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Capítulo 15. Un escenario dantesco

En casa del editor...

—¿Estás seguro de esto?

Tom marcaba el número de teléfono de la mansión de Jeremy tras una corta incursión en el directorio telefónico.

—Hay que ayudar al señor Queen.

—Lo sé, lo sé, soy la primera que quiere echarle un cable. —Se acurrucó entre sus brazos—. Pero ¿y si está equivocado?

—Tal y como lo hemos planificado, Jeremy no tiene por qué sospechar nada. El señor Queen solo va a echar un vistazo. Si encuentra indicios de algo, perfecto. Y si no es el caso, conducirá hasta la cabina telefónica más cercana y nos lo comunicará. Será como si nadie hubiese estado allí nunca.

—No sé, Tom, tengo un nudo en el estómago. Es como un mal presagio. Siento que hay una pieza en todo esto que no encaja. ¿Entiendes esa sensación? —inquirió con intranquilidad.

—Cariño —sostuvo la barbilla de Nikki con la yema del dedo y elevó su rostro—, debemos confiar en él. El señor Queen tiene las mismas esperanzas puestas en nosotros. No podemos fallarle.

—Pero... Tengo miedo, Tom —reveló—. No creo que Ellery esté en condiciones de soportar ninguna de las dos opciones que planteas. Tengo miedo de lo que pueda hacer.

—Nos tendrá a nosotros.

De los labios de Nikki espiró una liviana carcajada. Se limpió unas lágrimas que humedecían sus pestañas.

—Se nota que no lo conoces. Ese hombre es todo un cabezota.

—Y nosotros pacientes. A eso no nos gana nadie. —Depositó un beso en la frente de Nikki—. Pero ahora, o llamamos a Jeremy o nos pitarán los oídos de las maldiciones que el señor Queen invocará contra nosotros.

Marcó el número. Levantó el pulgar en señal de que la línea se había establecido.

—Mmm... ¿Jeremy? —saludó—. Soy yo, Tom Murphy. Sí, bueno, no, no es inusual que te llame —aseveró. Nikki gesticuló con histerismo, a lo que Tom se alzó de hombros y torció el rostro para no distraerse—. Sí, verás, quería hacerte una consulta. Ajá, ya, por supuesto, sé que ahora no estás en la ciudad, pero ¿quién mejor que un amigo de la infancia que, además, es un prestigioso médico?

Tom procuró enfatizar la palabra "infancia". Advirtió cómo Anderson carraspeaba.

—Hace unos días que he empezado a encontrarme fatal. La fiebre viene y va, y el dolor de estómago es horrible. Las náuseas no me dejan comer, creo incluso que he perdido unos cuantos kilos. No te pediría esto si no fuera sumamente urgente, pero requiero un reconocimiento médico y, si es necesario, una prescripción para que este insistente catarro desaparezca. Como siga así, tendré que ausentarme del despacho, y en publicidad eso es como estar apartado del mercado años.

—¡Descríbeselo con mayor gravedad! —susurró Nikki, furibunda, bamboleando los brazos frente a él.

Tom tapó el micrófono y le rogó que se sentara.

—Esto, ¿Jeremy? Perdona, perdona, la tormenta está trastocando los postes telefónicos. —Tosió y se aclaró la garganta—. No, la comida no me sabe a nada. Tengo los oídos taponados y la nariz va por el mismo camino. Te juro que la cabeza me va a explotar. Jeremy, de verdad, te agradecería que me visitaras. Por los viejos tiempos —añadió al final.

Un incómodo silencio mantuvo en vilo a la pareja.

—¿En serio? ¡Gracias, oh, gracias! ¡Eres mi salvación! —Tom asintió efusivamente—. De acuerdo, nos vemos en un rato. Gracias, gracias.

Colgó el teléfono y abrazó a Nikki, emocionado.

—Se lo ha tragado.

—¿Sí? Pues ahora tenemos que hacer que parezcas un enfermo incapacitado.

—Oh... ¡Demonios!

En City Island...

Ellery estaba agazapado entre los árboles. En la lobreguez que cercaba la mansión, distinguió a Anderson recorriendo la zona posterior de la finca. Los faros de un coche iluminaron la verja. Un flamante cadillac atravesó la entrada y penetró en el sendero de tierra hacia la carretera principal del pueblo.

