Capítulo 22. La fuerza del mar
La boca de una pistola se asentó en la sien de Anderson.
—No haga ningún movimiento brusco o aprieto el gatillo. —La voz del inspector Queen lo taladró a su izquierda.
Focalizado en el asesinato del escritor, había descuidado el rumor de pisadas que lo rodeaban por ambos flancos. De súbito, lo despojaban de la pistola y le golpeaban en la zona interna de las rodillas, derribándolo al suelo. El sargento Velie lo retenía al tiempo que le esposaba las manos a la espalda.
Un suspiro entrecerró los ojos de Ellery. Su padre, después comprobar la eficacia de la llave de inmovilización de su subordinado, negó con disgusto.
—Debes darle las gracias a esa amiga tuya —le dijo a Ellery—. Si no hubiera sido por su insistencia, ten por seguro que tendrías una bala entre ceja y ceja.
—Nikki...
Sabía que la tozuda escritora de novelas románticas no se detendría. Temerosa porque Anderson fuera la causa de su incomunicación, armaría el jaleo que fuera necesario, incluso se presentaría en la casa del inspector, si con ello daba con su paradero.
Horas antes...
—Esto es increíble, inspector Queen. Esperaba de usted algún parecido con su hijo —Nikki refunfuñaba en el coche de regreso a Nueva York.
—Señorita, me está poniendo de los nervios. Su verborrea me tiene frito. No ha parado de darme la murga desde que se presentó esta madrugada ordenándome que buscara al cabeza hueca de mi hijo. O cierra la boca o se vuelve andando. Y usted también —advirtió al editor. Este le dirigió un resoplido que Nikki ignoró con pomposidad.
—Dónde está su coche, ¿eh? —planteó—. Con el amor que Ellery siente por su duesenberg dudo que lo aparcara en cualquier sitio. Es cosa de Anderson. Una mentira más de todas las que nos ha soltada en la cara.
—Puede que esté en lo cierto, señorita, pero no tengo la potestad para reunir una partida de búsqueda solo por un coche.
—No es por un coche —renegó con dureza—. Es por su hijo.
El inspector Queen pegó un frenazo y tornó rudamente sobre el asiento.
—¡Ya me tiene harto! —bramó, cansado de las recriminaciones de la escritora.
A diferencia de lo que Nikki pensaba, el inspector era un hervidero de preocupación. Después de que la pareja le hubiera rogado su involucramiento en la fantasía heroica de su hijo, la tensión se le había disparado. Ni siquiera había asimilado el relato de la joven cuando ya se encontraba subido en el coche en dirección al domicilio del sargento Velie.
Si el hombre al que acusaban de la muerte de Aurora escondía, en efecto, los rasgos criminales de un psicópata, entonces su hijo era un completo idiota. La mente de aquel chico estaba enfocada en una sola cosa: Aurora. Todo lo demás era irrelevante. Si aquello no era amor, como le negaba tediosamente, ya estaba tardando en elaborar una excusa convincente para cuando lo encontrara.
No obstante, Anderson había confirmado la presencia de Ellery en su casa y el arreglo al que habían llegado. Si en ambas historias esos dos puntos concordaban, ¿dónde demonios estaba su hijo?
—Me niego a que precisamente usted me juzgue de mal padre. Yo también estoy intranquilo, y Anderson no me da buenas vibraciones. Tenga en cuenta, señorita Porter, que no podemos hacer una excepción porque Ellery sea hijo de un inspector. Eso es trabajar con ventajas, y no está bien visto, aunque a uno lo amargue en vida. No podemos avisar a nadie sin pruebas fehacientes, solamente estamos nosotros cuatro en esto. Por ende, si tantas ganas tienen de ayudar, dígame, ¿dónde quiere empezar a buscar?
—Pues... —reflexionó—. ¡Podríamos acudir al lugar donde hallaron las pruebas de la muerte de Aurora!
