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Capítulo 12. Jemma Delvey, la dama de oro

Perteneciente a unas de las clases sociales más ricas de la ciudad de Nueva York, Jemma Delvey había vivido rodeada de lujos desde su nacimiento. Había crecido en un ambiente ostentoso, ciega de la pobreza que asolaba los niveles inferiores. Sus padres consentían todos sus caprichos, por excéntricos que resultaran, inculcándole la misma aspiración a la que generaciones y generaciones de McKenzie se habían adherido: la felicidad material.

A medida que abandonaba la tierna infancia, Jemma no solo cultivó sus ansias de poder; su inteligencia era otra de sus principales facultades, y aprendió a utilizarla para conservar su oneroso estilo de vida.

Tras su espalda tenía acumulados tres matrimonios, todos ellos con empresarios multimillonarios que no la habían escogido precisamente por su belleza de juventud. La herencia del legado McKenzie, duros trabajadores inmigrantes de Escocia, era muy conocida en la ciudad, y no había momento en que un pretendiente no llamara a la puerta de la familia solicitando contraer nupcias con la joven Jemma. Pero sagaz ya desde la adolescencia, ella misma impuso la decisión a sus padres de seleccionar al hombre con quién compartiría cama.

Su primer matrimonio se formalizó a los diecinueve años con un fuerte y moreno australiano cuyos padres regentaban amplias tierras de ganado atesoradas por los neoyorkinos. Fue una relación intensa, pasional, enamorados desde el momento en que sus ojos se cruzaron en la cena de presentación de la lujosa finca familiar. Pero poco duró la prosperidad de aquel matrimonio. Su joven esposo falleció a manos de una res cuando intentaba cazarlo en solitario en las lejanas tierras del continente.

Jemma sufrió un duro golpe con la pérdida de su amado. No fue hasta años después que apareció una nueva oportunidad de abrir su corazón y, por qué no, de aumentar su renta: Thomas Brown, caballero inglés, estaba perdidamente enamorado de ella. O, más bien, de su cuantiosa herencia. Conocedora de sus verdaderas intenciones, aceptó el casamiento presionada por su madre, que no deseaba que su hija se convirtiera en una marchita mujer sin esposo, y de su padre, deseoso de unir su negocio automovilístico al del nuevo candidato al puesto de yerno. Aquel matrimonio no aguantó mucho tiempo, pues Jemma no soportaba las rarezas que había descubierto en su marido. Alcohólico y con una malsana obsesión por las jovencitas, le plantó los papeles del divorcio.

En el curso de los años fue tachada de amargada, tanto por las señoras que cuchicheaban en corro cuando hacía presencia en actos sociales como por los hombres que despotricaban de la mujer había tenido el valor de humillar a alguien del género dominante. Sus padres no se quedaron atrás. Los había dejado en mal lugar ante la deplorable sociedad en la que se movían, y no iban a perdonar ese descaro.

Cuando ambos progenitores se contagiaron de un brote desolador de gripe y murieron en la fría cama de matrimonio, una triste Jemma pasó a liderar el apellido de la familia que había recuperado tras el divorcio. Se vio liberada de las miradas hostiles de sus padres, pero una soledad intransitable se hizo con el gobierno de su vida.

Abastecida con el dinero familiar, se trasladó a una gran casa en el barrio de Murray Hill, en Manhattan, donde fue resurgiendo de la maldición que afirmaba poseer. Se dio a conocer entre los sectores del cine y el arte, fue presentada a escritores y guionistas e invitada a las fiestas más elitistas de Nueva York. La lista de conocidos y amigos era de lo más interesante y variada. No obstante, también conoció la parte más sombría de la fama: drogas, alcohol, sexo y enfermedades mentales. Todo muy bien encubierto para que el mundo no se percatara de la desdicha que existía en la prestigiosa industria. Las esplendorosas sonrisas y las miradas de logro y orgullo disimulaban la putrefacción de las almas que brillaban en las pantallas.

En un momento de su vida donde ya nada le apasionaba, hizo su entrada Daniel Delvey, publicista del Upper East Side. En la fiesta donde les presentaron, Jemma sintió una conexión similar a la de su primer marido, esa sensación en la boca del estómago, ese revoloteo que tanto había fantaseado con volver a sentir. Un sentimiento que Daniel correspondió esa misma noche. No tardaron en afianzar su relación. A los pocos meses de noviazgo, Jemma y Daniel se casaron.

