XV
No quisiera extender mucho más este relato, pero bien es cierto que hemos entretenido la espera mientras mi Némesis se acerca bajo la tormenta.
¿Si aún lo veo en mi mente? Si, por cierto; no he dejado de ver por sus ojos mientras platicábamos todas estas horas, y ya ha llegado. ¿Que cómo lo sé? Bueno, veo en este instante a través suya estas mismas rocas en el fondo de mi mente, no sé explicarlo. Sí, ya está casi a las mismas puertas esta fortaleza en ruinas que de momento nos cobija, y creedlo.
Pero permanece quieto, de pie en lo alto de aquella loma desde la que vos y yo nos sentamos a charlar tras abatir el yak, ¿la recordáis? ¡Ja! Me será raro contemplarle con mis ojos mientras a la vez él me contempla a mí con los suyos, pero en fin; otras maravillas he presenciado también antes, y a Dios gracias.
Me asesinará, no lo dudéis, pero tranquilo, que algo haremos. Pagará cara mi vida. Es temible, y terriblemente fuerte, yo lo sé bien pues yo le he enfrentado antes en Thule, ya os lo dije, y no hay nada que se le pueda resistir y eso os lo aseguro.
Pero por el momento espera, no sé por qué. Es como si quisiese dejar que termine este cuento. ¡Pues démosle cumplimiento a su oferta! Aunque confieso que esperaba que se demorase aún un poco más para al menos tener tiempo de contaros también la última de mis aventuras antes del Primer Tránsito, antes también de que estallase al fin la Gran Guerra de la Quebradura y a pesar de mis esfuerzos.
Precisamente en esa última aventura que quedará sin contarse apareció él, ese que está ahí fuera: la Esfinge de Sothis.
¡Ah, pero no ha habido tiempo! ¿Y a qué quejarse? Es así y no vale la pena lamentarse. Dejadme que termine de afilar Tasogare para recibirle con los honores que merece, y mientras acabo terminaré lo poco que queda del relato de la búsqueda del Irannon en este tiempo que se nos ha concedido.
Bien, como vimos el trierarco había sanado de sus mortales heridas gracias a Halia, y a petición mía. El Irannon había sido recobrado, y tan pronto se le explicó la situación a Ahinadab, ya recuperado, y la claridad del día terminó de extenderse entre los velos de la bruma se dispuso el regreso a casa.
No nos extenderemos en eso, pues no queda casi tiempo, pero por suerte contaba el buen Ahinadab con Asterión para capitanear el trirreme del cobarde Hailama, y él dispuso al mando de su propio navío a su sobrecargo.
Él fue quien se hizo cargo de dirigir el Irannon, y tal y como se había planeado desde el principio repartió la marinería disponible ―marineros y remeros; no soldados, pues estos casi por completo habían sido asesinados por los posesos o devorados por el horror sin nombre de la sentina― entre los tres navíos del Tribuno para al menos poder volver, aunque fuera a mal paso, hasta costas amigas.
Contaba el Irannon también con mi escolta, y compartí con el trierarco parte de mi tripulación con objeto de asegurar la navegación del Irannon, y lo hice de buen grado.
Baste decir que tardamos dos días en salir de la niebla y que no hubo grandes dificultades por fortuna, de forma que casi tres semanas después por fin el Irannon entró, triunfante, en el puerto de Gadir. ¡No regresaba de vuelta capitaneado por un pirata minotauro, como había temido el traidor Hailama! ¡Ja!
Hubo trompetas y fanfarrias, y celebraciones por todo el ancho puerto de la Capital Marcial desde el mismo momento en que se recibieron nuevas de nuestro regreso. ¡El Irannon, Orgullo del Tribuno, regresaba a puerto tras escapar de los horrores del Mar Velado!
Cuando desembarcamos hubo vítores y se dispuso una marcha triunfal que recorrió la Avenida de la Armada hasta el mismo Yunque, si bien cuando llegamos hasta sus puertas no salió a recibirnos el Tribuno en persona, como había yo esperado.
¡Ni habría debido esperarlo! No acostumbraba el Tribuno a dejarse ver, pero un extraño sirviente encapuchado me informó en mis aposentos de que había seguido nuestra llegada y celebrado nuestro triunfo, y que se hallaba contento conmigo y con su trierarco. ¡Valiente sabandija, de haberlo sabido yo!