Dejó correr unos minutos y escaló la verja. Atento a cualquier movimiento extraño o ruido que alertara de una huida fugaz, se plantó ante el gran portón de madera. Cogió el juego de ganzúas que guardaba en el bolsillo y se acuclilló frente a la cerradura. Insertó uno de los ganchos y lo mantuvo fijo. Con lentos y calculados giros de la segunda pieza, buscó la posición adecuada. No tardó en escuchar un clic y observar cómo la puerta se entreabría ligeramente.

Del fondillo interior de la chaqueta sacó una pequeña linterna y alumbró la estancia. Un fuerte estruendo ahogó la atmósfera y lo paralizó en el recibidor. El viento de tormenta sacudía las ramas de los árboles contra los muros de piedra. Inspiró y espiró varias veces. O se focalizaba en lo que había ido a encontrar o su estado de hiperalerta volaría de un estímulo irrelevante en otro.

Transitó el pasillo iluminado por los rayos de tormenta. Ni un objeto fuera de lugar ni una mota de polvo cubrían el salón. La cocina, habitación contigua, estaba conformada por amplios muebles color perla y un islote central. La frialdad de la atmósfera se acoplaba a la falta de mobiliario, dando la sensación de estar en una casa vacía. Rebuscó a fondo en los cajones intentando no alterar el orden que Anderson amparaba, pero el interior se hallaba tan falto de vida como la encimera de mármol.

Su siguiente parada fue la biblioteca. Enormes estanterías de caoba abarrotaban las paredes. Un diván de plumas prestaba a disfrutar de una lectura con las espectaculares vistas del bosque. Sin perder ni un segundo, inspeccionó los posibles escondrijos de la habitación: marcos, puertas secretas disimuladas en paredes y estanterías, tablas flojas del suelo o bordes despuntados en la tela de los cojines. La ausencia de pruebas hacía trizas los resquicios de esperanza. Un pujante nerviosismo tomaba el relevo.

De regreso al recibidor, se detuvo enfrente de las escaleras. La linterna enfocó la grandiosa pintura que engalanaba la pared del descansillo. El pintor había logrado plasmar al detalle la insensibilidad que proyectaba aquel azul insaciable. Los ojos del dueño de la mansión parecían capaces de traspasar las defensas mentales del ingenuo que la observara.

En el segundo piso, cuatro habitaciones requerían su ojo analítico.

Inspeccionó con rapidez el baño y un dormitorio para invitados, pues, salvo por un armario vacío y una cama de matrimonio, la habitación estaba exenta de objetos personales.

Tras la puerta adyacente, la imagen que le dio la bienvenida clavó en su estómago un astuto puñal. Acomodada en un somier de madera, de sábanas grises y sobrecama blanco, la cama removía los recuerdos del funeral. Un dolor punzante hizo que se apretujara el pecho. Meneó la cabeza, intentando librarse de las palabras de Anderson que resonaban en su oído, e inspeccionó la mesilla de noche.

—Sabes cómo esconderte —susurró con un desesperanzado resoplido.

Revisó los armarios, entre las ropas y los costosos trajes del vestidor, de una esquina a otra de las cómodas atestadas de complementos, de los burós con algún que otro bártulo médico.

Decepcionado, con ojos vidriosos y la mente espesa, se presentó ante la última de las habitaciones de la segunda planta. El despacho de Anderson. Un vasto escritorio resplandecía al fondo de la sala. En cada extremo había situados varios montones de carpetas. Un cráneo humano actuaba como reposa papeles. Divagó unos segundos en aquel objeto en particular. Intuía que su localización —de cara a las dos sillas de visita— guardaba un simbolismo.

Alejó la vista de la redonda masa de hueso y comprobó el escritorio. Algunos de los premios que Anderson había recibido por su trayectoria profesional constituían una fila al borde de la mesa. Otros ocupaban huecos de las estanterías y porciones de pared junto a su licenciatura, las especialidades cursadas y diversos recortes de revistas y periódicos. La sala era una glorificación al dueño de la mansión.

Ellery perdió la paciencia. Expedientes, nóminas y contratos de construcción componían la pila de archivos. Nada extraño, nada perturbador. Lo único que no encajaba con los artículos del escritorio era el manojo de llaves de uno de los cajones. La llave principal era dorada, de cabeza redondeada, pluma larga y fina y punta con tres extensiones. Las otras tenían un parecido similar, aunque de tamaño menor. No recordaba haber visto ninguna cerradura que concordara con ese tipo de muescas.

