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Capítulo 11. La presencia


Promise me a place

In your HOUSE OF MEMORIES

*

Henry Toldman renunciaba a Nueva York. El velatorio fue el punto de no retorno para su frágil estado psicológico. En el silencio de una casa vacía, con los recuerdos de una época que añoraba flotando en el aire, estalló. Su dolor tomó vida propia. Apartado de los allegados que asediaban su salón, se encerró en el dormitorio de Aurora. El inspector Queen se vio en la obligación de tirar la puerta abajo. Lo encontró con medio torso sobre la cama, agarrado a las sábanas, llorando como un hombre al que le habían arrebatado lo que más amaba. Aguantando el impulso de acompañarlo, Richard lo tomó en brazos y lo llevó a un espacio tranquilo de la casa.

La hermana de su difunta esposa, afectada por la salud de su cuñado, accedió a encargarse de su cuidado mientras recuperaba la cordura mermada por el entierro.

Los ojos sagaces de Richard no se desentendieron de la reacción del doctor Anderson, que había permanecido en el salón conversando con los asistentes. Aquel tipo comenzaba a caerle tan mal como a Ellery.

Y esa era otra de las preocupaciones que añadía una úlcera más a su estómago. Con barba de varios días y aire macilento, el aspecto desaliñado de su hijo recorría la casa como un fantasma. Había adelgazado, tanto, que las líneas de expresión de los pómulos se le marcaban en exceso. Su hijo se había aislado en una burbuja insonorizada de negatividad. Que Henry hubiera firmado la guerra contra él era uno de los asuntos que habían hundido al joven escritor, por lo que Richard, como padre en apuros, trató de enmendar el error que su amigo estaba cometiendo.

Con una delicadeza meditada, quiso hacerle ver que su hijo no era culpable de tan desafortunado accidente. El juez compuso un mero "ya" como respuesta. Ellery, que tanto había significado para el señor Toldman, se había convertido en su peor enemigo. Había superado a los criminales a los que no les concedía ni una pizca de piedad desde la cima del estrado. Para Ellery no había absolución posible.

Entretanto, el escritor se había sumergido en su novela, que comenzaba a tomar un cariz siniestro. El dolor y la culpa que le susurraban a la oreja daban voz a los protagonistas de su historia, desarrollando una trama más sórdida que policíaca. Se había dicho a sí mismo que quien quisiera leer su novela, lo haría. Si les gustaba o no, era cuestión personal.

Ignorante de los intercambios entre el sol y la luna, uno de los días de aquella fatídica semana Ellery se encontraba involucrado en un nuevo capítulo cuando un carraspeo procedente de la cama lo trajo de vuelta a su dormitorio.

Asomó la cabeza por encima del hombro, desorientado, pues no había sido consciente de que alguien abriera la puerta. Pero lo que vio le produjo un latigazo en el corazón. Una corriente eléctrica partió de su nuca y se fundió con el resto del cuerpo.

Allí estaba.

Recostada contra la pared, Aurora lo miraba con una sonrisa de oreja a oreja.

—Auro... Aurora... —titubeó.

En sus pupilas dilatadas se reflejaba aquel brillante cabello rojo fuego.

—¡Vaya!, menos mal que me reconoces, pareces asustado —se mofó de su reacción.

—Aurora...

Empezó a dolerle la cabeza. La opresión en el pecho creció en intensidad. Creía poder sentir que lo agujereaban. Agachó el mentón, se tapó la cara con la palma de la mano y suspiró pesadamente. Se había exigido hasta agotarse. Su mente ya no le concedía más niveles de tolerancia. Evitar el dolor era imposible. Solo podías aplazarlo, y en su empeño por alejarse del sufrimiento había terminado plagiando al protagonista de su novela. Aunque su identidad no se desligara en múltiples personalidades, experimentaba otro apabullante síntoma.

—¿Solo vas a pronunciar mi nombre?

Aurora gateó por el colchón y se sentó en el borde, más cerca de Ellery. Se percató de que lloraba en silencio. Las lágrimas habían rebasado su barbilla y goteaban en el suelo.