El inspector quitó el freno de estacionamiento y puso rumbo a través de en un angosto y abultado camino que atravesaba el bosque. Después de unos minutos de conducción, aparcó al final de la vía.
—Un kilómetro más allá está el precipicio —informó.
Nikki echó a correr hacia la indicación, adelantando a los tres hombres. El terreno se elevaba y obstaculizaba las vistas de la zona contigua al acantilado por lo que, al poco, la figura de Nikki desapareció entre la arboleda.
—¡Aquí! —la escucharon.
El inspector fue el primero en reaccionar, seguido de Tom y Velie, que se apresuraron a la localización.
El modelo azul que Ellery cuidaba como si fuera su propio hijo apareció frente a ellos. Allí estaba, junto al acantilado, el duesenberg. Nikki inspeccionaba minuciosamente su interior.
—Ellery no está, y tampoco ninguna de sus pertenencias...
—¿Qué hace el duesenberg abandonado aquí? —dijo Richard examinando las portezuelas abiertas—. ¿Dónde está? —giró sobre sí con frustración.
El sargento Velie se asomó por el acantilado.
—Inspector, no es por...
—No —denegó esa idea—. No se le ocurra decir esas palabras. Ellery nunca haría tal cosa.
—¿Cree que se suicidó? —preguntó de repente Tom, sacando la cabeza por la cornisa. Los dos policías lo enfilaron con disgusto—. ¿He dicho algo que...?
—Es una posibilidad, inspector. Mire dónde hemos hallado su coche —lo interrumpió Velie.
—No me sea...
—¿Ellery suicidarse? Pero ¿acaso han bebido más de la cuenta? —rabió Nikki, interponiéndose entre ambos policías—. Ellery nunca se suicidaría. Sí, sufriría, como cualquier persona que pierde a alguien que ama. Pero ¿suicidarse? Esa clase de actos filosóficos no van con él. ¿Es que no lo entienden? —Extendió los brazos, reprendiendo a los tres hombres que habían perdido el juicio—. Ellery sigue aquí, en City Island, seguramente en la mansión de Anderson. Nos ha mentido.
El inspector se quitó el sombrero, irritado. Escudriñó de nuevo el acantilado. Un escalofrío transitó por su columna. Pero conocía a su hijo. ¿Suicidarse? Aquello no estaba en sus planes. Era un alma libre necesitada de conocimientos. La muerte de Aurora había sido traumática para él, desde luego. Los sentimientos que tenía por ella eran incuestionables. Cabría la posibilidad de que su visión del mundo tomara un cariz más cínico, pero ¿suicidarse?
—Señorita Porter. —El inspector anduvo decidido hacia la joven. Su mirada se había transformado; emanaba confianza—. Gracias por su paciencia.
—He tenido mucha práctica con su hijo. —Le devolvió un mohín cómplice.
—¡Escuchad! —espetó frente al grupo—. Velie, suba al coche de mi hijo y vaya a pedir refuerzos al pueblo. Llame a nuestra comisaría y ordene una patrulla inmediatamente. Ustedes —se dirigió a Tom y Nikki—, suban al coche. Nos resguardaremos en el bosque por si Ellery aparece, o por si Anderson realiza algún movimiento extraño. Esperemos... esperemos que no sea demasiado tarde. Velie —le dijo cuando la pareja emprendía el camino de vuelta—, que la patrulla rodee la casa. Pero sed sumamente cuidadosos, evitad que se os vea un pelo. Ni luces ni sirenas. No queremos sorpresas. Nos mantendremos el tiempo que haga falta.
El sargento se subió al duesenberg. Por el espejo retrovisor entrevió al inspector corriendo hacia su coche.
En el acantilado...
—¡Ellery! ¡Ellery!, ¿estás bien?
Nikki surgió de su escondite y arrolló en un abrazo al escritor.
—¿Qué esperabas? —La miró una vez separados—. Gracias por salvarme, pequeña.