Lleno de rabia, estampó un puñetazo contra la mesa. Estaba perdiendo un tiempo valioso sin una mísera pista que indicara que Anderson no era el dios que aparentaba ser.

Tenía que reconocer su derrota. Anderson había conseguido salirse con la suya.

La imagen espontánea de una Aurora dichosa, sonriente, se adueñó de su conciencia. Sintió una bola de púas ascendiendo por la garganta. Cabizbajo, apaleado por los recuerdos, regresó a la primera planta.

Los ojos acechantes del retrato lo cazaron de soslayo. Anderson había escogido el lugar idóneo para exponer el cuadro. Un recibimiento para los invitados que se adentraban con falsas pretensiones en su hogar.

No pudo aguantar el dolor. Clavó el puño contra la pared, a escasos centímetros del cuadro, provocando que rebotara. Y entonces lo escuchó.

Hueco.

Confuso, con una inyección de adrenalina circulando por sus venas, golpeó la pared nuevamente. Resonaba. Parecía que el marco escondiera un espacio vacío. Enganchó el recuadro de color dorado y tiró hacia su posición. El retrato hizo amago de querer separarse de la pared.

Los ánimos de Ellery estaban en ebullición. El cuadro no solo personificaba el ego del médico. Protegía algo de la vista del mundo. Repitió la acción por segunda vez.

De repente, al igual que una puerta, el cuadro se desencajó de la pared. Un acceso con una cerradura dorada rompía con el diseño del muro de piedra.

La llave dorada del despacho le vino a la cabeza. De inmediato, echó a correr hacia la habitación y se hizo con el manojo de llaves. Con la expectación brincando en su interior, la introdujo en la cerradura. La giró tres veces. Un chirriante sonido se extendió por los muros de la casa.

Distinguió una escalera de piedra al otro lado. Aquel nuevo corredor finalizaba en otra puerta. El interruptor a su derecha encendía un aplique. Decidió usar la linterna por si la luz se colaba entre las rendijas del cuadro y revelaba la presencia de un merodeador inoportuno. Accedió a la estructura, recolocó la pintura y cerró tras él.

Probó el conjunto de llaves en la segunda puerta en busca de la acertada. Una de ellas, reducida en dimensiones, se introdujo con facilidad en el cierre.

La oscuridad absorbía la nueva estancia. Con la mísera luz de la linterna apenas intuía lo que tenía delante. Entrevió un interruptor, y, no sin antes cierta vacilación, aceptó que era su única alternativa. De cualquier modo, pensó, la sala estaba construida varios metros bajo la superficie. Nadie advertiría la luz, y, para entonces, ya estaría de regreso a Nueva York.

La edificación era idéntica a la fachada de la mansión. Por un respiradero en uno de los rincones del techo entraba aire del exterior. En la región izquierda había una camilla. Una manta blanca cubría la superficie de metal. En los apoyos había suspendidas cuatro esposas, dos en cada extremo. Una mesa auxiliar estaba provista de instrumental médico.

En la pared contraria había incrustadas unas esposas de hierro separadas entre sí medio metro. Unas cortinas transparentes resguardaban específicamente aquellos característicos accesorios de la sala. Ellery rozó con los dedos la cortina. Reconoció el tacto insensible y duro del plástico.

Sus zapatos resonaron en la piedra del suelo mientras conjeturaba sobre el uso de aquella especie de mazmorra. Una extraña sensación, equivalente a lo que se apoderó de él cuando Tom relataba sus experiencias con un infante Anderson, lo invadía de nuevo.

Deambuló a lo ancho de la sala. Un fuerte olor a desinfectante penetró en su nariz. Aquel sitio había sido esterilizado hacía poco, pues el hedor a lejía aún permanecía en el ambiente.

Se dirigió al único armario de la sala con un mal augurio en mente.

En su interior, estacionados en un orden simétrico, el reflejo metalizado de diversos instrumentos quirúrgicos se acopló a sus retinas: sierras de hueso, costotomos, tijeras separadoras, martillos, perforadores craneales... Aparentaba ser una sala de operaciones en la intimidad de la mansión, lo que, sumado a la falta de comentarios en la prensa y a la ocultación deliberada de su existencia, lo obligaban a elaborar una teoría mucho más espeluznante sobre el uso de la misma.