En fin, tras dos días de banquetes y festejos Asterión nos informó a Ahinadab y a mí de que se marchaba con su recién ganado salvoconducto de libertad. No nos dijo a dónde iba, pero bien a las claras debía ser al Norte, de vuelta a la rebelde y emancipada Península de Moloch, y cuando le despedí en las murallas del Yunque yo le tendí la mano a mi hermano, y él me estrechó entre sus brazos por respuesta.
Asterión, aparte de su libertad y un ojo menos, se llevaba por recompensa una nueva cicatriz de guerra que mostrar orgulloso; su oreja izquierda, la que casi había sido arrancada de un mordisco por los posesos y que ahora lucía un burdo remiendo, muy a su gusto. Mucho podría presumir de ella por las tabernas del puerto de Auroch, en verdad...
―Nos despedimos como hermanos, Ramírez ―me dijo, en efecto―. Me pregunto cómo nos habremos de saludar si volvemos a vernos. ¿Recuerdas aún nuestra conversación, al principio de esto?
Respiré el aire que venía del puerto a través de la avenida marcial. El Sol ya se escondía entre las montañas, a nuestras espaldas.
―Bueno, eso depende de vos. Y sí; ya lo hemos hablado. Asterión, poca gana tengo de haceros de monaguillo, pero dijo una vez Nuestro Señor: «Da un pez a un hombre y calmarás su hambre un día: enséñale a pescar y no volverá a conocer el hambre». ¡Piénsalo, amigo mío! ¡Comercia conmigo por todo Thule! ¡Ganaos de forma honrada la vida! Idos y pensad al menos en ello, os lo ruego ―le contesté. Asterión ensayó un mohín y profirió un aburrido bufido―. Pero sabed una cosa ―continué―. Y es que aunque no cambiéis de vida, aunque os encuentre un día a la vuelta del cabo de Mastia codiciando el cargamento de mi barco y me abordéis, antes de cruzar espadas a bordo del Gran Dux os saludaré con la alegría de volver a veros. Como hermanos. Mal avenidos, pero hermanos en fin. ¡Os lo juro!
―¡Ese momento será memorable! ―rio, y me estrechó de nuevo entre sus enormes brazos―. Está bien todo esto que dices, pero ya cargo con un pasado y una reputación a la espalda, Ramírez. Y en fin, y ahora más en serio: si alguna vez creíste estar en deuda conmigo considera tal compromiso saldado.
―Tú me has acompañado hasta el final en esta búsqueda, Asterión ―le contesté―, y bien podrías haberte negado a ello tan pronto como el Irannon se nos apareció entre la niebla. Me has salvado la vida en no pocas ocasiones durante esta correría, así que lo lamento: ¡vuelvo a estar en deuda con vos, viejo cabestro! ―dije, y esta vez le estreché yo entre mis brazos.
―¡Bueno, bueno! ―rio―. ¡Aprende a hablar de una maldita vez, extranjero, que aún apenas entiendo dos de cada tres palabras que dices! ¡Y basta ya! ―me dijo, dándome la espalda―. ¡Hasta la vista entonces, Ramírez, español del Mar Velado!
Así se marchó Asterión. ¿Si lo volví a ver? ¡Claro! Asterión ha sido casi tan asiduo en mis aventuras como pueda haberlo sido Briseida; a veces para bien, aunque otras veces haya sido para mal... ¡Y se fue además sin referirme la historia de la espada que me regaló, bien es cierto, pero también lo es que acabaría contándomela en una postrera ocasión!
Es una lástima que no haya tiempo para contar todas esas historias, pero las cosas son así.
Bien, tan pronto como los pequeños desperfectos del Gran Dux fueron reparados y la bolsa con mil cuñas de oricalco de la recompensa del Tribuno fue repartida entre mi tripulación ―¡algunos me abandonaron en aquel mismo momento al verse hombres ricos de repente, pues habían visto ya suficientes horrores para el resto de sus vidas!― yo también me despedí de Ahinadab antes de marcharme.
Su manto era el más azulenco que hubiera visto yo en mi vida, y su mostacho lucía de nuevo soberbio y orgulloso. Nos encontrábamos de pie en lo alto de la escalinata del Yunque, y nadie pasaba por allí en aquel momento. Caía la tarde también, en aquella ocasión.
