Capítulo 10. El funeral
Vacío.
El ataúd de Aurora Toldman estaba vacío.
Después de días de rastreo por los alrededores, la joven escritora continuaba en paradero desconocido. La guarda costera había surcado las aguas de City Island sin evidencias de un cuerpo en los límites de la isla. La funesta hipótesis de los Queen parecía cumplirse: Aurora había sido arrastrada mar adentro.
Aquella desagradable noticia desató una tempestad mediática al conocerse el idilio amoroso que la fallecida mantenía con el galardonado Jeremy Anderson. Los titulares se hicieron eco del suceso sin importar los sentimientos que alteraran a su paso. Henry, al coger uno de los periódicos que Djuna compraba cada mañana, no soportó la fotografía sonriente de su hija bajo el titular que remarcaba la tragedia:
Devastado, al señor Toldman vagabundeaba por las esquinas de su domicilio como un alma en pena. En vistas de su estado, los Queen le dieron cobijo en su hogar, temiendo que la soledad fuera un aliciente para la consecución de algún acto impulsivo. Henry no aceptó ni negó la petición de sus amigos. Meramente, se dejó transportar, y allí se quedó, encerrado en el dormitorio, sin salir, sin comer, sin señal de pertenecer al ajetreado mundo que pervivía ahí fuera.
Richard no había faltado a la labor de supervisor del estado de su amigo. Cuando se escurría hacia la habitación, lo encontraba absorto frente a la ventana. No era capaz de preguntarle cómo lo estaba llevando, el simple hecho de pensar en pronunciar aquella pregunta le revolvía el estómago. ¿Cómo iba a estar si su única hija acababa de morir en un horrible accidente? Aquel juez retirado estaba solo. Sin mujer, sin hija... Solo, en un mundo que ya no le necesitaba, ni como profesional ni como persona. ¿Qué le quedaba para aferrarse a la vida? No estaba seguro de que tuviera motivos para seguir en pie, y esa preocupación le mantenía en un angustiante vilo.
También él estaba desolado por la muerte de Aurora. Aquella niña de ojos verdes había sido como un regalo caído del cielo. Después del fallecimiento prematuro de su esposa, la pequeña Aurora se había convertido en su ahijada. Los veranos en Maine engañaban a su destrozado corazón; por unos días, olvidaba lo que Nueva York le deparaba. Ver corretear a su hijo y a la intrépida pelirroja por el jardín, la playa o sortear las tiendecitas del pueblo hacía que su pecho se ensanchara de felicidad. Tanto Henry como él compartían aquellos momentos de paternidad solitaria en silencio. No hacían falta palabras para agradecer el apoyo que se brindaban el uno al otro en la difícil tarea de cuidar a dos niños sin una mujer al lado.
Había visto crecer a Aurora, las discusiones con su padre, su marcha a la universidad y su primer éxito literario. Se enorgullecía como si fuera de su propia sangre. Era debido al amor que sentía por aquella chiquilla que la noticia de su desaparición lo había trastocado en lo más hondo de su ser.
Si él sentía que el mundo perdía sentido, Henry debía estar ahogándose en sus propios recuerdos.
Ni siquiera había tenido valor de sacar el tema del entierro, pero de alguna manera debían despedirse de la joven pelirroja. Por suerte, resopló el inspector, Jeremy Anderson, otro añadido al duelo por la muerte de su joven conquista, había aceptado como suya la preparación del sepelio. Se ofreció voluntario en una de las reuniones en casa de los Queen, con voz grave y rota, ajustada a una apariencia circunspecta.
—Permitid que me encargue del entierro —propuso en el silencioso salón.
El inspector, de pie junto a la chimenea, levantó la cabeza. Ellery no se inmutó. Continuó en el sillón, ausente.
—Sé que el señor Toldman no tiene las fuerzas necesarias para ello. Quiero hacerme cargo de todo. De los gastos, las invitaciones y la ceremonia.
—Ellery —el inspector se volvió hacia su hijo—, ¿qué te parece?
Pero el escritor no contestó. Sus ojos caían en el suelo de madera, ajeno a la situación.