Colgando en la cara interna del armario halló unos delantales. Le recordaron a la de los carniceros, destinados a evitar que los golpes de cuchillo que rasgaban la carne de la presa les mancharan la ropa.

Dispuesto a dar respuesta a las inquietudes que se amontaban, se plantó frente a la única puerta en el flanco opuesto de la sala. Cinco pestillos sellaban la entrada. La meticulosidad del cierre inducía a especular sobre su contenido.

—Lo he encontrado... —murmuró.

Probó con el reguero de llaves hasta abrir la columna de cerrojos. Tuvo que empujar con vigor para deslizar la puerta. Forjada con una aleación de hierro pesada, y con el desnivel de la superficie, el travesaño ajado se incrustaba a las deformidades de la piedra. La abrió de par en par. Mientras se reponía del esfuerzo, desvió la mirada hacia el interior de la cámara.

Un pasillo dividía en dos secciones la nueva estructura. Diez celdas con gruesos barrotes oxidados se replicaban a lo largo. Un olor nauseabundo le revolvió el estómago. Automáticamente, se tapó la boca y la nariz para detener las arcadas, encorvándose sobre su regazo. Trató de coger aire al tiempo que se acostumbraba al hedor. Alarmado, se asomó a la celda más próxima.

Los ojos se le abrieron de la impresión.

En la celda yacía el cuerpo desnudo y demacrado de una mujer. Su rostro apenas era reconocible; sin la mitad de la piel y una cuenca vacía, reposaba bajo un charco de sangre seca. En los labios se apreciaba el músculo endurecido. A su dentadura le faltaban la mitad de las piezas. El marrón cadavérico de su único ojo tenía grabado una mirada de terrible estupor. La musculatura facial representaba una depravada máscara carnavalesca.

El temor se apropió de sus pensamientos. Lo sometía a preguntas sobre la identidad de la mujer que se negaba a aceptar. Con la ansiedad al filo del desorden, se armó de valor para examinarla al detalle. La melena sucia y ensangrentada era de color rubio. En el pálido y endurecido vientre se apreciaba una abertura cosida con un hilo de sutura oscuro.

Las condiciones en las que se hallaba el cadáver le originaron un abrupto bloqueo. Aquella era la primera de las celdas. ¿Y las otras nueve?

Aunque su cerebro le decía que debía buscar un teléfono e informar de los hallazgos, se convenció para obtener evidencias de cada una de las celdas restantes. Tenía que comprobar o, como deseaba, denegar la presencia de un cuerpo en especial.

En el segundo cubículo, tropezó con un espectáculo equivalente. Desprovista de ambas piernas, la cabellera de la mujer tendida sobre la piedra era inexistente. Un minucioso surco circular envolvía su cráneo.

Ellery se quedó inmovilizado. Estaba en presencia de un escenario al más puro infierno de Dante.

Su intuición no mentía.

Jeremy Anderson era un monstruo.

Perturbado por las grotescas estampas de las celdas, inclinó la cabeza hacia atrás y miró por encima del hombro a la que daba la espalda. Una tercera víctima permanecía recostada contra una de las esquinas. Desnuda, cubierta de un espeso manto de sangre, se fijó en los numerosos hematomas de un color amarillento que poblaban su piel. Del lateral del cuello asomaba una incisión que culminaba en la garganta, o lo que quedaba de esta. Un orificio esférico dejaba a la vista la parte interna de la carne.

El cúmulo de olores lo mareó momentáneamente. El destrozo de los cuerpos personificaba el final de una larga agonía: aislamiento, tortura, violación... Por el estado de descomposición que presentaban, deducía que llevaban encerradas cerca de un mes. ¿Cómo habían pasado inadvertidas sin que los periódicos se pronunciaran acerca de sus desapariciones? ¿Tan poco valían sus vidas como para que nadie se preocupara por investigar?

Indubitablemente, se lamentó para sí, Anderson sabía a quién seleccionar para sus despiadados experimentos. De todas las mujeres de las que se conocía un romance con el doctor, el mundo ignoraba a aquellas abandonadas en el subsuelo de la mansión.