Le ofrecí mi mano y él me correspondió el gesto. Sostuvo firme mi apretón, y yo hice lo propio con el suyo, pues con ese gesto quedaba forjado un lazo del que alguna vez esperaba sacar provecho en la guerra.
Después Ahinadab dio un paso atrás, ceremonioso, y llevó su mano al cinto. Me tendió entonces un pergamino enrollado; iba lacrado con el sello del Gran Tribuno en persona y dirigido a personalmente a Nabonides III, Adorador de la Luna de Tarsis.
―Dáselo al teócrata de Tarsis ―me dijo―. Es el pacto de neutralidad con Gadiria prometido; quiera Enosichthon que nunca haya de ser cumplido.
―Yo también lo espero, pero no del mismo modo que vos. La guerra en el cielo estallará, tenedlo por cierto, y cuando lo haga espero que este pacto de neutralidad no sea honrado sino que Gadiria acceda a luchar junto con Tarsis, pues esa lucha será como contra la de un monstruo abisal en lo más profundo de la sentina de un barco, y harán falta muchos brazos en ese momento, trierarco.
Él se encogió de hombros, y sonrió.
―Espero que te equivoques, aunque si así pasara tampoco nos corresponde decidirlo a nosotros.
Yo también sonreí.
―¿Estáis seguro? Pues sabed que yo tengo fe en vos, Ahinadab de Gadir, ¡Primer Trierarco del Tribuno!
Él sonrió.
―¿Entonces lo sabes ya?
―Algo he oído, en efecto ―contesté, y me ceñí Tasogare al cinto―. Pues me voy ya así que cuidaos, amigo mío ―dije, y me volví bajando las escalinatas del Yunque y aventurándome por la interminable Avenida de la Armada bajo un Sol de justicia.
Tomé el camino del puerto y de la oficina de Aduanas, donde debía despachar unos legajos antes de continuar con mis viajes, y es que siempre hubo burócratas, ya sabéis.
Regresé a Tarsis tan pronto pude. Debía presentarle al Adorador de la Luna aquel pacto de neutralidad con Gadiria, pero sobre todo ardía en deseos de volver a ver a Briseida.
Los días de tranquila travesía hasta allí discurrieron plácidamente, pero varios de mis marineros notaron que algo había cambiado, y cuando cayeron en la cuenta preguntaban:
―¿Dónde está Dux? ¿Dónde está ese delfín? ¿Nos ha abandonado la buena suerte?
Sí, ¿dónde estaría Dux? Eso, os lo juro, también quería saberlo yo...
Pero bien, cuando arribamos a Ispal no me fue concedido acceso franco hasta el Gran Templo, por lo que tiramos de remos y atracamos el Gran Dux en la dársena que me asignaron en el Primer Halo, y, tras dar permiso a la tripulación para encontrar solaz y descanso, me encaminé a través de las avenidas flotantes hasta cruzar cada uno de los Halos y hallarme de cara frente a los broncíneos muros del Gran Templo de Astarté, una vez franqueada la policromada Puerta de Ishtar.
Ya bajo sus columnas me anuncié a los Ungidos allí presentes y pedí audiencia con el mismísimo Adorador de la Luna. Dije venir con un mensaje del Tribuno en persona y necesitaba entregárselo cuanto antes.
Con algo de renombre contaba yo en el Templo, ya lo sabéis, pero cuando mostré el pergamino y vieron el sello del tirano Baal-Eser III aquellos Ungidos corrieron a anunciar mi llegada a Nabonides lo más rápido que les permitieron sus sandalias.
Bien pronto me hallé ante el anciano en su Sala de Audiencias, y le entregué el pergamino lacrado. El teócrata lo abrió en mi presencia y leyó con atención su contenido, con gesto adusto.
―De modo que cien naves parten de Gadiria hasta aquí en prenda de la neutralidad del Tribuno en la guerra que se avecina... ¡Necios! ―exclamó―. ¡Mejor sería que aunasen sus fuerzas con las nuestras para lo que se depara.
―De momento mejor será esto que nada, Sagrado Padre, y todavía queda tiempo para asegurar el concurso de Gadiria. Dejad eso en mis manos.
El Adorador de la Luna suspiró en un gesto de gran cansancio y me observó con curiosidad por debajo de sus pobladas cejas.