Pero aquel publicista contaba con una sorpresa: traía consigo tres hijos de su anterior matrimonio. Con sus respectivas casas, sus adoradas familias y sus trabajos bien remunerados. Y ninguno tomó con agrado a la nueva pareja de su padre. Desde el día que conocieron a Jemma, insistieron en que se deshiciera de ella.

Llegó un momento, tras largas discusiones y conflictos que por poco destruyen el matrimonio, en el que Jemma dio un ultimátum a su marido: o ella o sus hijos. No quería que se pronunciara en contra de su misma sangre, pero ya no soportaba las continuas indirectas y los intentos de minar la relación.

Daniel lo tuvo claro, Jemma lo era todo para él. Reescribió el testamento y delegó todos sus bienes a su mujer. Mandó misivas a sus hijos con los cambios realizados y, con una sonrisa triunfal y el corazón contento, continuaron con su vida de casados como si el ruido contra la puerta procediera de una tormenta ajena a su felicidad.

La maldición de Jemma, no obstante, tenía otros planes para el matrimonio. A los años, Daniel sufrió un infarto fulminante. Cuando le comunicaron lo sucedido, Jemma estuvo en los límites de una demoledora depresión. Era el segundo hombre al que amaba más que a sí misma y al que perdía sin previo aviso. Destrozada, preparó el funeral y se enfrentó a su familia política en una sangrienta pelea por la herencia.

Así fue como conoció a los Queen. Un día de primavera, aporreó a la puerta de la 87 Oeste. Un joven agradable a la vista, cuyas gafas parecían molestarle más que ayudarle, la invitó pasar con una sonrisa cuando le explicó cómo había dado con su dirección.

—Cuénteme su problema —fue todo lo que le dijo Ellery tras ofrecerle un cigarrillo de los que fumaba.

Jemma le relató los acontecimientos relativos a la herencia de su marido y el intento de asesinato que estaba segura había sido fraguado por sus hijastros. Una de las tardes que había cogido el coche para hacer recados por la ciudad, los frenos no le funcionaron. Paralizada por el miedo, estampó el vehículo contra un poste de la luz. Tuvo suerte de sufrir unas leves contusiones, pero la intranquilidad usurpó su día a día. Tiempo después del accidente, comprobó las caras de desagrado de sus hijastros en una de las peleas entre sus abogados. Para desgracia de ellos, seguía en pie.

Ellery la escuchó con atención, lo que originó en Jemma un sentimiento de confianza y seguridad hacia el joven escritor. Creyó cada una de sus palabras, era el único que hasta ahora no había puesto en duda su versión.

—Se me ocurre una idea —manifestó con las manos unidas a la espalda.

Días más tarde, Ellery convenció a Jemma para que invitara a sus hijastros a Manhattan con la excusa de solucionar la coyuntura que los había distanciado como familia. Acorde al plan, les propuso un diálogo tranquilo, sin discusiones, y los agasajó con unos combinados de naranja que había olvidado en la mesa de la cocina. Uno de los hijos, el mayor, se prestó servicialmente a llevarlos al salón. Cuando entró en la cocina, vertió en uno de los vasos unos polvitos blancos: arsénico. Con una truculenta sonrisa, apareció de vuelta y avisó a sus hermanos sobre cuál portaba el veneno.

Jemma tomó el suyo y se lo llevó a los labios. De pronto, comenzó a hablar de su primer marido y devolvió el vaso a la bandeja. Con fingidas sonrisas e intercambios huidizos de mirada, los hijastros de Jemma la animaron a brindar para borrar toda pelea habida entre ellos. Jemma exclamó dichosa, alzó su copa y dio un largo sorbo. Los hermanos la observaban con excitación, esperando la reacción visible del veneno en su cuerpo.

Entonces, Jemma soltó un agudo gritito y dijo:

—¡Qué despiste el mío! —exclamó—. Me he equivocado de copa.

El hermano que estaba más cerca de ella abrió los ojos, asustado, y lanzó su copa al suelo. Empezó a toser, introduciéndose los dedos en la garganta para vomitar el contenido del estómago.

—¿Qué ocurre? —preguntó, aturdida por la escena.

—Tiene miedo de que esto pueda matarle.

Ellery entró en acción desde una de las habitaciones. Entre sus dedos sostenía una pequeña bolsita con polvos blancos.

—¿Cómo tiene usted eso? —se sorprendió el hermano mayor al tiempo que toqueteaba sus bolsillos y sacaba una bolsita idéntica pero vacía.

El hermano que creía haber ingerido el veneno vomitó dentro de una de las macetas de la habitación.