—Creedme que será una ceremonia especial —continuó el médico, sofocando un sollozo en los labios—. Contrataré a personal de seguridad para que vigile el cementerio y obstaculice la entrada a la prensa. Aurora merece ser respetada.
Richard ahogó un nudo en la garganta.
—Está bien, hágase cargo usted. Si necesita algo...
—No, gracias por su proposición, inspector. —El hombre asintió agradecido—. Será mejor que comience con los preparativos. Caballeros.
Sin otro tipo de despedida, desapareció de la casa, dejando a los Queen en la desamparada oscuridad.
Richard y Henry no eran los únicos que sentían que sus vidas habían dado un vuelco repentino. Algo en Ellery había cambiado. En bucle, revivía la sensación de tener el vestido de Aurora en las manos, la fría agua del mar empapando las mangas de su camisa. Había sacado la entereza suficiente para acompañar al señor Toldman a su hogar. Pero en la quietud de su dormitorio, el caos en su interior dio rienda suelta.
Tomó parte activa de todas las partidas de búsqueda desoyendo las advertencias de su padre. Era consciente de que la visión del cadáver empeoraría su estado. No le importaba, sabía que Aurora habría actuado igual si el desaparecido hubiese sido él.
Los días pasaron sin que consiguiera cerrar los ojos un maldito segundo. Poco a poco, la idea que había tratado de suprimir fue configurándose como una realidad a la que prefería dar la espada. Su mejor amiga, la mujer que había engendrado en él la confusión, había muerto.
Según el informe de los guardacostas, el mar tenía la última palabra. Si quería, apiadándose de los desolados familiares que lloraban la pérdida de la joven, la transportaría hacia la costa para que pudieran despedirse de un cuerpo y no de una ilusión. Pero el mar no se compadeció de ellos. Aurora pasaría a formar parte de los tesoros que albergaba en sus profundidades.
Fue a partir de ese momento que Ellery comenzó a sentir una extraña sensación de vacío. Como si se hubieran hecho con un pedazo de su interior y, al igual que un reloj con las pilas gastadas, ya no funcionara. Sentado frente a la máquina de escribir, tiró de la hoja a medio redactar provocando que se rasgara en dos. La fragilidad del papel hizo que se diera cuenta de que así era como se sentía.
Roto.
Las noches en vela discurrían lentas. Escuchaba la ruidosa vida de la ciudad como si ningún acontecimiento, por desgarrador que fuera, pudiera frenarla. Para Ellery, todo aquel ajetreo carecía de valor. ¿Qué importaban las novelas, los casos, el éxito, si aquella con quien deseaba celebrar la vida ya no estaba?
El dolor físico era insignificante en comparación con el dolor de una mente vencida por la muerte. La profundidad de una herida impalpable complicaba la curación. Un mal sin un punto concreto y milagroso que sanar. Todo aquel que había sentido el corazón roto expresaba lo mismo: era como estar sufriendo un ataque cardíaco eterno. La presión en el pecho que te regalaba la realidad en la que sí o sí debías vivir llamaba a la anarquía y la revolución. Comenzaba, de golpe, a faltarte el aliento. Los músculos se apretaban hasta reducirte. Y te veías estrangulado por la angustia.
La participación de Jeremy Anderson demolía las escasas resistencias de Ellery. Su actitud de indiscutible control se había apoderado de la disposición de los tres hombres. Su aire imperioso, pese a la aflicción de sus facciones, persistía incólume. Si tanto amaba a Aurora, ¿no tendría que sentirse como él?, se preguntaba Ellery. ¿No tendría que estar a punto de explotar por el incesante dolor que retorcía su interior? Sí realmente Jeremy Anderson sentía una mísera fracción de ese sufrimiento, su maniobra de ocultación era extraordinaria.
A la par que Henry, Ellery también se encerró en un desdichado mutismo. Pasaba las horas sentado en el salón mientras su padre entraba y salía, las visitas de Henry tocaban a la puerta y el doctor Anderson telefoneaba para informar sobre los preparativos del funeral.
Nada ni nadie le importaban. Solo estaban él y su dolor.