—No estés triste, El. Aunque te da un aspecto diferente, tierno, quizá. —De Aurora brotó una risa suave—. Pero no llores por mí.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —inquirió.

¿Por qué le hablaba como si fuera real?, se dijo a su vez.

—Tienes un objetivo más importante.

Su destello era tan vívido que tuvo la tentación de extender la mano y tocarla.

—¿Cuál? —se atrevió a preguntar.

—Buscarme.

Ellery se encogió contra sus piernas. Enganchó los dedos a su nuca y suspiró. El agotamiento físico y mental no le dejaba pensar con claridad.

—Ellery... —una brisa acarició su oído—, búscame.

Levantó ligeramente la cabeza. Volvía a estar solo en la oscuridad del dormitorio. La ilusión de Aurora se había desvanecido, pero su perfume todavía bañaba la atmósfera.

Se recostó en la silla con los ojos cerrados e inspiró profundamente. Odiaba esa fragancia tanto como la echaba de menos. Notó que tiritaba, como si el tiempo helado del exterior se hubiera acomodado en su cuerpo a modo de manta.

La fragancia se expandía como una nube de tormenta. Le vino a la cabeza un recuerdo del verano pasado en Bar Harbor. Aurora corría hacia la orilla de la playa mientras los mechones de su largo cabello alborotaban su rostro.

<<Hoy gano yo>>, leía lo que murmuraban sus labios.

Luego desaparecía bajo las aguas cristalinas. Recordaba haber acelerado la carrera para alcanzarla.

Las memorias de la estancia en Maine naufragaban por el espacio en negro de su mente. Añoraba ese verano con un ansia inhumana.

Al abrir los ojos, el sombrío techo eliminó las reminiscencias de un blanco brillante adornadas con el sonido de las gaviotas. No había sol, ni mar ni arena. Ni Aurora.

Se levantó de un impulso y bajó al primer piso. Djuna limpiaba con ahínco el polvo del salón, por lo que las enérgicas pisadas que reverberan contra el parquet lo asustaron.

—¡Señor Queen! Me alegro de que haya salido de su dormitorio. ¿Está usted mejor?

Djuna se tapó la boca tras su ida de lengua. Ellery no le miró. Cogió su chaqueta y salió de un portazo.

*

Las nubes de mediados de noviembre se anticipaban a la tormenta que el noticiario había pronosticado para el fin de semana. Tímidas gotas mojaban a los imprudentes viandantes que se habían arriesgado a salir sin un paraguas como aliado. Ellery era uno del montón, pero, a diferencia de aquellos que miraban al cielo con disgusto, no se inmutó.

Transitó con los pensamientos embotados hacia el puente de Brooklyn. Era su refugio. Aquel espacio entre barrotes se había convertido en despacho improvisado cuando, en los casos donde trabajaba con su padre, ambos precisaban un enfoque nuevo. También había sido punto de encuentro con algunas de sus conquistas. Era una forma de mostrarles su lado sentimental, esa faceta que parecía ajena a él y que solo compartía con aquellos dignos de su confianza.

El puente, no obstante, engrosaba la herida que se esforzaba en hacer cicatrizar a base de evitación. Había compartido aquel escondrijo con Aurora, en la misma perpendicular del río, con la entrada de la ciudad a su derecha. Había sucedido antes de que sus caminos tomaran derroteros distintos, antes del distanciamiento universitario, de la crítica en el The New Yorker que destrozó la relación.

Se apoyó en la destemplada barandilla de hierro y contempló el rojizo sol que perdía altura.

<<—Es precioso.

La admiración en la voz de Aurora hizo que un joven Ellery de casi dieciocho años la mirara embelesado.

—Quería mostrártelo antes de irme.

—Falta poco para el inicio de las clases —convino. En sus ojos centelleó un duplicado de la ciudad—. ¿Crees que nos irá bien?

