron rienda suelta a la imaginación de Richard Queen.
—Inspector, ¿ha inspeccionado la otra estancia? —le preguntó el policía. Richard negó—. Será mejor que lleve esto consigo. —Le entregó un pañuelo con una sonrisa torcida.
Constató sin dilación alguna los grilletes de hierro incrustados en el muro opuesto. La forma en X era idónea para retener a una persona inutilizando sus extremidades.
—Lunático... —murmuró.
—Por aquí jefe. —Velie le indicó la entrada siguiente.
Al tiempo que caminaba hacia el sargento, otro policía huía de la sala con la boca tapada y el semblante lívido.
—Qué demonios...
Se giró hacia Velie, a punto de preguntar el porqué de su insistencia y del pañuelo que le habían cedido, cuando sus comisuras perfilaron un rictus de impresión.
Adelantó al sargento, pero como había presenciado en algunos hombres de la patrulla, un olor penetrante y nauseabundo le provocó unas potentes náuseas. Apartándose a tientas, se tapó boca y nariz con el pañuelo. Notaba el impulso del vómito en la garganta, aquel intenso hedor se encajaba en sus fosas nasales.
—Inspector.
Velie guio la mirada del inspector Queen. El horror dejó en blanco su cerebro. Una celda contenía el cadáver despedazado de una mujer. Aguantó el ardor del esófago inducido por una nueva arcada.
—Es un animal...
—Pues esa celda es la primera.
El sargento retrocedió para despejar la visión de la celda contigua. Su interior era aún más espeluznante.
—Llame al forense —respondió—. Más bien, a los forenses.
Velie desapareció tras la orden.
Richard reprimió la tentación de cerrar los ojos y alejarse del rastro de maldad que Anderson había propagado a sus espaldas. La imagen de Aurora aparecía de la nada y una oleada de palpitaciones corría por su pecho al mando de la ira. Había escapado del final experimentado por las mujeres cuyos cuerpos se pudrían ahí abajo, pero su salvación no era excusa para minimizar el horror de sus días de encierro.
Amparado en su neutralidad policial, prosiguió con el reconocimiento. La última verja estaba abierta. Un oscuro charco de sangre cubría la zona de entrada, desde donde partía la senda de huellas hacia el exterior. Dedujo que la fuga de Ellery y Aurora había dado comienzo en aquel lugar. Deambuló por la estructura de confinamiento: tres muros de piedra unidos a largos barrotes de hierro eran todo lo que la componían. Nada en su interior, solo dura y áspera piedra. Ni cama ni ventanas ni nada donde alojar la vida de un ser humano.
Apretó los puños; pensar que su hijo había estado recluido en aquella prisión a la espera de morir incendiaba su estado de ánimo. Por una imprudencia, un despiste como padre, le había perdido la pista, y por poco su desaparición se transformaba en una realidad intolerable.
Desechó la idea meneando la cabeza. No era momento para encerrarse en culpabilizaciones absurdas. Aurora estaba viva, y Ellery también. Debía avisar inmediatamente al juez del giro de los acontecimientos. Lo acompañaría al hospital. Juntos, como siempre habían estado en la crianza de sus hijos. Le mostraría lo que solo Ellery había logrado pese a los juicios infundados contra él: había salvado a su hija.
No le dio más vueltas, su labor en las mazmorras del horror había terminado por ahora. En la superficie, avisó a uno de los oficiales que vigilaban la entrada con un ademán firme y dirigente.
—Consígame un teléfono. Henry, viejo amigo —murmuró al cielo, emocionado—, Aurora está viva.
*
El duesenberg derrapó frente a la entrada del hospital. Sin importarle que ocupara dos estacionamientos y una fracción de calzada, Ellery tomó a Aurora en brazos y corrió hacia el interior del complejo.
—Hemos llegado, Ginger —susurró en su oído—, ahora estarás en buenas manos.