*
En el cementerio de Woodlawn, donde la esposa de Henry descansaba en paz, se celebró un gran velatorio. Una foto ampliada de Aurora saludaba a los invitados junto al ataúd vacío. El doctor Anderson escoltó al señor Toldman durante la misa funeraria. Se mantuvo a su lado, susurrándole al oído palabras de consuelo.
Entre las dos secciones de bancos de la parroquia se constituyó una fila. Las manos de los afligidos allegados contenían pequeños objetos en recuerdo a la joven Toldman. La idea había partido de Anderson; representaría un acto simbólico de amor el depositar en el ataúd algo que sintieran cercano a ella. Excusó la propuesta en el estado del juez. Aquel gesto permitiría que el funeral le resultara más hacedero. De ese modo, el féretro estaría colmado de vida.
El inspector fue de los primeros en depositar sobre la blanca almohadilla una placa de policía de plástico. Se la había regalado a Aurora en uno de sus cumpleaños, y en una de las visitas a casa de Henry para equiparse con unas maletas, no pudo evitar entrar en su dormitorio. Encontró el objeto sobre la mesilla. Para Aurora era una reliquia de la que no pensaba deshacerse.
Con sentimiento, la guardó en su bolsillo de la chaqueta, cerca del corazón, y la portó consigo hasta ese momento. Puso la mano en la fría madera de la caja y devolvió una lánguida mirada a los dos hombres que lo observaban. Se acercó al juez y lo abrazó con fuerza. El llanto de su amigo se avivó entre sus brazos. Luego dio un paso lateral hacia el médico, al que solo tendió la mano, y regresó a su asiento.
Libros y recortes de periódicos, fotos con familiares y amigos, broches y joyas... Poco a poco, el interior se fue llenando de su esencia.
Ellery aguardaba en los bancos del final de la capilla. Una especie de nerviosismo interno lo había bloqueado al traspasar la entrada de aquel frío y lóbrego edificio. Veía cómo los parientes brindaban su último adiós a un espacio vacío. Pero fijar los ojos en el ataúd le despertaba un miedo irracional. Miedo a que, al subir la escalinata, la cadavérica tez de Aurora le sonriera. Un pensamiento estúpido, falto de lógica, se reprendía a sí mismo, pero no por ello dejaba de estar ahí.
Desvió la vista hacia la foto. Una corriente de dolor se esparció por cada una de sus terminaciones nerviosas. Sus labios tiritaron. Sentía una opresión en la garganta. Las lágrimas enturbiaron su mirada. Se mordió la lengua para detener la incontrolable sucesión de sensaciones. Necesitaba moverse.
Se levantó y se situó en la fila. Paso a paso, fue aproximándose a su deprimente destino. En la trayectoria divisó a su padre. Tenía la cabeza gacha y las manos entrelazadas. Suspiraba. El dolor que reflejaba aumentó la pesadez de Ellery. Sin fuerzas para más, giró la cabeza al frente. La visión del féretro delante lo desorientó. El familiar que le precedía daba el pésame al doctor.
Con el temblor asomando en sus pisadas, subió los peldaños.
No estaba seguro de qué resultaba más doloroso, si un interior vacío o adornado con el rostro apaciguado de su amiga. Esperando calmar el impulso de salir corriendo, contempló los regalos que representaban el cuerpo fantasmagórico de Aurora. Del bolsillo sacó una piña. La palpó unos segundos. Una piña barnizada de los grandes pinos de Bar Harbor. Un obsequio de Aurora. De eso hacía ya muchos años.
<<Después de la incursión en el bosque y el inoportuno accidente por el que Ellery la había socorrido, la pequeña Toldman limpió y pintó una piña en muestra de agradecimiento.
—Espero que te guste —le dijo, depositando la reluciente piña sobre el escritorio donde Ellery leía un libro.
—¿Y esto?
Ellery la examinó con una sonrisa.
—Por ayudarme a salir del bosque sin... sin meterte conmigo.
—Te habrá costado pulir toda la superficie —opinó, mirándola con interés.
—Ha sido entretenido —convino—. ¿Te gusta?
El rostro expectante de su amiga esperaba con ansias una respuesta afirmativa de su parte.
—¿Cómo no me iba a gustar? Si me la ha regalado mi Ginger favorita.
Aurora sonrió complacida, pero, al momento, su ceño se arrugó.