—Verá, ha habido una confusión —expuso Ellery, acercándose, con una mueca torcida de orgullo—. Tan concentrados estaban en planear la muerte de su madrastra, que no se percataron de que alguien había cambiado las bolsitas. Lo que usted cree que ha echado en la copa no es arsénico. Es simplemente azúcar.

El hermano enganchado a la maceta consiguió recomponerse. Lo miró boquiabierto.

—¿A... azúcar?

Ellery asintió.

—Llevo siguiéndoles la pista varios días —continuó—. Sin mucha dificultad, en una de las reuniones matinales que celebran en la cafetería frente a su domicilio —señaló al hermano mayor—, escuché el modo en que llevarían a cabo el asesinato. Hay determinados asuntos en los que la discreción debería prevalecer —se mofó—. Solo tuve que esperar al momento adecuado para hacer el cambio.

—¡No! —aulló. De su chaqueta sacó una pistola y apuntó a Jemma.

—¡James!

—No haga tonterías, señorito Delvey —le avisó Ellery.

—¡No voy a ir a la cárcel por una estúpida mujer!

A punto estaba de descargar el arma contra Jemma cuando el inspector Queen brotó de la nada y le arrebató la pistola de un brusco movimiento.

—No se mueva —dijo apuntándole con su arma reglamentaria y la incautada.

Aquel teatro planeado por Ellery resolvió el caso.

Fascinada por la inteligencia de aquel joven y encaprichada con el heroico inspector de policía, Jemma los agregó a su círculo social. Les invitaba a fiestas, cócteles y brunchs, pero todos los ofrecimientos fueron debidamente rechazados por los Queen. Richard no estaba por la labor de consentir sus insinuaciones, y se escondía a la mínima que distinguía su contoneo aparecer por alguna esquina.

*

Jemma era, sin duda alguna, la persona perfecta para obtener la información que Ellery precisaba. Sin muchos preámbulos, se presentó ante su puerta y pulsó repetidamente el timbre para hacerse oír. Escuchó un resuelto taconeo hacia su dirección y, al poco, el rostro maquillado de Jemma le dio la bienvenida.

—Ellery, ¡qué agradable sorpresa verle en mi puerta tan temprano! No son ni las nueve de la mañana.

—Buenos días, Jemma.

—Pero pase, hombre. —Se retiró a un lado y le permitió la entrada a la cálida estancia—. Estaba desayunando. ¿Le apetece tomar algo?

—Estoy bien, gracias.

En el salón, tomó asiento en la silla contigua y esperó a que Jemma diera un recatado sorbo a su taza de té.

—Costumbres de mi segundo marido —comentó—. La verdad es que, si se hace como es debido, tiene un sabor extraordinario. Pero sé que no se ha presentado en mi puerta para hablar de mí. Dígame, ¿qué desea?

—Quiero que me cuente todo lo que sepa sobre Jeremy Anderson.

*

—Jeremy Anderson...

En vista de la asombrosa petición del escritor, la conversación se había trasladado al sofá.

—En primer lugar, quiero darle el pésame por la muerte de su joven amiga. Era una belleza —formuló sentidamente.

—Complemento de un interior aún más maravilloso —añadió él, que agachó la cabeza un segundo por la estocada recibida.

—Estoy segura. He podido leer en la prensa que el doctor Anderson y ella mantuvieron una corta pero íntima relación.

—Eso... bueno —carcajeó—, eso está por ver.

—¿No cree que sea cierto?

—No me creo nada —asestó con rudeza.

Jemma frunció el ceño. Se había percatado de la actitud arisca del escritor.

—De acuerdo, empecemos por el principio. —Entrelazó las piernas y movió los ojos en círculo, rebuscando en sus memorias—. Conocí al doctor Anderson en una de las fiestas que celebraban en el Soho varios artistas del mundillo del cine. No fue difícil reconocerle, claro. Entre sus apariciones en prensa y su atractivo, era el centro de atención. Jeremy y yo entablamos una amistosa conversación gracias a mi difunto marido, pues le había tratado en diversas ocasiones por sus problemas de corazón. Fue todo un encanto, muy atento y considerado. A partir de ahí, fuimos coincidiendo en actos, y cuando mi marido y yo organizamos un evento privado en nuestro hogar, conocedores del prestigio de Jeremy, no dudamos en invitarle. Se estableció entre nosotros una especie de... acuerdo tácito —se sinceró—: el doctor Anderson nos invitaba a sus espectaculares celebraciones y nosotros hacíamos lo mismo. Ya sabe cómo son estas cosas. Él se daba a conocer en nuestro círculo de amistades y nosotros en el suyo. De esa manera, ninguno salía perdiendo. Todos ganábamos.

