Examinó su aspecto en el espejo del baño. Había hecho todo lo posible por exhibir la imagen de un hombre que no llevaba meses sin saber qué era de su vida, pero su revoltoso cabello castaño, así como las hundidas medias lunas bajo sus ojos, no atendían a razones estéticas. Poco convencido con el resultado final, lo alborotó ligeramente con los dedos y regresó a su habitual estilo desahogado. Con las ojeras se había dado por vencido, complemento más de cualquier insomne como él, por lo que ignoró cualquier pensamiento referido a ellas.
—Disfruta —lo despidió el inspector Queen desde la cocina justo cuando abría la puerta—. Y por favor, El —se giró levemente con las cejas alzadas, esperando la recriminación que, de manera eventual, solía formular con aparente cordialidad antes de desaparecer—, no lleves contigo ningún libro.
—¿Pero por quién me tomas? —inquirió, fingiendo estar herido por el comentario—. Por nada del mundo cambiaría las formidables conversaciones que tendré el gusto de escuchar por la prosa absorbente de un autor en ciernes.
—Ah, ¿no? —El inspector sacó el cuerpo por completo de la cocina—. ¿Y qué tienes bajo la chaqueta? Sí, ese bulto cuadrado en el pecho, que dudo mucho sea parte de tu musculatura.
—Papá, esnifa un poco de tu rapé, anda.
Ellery reanudó el paso hacia el exterior, pero, a milésimas de ser libre unas horas, un ruidoso carraspeo sonó a sus espaldas.
—Y otra cosa...
—¿Sí? —se impacientó.
—Intenta que tu regreso sea en singular, ¿de acuerdo? No me apetece ir con cuidado en mi propia casa.
Arrugó el ceño, consciente de la queja indirecta a sus veladas nocturnas con las bellezas que le proponían un contacto más estrecho. Sin poder contenerse, Ellery rompió reír.
—Trataré de pasar desapercibido, viejo. O, al menos, haré todo lo posible para que tú no te enteres.
—Ya, ni que te inquietara mucho mis encontronazos en la madrugada con alguna de tus invitadas en el espacio entre tu cuarto, el baño y la cocina.
—¿Debo entonces nombrar a Jemma? —Ellery entreabrió la puerta, dispuesto a mostrar a su padre que estaba jugando contra un contrincante más hábil que él.
—¡Ni se te ocurra nombrar a esa mujer! —Richard alzó el dedo índice con autoridad. Su rostro se tiñó de un rojo encarnado al tiempo que sus ojos, investidos de cólera, fulminaban a Ellery—. ¡Esa mujer se autoinvitó a esta casa! ¡Ni loco me acerqué a ella! ¡Dormí toda la noche en el despacho con un ojo abierto!
—No es lo que ella cuenta por ahí.
—¿¡Qué insinúas con eso?!
—Nada, nada... —murmuró, divertido—. Cuchicheos sobre la ardiente pasión del inspector de la Comisaría 8...
—¡La madre que...! —La respiración de Richard se agitó vivamente—. ¡Mentiras y más mentiras! ¡Esa mujer...! —gruñó, apretando los dientes.
—Que tengas buena noche —soltó al aire, escurriéndose escaleras abajo.
Su padre era un hombre muy susceptible, recapacitó mientras recorría el diminuto rellano del edificio. La pobre Jemma había puesto en marcha toda estratagema habida y por haber para seducir al viejo inspector. Después de la cena a la que se presentó sin avisar, actuó como una profesional, procurando balbuceos ininteligibles y gestos desequilibrados que le hicieran ver afectada por unos gramos adicionales de alcohol. Richard, tan servicial como siempre, asumió el papel de cuidador. No obstante, cuando Jemma, recostada en la cama, desfallecida, lo pilló por sorpresa y plantó un beso en sus labios, el inspector dio por terminada toda asistencia por su parte. Enfurecido, se encerró en el despacho que padre e hijo compartían lo que quedaba de noche, y no puso un pie fuera hasta que escuchó a Ellery despedirse a la mañana siguiente. Al emerger de su escondite, se topó con el jocoso interrogatorio de su único vástago.