—¡Deja de llamarme así!
—¿Llamarte cómo, Ginger? —volvió a pronunciar entre risas.
Aurora soltó un bufido y se dirigió airada hacia la salida. Antes de cruzarla, giró el torso y sonrió con malicia.
—Espero que no la pierdas nunca, Queenie —y cerró la puerta de un golpe, dejando a Ellery asombrado por el apodo que había elegido para él>>.
Exhalando un suspiro como presagio del llanto que no podría frenar, depositó la piña en el lugar donde habría estado el corazón de Aurora. Rozó la madera unos segundos. Una breve despedida, su dolor no le concedía más.
Henry lo miraba con ojos muy abiertos. Intuía la rojez de sus globos oculares. Había pasado los últimos días llorando. Se percibían los kilos perdidos en sus mejillas escuálidas, las arrugas acentuadas en la sequedad de su piel. En la silla de ruedas, cubiertas sus piernas por una manta, parecía menguar, lo que le aportaba un aspecto aún más debilitado.
No se dirigieron ni una sola palabra durante el abrazo. Sabía que su amistad con Henry se encontraba entre las cuerdas después de que saliera a relucir el motivo del accidente de Aurora. Que hubiera ido en su busca y muriera en el intento había grabado una huella imborrable en el juez. Ese hecho había levantado un muro entre ellos.
Al separarse, recayó en Jeremy Anderson. La ira se abrió paso con la potencia de un vendaval. ¿Acaso debía darle sus condolencias a aquel hombre? Le parecía injusto. Indignante. Él conocía a Aurora desde los siete años y nadie se había preocupado por preguntarle si deseaba sumarse a los familiares que resguardaban el féretro. Ni siquiera Anderson había dejado de lado su orgullo.
La rabia contenida oscurecía su mirada. Tendió un firme apretón de manos al médico.
—¿Una piña? —susurró para que Ellery fuera el único receptor, pues Henry ya atendía al siguiente familiar desolado—. Aunque viniendo de usted, entiendo que la simpleza es lo habitual.
Comprimió la mano del médico. Aquel ataque le había pillado con la guardia baja.
—Usted no sabe nada —expulsó en un tono colérico.
—Sé lo que usted significaba para Aurora. —Un fondo malevolente se instaló en su mirada—. No es más que un necio. Un don nadie. Usted no era digno de una mujer como ella.
Ellery acortó la distancia entre ambos.
—¿Digno? —repitió, dominando el impulso de alzar la voz—. A mí no me engaña, Anderson.
—¿Celoso, Queen? Al menos Aurora supo lo que era disfrutar estando conmigo. —El doctor intensificó el agarre marcándole las yemas en el dorso—. Aún recuerdo el olor de su piel. Mmm... —Se relamió los labios fugazmente—. Muy dulce —se vanaglorió—. ¿Alguna vez la ha olido? —Entreabrió con pausa los labios—. Y su sabor... He pecado de no haberme reprimido con ella. Era tremendamente adictiva. Entiendo que volviera, Queen. Deseaba ser usted el siguiente en probarla, ¿o me equivoco?
Se quedó inmóvil. No lograba asimilar lo que había escuchado. Una protervia inhumana calcinaba cada palabra de Anderson.
Y entonces lo vio.
No vio dolor, no vio tristeza en la mirada celeste del médico. Vio maldad, una recóndita maldad. El amor por Aurora era un fantoche. Su ego se alimentaba de acaparar los medios, las bocas y el estatus de quienes tenía al lado. Si la muerte de Aurora servía a su fin, luciría a la perfección la apariencia de un hombre dolido.
Pero a espaldas del resto...
Era un lobo hambriento.
—Cállese —siseó Ellery, que de un ligero tirón perturbó la posición del médico.