―El Templo queda en deuda de nuevo contigo, capitán Ramírez. Dímelo otra vez: ¿por qué te niegas a llevar en tu barco la enseña de Tarsis? ¿No ves acaso que el Reino te necesita, que Astarté precisa de ti y que podrías ser uno de sus más valiosos devotos? No sé muy bien de dónde has salido, pero eres un buen hombre, y decidido a ayudarnos a afrontar los trabajos que se avecinan.
―Así es, y os agradezco vuestras palabras, Sagrado Padre ―contesté yo―, pero como ya sabéis ya tuve una patria, y aunque ya podría deciros cuál era, pues el mayor daño que podía hacerse con ello ya se ha hecho mal a mi pesar, esto ya no viene al caso, pues ya la perdí. Jamás regresaré a ella, bien lo sé, y ahora no hay rey ni tirano que me gobierne, y así quiero que siga siendo ―dije―. Pero estaré de vuestro lado siempre que sigáis del lado correcto como hasta ahora, Sagrado Padre, y lo mismo diré respecto a cualquier otro que precise de mi ayuda.
―Ah, hablas con sabiduría... ―contestó el anciano, y suspiró―. ¿Pero quién distingue sin dudar el lado correcto cuando los hombres tratan sus asuntos, hijo mío?
―En esto que nos ocupa resulta sencillo ―contesté al punto―. La línea que separa ambos lados es la misma que separa a Ajenjo del Lucero de la Oración. ―El teócrata asintió, y yo continué―. Pero ahora debo continuar con mis viajes, os digo, aunque antes de partir quisiera volver a ver a Briseida, y os rogaría que me digáis dónde la puedo encontrar, Sagrado Padre. ¿Ha regresado ya a Ispal?
El anciano asintió de nuevo.
―Así es. Y se encuentra ya en el Templo, pero me temo que no podrá recibirte.
―¿No? ¿Y cómo es eso? ―repuse extrañado―. ¿No podrá recibirme tan siquiera un momento? ―pregunté―. ¿Mandaréis darla aviso?
―No es posible te digo, hijo mío ―repitió―. Se encuentra en adeudos del servicio a la Diosa.
Me contrarié entonces.
―¿Y qué adeudos son esos, Sagrado Padre? ―quise saber, y esperé que aquel viejo me mintiese aunque solo fuese por piedad. Mas no lo hizo.
―El del Ofrecimiento y la Celebración de Astarté ―me respondió.
Asentí. Comprendía.
Di la vuelta sin despedirme siquiera. Tan solo le dije al viejo, casi al traspasar el umbral de la sagrada sala:
―Decidla pues que aquí he estado, y comunicadle las nuevas sobre el Tribuno y que parto en dos días a Tiria, os lo ruego. La mandaré postas como acostumbro a hacer informándola de todos mis movimientos, para que sepa cómo encontrarme si precisa de mí ―dije, y dejé solo a aquel anciano en su estrado.
Ya en la urbe, respirando el especiado aire de los aledaños al Templo, bien podéis imaginar a dónde dirigí mis pasos.
Recorrí durante horas y sin meta clara las calles del Primer Halo. Bebí en compañía de mi tripulación y otros marinos allá donde me los encontrara por tascas y fondas, y al final fue Rais quien me tuvo que llevar, bien borracho, hasta mi camarote del Gran Dux.
Pero de estos lances ya os he hablado otras veces. ¡Ja!
Y a la noche siguiente no tenía ya ni ánimo para salir. A solas en mi desierto barco atracado en la dársena del Primer Halo me dediqué a dar paseos por la cubierta. Bueno, no iba solo del todo, la verdad: me acompañaba una buena botella de ron, pero maldita la gracia.
Me acodé en la baranda de estribor y apuré el contenido de la botella mientras contemplaba el rielar de las aguas en el desierto muelle. Cantaba sin sentir como propios aquellos versos del insigne Juan de Tassis, esos que decían:
Pasé los golfos de un sufrir perdido,
y piélagos de ofensas he surcado,
de enemigos impulsos agitado,
de poderosas olas impedido [...]
Y entonces alguien me dijo a mi espalda:
―No soporto verte triste, Ruy Ramírez. Ni siquiera a pesar del daño que me hiciste.
No me volví. ¿Cómo habría podido? Así que contesté:
―No tengo la culpa ―le respondí a Halia―. No me culpéis a mí; no mando en el corazón de nadie, y aún menos en el mío.