—¿Y la familia de Anderson?

—Es una triste historia. —Jemma inclinó la cabeza con solemnidad—. Jeremy es huérfano desde su nacimiento. Pero posee una fuerte personalidad, como se habrá dado cuenta. Superó todas las adversidades que la vida puso en su camino. Estuvo yendo y viniendo de orfanato en orfanato hasta que, a los treces años, tuvo la suerte de dar con una buena familia. Hicieron de él un niño talentoso, con aspiraciones elevadas. Y lo consiguió. Fue el más joven de su promoción de medicina y de los primeros en ser admitido en uno de los hospitales privados más gloriosos de la ciudad. Le llovió la fama gracias a su práctica excepcional y a sus finas manos como cirujano.

>>A raíz de ese primer trabajo, fue rotando por hospitales cuyos pacientes padecían patologías más graves, complicadas o intratables. Engrandecía su espíritu el ser de ayuda para quienes no encontraban un remedio a su condición. Fue una lástima cuando sus padres fallecieron —curvó con tristeza los labios—. Eran una pareja bastante mayor cuando procedieron a la adopción, por lo que no fue algo inesperado.

—¿Murieron al mismo tiempo?

—Juntos —afirmó—. ¿No le parece romántico?

Ellery evitó contestar.

—En uno de los viajes de Jeremy fuera del estado, le informaron de la defunción. Estuvo presente tiempo después en la cena que celebró una vieja amiga. Allí relató su historia. Casi lloramos todas... A alguna se le escapó alguna lagrimita... —soltó una risa sutil—. Pero el sentimiento con el que hablaba de sus padres era enternecedor.

>>Supongo que fue la soledad al percatarse de que había perdido a los dos pilares de su vida lo que cambió su visión del mundo. De la noche a la mañana, decidió aspirar a una meta mayor. Colaboró con algunas organizaciones humanitarias internacionales que lo impulsaron a crear su propia asociación. La flor y nata de la medicina se unió a él en la misión de levantar campamentos sanitarios en países tercermundistas. Y eso añadió un nuevo problema a su vida. La muerte ronda al bueno de Jeremy —comentó—. Las amenazas a causa de su labor médica han sido expuestas en la primera plana de todos los periódicos de la ciudad. Pero no parece asustarle. Es más, da la sensación de que lo estimulan.

—Todo un héroe —lo calificó el escritor, encubriendo malamente la animadversión sentida.

—Así lo han llamado —afianzó Jemma—. Ese hombre podrá escribir una increíble biografía dentro de unos años. El mundo pagará por leerla. Pero eso es todo lo que conozco de él. Todo lo que sé es debido a comentarios en conversaciones donde Anderson relataba un poco de sí mismo, de entrevistas en los medios de comunicación y algún que otro chismorreo.

—No está nada mal, Jemma. —Ellery entrecerró los ojos, apoyó los brazos en el respaldo del sofá y tendió una mirada distante—. Y en cuanto a mujeres...

—¡Ellery, como puede suponer semejante cosa de mí! Sobre ese tema tengo los labios sellados.

—Pagaría con mi vida y sé que no moriría en el intento.

Una sonrisa picaresca aseveró su suposición.

—Es usted un buen jugador —dijo. Se mordió ligeramente la comisura inferior con los ojos puestos en la taza—. La vida amorosa de Jeremy Anderson es una montaña rusa. Siempre que hemos coincidido en algún evento, lo he visto disfrutar con preciosas mujeres. Y nunca repetía —mencionó en una mueca intencionada—. Era como estar en presencia de esculturas griegas en carne y hueso. Cuerpos envidiables, rostros esculpidos por el talento del mismísimo Dios... Sus relaciones no duraban más que unos meses, ciertamente, pero entiendo que, debido a su vocación, a Jeremy le sea complicado mantener una mujer de tales características esperando a formalizar la relación.

—A lo mejor tampoco desea ese tipo de compromiso.

—¿Un hombre como él? —inquirió, escéptica—. Bueno —dudó mientras dibujaba círculos suaves con la cuchara en el té medio frío—, siempre he tenido la sensación de que buscaba algo más de las mujeres con las que salía. —Hizo un inciso en el que observó con curiosidad a Ellery—. Dígame, ¿qué quiere encontrar en la vida sentimental de Jeremy Anderson?