Durante el viaje en coche, aun rebasando la velocidad límite, la devastación del temporal había ralentizado el trayecto. Los minutos corrían, y el sentido del tiempo pasó a ser intrascendente. Aurora ya no escuchaba su alrededor, ni siquiera sentía la húmeda ventanilla contra su frente. Su respiración se había vuelto superflua.
Su estrepitosa entrada en el vestíbulo del hospital sobresaltó a los contados pacientes y al personal sanitario que invadían la planta. Con un aspecto deplorable, vagó hacia los médicos que se apresuraban en su dirección.
—¿Qué le ha pasado? —demandó uno de los doctores, que con un gesto convocó a varias enfermeras.
—Lleva días sin comer ni beber, tiene incisiones en hombros y abdomen, creo que algunas infectadas, y ha estado unos minutos sin respirar —resumió Ellery atropellando las palabras.
El médico lo escrutó con gravedad. La demacrada tez de Ellery, no obstante, le dio a entender que aquella mujer no había sido la única víctima de esos extraños infortunios.
—Acuéstela en la camilla.
Obedeció como un autómata. Las enfermeras actuaron al momento; rodearon la camilla y la trasladaron sin más preámbulos por uno de los amplios pasillos blancos, abandonándolo en la entrada sin tiempo para una breve despedida.
—Tome asiento —le dijo el médico—. Enseguida estaremos con usted.
—Lo mío puede esperar. —A pesar del aplomo que intentaba aparentar, la fatiga arropó su voz.
Bandeó hasta la fila de asientos y se desplomó en uno de los huecos libres. Dejar a Aurora a salvo aliviaba el peso que cargaba sobre los hombros. La tensión que se esfumaba de su organismo fue como un estallido de conciencia; en una drástica conexión eléctrica, su cerebro envió una orden directa a su sistema nervioso para que se relajara. Los ojos le escocían, los estímulos de la sala de espera apenas le molestaban.
Se rascó la frente, luego cruzó los brazos. Necesitaba descansar, cerrar los ojos, solo por un minuto.
*
—¡Ellery!
El inspector lo despertó de un fugaz sueño. Confuso, reparó en su alrededor y fijó la vista en el reloj de recepción. Había dormido durante media hora. Richard estaba delante, expectante.
—¿Cómo está Aurora?
—Está... los médicos se la llevaron hace un rato. Estaba inconsciente... —Cabizbajo, expulsó un largo suspiro—. No he podido hacer nada más.
El estado macilento de su hijo tensó al inspector. Había salido victorioso y, sin embargo, su semblante exponía todo lo contrario.
—Ellery, vas a pillar frío. —Se quitó la chaqueta y le cubrió la espalda.
—En nada volveré a casa y me quitaré todo esto —aseguró esgrimiendo una sonrisa quebradiza.
—¿Cómo te encuentras tú?
Instaló una mano cariñosa sobre la pierna de su hijo y lo contempló con una marabunta de sentimientos enfrentados.
—Ahora mismo siento como si una apisonadora acabara de pasarme por encima. —No había músculo en su cuerpo que no le diera la razón—. Me duele hasta pestañear. Pero... pero eso no me preocupa.
—Lo sé, hijo, lo sé. He avisado a Henry —comentó.
—Suponía que, dadas las circunstancias, lo harías tú.
El trato despreciativo del juez Toldman, como si tuviera la culpa de todos los males del planeta, le había quitado las ganas y las fuerzas de contactar con él y darle la milagrosa noticia.
—Se ha quedado de piedra. Si no le he provocado un infarto...
—Ya se lo provocaré yo.
El inspector se unió a la risa de su hijo.
—Está de camino. No creo que tarde más de dos horas desde Philadelphia.
—Me alegro por él, por ellos.
—Y por ti —agregó, observándolo de lateral.
—Sí, yo también —asintió con ligereza—, no puedo mentirte.
—Sé lo mal que lo has pasado por esa chica, Ellery. Jamás te he visto así, y a nuestro alrededor ha muerto mucha gente, es lo que tiene una profesión como esta. Te ha afectado de otra forma. Te ha tocado de lleno.
—No era para menos. —Soltó una silenciosa carcajada y se recostó en el asiento—. No todas son Aurora.
—No, hijo, no todas son ella —convino. Le pasó el brazo por encima del hombro y lo atrajo hacia sí en un leve y afectuoso abrazo paternal—. Y deberías decírselo.
—Ella ya lo sabe.
Se levantó, incentivado por la mención de su padre a unos sentimientos que derrocaban la simplicidad de la amistad, y estiró la espalda entumecida.
—¿Es que os comunicáis por telepatía? —se jactó el inspector extraviando una mueca.
—A veces.
—Ellery... —Richard se colocó a su lado. Vio su mirada pensativa anclada al suelo—. No dejes pasar lo que deseas desde hace tanto tiempo.
—A lo mejor no es correspondido —discrepó.
—Solos puedes obtener la respuesta que buscas hablando desde el corazón, hijo.
—¿Señor?
El médico con el que Ellery había intercambiado información los avisaba desde las dobles puertas del atrio.
—Se está recuperando —les anunció—. Sus constantes vitales están volviendo poco a poco a la normalidad. Debido a las hemorragias, tenía la presión arterial por debajo del límite. Le hemos administrado antibióticos y analgésicos, un combinado bastante potente, así que es posible que tarde en despertar —aseguró con calma a los dos hombres—. El suero intravenoso irá regulando sus valores. Pero caballeros —el médico los advirtió seriamente—, debido a los daños que hemos notificado, me veo en la obligación de avisar a la policía. Espero que entiendan que...
—Soy inspector —le cortó Richard enseñando la placa—, todo está controlado.
El médico templó la inflexión.
—Ahora mismo se encuentra descansando en la habitación 27 de esta planta. Si quieren pasar a verla...
*
Los Queen se asomaron por el pequeño cristal de la habitación. Sobre el colchón, resguardada bajo sábanas blancas, Aurora descansaba con el rostro parcamente relajado.
Richard se mantuvo fuera mientras Ellery se disponía junto a la cama. No parecía la misma Aurora de la celda, asustada y disminuida, ni la misma mujer a la que había salvado de ahogarse en el mar.
Le acarició el dorso de la mano. Ni en sus peores fantasías de escritor había imaginado ser partícipe de una experiencia similar. Lo sentía una ilusión, un sueño truculento. Pero el tacto de la piel de Aurora varaba sus pies a la tierra.
Las yemas de sus dedos subsistieron unos segundos como despedida. Necesitaba descansar, olvidar las horas pasadas. Actuar como si, por un momento, nada de aquello hubiera sucedido.
Alcanzó a su padre, que escoltaba la puerta.
—Cuídala por mí.
—Pero ¿y el reconocimiento médico? —preguntó.
—Estoy bien, papá. Nos vemos luego.
—No me moveré de aquí.
Abandonó la habitación. Deseaba más que nunca una buena ducha caliente y el humo de un cigarrillo.
*
El agua caía a presión contra su cuerpo. La espesa capa de vaho del baño le aportaba una agradable sensación de calidez. Con la cabeza gacha y los ojos cerrados, dejó que el frío se disipara lentamente. Las ropas húmedas componían un reguero inservible en una esquina del baño. En el viaje de vuelta a casa, se había percatado de que tanto su indumentaria como sus manos estaban cubiertas de sangre. Desconocía si procedían de su propio cuerpo o de Aurora. Ahora, desnudo, comprendía que aquella sangre no le pertenecía. No tenía ni un rasguño. Más pálido y delgado de lo habitual, pero incólume.
Permitió que las gotas repiquetearan violentamente con el fin de borrar el rastro. Pero las manchas de sangre seca parecían incrustadas a su piel, indestructibles ante el paso del agua caliente. Las contempló distraído.