—Conque al viejo inspector le da miedo la intimidad, ¿eh?
—Será mejor que cierres esa bocaza.
—Algún día tendrás que romper ese cascarón —continuó con la burla—. No puedes rechazar a todas las mujeres que se te pongan delante.
—Eso a ti no te incumbe —rechazó, camino de las escaleras.
—¿Es carmín lo que tienes en los labios? —preguntó, elevando el tono de voz.
El inspector frenó medio segundo en las escaleras, dándole la espalda, y al momento retomó la subida.
—Maldito crío —masculló con la mandíbula apretada.
*
Aparcó el duesenberg frente a las inmensas estructuras de ladrillo del Soho. Desde su asiento, desplazó la vista por la fachada. En una de las ventanas del tercer piso, la silueta en penumbras de una mujer le hacía señas. Reconoció a Nikki. A la espera de su llegada, se recostó en el asiento, rebuscó en el interior de su chaqueta y sacó el libro que escondía, decidido a acatar la observación de su padre. Lo guardó en la guantera con la duda aún activada, anticipando si luego tacharía tal acto de suprema idiotez. Un minuto después, una deslumbrante Nikki atravesaba la acera en su dirección.
—¡Guau! —exclamó—. ¿Eres tú de verdad? O estoy en un sueño del que prefiero no despertarme.
Animada por el cumplido, Nikki giró sobre sus tacones, luciendo el atuendo que había escogido para la ocasión. Un vestido azul celeste descubría sus hombros y perfilaba un alegre y atrevido escote en forma de pico. Ceñido a la cintura, caía vaporoso hasta los tobillos. Se había recogido el cabello a ras de los hombros, y una pequeña horquilla de adornos redondeados sostenía su flequillo en una onda perfectamente milimetrada.
—¿Te gusta? —indagó, subiéndose al coche con una sonrisa.
—Sería un necio si no me gustara. Aunque, ¿no vas a pasar algo de frío?
—¡Oh, Queen! —Nikki le besó la mejilla—. Eso no ocurrirá porque tú me prestarás tu chaqueta, si se diera la situación. —Ellery arregló una mueca de disgusto—. Tú también estás muy elegante. Aunque ese pelo...
—Ni lo menciones.
—Vale, vale —rio—. Te da un aire rebelde. —Se arregló el vestido, alisándolo para evitar arrugas durante el trayecto en coche, y cerró la portezuela—. ¿Vamos?
—Si la hermosa copiloto me indica la dirección...
—¡Oh, perdona! La fiesta es en el Museo Brooklyn, en la Avenida Washington.
—Conozco la localización del museo —respondió, y tornó la cabeza hacia su amiga con gesto de sorpresa—. Han tenido que soltar unos cuantos miles de dólares para utilizar la galería por una noche, ¿no crees?
—El anfitrión cuenta con la influencia suficiente como para ordenar el cierre del museo durante toda una semana. El dinero mueve el mundo, Queen, ¿aún no te habías enterado?
—Lo tengo muy presente. —Se adentró en el denso tráfico del centro y miró a su compañera por el espejo central—. Pero no es algo que asuma con agrado.
—Queen, te pido, por favor, que pongas un bozal a tu lengua viperina y te comportes como una persona encantada de estar en una fiesta de esa categoría.
—¿Y qué consigo yo a cambio de vender mi alma al Diablo?
—Ellery... —pronunció con tono seco, clavando sus penetrantes ojos en los del escritor.
—Todo sea por contentar a la caprichosa Nikki Porter —formuló en una resignación dramática.
—Eso es todo lo que quería oír.
*
El museo resplandecía en la densa oscuridad de Brooklyn. Una retahíla brillante de farolillos cercaba sus vastas inmediaciones. A unos metros, el Jardín Botánico del barrio histórico de Park Slope aportaba sus dosis de magia.
—Es precioso, ¿verdad? —Nikki contemplaba maravillada el ambiente festivo.
Ellery no contestó. Aparcó el duesenberg en una zona algo alejada del complejo y ayudó a su compañera a bajar del coche.
—Qué atento —comentó, suspicaz—. ¿Qué has hecho con Ellery y dónde lo tienes encerrado?
—Ya que quieres que me comporte como un caballero, traigo el equipo Queen al completo.
Consciente de la burla, Nikki le dio un suave codazo en el costado al tiempo que soltaba una corta risita. Luego lo agarró del brazo y se encaminaron hacia el paseo.
Junto a ellos, numerosas parejas y algún que otro personaje solitario recorrían la entrada al Museo Brooklyn. Ellery escudriñó disimuladamente el tumulto con el que compartiría espacio. Reconoció al Fiscal del Distrito Sur de Nueva York y a su esposa, a algunos autores de renombre de la mano de más de una conquista y a determinados actores cuyos rostros recordaba de sus papeles en la gran pantalla. Aquella miscelánea de estilos perdería la disparidad cuando la excitación del alcohol y la tentación de una cara bonita enturbiaran las escasas inhibiciones frontales de sus huéspedes.
—¿Te has fijado quién acaba de adelantarnos? —expresó emocionada Nikki—. Es él, ¿verdad?
—Sí, es Martin Friedman —afirmó Ellery.
—Dios mío... Aún no me lo creo. Estamos rodeados de afamados artistas, El...
—Ya me he movido antes entre esta masa que tanto admiras —le recordó sin entusiasmo—. Y no es precisamente oro lo que reluce.
Una aguda sensación de dolor en el antebrazo originó en Ellery un leve quejido.
—¡Qué demonios haces, Nikki! —exclamó, zafándose de las uñas que su compañera le había clavado—. ¿Tienes garras de halcón o qué?
—Me has hecho una promesa, ¿recuerdas?
—Vale, seré todo un encanto, pero aparta esas afiladas armas de mi brazo.
En silencio, penetraron en un corredor adornado en su extensión por una alfombra roja. A su derecha, una mujer con un vestido de seda blanco sujetaba una lista en la mano.
—¿Nombres? —preguntó, enmarcando una sonrisa aduladora.
—Nikki Porter. Asisto con acompañante, Ellery Queen.
La mujer transitó el mar de nombres en un vaivén visual trabajado.
—Perfecto —dijo, tachando en la lista su asistencia—. Adelante, y que pasen una noche inolvidable.
Un pasillo repleto de magníficos óleos y grandiosas esculturas los condujo a la sala central. Atestada de vitrinas con enigmáticos objetos, efigies de incalculable valor y textos de una antigüedad considerable, transportaba a los fascinados observadores a los vestigios de épocas remotas. En los muros de piedra resplandecían las obras de arte de célebres pintores, deleite para los ojos más extravagantes. Desplazándose alrededor de las vitrinas, una fila de camareros con bandejas de fina y resplandeciente plata servían espumosos vasos de champán. Ellery frenó a uno de los camareros que cruzaba a su lado y se abasteció con dos copas.
Le dio una a Nikki y, seguidamente, vació la mitad de la suya de un trago.
—Podrías bajar el ritmo —le recriminó en voz queda.
—Cuanto antes me convierta en el hombre que quieres que sea, mejor.
Un estridente gritito interrumpió un nuevo altercado entre los dos amigos.
—¡Nikki! ¡Oh, Nikki! ¡Qué agradable sorpresa!
—Señora Martin —Nikki saludó a la ostentosa mujer con un beso en la mejilla, pese a que sus caras no llegaron a rozarse—, me alegro de verla.
—Querida, ¡qué velada más espléndida! —La señora Martin enfocó a Ellery y, retorciendo una sonrisa, interrogó a la joven escritora—: ¿Quién es su apuesto acompañante?
—Un viejo amigo y escritor: Ellery Queen.
—Un placer, señora Martin. —Ellery la tomó de la mano y depositó en el dorso, halagador, un beso.
—Otro escritor, ¿eh? Cierto, su nombre me suena...
—Mi mujer es incorregible, tiene el don del olvido. —La figura recta y petulante del hombre que sostenía una copa de brandy surgió tras la señora Martin. Saludó afectuosamente a Nikki y se situó junto a su esposa—. Está usted preciosa, señorita Porter.
—Cierto, querida, su vestido es espectacular.
—Señor Queen —dijo estrechando enérgicamente la mano de Ellery—, no tome en serio el lamentable despiste de mi mujer. Ha leído sus libros; el último que escribió hace poco que decoraba su mesita de noche.
—¿Aquel tan explícitamente sangriento? —La señora Martin desbarató los labios en muestra de su desagrado.
—El mismo —incidió Ellery con orgullo.
—Querido, usted sabe cómo ponerle a una los vellos de punta, y no como le gustaría.
—No crea nada de lo que sale de boca de mi esposa, señor Queen. Su libro es formidable, unos detalles exquisitos. Tal y como describe la escena, uno mismo se siente el perpetrador de los hechos.
—Esa es mi intención.
—¡Horrible, horrible! —renegó la señora Martin—. Sepa usted que tuve que usar toda una semana de fenobarbital para poder dormir.
—Ni que eso fuera un inconveniente. —Su marido alargó una risa jactanciosa—. Ni caso, señor Queen. Es una mujer, ¡no se puede esperar otra cosa de ellas!
—Lo entiendo perfectamente, señor Martin —dio un trago a su copa de champán y sonrió—: hay que poseer buen estómago para leer mis libros.
—En efecto. Y ya conocemos el talante de las mujeres. Si no es gracias a la prensa rosa o a los romanticismos patéticos, ni se dignarían a coger un libro. Pobre de aquellos que, a falta de imaginación y hombría, escriben desprovistos de valor para el público femenino —desmereció con arrogancia—. Al menos las tienen entretenidas.
Nikki entreabrió los labios, impactada, reprimiendo el instinto de saltar a la defensiva. Por el entorno en el que el señor Martin se movía, lo creía poseedor de un pensamiento más avanzado, partidario de la igualdad entre sexos. Menos aún comprendía el comportamiento de su esposa, que, entre risas, asentía a los comentarios despectivos.
—Sangre y más sangre, muerte tras muerte —prosiguió la señora Martin—. ¿Dónde está ahí el final feliz?
—¿Ve lo que le digo, señor Queen? ¡Mujeres! —bramó—. No tienen sentido del arte alguno. No todo se resume en un final feliz, cariño. Ser un hombre implica guerra, conflicto, dominancia. —El señor Martin apretó el puño, llevado por el entusiasmo en sus palabras—. Una mujer nunca entendería esos términos. Solo amor y simple sentimentalismo. Usted sabe de lo que hablo, señor Queen.
Nikki inclinó la cabeza levemente hacia Ellery.
—Mis libros no son para todo el mundo —corroboró, y chocó la copa alzada del señor Martin.
Un sutil golpe en el costado lo obligó a retirar el brazo con disimulada rapidez. El codo de Nikki presionaba sus costillas.
—¡Oh, cariño, ahí están los McGodson!
—Si me disculpan. —Se despidió el señor Martin—. Tenemos una conversación pendiente sobre el futuro de sus novelas, señor Queen.
Elevó la copa como despedida.
—¿¡Se puede saber por qué le das la razón a ese misógino?! —refunfuñó Nikki, molesta, cuando la pareja se perdió entre el gentío.
—He actuado como tú me has pedido, siendo uno más de la panda de primates.
—Espero que no se te pase por la cabeza aceptar consejos de ese.... ¡Buf!
—¿Acaso no me conoces? —carcajeó—. Ni loco admitiría la palabra de un hombre que tacha de ridículos y afeminados a escritores por el género de novelas que escriben. —Ellery le guiñó un ojo—. Solo un individuo con poca sustancia gris y cargado de taras soltaría un juicio semejante. No vale la pena amargarse por comentarios sabiendo su procedencia.
Extendió una mano petitoria hacia su compañera. La expresión de cordero degollado consiguió que bajara la guardia y correspondiera su ofrecimiento. Ellery la situó a su lado y se zambulleron entre la muchedumbre.
—Es extraordinario. —Nikki admiraba el retrato de una mujer cuyos ojos, visible en ellos una tristeza inescrutable, tendían a la lejanía—. Su expresión... Las pinceladas se sienten tan puras, que puedes percibir en tus propias carnes la emoción que embargaba al pintor.
Ellery la ojeó de medio lado, interesado por la conmovida voz de su amiga.
—Nikki, ¿te ocurre al...?
—Pero mira quién se digna a hacernos una visita.
—¡Jemma! —Frente a él, una mujer de cabello platino, entallada en un traje espumoso blanco, extendía los brazos con majestuosa distinción—. ¡Qué honor encontrarme con usted!
La mujer enmarcó el rosa de sus labios en el pómulo de Ellery.
—¿Se aburría de los llorones que se sientan en su sofá y ha preferido un cambio de aires? —comentó—. Dígame, ¿su padre está por aquí?
—Si hubiera tenido conocimiento de que usted estaba invitada, el viejo Richard habría sido el primero en presentarse.
Jemma compuso una soberana sonrisa.
—Desde luego —rio—. Está claro que usted prefería la compañía de la joven que tiene a su lado, en especial de una tan hermosa.
—Se equivoca, Jemma. La invitada es ella. Yo soy un mero servidor.
—¿Usted un acompañante? —cuestionó, atónita—. Me parece que nuestro anfitrión no sabe elegir a sus invitados. Y usted, querida —se giró hacia Nikki—, ¿es también escritora?
—Sí.
—Y una de las grandes —medió Ellery con tono adulador—. La pequeña Nikki Porter tiene mucho potencial.
—¿He leído algo suyo? —preguntó, inclinando la cabeza para expulsar una larga bocanada de humo.
—Es posible. ¿Lee novelas románticas?
—Oh, cariño, son una pérdida de tiempo —negó, agitando la mano enjoyada—. Me decanto por un género más oscuro, provocador... Usted me entiende, señor Queen.
—No sea extremista, Jemma. Debe darle una oportunidad. —Ellery colocó el brazo sobre el hombro de Nikki y la apretó amistosamente contra él.
—Querido, desde que el hombre más fuerte y orgulloso que he conocido, su padre, me rechazara, el amor para mí no existe.
—¿No hay más hombres en su vida? —dudó, mordaz.
—No se equivoque, señor Queen. He dicho el amor. Lo demás no es amor, mero placer carnal.
Nikki observó a uno y otro reír con complicidad.
—Disculpe, Jemma, pero me ha despertado la necesidad de un poco de nicotina en sangre.
Dispuesto a rebuscar en el bolsillo, lo que sus ojos cazaron bloqueó su objetivo en el acto. Su boca se entornó, como si la gravedad tirara de su mentón y no pudiera hacer frente al peso impuesto. Se halló a sí mismo ausente del ruidoso entorno, hechizado por el extraordinario descubrimiento que había acaparado sus sentidos.
—Aurora Toldman... —escapó de sus labios.
—¿Quién?
Sobre una pequeña tarima, la curvilínea silueta de una mujer, cuyo entallado vestido negro descubría la desnudez de su espalda hasta el punto exacto, no había pasado desapercibida para la afluencia masculina. Su largo cabello escarlata caía radiante. De expresión comedida y risueña, parecía entablar una interesante conversación con uno de los asistentes.
Repentinamente, desde lados opuestos de la sala, el esmeralda de su mirada recayó en Ellery. Su rostro esbozó una alegría exultante. Sin esperas, puso fin a la conversación y se encaminó con decisión hacia el trío.
—¿Quién has dicho que es? —repitió Nikki.
—Aurora Toldman —contestó Jemma en su lugar.
Aturdido porque conociera la identidad de su amiga de la infancia, Ellery recobró la conciencia y la miró de soslayo.
—¿Conoce a Aurora Toldman?
—Quién no en esta fiesta —carcajeó, soberbia—. Es la apuesta grande del anfitrión, que resulta ser un buen amigo mío.
No le dio tiempo a plantear en voz en alto la cuestión que había ignorado desde el momento en que Nikki le propuso una noche lejos de las cuatro paredes de su habitación. El suave aroma a mar penetró en su nariz, obligándole a torcer la cabeza hacia el origen de aquella placentera fragancia.
—¡No me lo puedo creer! ¡Ellery!
Aurora sonreía frente a él, tan radiante como siempre. Una extraña sensación de parálisis lo atrapó de los pies a la cabeza. La intensa pureza de aquel dichoso esmeralda conquistaba su fortaleza. Desde que tenía uso de razón, esos ojos habían resultado un problema para él. Vivaces, enérgicos, exponían al mundo la vida interna de su dueña, un libro abierto para todo aquel que supiera comprenderla. De pequeños, recordaba anticipar el estado de ánimo de Aurora con solo mirarla a los ojos; cuando estaba triste o afligida, el tono verdoso parecía oscurecerse, tornando casi oliváceos. Y, al contrario, la felicidad les aportaba un brillo abrumador.
En mitad del bullicio, volvían a reencontrarse después de un año de incomunicación. Sin embargo, Ellery percibió algo distinto, algo en él, en su incapacidad para retirar los ojos de Aurora. Una cinemática del verano pasado se aventuró por sus memorias. La veía a ella, a su sonrisa, a las contemplaciones del anochecer estrellado cuando hacía como que observaba el cielo pese a que, en realidad, su mirada incidía en la pelirroja con la que había retomado amistad. Sin esperarlo, perdió el foco de atención, y sus ojos se deslizaron del esmeralda a los rugosos labios pintados de un suave rosa que le sonreían con cariño. La confusión de pensamientos desbarató la frecuencia de sus latidos.
¿Qué significaba aquella malsana curiosidad de conocerlos más profundamente?
—Aurora... —su nombre fue todo lo que consiguió pronunciar.
<<Pero qué te pasa, Queen>>, se reprochó. Carraspeó para ocultar su mudez y torció una sonrisa.
—¡Ellery, esto sí que es una agradable coincidencia del destino! —Aurora lo envolvió entre sus brazos, afectuosa. Uno de sus ondulados mechones rozó la mejilla de Ellery y unas insidiosas cosquillas trastocaron todavía más al escritor.
—No puedo estar más de acuerdo contigo. Estás.... —Apreciaba la sequedad de la boca, y un segundo carraspeo acrecentó aquel inesperado nerviosismo interno—. Estás preciosa.
—Tú tampoco estás nada mal, ¿sabes? Si te vistieras así más a menudo, las mujeres caerían rendidas a tus pies —opinó Aurora, mordiéndose la comisura inferior. Se percató del carmín que manchaba la piel de Ellery y la limpió con la yema del dedo.
La delicadeza de aquel tacto lo pilló desprevenido. Sintió como si un estallido de adrenalina alborotara su cuerpo. La intervención de Nikki, que le propinaba pequeños codazos en el brazo, surtió de señal para hacerle reaccionar.
—¡Oh! Esto... Te presento a Nikki Porter. Y esta encantadora mujer es la inigualable Jemma Delvey.
—Un placer conocer por fin a la nueva musa de la fiesta.
—¡Cuánto tiempo sin noticias tuyas! —exclamó Aurora, que había preferido eludir el comentario y redirigía la atención a Ellery—. Y siempre que volvemos a vernos te encuentro rodeado de mujeres.
—Qué se le va a hacer —le quitó valor, alzándose de hombros—. Dime, ¿desde cuándo estás en Nueva York?
—Hará cosa de un mes. La gira publicitaria ha sido caótica. Ni siquiera he tenido oportunidad de gastar fines de semana en trenes y aviones para hacer una visita fugaz a mi padre. Ya sabes el carácter que tiene; cuando no sabe de mí en un plazo estipulado por él mismo, se pone insoportable. Pero esto le ha servido de lección —compartió entre risas—. Eso sí, nada más regresar, me ha tenido como loca de un lado para otro. Y a mi padre súmale las citas con mi editor y las revisiones de contrato. Pero bueno, ¿qué te voy a explicar a ti, si conoces este mundillo mejor que yo?
Ellery advirtió en sus palabras una disculpa. Ahora que habían arreglado lo que en antaño creían roto, mantenerse en contacto parecía una obligación.
—Veo que no te está yendo nada mal —comentó, señalando su presencia en la fiesta—. Pero no me digas que ya has perdido a tu acompañante. ¿Tendré que ser yo quien me ocupe de que tu noche no se vaya al traste?
—Eso sería imposible, querido Queen —medió Jemma antes de que Aurora pudiera siquiera abrir la boca—. El hombre al que se refiere es una pieza de inestimable valor social, y se dirige ahora mismo hacia nosotros.
Tras la figura de su amiga, Ellery distinguió la galante y fornida apariencia del anfitrión de la fiesta. De rasgos cuadriculados y atractivos, era el celeste de su iris lo que eclipsaba las miradas de aquellos que tenían el placer de observarle. Emprendía un andar firme, relajado, con su amplio pectoral estirado y la rocosidad de sus hombros erguidos. No sin cierto disgusto, la mente de Ellery, semejante al pensamiento grupal de los convidados al museo, había seleccionado el adjetivo perfecto para un hombre de ese talante: el de dios. Fuerte, influyente, seductor. Sus movimientos eran hipnóticos. Desprendía un magnetismo animal innato.
El simple hecho de su presencia dominó por completo la dinámica del grupo. Discretamente, desfiló el brazo alrededor de la cintura de Aurora con un absolutismo poco común, un disimulado gesto que Jemma y Nikki no advirtieron. En cambio, Ellery, consciente del mensaje implícito en aquel detalle, desvió la vista, extrañamente incómodo.
—Nikki Porter —pronunció el hombre con una dicción cálida y potente—, Tom me aseguró que asistiría. Es una lástima que no haya sido en su compañía.
Nikki se ruborizó ante el insostenible azul que analizaba su expresión.
—Y usted es...
—Es Ellery Queen —lo presentó Aurora, tomando el brazo del escritor con afecto.
—Un placer.
Percibió en el apretón de manos una demostración de fuerza, un control que objetivaba forzar a Ellery a resignarse al segundo puesto de aquella contienda no verbalizada, puramente física. Ni una ligera sonrisa ni una expresión sobria de cordialidad alteró el imperturbable rostro del anfitrión.
—¿Os conocéis?
La reacción de Aurora, titubeante y cohibida, como si estuviera en presencia de un ser superior, desconcertó a Ellery. Los intentos de seducción baratos y superficiales no eran plato de buen gusto para su amiga. Y, sin embargo, la escena que tenía delante desmentía la suposición que había mantenido sobre ella desde que había sido observador de los desplantes a hombres cuyo exterior era su única fuente de provecho. Deslumbrada por el poderío del dueño de aquella mirada celeste, el duro carácter de Aurora parecía brillar por su ausencia.
—Desde la más tierna infancia.
—Qué conmovedor. —Dirigió a Aurora una sonrisa embaucadora, después descaminó los ojos hacia Ellery—. Quién diría que esto es cosa del azar.
—Y usted es... —aventuró Ellery.
—Jeremy Anderson.
La frente del anfitrión se perfiló de suaves arrugas mientras sus labios componían una contorsión enigmática. Que aquel escritor ignorara su identidad era algo nuevo para él.
—Es uno de los cirujanos más prestigioso de las instituciones del sector de salud neoyorkino —intervino Aurora al observar su cara de incredulidad—. Aunque los periódicos prefieren usar el término filántropo.
—¿Filántropo?
—En la ciudad aporta sus conocimientos en numerosas clínicas, pero la mayor parte de su labor profesional la efectúa fuera del país. Jeremy está desplegando proyectos hospitalarios en zonas desbastadas por la guerra. De hecho, ya ha creado varios centros en países tercermundistas con el material necesario para proceder convenientemente.
—Un gesto muy caritativo —consideró, tratando de que su revoltoso malestar no se apreciara en el tono de voz.
—El altruismo mantiene vivo mi corazón, señor Queen. —Anderson entalló una brillante sonrisa perlada—. Hay quienes trabajamos por el puro placer de ayudar a los demás, sin retribución alguna.
¿Qué pretendía insinuar?, se dijo Ellery. Aquel hombre, del que intuía una procedencia nada humilde y cuya formación habría dado pistoletazo de salida en hospitales y clínicas privadas de alto standing, podía ver concedido su sueño sin perder por ello un penique. No había dónde comparar; él también vivía de su trabajo, pero no iba a escribir gratis para nadie. Ya aportaba bastante a la sociedad como asesor de la policía y como detective aficionado, y no pedía compensación alguna a cambio. ¿Acaso eso no era ayudar al prójimo?
—Cada uno aporta su granito de arena, sí —aseveró Ellery.
—¿Usted también? ¿A qué se dedica?
Jeremy entreabrió los labios. De manera automática, en un ademán inconsciente, se pasó la lengua por la comisura superior.
—A meterse en la vida de la gente —se inmiscuyó Nikki.
Ellery le dedicó un breve vistazo cargado de reproche.
—Al igual que estas dos preciosas mujeres, yo también soy escritor —abordó la cuestión—. Pero tengo la suerte de compartir el gusto por los secretos. No aspiro a formar parte del cuerpo de policía, pero no se me da mal sacar a relucir los trapos sucios de los individuos a los que tengo el honor de atrapar.
—Bueno, cada uno ayuda con lo que puede, supongo —encajó Jeremy con altivez.
—Más bien es un entretenimiento. —Aurora posó la mano sobre el hombro de Ellery—. Su cabeza no para quieta nunca, siempre con la imperiosa necesidad de buscar los detalles más sutiles que al resto se nos escapan.
—Entiendo, un hobby... no una profesión real. —El médico asintió, comprensivo, seguido de la confirmación del grupo.
El escritor se mordió la lengua. Amansó como a un perro con collar de castigo el temperamento colérico que brotaba cuando se sentía apaleado, y observó por el rabillo del ojo cómo Aurora admiraba al hombre que acababa de tirar por los suelos una de las facetas que más le enorgullecía de sí mismo.
Aquello le descolocaba. ¿Cómo podía haber aceptado la invitación de aquel hombre? Ella no era así, se negaba a creer que los principios que amparaba Aurora hubieran dado un giro radical. Parecía haber olvidado que detestaba a todo aquel cuyo egocentrismo se olía a leguas.
Incluso la relación entre ellos se había visto trastocada por ese problema. En las incontables disputas que los habían enfrentado a lo largo de los años, Aurora tendía a calificarle de "ególatra con aires de grandeza". Entonces, ¿qué representaba ese médico para ella?, se atormentó Ellery. Si él era, a ojos de Aurora, un presuntuoso, Jeremy Anderson cruzaba la línea del diabólico narcisismo.
—Si nos disculpan, tenemos que proseguir con la bienvenida de los invitados.
—Nos vemos —se despidió Aurora.
Antes de darle la espalda al grupo, Anderson hundió una mirada furtiva en Ellery. La crudeza de su expresión era una orden alta y clara: Aurora le pertenecía. Contempló a la pareja transitar hacia el extremo opuesto de la sala. De nuevo, Anderson aferraba la cintura de su amiga de aquel modo que tan mal sabor de boca le había dejado
—Necesito aire fresco.
Terminó su copa y marchó meditabundo hacia el balcón posterior, ataviado con una regia panorámica del Jardín Japonés del Estanque y la Colina. Se acodó en el pretil de mármol de la gruesa balaustrada de piedra blanca y encendió un cigarrillo.
No entendía por qué le molestaba ver a Aurora con aquel tipo, pero no podía evitarlo. La forma en que, a su juicio, la había convertido en un objeto de su propiedad le provocaba un nudo en el estómago a modo de mal presagio.
Podían ser simples preocupaciones de un viejo amigo, y a lo mejor había caído en el mal hábito de prejuzgar anticipadamente, pero conocía su intuición, aquella arma que se desviaba de los caminos de la lógica y el análisis, centrados en observar, deducir y confirmar, y hacía uso de una capacidad extrasensorial que lo iluminaba todo. Se había servido de ella en numerosas ocasiones, amiga acérrima en los momentos más insospechados. Y si en aquel instante sus alarmas habían saltado, ¿por qué negarlas?
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