—Algo anormal —contestó.

—¿Anormal? ¿Qué clase de anormalidad?

—Alguna excentricidad en su conducta con las mujeres, ya sea en el plano social. O sexual.

—Entiendo —murmuró. Sus estrechos ojos examinaron con aprecio la figura desmejorada del escritor—. Ha tenido que ser muy duro lo de su amiga. Sé lo que se siente, Ellery —acarició levemente su rodilla en un gesto de consuelo—, la muerte de un ser querido es algo que difícilmente se supera.

—Eso no viene al caso —su contestación brotó con visible agresividad.

—Me parece que es cuestión primordial.

El proceder de Jemma, al igual que el de Ellery, se intensificó. No estaba dispuesta a que la desafiaran en su propia casa.

—Y, a menos que sea franco conmigo, no le prestaré ayuda.

No podía perder el tiempo debatiendo si era adecuado o no que Jemma se inmiscuyera en su investigación, se dijo Ellery, no tenía muchas consigo de que sus sospechas sobre Anderson fueran ciertas. Cuanto más demorara la búsqueda, menos posibilidades tendría de hallar pruebas incriminatorias.

—Tiene razón —se disculpó—. Qué desea saber.

—Me percaté de cómo miraba a su amiga en el museo. Pocas veces un hombre contempla así a una mujer.

Ellery alzó los hombros, quitándole valor.

—Es... —carraspeó—. Era una amiga muy querida.

—¡Usted no me engaña, bribón! —exclamó—. Ningún amigo me ha mirado así en la vida. Esos ojos no mostraban precisamente amistad.

—Ah, ¿no?

—No. Revelaban mucho más que eso. Amor.

—Quiero a mi amiga —admitió, entrelazando con inquietud las manos—. ¿Hay algo malo en ello?

—No, si sabe la clase de amor con la que miran sus ojos.

—Olvide el tema, por favor —la cortó bruscamente.

Jemma se recostó en el sofá, desconcertada por la resistencia del escritor. Pero aquel aire taciturno sumado a su deteriorado físico le hicieron suponer que estaba tan hundido como una vez lo estuvo ella. Su apariencia, como un pobre cachorro abandonado, rebajó su carácter.

—De acuerdo, ha sido una observación. Tiene que ser usted quien tome conciencia de sus sentimientos, o aceptarlo, si lo que hace es reprimirlo por las circunstancias actuales. El duelo solo se cura siendo sincero consigo mismo. —Sonrió afectuosa a los ojos ambarinos que la fustigaban—. Bien, Ellery, deje que recuerde... Algo extraño en Jeremy Anderson...

La mujer se enfrascó en una silenciosa cavilación.

—¡Oh! —prorrumpió al poco—, lo tengo. Verá, en una de las celebraciones lo pillé conversando con su acompañante, una hermosa rubia de ojos azules. Estaban alejados de la multitud, casi en la oscuridad. Pensarían que así nadie los interrumpiría, pero yo, que buscaba los baños, di con ellos. Me detuve al principio del pasillo, pues no quería molestarles, y esperé a que finalizaran. Pero le soy sincera si le digo que lo que observé no me agradó —explicó Jemma, desfilando un dedo por sus avejentados labios.

—¿Qué vio exactamente?

—Anderson discutía con ella. No llegué a oír el motivo, pero su comportamiento... su comportamiento me impresionó. Ambos levantaban la voz, se reprochaban algo... cuando Anderson la agarró de la muñeca. Fue muy violento. La chica se quejaba, supongo que le pedía que la soltara, pero Anderson reaccionó como nunca me habría figurado. Apretó con más fuerza. Sí —afirmó a la expresión seria de Ellery—, yo también reaccioné como usted. Y no acabó ahí. —Dio un sorbo al té y espació la continuación—: Vi cómo se acercaba a su oído y le susurraba unas palabras mientras aún la sostenía. Pero la mirada de esa chica no se me olvidará jamás. Sus ojos expresaban terror. Se quedó muda. Intuyo que la amenazó. Luego tiró de su brazo de vuelta a la fiesta. Ambos se cruzaron conmigo, claro, y pude fijarme en la muñeca de la joven. Tenía marcadas las uñas de Anderson en la piel, unas marcas rojizas. Fue...

—Un acto impulsivo —murmuró mirando hacia sí, pensativo.

—Créame si le digo que tal escena me impactó. No quería pasarlo por alto. Pero cuando volví del aseo, estuvo tan encantador con nosotros que olvidé por completo lo ocurrido. Hasta ahora.