—¿Por qué no? —inquirió—. Estoy deseando enseñarles de lo que soy capaz.

—Pues yo...

—¿Tú? ¿Es que tienes miedo? —se burló, inclinando la cabeza hacia ella.

—¡Claro que no! Yo también quiero... Bueno, más bien, necesito estar a mi aire. Mi padre es... —bufó—. A veces me cuesta hacerle entender que ya no soy una niña.

—Henry es un buen hombre. Tiene miedo de perderte.

—No por ello voy a estar toda la vida pegada a él.

Aurora se cruzó de brazos y observó las aguas del río que, como un espejo, mostraban una réplica ondulante del sol.

Ellery se arrimó a ella y la escrutó de reojo.

—Te irá bien —le aseguró con firmeza minutos después—. Aurora es todo un carácter.

Tras una penetrante mirada, rio de buena gana.

—Te echaré de menos.

Puso la mano encima de la de Ellery, instalada en la baranda.

—Yo también, pelirroja. —Él apretó los dedos, forzando el agarre, y retomó las vistas del horizonte—. ¿Te acuerdas de lo que nos prometimos de pequeños?

Aurora asintió.

—Que, pasara lo que pasara, nada ni nadie conseguiría alejarnos. Ni mar ni tierra que se interpusiera entre nosotros.

—En efecto. —Sonrió—. ¿Lo sigues manteniendo?

—Hasta la...

Aurora se calló al instante.

—¿Hasta la muerte? —terminó la frase Ellery en un tono mordaz—. ¡Eso es muy, pero que muy feo, Aurora! —Chistó ladeando una mueca—. Mejor hasta que seamos dos viejos cascarrabias que no hacen otra cosa que contar batallitas de sus años dorados. ¿Conforme?

—Conforme —pactó con Ellery—. En serio, te echaré de menos, Queenie>>.

Un desagradable sabor metalizado se esparcía por su boca. Inmerso en los recuerdos, no había sido consciente de la fuerza con la que se mordía los labios. El propósito de aquella cita en el puente Brooklyn aún resonaba en su cabeza. Quería asegurarse de que Aurora no se olvidaba de él.

Se pasó los dedos entre los mechones de flequillo con desesperación. Estaba cansado, agotado. Todo le recordaba a ella. No había un momento de paz donde al silencio mental se añadiera una pantalla en negro.

—Me gustaban mucho estas vistas.

La repentina voz lo impulsó a distanciarse de la valla, asustando en el acto a las personas que paseaban por el puente.

Los rizos escarlatas de Aurora ondeaban en el viento de tormenta. Sus intensos ojos esmeralda le miraban con afecto.

—Tampoco yo he olvidado nuestra última vez aquí —prosiguió.

Ellery se rindió. No tenía fuerzas para luchar contra lo inevitable. Se acodó en la barandilla y lanzó una mirada de reojo a la alucinación.

—Sé que suena absurdo, pero te echo de menos —expresó en un murmullo ahogado.

—Esas fueron mis palabras. —Aurora descansó la cabeza en el dorso de la mano—. Deberíamos haber vuelto más veces.

—Es... es demasiado tarde para desear eso.

Bajó la cabeza hasta ocultarla entre sus antebrazos. Se forzó a tomar una bocanada fría de aire.

—¿Por qué es tarde? Estamos aquí. Ahora, tú y yo.

Ellery descaminó una sonrisa abatida.

—No sé qué es más doloroso, si no poder verte o que me acose una alucinación idéntica a ti.

—No seas tan racional, El —le replicó, molesta—. Qué más da si soy una alucinación o soy esa parte de tu inconsciente que ansía volver a verme. Lo importante es que estoy aquí.

—¿Y ya está? ¿Con eso basta? —inquirió con menosprecio—. Que estés aquí no significa nada. No puedo tocarte, no puedo abrazarte, ni decirte que... —enmudeció, y enseguida apartó la mirada. Aunque la confesión de los sentimientos que se reservaba a conciencia estuviera dirigida a un engaño perceptivo, para él seguía siendo Aurora. Desenterrar lo que sentía por ella lo incomodaba. Tornó la cabeza al menguante sol con un largo resoplido—. Y sé que tú también desaparecerás cuando acepte la realidad.

