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Capítulo 19. Ellery no está aquí

Esa misma mañana...

—Presumo que no se han presentado en mi hogar por una visita cordial.

La férrea naturaleza de Anderson no cedió al ímpetu de la cabecilla del grupo que alojaba el descansillo de la entrada. Nikki Porter formaba la primera línea, con Tom, el inspector Queen y el sargento Velie guardando sus espaldas.

—¿¡Dónde está Ellery, maldito asesino!? —exclamó Nikki, atreviéndose a hundirle el índice en el pecho.

Considerando la repercusión de los cargos que Nikki no había temido manifestar, Tom, incentivado por el carraspeo hosco del sargento, la retiró del frente abierto. Richard la taladró con una ojeada reprobatoria y se interpuso entre ella y el médico.

—¿Asesino? —compuso con educada soberbia—. Dadas las circunstancias actuales, su juicio me parece fuera de lugar, señorita Porter.

—¡Déjese de cuentos!

—Señorita Porter, o se calma de una vez o la esposo a la manija del coche —le advirtió Richard.

—No, inspector, no voy a incurrir en acciones legales porque la señorita Porter me acuse de cometer asesinato —alegó—. Entiendo que porta en sus instintos de mujer el preocuparse por el prójimo, en especial si es por el señor Queen. Pero mi paciencia, así como mi tiempo, tienen un límite.

—No me dan miedo sus amenazas.

—¿Amenazas? —Frunció el ceño, desconcertado—. No sé quién está amenazando a quién. Creo que está algo confundida.

—Échese a un lado, señorita Porter —dispuso Richard extendiendo el brazo como barrera—. Estos dos jóvenes nos han informado de que Ellery, mi hijo —enfatizó al doctor Anderson—, viajó anoche hasta su hogar...

El inspector guardó silencio. Estableció contacto con Nikki, que lo animó a continuar con un firme asentimiento.

—¿En pos de? —inquirió Anderson.

—Desconozco la concreción formal de los hechos —sorteó la cuestión—. Si es tan amable de confirmar la versión de la señorita Porter y el señor Tom...

Anderson contempló a la pareja. Su semblante pareció relajarse al contestar:

—Sí, su hijo estuvo aquí. Mantuvimos una intensa conversación en el salón. No me apetecía que algún vecino sacara conclusiones erróneas que la prensa pudiera engrandecer malsanamente.

Nikki apretó la mano de Tom, estupefacta. Que Anderson no desmintiera aquella parte de su declaración significaba una sola cosa: el plan había fracasado.

—¿Puede especificar sobre qué discutieron?

—Sobre Aurora, evidentemente. Me confesó sus sospechas con la poca diplomacia que gasta su hijo. Pero, para disgusto de la señorita Porter, alcanzamos un entendimiento mutuo.

—¿Qué tipo de entendimiento? —El inspector elevó la voz por encima del amago de respuesta de Nikki.

—Debatimos la accidental pérdida de Aurora, inspector. Concluimos, pese a nuestras desavenencias, que ninguno éramos responsable de su fallecimiento.

—¡¿Será embustero?! —Nikki se abrió paso—. ¿¡Cómo puede tener la cara tan dura!? ¡Ellery jamás llegaría a un acuerdo con usted!

—Señorita Porter, no se altere —le advirtió—. Los nervios no son buenos aliados de las mujeres.

—¡No me dirá que cree a este hombre! —exclamó Nikki, volviéndose hacia el inspector.

—Señorita Porter, cierre la boca —terció Richard—. Es la segunda vez que le aviso. A la tercera, Velie se encargará de escoltarla al coche.

—Pero... —Para sorpresa del grupo de hombres, el enfado de Nikki se transformó en una gran sonrisa—. ¿Por qué no nos permite comprobarlo por nosotros mismos? —dirigió la pregunta a Anderson.

—¿Perdone?

—Si no tiene nada que esconder... —añadió.

—Haga caso omiso a la señorita, doctor, no conoce el modo de proceder de la policía —intervino el inspector con gravedad. Si actuaban al margen de la ley, tendrían todas las de perder. Todo juez respetado (y amigo influyente del médico) invalidaría la petición que les autorizara la entrada forzada al domicilio. El derecho a la intimidad del médico sería irrevocable. Tenían que mover ficha con precaución—. No tenemos una orden de registro, por lo que no está obligado a permitirnos la entrada a su hogar. A menos que usted lo consienta.