—Me debes un gran favor. —Llorando emocionada, lo abrazó por segunda vez, acariciando su cabello enmarañado—. Gracias al cielo que estás bien.
La presencia de Tom apartó a los dos amigos.
—Debo darle las gracias a usted también, Murphy.
—Creo que podemos dejar la cortesía a un lado.
Dispuso una mueca innegablemente cansada y asintió, estrechándole la mano.
—Es todo vuestro —indicó con un gesto al médico, retirándose del grupo—. Esto todavía no ha terminado. ¡Mirad dentro de la casa!
Ellery desapareció a todo correr rodeando la orilla del acantilado. El inspector se percató de la dirección de su mirada. En la playa, alcanzó a distinguir una pequeña mancha flotando sobre las aguas revueltas.
—¿Qué demonios...?
*
<<¡Aurora, por favor...!>>.
Apresurándose a través de la montaña, donde la pendiente perdía inclinación, Ellery entrevió su silueta. No luchaba contra la turbulencia de las olas, sino todo lo contrario, toleraba que la condujeran mar adentro, alejándola de la costa.
—¡Aurora!
Aun con la fatiga y la repetitiva vocecilla en su cerebro que lo fustigaba a dejarse vencer por el dolor de sus piernas, apremió la carrera. No iba a dejarla morir, no iba a cometer ese error por segunda vez.
Cuando la superficie se allanó lo suficiente, dio un salto y descendió la ladera ayudándose por las piedrecillas resbaladizas que facilitaban la bajada. A pesar de la rapidez con la que intentaba desplazarse, la arenisca lo hundía pisada tras pisada, exigiendo a sus cuádriceps fatigados ejercer mayor potencia para poder desenterrarlas.
El agua de la orilla embadurnó sus pies. Se introdujo en el mar experimentando una descarga de escalofríos que le erizó dolorosamente el vello. Le costaba coger aire. Sin descanso, batalló contra las olas que retornaban sus pasos en el rompiente.
De un impulso, se perdió bajo el agua.
Una inhóspita oscuridad insonorizaba el ruidoso rompiente. Se impulsó, brazada a brazada, entre el pesado amasijo helado que se afanaba por desgarrarle la piel. Aguantando hasta la última gota de oxígeno, sacó la cabeza a la superficie. Aurora flotaba a unos metros de distancia.
Tomó una gran bocanada de aire y se enfrentó al ejército de olas empeñado en contrarrestar sus esfuerzos. Se jactaba de llevar en los genes la faceta de nadador de algún que otro antecesor Queen; el mar era una de las pasiones que satisfacía cada cierto tiempo, casi al mismo nivel que los paquetes de tabaco que ennegrecían sus pulmones. Pero jamás había experimentado un temporal similar.
En una ardorosa apuesta contra el cansancio y el agarrotamiento de sus músculos, se propulsó junto al cuerpo de Aurora. Atrapó el vestido con los dedos entumecidos. Tiró de ella y le alzó la cabeza, apoyándola sobre su hombro.
—¡Aurora! —exclamó, desesperado por el rostro mortecino que veía.
Ajena a las invocaciones de respuesta del escritor, la desoladora sensación a muerte supuso para Ellery una reproducción de la amenaza de Anderson. Dispuso a Aurora boca arriba y emprendió el nado de vuelta a la costa con el único brazo libre. Las avalanchas de agua los sumergían. En el intento de mantenerse a flote, la agresiva revolución de la marea se aventuraba por su garganta.
De pronto, las piedras del rompiente le hicieron trastabillar. Intercalando pisadas inestables entre piedras, arena y socavones donde sus pies no tocaban el fondo, procuró conservar el equilibro de dos cuerpos frente a los violentos embates de las olas.
Cuando el mar dejó de cubrirle los hombros, asió a Aurora en volandas. Cerca de la berma, se derrumbó de rodillas. Depositó con especial cuidado a Aurora sobre la arena.