Una respiración entrecortada atoró el entramado de roca, obligándolo a salir de su abstracción mental y a zanquear en su dirección. Una mujer con ropas rasgadas se protegía contra la pared. Escondía su rostro entre las piernas, muerta de miedo, mientras derramaba lágrimas de impotencia.

—¡¿Se encuentra bien?!

La mujer no contestó.

—Vengo a ayudarla. —Analizó las celdas colindantes y retornó hacia la mujer. Por un momento, olvidó el objetivo por el que se había encerrado en el epicentro del mal: tenía delante a una superviviente—. ¿Hay más mujeres con vida?

—No... no lo sé —la oyó titubear.

—La sacaré de aquí, se lo prometo. —Tanteó la cerradura—. Buscaré con qué abrirla. Debe confiar en mí.

La mujer lo miró desorbitada y, advirtiendo el contraste entre el hombre que trataba de auxiliarla y aquel que había abusado de ella, se lanzó contra las rejas y aferró sus manos. Debido a la fuerza del agarre, ambos resbalaron.

Desde aquella proximidad, Ellery pudo percibir la dilatación de sus pupilas. Una extrema midriasis reflejaba un perturbador y asfixiante miedo a morir. Cortes verticales hendían la piel de las mejillas. La sangre seca formaba un manchurrón amarronado. De entre los cortes de la camisa entrevió otras lesiones más desconcertantes.

—No me deje aquí, por... por favor —le suplicó—. Volverá en cualquier momento.

—No, escúcheme. Anderson ha salido de la casa —intentó calmarla mientras se desenganchaba de las fuertes manos de la prisionera.

—No... no... no se fíe de él. Es muy listo... —le advirtió—. Por favor, sáqueme de aquí. No quiero... no quiero acabar... acabar como ellas.

Entornó una mirada compasiva sobre ella. 

—La ayudaré, le doy mi palabra.

—No me deje... —La mujer se retiró hacia su escondite—. No me deje sola...

—Tranquilícese —sosegó su voz—, inspeccionaré las demás celdas y volveré a por usted.

Ellery se incorporó con la frustración y la rabia en pleno éxtasis. Vagó por el estrecho corredor observando el lamentable espectáculo. Algunas celdas vacías, otras con secciones corporales de las que Anderson aún no se había desecho. Entrevió con repugnancia extremidades con joyas engarzadas, lo que parecían senos duramente golpeados, algún dedo seccionado y varias uñas arrancadas. La tensión que iba acumulando reprimía las arcadas.

—Anderson, eres un maldito asesino...

Llegó a las dos últimas celdas. El interior de una de ellas estaba vacío. Con el miedo y la intranquilidad a flor de piel, enfrentó el cubículo final de la estancia.

Y lo vio.

Un latido batalló por hacerle agonizar. Escuchó un gemido ahogado salir de su boca. Se enganchó a los barrotes con tal violencia que el hierro oxidado le arañó la piel. No podía creer lo que estaba viendo, no podía ser real.

El cuerpo de Aurora descansaba en el interior de la celda. Una sucesión de cortes surcaba la piel expuesta. Tenía una cicatriz en el pómulo. En la parte derecha del cráneo, una herida ennegrecida usurpaba el trozo de cabello que habían encontrado en el acantilado.

El mundo se le vino encima al percatarse de que Aurora no se movía. Su pecho no se sacudía al compás de una tenue respiración. Su tez poseía un matiz tan blanquecino como la muerte.

—¡Aurora! —gritó, fuera de sí—. ¡Aurora!

Su cuerpo sin vida minaba la esperanza que había luchado por mantenerle a flote. Había mantenido una fe ciega en una alucinación. Ahora...

—Aurora...

Golpeó los barrotes, alterado, sintiendo que una parte de él moría allí abajo.

El eco de unas palmadas retumbó en sus oídos. Escuchó a la superviviente ahogar un grito. Sus ojos cazaron de lateral la expresión maliciosa de Jeremy Anderson avanzando hacia él. En el estado de embotamiento en el que había caído, no lo había oído acceder al subsuelo. 

—Anderson... —masculló entre dientes.