Halia bajó de un salto de la baranda y se aproximó hasta quedar a un palmo de mi rostro. Las luces del Primer Halo la iluminaban el rostro y hacían entrever miríadas de estrellas antiguas en su mirada.
Pero yo apenas podía tenerme en pie, de tan borracho que andaba. Apoyé la cabeza en su pecho desnudo y ella me acarició el rostro por toda respuesta, consolándome.
―Este dolor me está matando... ―le susurré yo, y ella chistó, conminándome a callar.
―Ella también te ha hecho daño ―me dijo al fin―. ¿Me querrás por fin a mí ahora, Ruy Ramírez?
―No puedo... No funciona así, muchacha...
Me volvió a chistar.
―Pues haré todo lo posible para que la olvides, Ruy Ramírez. De momento, ven conmigo ―dijo, y me cogió de la mano.
No me condujo a mi camarote como esperaba, sino que se subió a horcajadas de nuevo a la baranda de estribor.
―¿A dónde vamos? ―quise saber entonces.
―Verás maravillas que ningún hombre ha visto, y cuando lo hagas tal vez la olvides a ella y entonces me quieras solo a mí, Ruy Ramírez. ¿Confías en mí?
La miré, y descubrí que no había pensamientos en mi mente. No había nada. Yo era como uno de aquellos posesos del Mar Velado.
―Sí, confío, pero en realidad ya todo me da lo mismo, Hija del Mar. Puedes hacer con mi vida lo que te plazca, pues esta noche me da lo mismo vivir o morir...
Ella me volvió a chistar, esta vez con más fuerza, alarmada.
―¡Calla! ¿Qué dices? ¡Por nada del mundo querría que te sucediera nada malo, Ruy Ramírez! ¿Tan poco sabes del corazón? ―me dijo, y acercándome de nuevo a su pecho desnudo me besó esta vez en los labios.
Me dejé arrastrar. Fue un beso largo y húmedo, y con él sentí que me inundaba algo que no pude definir, algo que no era de este mundo. Por mi parte hubo también despecho en ese beso, lo he de confesar, y cuando Halia separó sus labios de los míos me tomó de la mano de nuevo y nos arrojamos por la borda, sumergiéndonos en las oscuras aguas del Primer Halo.
Entonces, sin soltarme nunca de ella, buceamos cada vez más y más profundo, ¡y al cabo descubrí con sorpresa que podía respirar bajo el agua!
¿No me creéis? Pues Halia me condujo por el Gran Canal, y mucho antes de que amaneciera habíamos abandonado ya el Primer Halo y salido a mar abierto.
Así pasó. Y tras algunas horas más nadando bajo las olas, cuando el Sol ya apuntaba por el horizonte, vimos los últimos vestigios de una ciudad olvidada en el fondo marino, y fue así como buceé entre las soñolientas avenidas de la perdida Y'ha-nthlei bajo la luz de la luna, y nadé bajo sus bóvedas de algas y entre sus espaciosos palacios de corales leprosos.
Halia aún me enseñó otras maravillas antes de devolverme semanas después al Gran Dux, junto a mi preocupada tripulación, y de tal modo conocí también la antaño poderosa Ooth-Nargai, reino de vastas ciudades de terrazas de madreperla, ahora sumergidas, o la decadente ciudad de Y'll-Kai, plagada de sombras, que es aquella que se asoma al Abismo...
Y no, no quiso mostrarme las fungosas ruinas de la ya perdida Mu, o de la extinta Lemuria: «Demasiado cercanas a la Ciudad de Fango, Ruy Ramírez... ¡Nadie se acerca ya por allí, amado mío!», me dijo.
Pero baste ya, y acabe aquí el cuento y veamos qué hay de mi viejo némesis, si se decide y viene ya en mi busca.
Venid, subamos las escaleras. Creo que hay arriba una terraza aún techada que tal vez esté soportando aún en pie los ácidos que llueven del cielo. Desde ella, si aún aguanta, tal vez pueda verle a él por fin, con mis propios ojos.
¡Pero vayámonos ya! ¡Y sin tardanza! Pues cuando recuerdo noches como aquella en la que Halia hubo de salvarme de ahogarme arrojándome al mar, os confieso que deseo que llegue el fin, y cuanto antes...
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