—Pero debe escucharlo, señor Queen. —A la vista de todos y, a su vez, sin que nadie fuera consciente, Anderson descubrió las sombras que escondía a su público. Una oscuridad devastadora que sacaba sus armas, todos sus sucios trucos, contra Ellery. Se estaba enfrentando a un adversario sin precedentes—. Aurora estaba enamorada de mí. Si cree que una mujer de su categoría sentiría alguna clase de atracción por usted, es más necio de lo que pensaba. En las últimas semanas, ni se acordó de su... ¿Qué decía que era? ¡Ah, sí!, su gran amigo. Despierte de una vez —espetó—, en sus ojos solo yo tenía cabida. Aurora deseaba que dejara de molestarla con su mediocridad. ¿Sabe qué me confesó? Que usted le daba lástima. Decía que era un hombre autodestructivo, sin nadie que lo amara. —Sonrió con malicia—. Estaba harta de las tonterías del gran Ellery Queen, y no estaba dispuesta a soportar ninguna más.
De un impulso, Ellery lo agarró por las solapas de la chaqueta.
—¡Maldito bastardo!
—¡El!
El inspector saltó del asiento y se lanzó contra su hijo, separándolo del médico.
Desde la tarima, Henry observaba con aturdimiento aquella reacción inesperada de su ahijado.
—Señor Queen —Anderson elevó el tono de voz para que la multitud pudiera oírle—, sé que es complicado aceptar que, en cierto modo, es responsabilidad suya que Aurora haya fallecido. Pero esta no es la mejor forma de expresar su dolor.
El inspector condujo a Ellery lejos del altar. Tenía el cuerpo agarrotado. Apretaba los puños con una fuerza que enrojecía la piel de sus nudillos. Anderson volvía a alzarse por encima suya.
—Ellery, muestre respeto, por favor —le recomendó, colocando una mano sobre el hombro del juez.
Incapaz de controlarse, necesitado de abalanzarse contra la bestia camuflada en el hombre que el mundo adoraba, Ellery se zafó de su padre y abandonó la capilla.
—No... no lo entiendo —titubeó Henry al inspector.
Richard negó en un largo y denso resoplido.
—Marcharse ha sido la decisión más acertada —intervino Jeremy—. Si no muestra la honradez necesaria en un momento tan doloroso como este, mejor que espere fuera.
El inspector observó al médico con desconcierto. ¿Qué diantres sabría él de su hijo, que vivía como un ser derrotado? Tomó asiento de nuevo, ahora de brazos cruzados y con el semblante parco.
*
A diferencia de lo que especulaban los que habían presenciado la trifulca, Ellery no se había marchado. Junto a unas de las estatuas del camposanto, observaba el ataúd reposando en los hombros de los cuatro portadores a través del camino de baldosas.
Los invitados se colocaron en torno al hueco cavado en la tierra mientras el sacerdote rezaba una oración. Uno a uno, con Henry acariciando la madera, fueron depositando sobre la tapa una rosa roja. Anderson, en su labor de anfitrión, recibía los ánimos con un mecánico gesto de cortesía. Nadie parecía darse cuenta de que aquel hombre sobraba, que solo Henry, y como mucho el inspector, debían encabezar la ceremonia. Pero la influencia del médico era un talento peligroso. Aun siendo uno más del elenco, se había hecho con la voluntad de quienes lo adulaban.
Ellery estampó un puñetazo contra la estatua de mármol. Necesitaba echar fuera la ira. Ignoró el dolor de las articulaciones inflamadas, que rápidamente tiñó su dermis de sangre.
Cuando el ataúd descendió a través de la abertura rectangular y el sepulturero dio inicio al enterramiento, se dio la vuelta.
Él también había muerto.
Deambuló a lo largo de la Avenida Jeremo. Las palabras del médico cobraban vida en su cabeza. Cerró los ojos. No quería esa imagen consigo. Sin embargo, era un bucle, un bucle que, con solo echar una ojeada, lo convertía en su prisionero.
Ahogó un grito frustrado.
Odiaba el virus mental que aquel filántropo de corazón de oro y mirada aviesa había sabido incrustar en su cerebro. Quería que sufriera. Había reconocido su punto vulnerable, una vulnerabilidad de la que Ellery no había sido consciente. Había dado con la pieza clave para que sus pesadillas tomaran un cariz aún más devastador.
¿Qué había sucedido para que el estúpido conflicto que los había separado terminara a las puertas de un cementerio?, malmetía Ellery contra sí mismo.