—¿Me han visto cara de idiota? —Soltó una leve carcajada y apoyó la espalda en uno de los barrotes—. ¿Creían que me iba a tragar que el necio de Tom rogara mi ayuda de buenas a primeras? ¡Chst! —exclamó con desilusión—. Tuve claro desde el principio que usted me descubriría. He estado esperando este cara a cara desde entonces. Ha jugado muy mal sus cartas, Queen. ¿Y se proclama usted detective? —Rio con sutileza—. Verdaderamente patético. Posee una mente mediocre, sucumbe a la simplicidad de las emociones.

—¿Y cómo llama a esto? —contrapuso dando un paso hacia Anderson—. Esto solo es posible en una persona calculadora y animal, como usted.

—Me gusta experimentar, ¿es eso un problema? —Sus labios esbozaron una sonrisa terroríficamente juguetona.

—¿Experimentar? Interesante descripción de lo que ha hecho con esas mujeres.

—No todos comprenden el atractivo del cuerpo humano —manifestó—. Ni se figura los niveles de dolor que soporta una persona por la estúpida necesidad de sobrevivir.

—¡Engañó a Henry, los engañó a todos! —aulló.

Ante el movimiento ofensivo de Ellery contra él, Anderson sacó un arma y le apuntó a la cabeza, forzándolo a retroceder.

—Un paso más y su vida termina ahora mismo. Usted no es el tipo de material con el que prefiero trabajar. Su cuerpo no me sirve, no me despierta interés. Un agujero entre los ojos y arrojaré su cuerpo al mar.

—Qué... —Ellery desvió una rápida visual en Aurora—. Qué le ha hecho...

—¡Oh, sí!, la preciosa y apetitosa Aurora. —Se relamió los labios—. Es toda una luchadora. Me costó hacerle entender que, gritara lo que gritara, nadie iba a venir en su auxilio. Fue la que más se opuso a satisfacerme. Pero una vez domada, era toda una zorra sumisa. —Entreabrió una débil sonrisa—. Ha llegado en mal momento, Queen, no me ha dado tiempo a limpiar.

—¡No se saldrá con la suya!

—¿Es que piensa detenerme? —preguntó extendiendo los brazos al frente—. Me parece que está en seria desventaja.

—No soy el único que sospecha de usted.

—Le creo. Lo que ocurre es que, cuando la policía se presente en mi casa, no tendré nada que ocultarles. Incluso si dan con este lugar, cosa que dudo profundamente, toda esta... suciedad, habrá desaparecido. En fin, Queen, no voy perder más tiempo con usted. Tengo que telefonear a Tom disculpándome por no poder atenderle —se regodeó en la misión fallida del escritor—. Así podrá estar un rato a solas con lo que más anhela. Abra la celda con las llaves que me ha robado y métase dentro.

¡Las llaves!, se gritó. Las palpó en el bolsillo al tiempo que se fustigaba. Las mazmorras de Anderson le habían hecho perder la razón.

—Entre y cierre desde dentro. Luego lánceme las llaves.

Siguió las indicaciones del médico sin quitarle los ojos de encima.

—Disfrute del tiempo que le queda con el cuerpo de su amiga. Se la presto mientras.

El sonido de los cerrojos inundó la estructura.

Y de nuevo, silencio.

Igual de asustado que un niño pequeño, con el dolor vibrando por cada célula, deambuló la vista por el reguero de líneas del suelo. Sintió que las fuerzas le fallaban cuando la figura de Aurora abarcó su visión.

—Aurora...

Se derrumbó de rodillas. Dejó que el llanto lo inundara. Alzó el brazo, tembloroso, y le apartó el cabello del rostro. Magulladuras y arañazos desdibujaban su aspecto. La veía más delgada, empequeñecida en un vestido hecho jirones. Acarició su fría mejilla. Los rastros de maldad en su cuerpo desplegaban una recreación de las atrocidades que Anderson había obligado a Aurora a aguantar.

Un abismo inescrutable le dificultaba coger aire. Se recostó en la pared de piedra y dispuso a Aurora sobre su regazo. La ciñó en un abrazo, escondiendo la cabeza entre los mechones pelirrojos.

Las emociones que habían convivido con él desde la desaparición ya no tenían defensas que las amordazaran. El llanto de Ellery se hizo más intenso, opresivo, violento. Quería correr, huir. Morir había dejado de ser un problema. Vivir era un recordatorio del peor de sus fracasos.

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