—¿Qué realidad?

Comprimió la baranda, apreciando la fricción del metal arañando su piel.

—Que has muerto.

De pronto, la alucinación se echó a reír. Ellery la fulminó.

—¿Qué se supone que te hace tanta gracia?

—Ellery, sabes que soy una exteriorización de tus pensamientos y emociones.

—¿Y? —la desafió—. ¿Acaso debe dolerme menos?

El escritor recibió algunas miradas de asombro y otras de extrañeza de los individuos que surcaban el puente. Algo apurado, carraspeó y suavizó el tono de voz.

—Si estás aquí para facilitarme la aceptación de tu pérdida, tus esfuerzos son nulos —le echó en cara—. Estás haciendo que me aferre a un clavo ardiendo.

—A lo mejor es lo que quiero —declaró Aurora.

—¿Por qué?

—Porque sé que conservas la esperanza de que yo no haya muerto.

Ellery meneó la cabeza.

—Las rocas, el mar... No, nadie sobreviviría a un accidente como ese.

—Hasta las cosas más imposibles a veces nos sorprenden. —Tras un silencio, dijo con aire afectado—: Me decepcionas.

—¡Cómo puedes decir eso...! —Había escuchado demasiadas veces ese adjetivo referido a su persona y empezaba a tomarle asco.

—Yo no lo digo, lo dices tú ¿recuerdas? Yo soy tú, bueno, soy la Aurora que vive dentro de ti.

Evitó razonar con la lógica absurda que la alucinación le planteaba.

—¿Y puedes explicarme por qué me decepciono a mí mismo?

—Porque te has rendido.

—¿Rendido?

—En mi búsqueda. Has archivado mi caso sin darlo verdaderamente por cerrado.

—Pero...

—¿Y si pudiera estar viva? —inquirió—. ¿Y si dar por finalizada la búsqueda es lo que me sentencia a morir? Yo no pararía hasta dar contigo, vivo o muerto —concluyó—. No me rendiría. Y creía que tú tampoco.

Ellery suspiró.

—Todo es culpa... por qué... —murmuraba—. Por qué tuviste que enamorarte de ese hombre...

Las lágrimas precipitaron contra el dorso de sus manos.

—No puedo responderte como necesitas, Ellery, sabes que no soy ella. Pero puedo entender el motivo.

—Como digas que te enamoraron sus encantos de dios, me pasaré por un psiquiatra para que desaparezcas.

—Pero también te has percatado de que hay más, mucho más. Tú mismo has elaborado un perfil sobre Jeremy Anderson. ¿Te parece tan extraño que me enamorara de él?

—Lo que me resulta difícil de creer es que cayeras tontamente en sus redes. Te hacía una mujer más inteligente.

—La inteligencia no tiene cabida en los asuntos del corazón, Queen —objetó en una cadencia suave—. Jeremy es astuto. Se conoce a la perfección, sabe cómo y contra quién utilizar sus armas. Y siempre obtiene lo que quiere.

—De todos modos, ni ese hombre es culpable. Solo yo, por mi cabezonería. Si no te hubiera obligado a elegir...

—Deja de lamentarte, Queen, y actúa de una vez —le increpó con aspereza—. Si me hablaste así fue por algo.

—Porque estaba preocupado.

—No solo fue por eso. —Aurora se aproximó a su oído—. ¿Acaso crees que no era consciente de cómo me mirabas? ¿De lo que mi muerte te ha provocado? Ellery... —La alucinación dibujó una media sonrisa—: ¿Qué sientes por mí?

—¿Qué siento por ti? —se jactó, buscando reír mientras las lágrimas delataban su nerviosismo.

—Has estado pensando en ello hace un momento —le recordó—. Ellery, por si necesitas escucharlo de tu propio inconsciente, muy en tu interior odiabas a Jeremy porque me tenía de una forma con la que tú solo podías fantasear. Lo odiabas porque, en el fondo, querías ocupar su lugar.

La conversación estaba descontrolando su desánimo. ¿De qué le servía expresar los sentimientos que albergaba por ella? Solo mantenía activo un destructivo bucle al que no encontraba salida.

—Yo... —quiso responderle, pero una espesa nube rojiza se desvanecía entre los bandazos de viento.

*

—¿Por qué no retomas los casos de la policía?

El inspector lo abordó esa misma noche. Al regresar de la comisaría, Djuna le había informado de la buena nueva de Ellery. Su hijo por fin salía de casa, y eso aligeraba la mochila de piedras que, gracias a Henry y a aquel casi treintañero, cargaba a la espalda. Respirar un poco de aire fresco le vendría bien. Pero cuando lo detuvo en la cocina, el rostro blanquecino de su hijo reavivó su malsana preocupación.

—No me siento con ánimos para meterme en la vida de personas que aborrezco —rechazó.

Se sentó frente a su padre, que saboreaba el último bocado de su cena.

—Puede que te sirva para distraerte más allá de tu novela. Inmiscuirte en asuntos de terceros te mantendrá ocupado.

—No necesito más problemas.

—Ya...

—Papá —Ellery carraspeó antes de continuar—, ¿puedo comentarte una cosa? Pero —frenó a tiempo— prométeme que no te escandalizarás.

El inspector se irguió en la silla. No estaba seguro de que aquello que quisiera revelarle fuera fácil de encajar.

—Claro, claro. Cuéntame.

—He visto a Aurora.

—¡¿Cómo?! —Casi se atragantó con el agua que estaba bebiendo. Tosió varias veces mientras se limpiaba con la servilleta.

—He visto a Aurora —repitió—. Para ser más exactos, a una alucinación de ella. Yo... Quería tu opinión. Tú... —vaciló—: ¿tú veías a mamá?

Richard depuso la vista en su plato vacío antes de reorientarla hacia la figura entristecida de su hijo.

—Cuando tu madre murió la veía en todas partes.

El semblante del escritor hizo amago de suavizarse.

—La veía en el dormitorio, en la comisaría, en el salón o cuando paseaba por Nueva York. La escuchaba tararear sus canciones en la cocina y tumbarse a mi lado en la cama. Me acompañó un tiempo. Me hablaba.

—¿Y luego?

—Y luego se desvaneció, aunque no de aquí —dijo señalándose la sien—, ni de aquí —y colocó la mano sobre su corazón—. Tienes que darte tiempo, hijo. Esto es un proceso. Poco a poco se sobrelleva mejor.

—¿Y si no es lo que quiero?

—Yo también pensaba eso al principio —convino el inspector—. Pero con el tiempo me di cuenta de que estaba intentando mantener junto a mí un espejismo. Aquella no era tu madre, El. Aceptarlo fue difícil, pero debía seguir adelante con nuestra vida.

El escritor torció el rostro. La penetrante y cariñosa mirada de su padre lo agobiaba.

—Sé que quieres pensar que no ha muerto. Pero los hechos son los hechos.

—No hallamos su cuerpo —objetó.

—Muchos cuerpos se pierden en el mar y eso no quiere decir que sigan con vida en alguna parte. La mayoría nunca aparecen. La realidad es dura, lo entiendo, todos lo entendemos —dio su brazo a torcer.

Sin mediar palabra, Ellery se levantó.

—¿A dónde vas? —Richard también se incorporó.

—Tengo que descansar. —Se desplazó hacia la puerta de la cocina—. Buenas noches, papá.

—Descansa.

El inspector lo observó marchar. El sentimiento que su hijo guardaba por Aurora era más fuerte de lo que había imaginado.

—Pobre chico —se lamentó para sí.

*

—¿Estás dormido?

Ellery entornó los ojos con pesadez. La figura redondeada de la luna iluminaba el dormitorio. No estaba seguro de cuándo el agotamiento se había superpuesto al insomnio. Tuvo la intención de incorporarse, pero se sentía entumecido. Sin ánimos ni fuerzas, se dejó caer en el colchón.

Una suave respiración le llegó del lado contiguo de la cama.

—¿No puedes dejarme en paz un rato?

Aurora estaba tumbada en el pequeño espacio sobrante de la cama, recostada en la almohada.

—Cuando quieres eres un impresentable, Queen.

—He tenido suficientes alucinaciones por hoy, gracias. Estoy empezando a plantearme si me vendría bien una buena dosis de antipsicótico.

—Olvídate de esa palabra. Alucinación —repitió Aurora—. Suena muy... objetivo.

—Como quieras —soltó. Combatir contra su propia mente era ridículo. Amoldarse a lo que le pedía era más sencillo, menos extenuante—. Estoy... solo estoy cansado... Necesito tiempo.

—Cierra los ojos, si quieres. —Aurora se acomodó entre las sábanas—. Pero deja que me quede un rato más.

—¿Dormir con un fantasma? —inquirió—. Bueno, supongo que cosas más raras se han visto —intentó bromear. Escondió una mano bajo la almohada y se recolocó hacia ella—. Hasta que me duerma, tienes vía libre.

Aurora cabeceó alegremente.

—Me parece un buen trato.

Se miraron a los ojos en la resonante quietud de la noche.

—¿En qué piensas?

—Si eres una representación tridimensional de mi cerebro —expuso Ellery con jocosa soberbia—, deberías tenerlo claro.

—Y lo sé, pero prefiero que tú me lo digas.

—Pienso en ti.

Aurora sonrió.

—¿Cuándo fue la última vez que compartimos un espacio tan estrecho?

—Aún éramos unos chiquillos. En aquella época nos daba todo igual —comentó con nostalgia—. El año pasado, en Bar Harbor, la cama se transformó en una manta en el jardín de tu padre. No era lo mismo, pero una copa de vino contemplando el cielo estrellado de Maine es mejor que esto.

El esmeralda de Aurora fulguró en la cerrazón del dormitorio.

—Me encantaría estar allí ahora.

—Yo también. Daría lo que fuera...

Apartó la mirada un instante al advertir la emoción que lo desbordaba. Cuando consiguió controlar el llanto, volvió a fijarse en ella. Fue entonces cuando se percató de la herida en la sien. De bordes violáceos, arrasaba parte de la orilla de la cabeza, justo donde faltaba un mechón de cabello.

—¿Qué miras? —le preguntó Aurora, llevándose la mano a la herida—. ¿Esto? Sí, el golpe fue doloroso. Todavía está inflamado.

—¿Cómo... cómo es posible? —balbució.

—Tú imaginación es muy hábil, El —fustigó al escritor—. Has fantaseado con mi accidente desde ese día. Eres todo un masoquista.

Por supuesto que había reconstruido su muerte, se dijo para sí, era inevitable.

De repente, un alarido emergió de Aurora, que se encorvó sobre sí.

—¿¡Qué te ocurre!? —exclamó, desaforado.

—El... el dolor... —gimió—. No puedo...

Hecha un ovillo contra la pared, Aurora se abrazaba el estómago. Al levantar la cabeza, un hilo de sangre precipitaba de su nariz.

—¿¡Qué está pasando!?

—Por favor, ayúdame... —susurró—. Por favor, por favor...

—¡¿Cómo hago eso!? ¡¿Qué...?!

De la nada, el cuerpo de Aurora se puso rígido y, como una tenebrosa aparición, se desplazó por el hueco de la cama hasta tocar la pequeña y blanca nariz del escritor. Hundió un verde fantasmagórico en sus ojos.

—Búscame, Queen.

Ellery se incorporó en la cama de un salto. Torpemente, rebuscó el enchufe de la mesita de noche y escudriñó el colchón inundado por la suave luz de la lámpara. A su lado no había nadie. Había tenido una pesadilla.

Se sentó al borde de la cama mientras repasaba minuciosamente los fragmentos del sueño. ¿Realmente cabía la posibilidad de que Aurora estuviera viva?

Con la inquietud metida en la cabeza, se puso en pie y comenzó a dar vueltas por la habitación. ¿Podía ser cierto? ¿Podía estar viva? Pero los guardacostas habían surcado toda cala y cueva de la zona sin encontrar ningún rastro. Después de una semana y con las contusiones reveladas por las pruebas, Aurora habría fallecido.

Si no habían aparecido señales de su presencia en los alrededores de City Island, ¿dónde podría estar su cuerpo?

A no ser...

Ellery frenó el movimiento de piernas en el centro de la habitación.

A no ser que el cuerpo de Aurora nunca hubiera abandonado City Island. Que su cuerpo no hubiera salido de la mansión.

La mansión de Jeremy Anderson.

Tras la llamada pidiendo auxilio, la investigación se había focalizado en el bosque que cercaba la mansión en varias hectáreas. Pero el acantilado donde habían hallado las evidencias del accidente estaba retirado del acceso para viandantes. Si lo consideraba desde la calma, que Aurora tomara ese camino resultaba incomprensible. La etiqueta de descuido era tan descabellada como ilógica.

¿Y si los rastros habían sido estratégicamente colocados en el acantilado? Contaba con un indicio físico probable: Jeremy Anderson era el único cercano a Aurora que habitaba en las inmediaciones. Tan sencillo como adecuar las huellas para recrear un escenario que lo sacara del foco de la policía. Anderson había sido muy astuto. Había participado en la búsqueda desviando las sospechas sobre él.

Un rayo de esperanza iluminó el rostro de Ellery. ¿Y si Aurora continuaba en la casa? ¿Y si Anderson...?

De inmediato, la euforia fue sustituida por un gruñido de furia y un golpe contra la silla. Aquel filántropo con piel de cordero los había engañado a todos. Podía haber montado ese espectáculo para deshacerse de las pruebas cuando las aguas volvieran a su cauce. O puede que ya lo hubiera hecho. El extenso terreno de su finca podía albergar algo más que arbustos y césped bien pulido.

Pese a sus sospechas, no tenía evidencias que relacionaran a Anderson con los hechos, y sabía que ahí fuera harían ascos de su teoría. Las maravillosas obras de caridad de Anderson aplastarían su currículum de casos resueltos sin mucho problema. Y Anderson saldría vencedor. Otra vez.

Tenía que averiguar el modo de comprobar si el cadáver de Aurora estaba oculto en la mansión. Si no encontraba nada, se prometía a sí mismo la difícil tarea de aceptar que Anderson, aunque odiara admitirlo, no tenía culpa de su muerte.

Pero si hallaba una simple evidencia de que estaba involucrado... Si la hallaba, Anderson desearía no haberle subestimado.

¿Y cómo verificar aquellas incipientes sospechas? Las revistas y boletines no le habían proporcionado mucha información, nada que demostrara que ese hombre escondía una cara siniestra.

Como venido de la nada, un nombre alumbró su conciencia.

Jemma.

En la fiesta del Museo Brooklyn, Jemma refirió mantener una grata amistad con Jeremy Anderson. Estaba seguro de que aquella mujer, centro de la rumorología de las esferas doradas de Nueva York, a la que llegaba y de la que partía gran cantidad de información, poseía grandes conocimientos acerca de la vida del médico por los que estaba dispuesto a pagar cualquier precio.

Con el reloj marcando las cinco de la madrugada, cogió ropa limpia y decidió darse una rápida ducha caliente. Se apresuró al pasillo, encontrándose de bruces con Djuna, que regresaba a su dormitorio.

—Señor Queen... —Bostezó con ojos somnolientos.

—Djuna, prepara una buena dosis de café. ¡Bien fuerte!

—¿No es muy...?

—¡Ya! —increpó desde el baño.

El sirviente se encogió de hombros y, aún con el pijama puesto, marchó escaleras abajo.

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