Ellery sospechaba que el médico se había percatado de la presencia de un tercero en la discusión, e hizo uso de sus portentosas armas de influencia para acallar la conciencia moral de la involucrada.

—¿Conoce a esa mujer? —le preguntó.

—Conozco su nombre por la lista de asistentes a la fiesta, nada más.

—Sería de gran ayuda si me lo facilitara.

—¿Qué quiere conseguir, Ellery? —frenó su indagación.

—Pruebas.

—¿Pruebas de qué? ¿De que un hombre inteligente y considerado como Anderson posee una parte oscura y cruel bajo esa fachada de pura perfección?

Ellery la estudió con cierto asombro. Le había quitado las palabras de la boca.

—No me creo una mujer tonta que obvia lo que ocurre a su alrededor, jovencito —le sermoneó con una sonrisa—. Puedo intuir que debajo de ese disfraz de atractivo incalculable hay otro hombre que oculta a sus admiradores. ¿El qué? No lo sé, hay tanto donde elegir: un sentimiento de inferioridad, una misoginia profunda, una necesidad patológica de control o una parafilia no diagnosticada. Debe tener en cuenta que ese hombre es muy difícil de engañar, no como nosotros, que caemos como bobos ante sus encantos. Yo soy una de ellas, no lo niego. Pero desde la simplicidad de mi hogar he podido discernir entre el hombre que quiere aparentar ser y el que realmente es. Y, aun así, Ellery, ese hombre no pierde su magia.

—Me asombra usted, Jemma. No esperaba tal percepción.

—No es el primer hombre que piensa tal barbaridad, ni el último —convino en una negativa sutil de cabeza—. Debe abrir mejor los ojos.

La sonrisa ladeada de Ellery curvó los labios de Jemma en la misma sintonía.

—Usted también posee un encanto peculiar —le confesó, mirándolo con exquisitez—. Posee un intelecto extraordinario unido a un alma sensible que repudia a base de perspicaces sarcasmos. Toda una joya en bruto.

Ellery soltó una risa quebradiza. Tras aquellos catastróficos días, aquel gesto originaba una desagradable tensión en sus músculos faciales.

—No quiero hacerle perder más el tiempo —insinuó Jemma—. La mujer se llama Alexandra Clifford, es actriz. Vive en el Upper East Side, en la 77 de la Tercera Avenida.

—Debo darle las gracias, Jemma, es usted lo mejor que me ha pasado en estos días.

—Me alegra oírlo. —Lo acompañó hasta la puerta—. Mucha suerte con aquello que pretende encontrar, Ellery. Si necesita algo más, sabe dónde encontrarme.

*

Las gotas de lluvia brincaban ferozmente contra la capota del duesenberg. El violento sonido de tormenta mantenía a Ellery en alerta. Las migajas suministradas por Jemma lo incitaban a acelerar la carrera. ¿Acaso contaba con pruebas materiales?, se cuestionaba para acallar la urgente voz que lo presionaba a tomar la estatal hacia City Island. Los rumores y las observaciones ajenas no valían nada ante un tribunal. Anderson no era el ser caritativo que tanto veneraba Nueva York, pero ¿realmente era capaz de dañar a alguien más allá de un fuerte apretón en el brazo? ¿Sería capaz de golpear a una mujer si se negaba a consentir sus deseos?

Aquel hilo de pensamientos evocó la sonrisa maquiavélica que Anderson le había regalado en el velatorio.

Estaba seguro de que aquel médico de sonrisa impoluta no era un maltratador más. Ese hombre escondía dentro algo más tenebroso. No podía compararse con la necedad de aquellos que controlaban y despreciaban a las mujeres para sentirse superiores, no. Aquel hombre no decaía ante impulsos primitivos. Planificaba hasta el más mínimo detalle, desplegaba su temperamento manipulador de un modo sutil y embaucador. Ese lado sombrío que percibía en él iba más allá del complejo de inferioridad que oprimía al ser humano.

Días atrás se había reprochado la misma conclusión. La había invalidado, reduciendo su intuición a la categoría de juicio cruel con el que eliminar la carga que amenazaba su equilibrio emocional. Pero ¿y si ambos estuvieran relacionados? La terquedad de Ellery Queen y la oscuridad de Jeremy Anderson.

Algo innato correteaba en el interior del médico que había perfeccionado con los años. Una sombra impersonal destructiva e insidiosa. Mortífera. Estaba seguro de ello, y no iba a parar hasta descubrirlo.

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