Las habilidades sugestivas de Anderson habían dado sus frutos con Aurora. La había manejado como a una muñeca de trapo. Y, muy a su pesar, no la culpaba. Todo individuo que entablaba relación con el médico quedaba sometido a su influjo hipnótico. Los que se oponían a ser uno más del rebaño, aquellos dispuestos a pararle los pies, eran proscritos, degradados, aislados en la miseria que Anderson cimentaba para ellos.
La sonrisa que ofrecía a sus absurdos admiradores... ni la muerte de su amante la había borrado. No estaba afectado porque la mujer a la que había abierto las puertas de su casa pereciera antes de afianzar la relación. Era un trozo de carne más, fácilmente intercambiable por otro igual de suculento. Ese hecho hizo especular a Ellery sobre las relaciones del médico. ¿Cuántas mujeres habían pasado por su vida? Ninguno de las revistas exponía alguna tara perturbadora. Para toda mujer que había convivido con sus encantos, Anderson era un hombre atento y considerado.
¿Entonces?
Si de entre la lista de amantes se había decantado por Aurora, una mujer inteligente y audaz, distinta al prototipo con el que solían fotografiarlo, como si por fin hubiera encontrado a alguien compatible, ¿cómo se explicaban esas sucias palabras que le había escupido a la cara?
Ellery suspiró.
Tenía la respuesta delante de sus narices. Había sido así desde el minuto uno.
Jeremy Anderson se presentaba a sí mismo como un ser inocente con un estatus que no había pedido ni quería poseer. Recibía la ovación de su público, y él negaba ser meritorio de tales elogios, pero sus ojos expresaban todo lo contrario. Su supuesta vena empática desfilaba hacia los infiernos con la confesión que había tenido el valor de soltarle en el entierro. El resto de su actuación no era más que eso, una actuación. Interpretaba un magnífico papel, una farsa para engatusarlos a todos.
Su vida era una doble máscara.
Pero a él, y sospechaba que a otros que el médico no había logrado comprar con su función, no lo había engatusado.
Jeremy Anderson encarnaba las facultades de un ser inhumano, y no de un dios.
Jeremy Anderson era un monstruo.
Aun con la conclusión alcanzada, la desazón no aflojaba. ¿De qué le servía?, se preguntaba. Anderson había conseguido poner a todos en su contra, a Henry, a Aurora. Y ella ya no estaba.
La estridente bocina de un coche lo sobresaltó. Tornó la cabeza hacia el conductor, que le gritaba a través de la ventanilla, y le devolvió una mirada lacónica. Continuó su camino con la cabeza gacha mientras el viento le revolvía el cabello.
Un monstruo...
Frunció los labios, hastiado. Estaba valiéndose de una justificación para que la culpa recayera en Jeremy. Su cerebro relacionaba los conocimientos que albergaba de la psicología criminal con los hechos que había vivenciado. Le brindaba una cicatriz para apaciguar el dolor.
Si lo pensaba en frío, Jeremy Anderson era un individuo listo e influenciable que había enamorado a Aurora. La culpa, si alguien debía tenerla, era de él mismo. Si no hubiera sido por los sentimientos que le había despertado la pareja de enamorados, Aurora no habría muerto. Si no la hubiera atacado aquel día, si hubiera dado marcha atrás y arreglado las cosas... Habría afrontado lo que Aurora tuviera que decirle. De ese modo, aunque la relación se rompiera, ella seguiría viva.
Si hubiera, se lamentó, porque ya era tarde.
Llegó a la 87 oeste cuando el sol comenzaba a intercalarse entre los edificios. La casa estaba en silencio. El inspector se hallaba en el domicilio del juez, donde Anderson había preparado un velatorio para los familiares. Después de lo sucedido en la capilla, sabía que no era bienvenido en aquel hogar.
Se derrumbó en la silla delante de la máquina de escribir. Junto a ella descansaba un cúmulo de papeles. Le faltaban un par de capítulos para cerrar la trama del manuscrito. Miró a su vieja amiga, amante insaciable de sus fantasías, y aceptó el remedio curativo que le prometía. Escribiría si así se perdía en un mundo que no le tocaba de lleno. Escribiría si así, por unas horas, dejaba de pensar en el ataúd vacío.
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