—Pelirroja... —susurró, apartándole el cabello mojado del rostro—. Vamos, pelirroja...
Extenuado, aterido de frío, agachó la cabeza sobre el rostro de Aurora. No percibió que respirara, y su tórax no se hinchaba con el paso del aire. Sumamente aterrado, comenzó a comprimirle el pecho con ambas manos entrelazadas.
—¡Vamos, vamos! ¡Joder!
Volvió a comprobar si respiraba y reanudó el masaje cardíaco.
—¡Vamos!
Unas sacudidas acompañaron al titilar de los párpados de Aurora. Ante el agua que brotaba de su boca, Ellery la recostó y le inclinó la cabeza para facilitar la expulsión.
—El... Ellery... —titubeó—. Qué... qué ha...
—Estoy aquí, estoy aquí. —La envolvió en un abrazo para amortiguar los escalofríos.
—Estamos... estamos a salvo...
Entornó sus grandes ojos verdes y contempló el júbilo que desbordaban los de Ellery.
—Estamos a salvo, sí, lo estamos.
—El mar, Ellery... Siempre volvemos al mar...
Percibió en sus papilas la mezcla de sus propias lágrimas y el salobre del agua. Aurora no se equivocaba. El mar los había unido de pequeños; ahora, los reunía eludiendo la muerte.
Entre ellos y el mar había una cuenta pendiente.
—Pronto estarás mejor.
Se incorporó, tomó a Aurora en brazos y recompuso las pisadas hacia un estrecho portal entre montículos por donde se accedía a la playa. Observó cómo cerraba los ojos y se acomodaba contra su pectoral.
—Descansa, Ginger.
Los vozarrones del inspector surgieron de entre las dunas.
—¡Hijo! —se le oyó gritar mientras agarraba el sombrero a su cabeza para que el viento no lo hiciera suyo—. Hijo, ¿a quién llevas ahí?
Richard se quedó estupefacto.
—Está... —musitó, examinando el rostro blanquecino de Aurora.
—Está viva, papá —asintió.
—¡Aurora está viva! —Con un gesto lento y colmado de cariño, le acarició el pómulo frío como el témpano. Se fijó en los cortes que cercenaban su rostro y en aquellos que insinuaba la tela mojada del vestido. Su expresión se ensombreció—. ¡Qué le ha hecho ese canalla!
—Es una larga historia —contestó sin fuerzas—. Todas las pruebas están en la casa.
—Velie se encuentra en el interior con una patrulla investigando hasta el último papel de ese deleznable hombre.
Ellery cabeceó sin esmero a la información. Había agotado toda su energía, su cuerpo le ordenaba irremediablemente salir de allí. Hizo un gesto para indicar que se marchaba, pero las piernas le flojearon y tambaleó en la arena. El inspector lo agarró a tientas y lo ayudó a enderezarse. Reactivada su preocupación, lo examinó de cerca. Demacrado y pálido, lo veía más disminuido en comparación a aquellos días en los que había vagado como un fantasma errante. El estómago le propinó una patada de aviso; si no hubiera hecho caso a la señorita Porter, podría estar viendo ese mismo rostro desde el interior de un ataúd.
—Yo cogeré a Aurora —propuso, alzando las manos.
—No hace falta. —Se apartó súbitamente de su lado y reanudó el sendero hacia la salida de la playa.
El inspector contempló el andar lento y endeble de su hijo, abrazado a la mujer que había conseguido asemejar su mundo a las peores tinieblas de Lovecraft. La imagen que proyectaban le resultó enternecedora. Parecían no querer darse cuenta, pero allí, con el sol escondido entre las nubes cenicientas y el paisaje boscoso de fondo, las figuras de ambos jóvenes, unidos en aquel íntimo abrazo, decía mucho más de lo que jamás habían tenido el valor de expresar.