<<Tus manos portan la muerte de otro ser humano>>, se vanagloriaba una vocecilla con una ausencia devastadora de compasión.
Esa sangre pertenecía a la persona que avivaba en él una tormenta de emociones. Ver la sangre gotear de sus manos a la bañera, fundiéndose en un riachuelo rosáceo y perdiéndose por el desagüe, le causaba una sensación extraña. Aurora estaba viva, pero la sangre en sus manos lo llevaba a pensar que una parte de ella, una parte perdida, jamás retornaría.
En un entrecortado suspiro, tomó la pastilla de jabón y se deshizo de una vez por todas de la esencia espectral de la muerte.
*
Tras expiar sus demonios con una larga ducha meditativa, descorrió la cortina. Al instante, un pinchazo enclavó sus brazos en aquella postura. Experimentaba las consecuencias que el calor había hecho reales al desentumecer sus músculos. Los calambres se extendían por la espalda y descendían hacia las piernas. Su sistema le ordenaba con sensatez un descanso. Era una imposición que debía acatar sin reniegos ni caprichos.
Salió de la ducha con una toalla envolviéndole la cintura. Deslizó la palma de la mano por el espejo empañado, creando una perpendicular que le devolvió su reflejo. Aquella ducha le había sentado de maravilla. Su rostro iba recuperando el color, la palidez enfermiza era un mal recuerdo.
Se vistió con las prendas que Djuna había depositado a la entrada del baño, tan servicial como de costumbre, y bajó a la cocina. El amargo olor del café estimuló sus neuronas olfativas. No deseaba disfrutar de aquel momento en la cocina sabiendo que Djuna lo vigilaría y saltaría a cada gesto o suspiro que saliera de su boca.
Cogió la taza y la portó escaleras arriba hacia su habitación. Se apoyó contra la puerta una vez dentro y atendió el interior. Nada había cambiado. Sin embargo, no advertía señal de la angustia y la opresión que lo habían condenado. Sentía que entraba a un lugar nuevo, no por su contenido, inalterable hacía tiempo, sino por la atmósfera emocional que lo invadía. Había pasado del más puro sentimiento de muerte a la intensa y dichosa vida.
Respiró profundamente, llenando sus pulmones del nuevo ambiente, y se sentó frente al escritorio. Dio un largo sorbo al café. Sus ojos merodearon por el cristal rociado de la ventana. La ventisca de la mañana perseveraba en la inmediatez de la noche. La borrasca sitiaba los edificios colindantes, resultando imposible vislumbrar algo fuera. Era un tiempo acorde a la situación vivida: oscuro, tétrico y frío.
<<El cielo no podría ser más cautivador hoy>>, pensó despuntando una media sonrisa.
Releyó la hoja con el último párrafo que había desarrollado antes de partir en busca del cadáver de Aurora. No le quedaba mucho para finalizar la novela, a poco más de dos capítulos con un giro radical de la trama que ya tenía elaborado. Pero la historia ya no le extasiaba. Le provocaba una profunda aversión el solo ver las páginas.
Escribir sobre un médico que, a causa de un trauma emocional que había disociado su identidad, se paseaba por toda Nueva York masacrando víctimas, no parecía, en las condiciones actuales, apropiado. Jamás imaginó que una de sus historias pudiera plagiar de ese modo la realidad, al menos en cierta medida. Su nuevo libro resultaba de todo menos atractivo, y era consciente del impacto que provocaría en sus allegados si lo publicaba.
Arrancó la hoja de la máquina y la situó encima del montón de páginas. Cogió el compendio arrugado y, un último vistazo nada entusiasta después, lo arrojó a la papelera. De uno de los estantes de la cajonera sacó una cajetilla de cerillas, encendió una rasgueando la madera y la dejó caer apaciblemente sobre los papeles.
Contempló el crepitar de las llamas mientras las palabras escritas desaparecían consumidas por el fuego y el entorno se colmaba de un exquisito y alegórico olor a "caso cerrado".
—Adiós, doctor Matthews.
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