—Sería de muy mala educación dejar a la señorita Porter con ese estado de histerismo. —Los cuatro visitantes accedieron al vestíbulo—. Mi casa es su casa. Adelante, busquen cuanto quieran.

—¡Ellery! ¡Ellery!

Nikki no tardó en aventurarse por las habitaciones de la planta baja.

—Echaré un ojo en el segundo piso —manifestó el sargento Velie, y subió las escaleras sin percatarse del cuadro del rellano.

El inspector, al contrario que su subordinado, lo escrutó desde el primer peldaño.

—Una obra de arte, ¿no le parece?

Anderson se había acomodado en el embellecedor de madera.

—La pintura no es lo mío —opinó.

Algo en aquella casa, en la actitud del médico, no cuadraba para Richard. Y no saber el paradero de su hijo sumaba puntos a su desconfianza. Pese a todo, no había huellas en el camino de tierra similares a las ruedas del duesenberg ni signos de un altercado en el interior de la mansión. Tenía más sentido pensar que Ellery hubiera abandonado la finca para prolongar su estado apático en soledad. Su carácter reclusivo, cuando las circunstancias se desencadenaban sin freno y se daba de lleno con una realidad que odiaba, era una faceta que conocía al dedillo. Resultaba, por tanto, una suposición lógica. Y, sin embargo, la duda no desistía. La actuación pacífica de Anderson le sacaba de sus casillas. 

—Inspector Queen, sé que no soy de su agrado —entonó con un matiz incisivo.

Richard tornó hacia Anderson sin un ápice de inquietud en su semblante.

—¿En qué se basa para afirmar tal cosa?

—En la manera que tiene de mirarme. Es como la de su hijo. Trata de explorar mi interior, comprender quién soy. —Entrelazó las manos a la espalda y paseó en torno a Richard.

—Desventajas de la profesión —subestimó su percepción.

—¿No va a inspeccionar la casa?

—No tengo motivos —contestó tajantemente—. Traigo un buen equipo conmigo. Si hay algo, ellos lo encontraran.

—Le repito que no tengo nada que ocultar. Su hijo se marchó hace tiempo.

—Entonces, es usted un hombre demasiado considerado —expresó el inspector, fijo en el iris azul que lo estudiaba.

—Y usted un padre preocupado.

—No suelo alarmarme por las desapariciones de mi hijo —negó esculpiendo una tenue sonrisa—. Es un hombre que sabe cuidarse solo.

—A veces hasta los más inteligentes pierden el norte, inspector.

Anderson se alejó hacia la puerta seguido de la expresión alterada de Richard.

—¿Qué insinúa con que...?

—¡Dónde está Ellery! —El chillido de Nikki abarrotó la entrada.

—Creo que he sido muy paciente con usted, señorita Porter.

—Inspector, ni rastro del señor Queen arriba —notificó Velie bajando las escaleras.

—Señor Anderson, disculpe las molestias. —Richard inclinó el sombrero como despedida y se dirigió sin preámbulos al patio frontal.

—Maldito... —masculló Nikki, encolerizada.

Tom tiró de ella hacia el exterior. Necesitaba desprenderse del ambiente escalofriante de la mansión que tanto le recordaba a su infancia en el orfanato.

—¿Lo va a dejar así, inspector? ¿Sin más? —Lo frenó en el sendero de baldosas.

—Tengo las manos atadas —dijo, y prosiguió hacia la verja.

Nikki descarrió una mirada recelosa contra el médico, que se había apoyado en el marco.

—Buenas tardes, señorita Porter. Espero de corazón que encuentre lo que busca.

La agresiva mirada que la acosaba le bastó para tomar conciencia de las segundas intenciones que escondían aquellas palabras de aliento.

—Tenemos que irnos —insistió Tom.

<<¿Dónde te has metido, Ellery?>>, se preguntó mientras la única alternativa de salvar a su amigo se cerraba tras ella.

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