*
Aceleró la marcha cuando comenzó a entrever el contorno de la mansión. Necesitaba trasladar a Aurora con urgencia a un hospital. Su temperatura había comenzado a subir. Notaba su piel caliente contrastar con la suya y, de vez en cuando, le sobrevenían escalofríos que ni siquiera la despertaban. La apretó contra él y apoyó la cabeza en su frente.
Rogaba porque comprendiera el acto que había llevado a cabo en el precipicio. La única salida posible para que ella viviera era lanzarla al agua. El miedo no era más que un impedimento, él mismo había quedado relegado a un segundo puesto. No estaba seguro de que alguien conociera su paradero, pero morir para salvarle la vida nunca le había parecido una decisión tan fácil de tomar. Una heroicidad chapucera de la que muchos se abrían reído o tachado de locura, y puede que tarde o temprano él mismo se hubiera arrepentido de ello. Pero, en ese momento, escuchó lo que su corazón le pedía.
A lo lejos se materializó la reja de entrada. Poco a poco, la tediosa fatiga iba nublándole la mente, ralentizaba la velocidad a la que movía sus piernas. Parpadeando cada vez con mayor frecuencia, siguió caminando hacia los coches que divisaba borrosos.
—¡Ellery! ¡Ellery! —Nikki corría en su dirección. Se sorprendió al verlo cargar con la mujer que había conocido en la fiesta—. Dime que está... —Estalló de euforia con la confirmación de Ellery—. ¡Dios mío, Queen, está viva! —Emocionada, se echó sobre ellos.
—Nikki... me vas a tirar.
—Perdona, perdona. —Se disculpó, limpiándose unas rabiosas lágrimas—. ¡Pero estáis empapados! Ve y métete en el coche, cogeré unas mantas de casa de Anderson.
—No.
La desabrida respuesta la dejó petrificada en mitad de la calzada.
—No quiero nada de ese hombre.
Nikki torció los labios ante el amargor con que Ellery le había dado la espalda. Tras un copioso suspiro, lo alcanzó y le dedicó una media sonrisa afligida.
—Perdóname.
—No pasa nada —contestó—. Tu cualidad es meter la pata.
—¡Queen! —exclamó airada, pero a la vez con cierto alivio.
—¡Me vais a matar de un susto! —prorrumpió unos metros adelante el editor—. ¡Me habéis dejado solo! Espera, ¿¡es ella?! —inquirió impresionado—. ¡La hemos encontrado! —De la alegría, Tom levantó a Nikki en el aire y la besó. Al separarse de ella, no tardó en tomar conciencia del estado de Aurora—. Tras ese montón de vehículos está su coche, Ellery. Las llaves están en la guantera. Por favor, lleve a su amiga a un hospital.
Después de darle las gracias en un murmullo que ni se molestó en vocalizar, avanzó hacia el duesenberg. En el trayecto entre coches policiales, colisionó con el impoluto semblante de Anderson resguardado en la parte trasera de uno de ellos. Intuyó un leve mohín en Anderson.
Apartó la mirada y aceleró el paso con Aurora más pegada a su cuerpo, como si Anderson aún tuviera el poder de dañarla. Abrió la puerta del copiloto y la acomodó en el asiento, recostando la cabeza en el borde de la ventanilla.
—Aguanta como has hecho hasta ahora —dijo en voz alta, más para calmar sus propios nervios que por fe a que Aurora lo escuchara. El hospital más cercano, el Calvary, estaba a veinte minutos de City Island. Imploraba porque la tormenta no hubiera causado muchos destrozos—. Aguanta.
En un giro del volante, ingresó en la carretera.
—Queenie...
Un leve susurro colmó el interior del duesenberg. Aurora yacía en la misma posición y los espasmos no habían desaparecido, pero el temor que apreciaba en la voz del escritor la obligó a demostrarle que seguía con él.
Aquella simple palabra esbozó una enorme sonrisa en Ellery.
No había sentido tanta felicidad en ese año como en aquel instante.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro